Hacia la periferia

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En el momento en que el ser humano deja de tener una relación consustancial con el lugar, de modo que deja de tomar de él los rasgos de su diferencialidad, pierde su unicidad como sujeto y se hunde en el seno de lo imperceptible, fundiéndose en la indiferencia de la masa (Buchanan, 2005: 23). La desaparición de la particularidad del lugar comporta una paralela corrosión del carácter que aqueja al sujeto moderno. La superficialidad del espacio tiene su correlato en la superficialidad de los caracteres y de las identidades: se carece del referente del cual extraer los valores y las destrezas (Bauman, 2010: 63) para trazar el propio proyecto de identidad.

Y si antes los seres humanos se relacionaban entre sí por el hecho de compartir una geografía densa y pública, en una sincronía que combinaba sujetos, lugares y caracteres, el mundo moderno que arruinó la naturaleza del lugar hizo desaparecer también esa res pública que comunicaba íntimamente a unos sujetos con otros. En el mundo moderno, los sujetos no se orientan inconscientemente unos hacia los otros a través de los caracteres complementarios que han adquirido por su inserción en el lugar; el mundo moderno mercantilizado es un mundo de una persistente soledad que sólo se puede abandonar a través de la ficción y la abstracción del contrato. Como señala Augé, el contrato, bajo la modalidad del boleto comprado, o del ticket de ingreso, es la fórmula actual que permite acceder a los no lugares modernos y que lleva implícita una relacionalidad con los otros igualmente abstracta y sometida a una provisionalidad contractual (Augé, 2000: 105). En el momento en que el contrato expire, concluye el derecho del sujeto a usar y ocupar un espacio, y concluye también cualquier relación permitida con los otros sujetos. Por eso, la modernidad ha hecho superficiales no sólo las identidades de los lugares y las humanas, sino las propias formas de relación social.

Es cierto que la concepción que parte de la geografía humana articuló sobre el lugar y las identidades era de gran valor desde el momento en que situó el fenómeno de las identidades sobre espacios físicos y reales donde se podía orientar más confiadamente la investigación. La identidad humana y social era un hecho que podía derivarse no de simples discursos, imágenes, representaciones e interacciones, sino de una constitución sustancial de lo humano en un mundo diferenciado y cualificado. Sin embargo, en el momento en que desde este marco de referencia nos preguntamos sobre las condiciones en que quedan enmarcados los fenómenos presentes de las amplias movilidades, nos encontramos con una imposibilidad. Una interpretación de lo humano desde la apropiación y el enraizamiento en unos lugares estables y persistentes nos impone ver con recelo, suspicacia y desaprobación cualquier fenómeno presente de movilidad espacial. Por simple fuerza de la necesidad lógica, la movilidad espacial es, desde este marco interpretativo, una amenaza para la posibilidad de las identidades y de lo humano.

De este hecho ya se dio cuenta Tim Cresswell, al proponer una “Geosofía crítica” que fuera capaz de salvar las dicotomías estancas que separaban por un lado al lugar y la identidad y, por otro, a las movilidades y las anomías (Cressswell, 2006: 21-23). El aspecto crítico de tal “Geosofía” consistía en rebatir cualquier identificación inmediata que se realizara entre las identidades, los lugares y las movilidades, y examinar con detalle la forma política como se urdían determinados regímenes de movilidades y los significados y las repercusiones identitarias que se derivaban. En resumidas cuentas, la propuesta consiste en pensar otras fórmulas que reúnan la identidad con el espacio y que escapen a la lógica del enraizamiento. El grueso de este libro estará dedicado a contemplar la posibilidad de que las movilidades no produzcan sólo indiferencia de los lugares y de los caracteres, a examinar la manera como los desplazamientos, cambios, viajes y traslados puedan entenderse en su particularidad diferenciada, y permitan, asimismo, reencontrar también en los sujetos que los experimentan caracteres e identidades determinadas. En la medida en que se consiga este propósito, las movilidades particularizadas podrán ser consideradas también como otras tantas rutas para la emergencia material de lo humano en nuestro tiempo presente. La intención es que las propias movilidades, igual que antes era el lugar, puedan ser interpretadas como el punto fundacional de lo humano.

Las identidades en el seno de las movilidades. Primeras propuestas

Aunque las ingenierías del tránsito aparecieron en las décadas de 1920 y 1930, con el propio nacimiento y extensión de los modernos medios de transporte, habría que esperar hasta finales del siglo para que se comenzaran a indagar las condicionantes y repercusiones generalizadas que comportaban los amplios fenómenos de movilidad existentes. Así, a finales de la década de 1990 se instauró un programa de investigación en ciencias sociales que tenía por objetivo el estudio de las múltiples dimensiones que integraban las movilidades contemporáneas: movilidades turísticas, urbanas, migraciones, y toda la serie de movilidades virtuales que comenzaban a eclosionar por la instauración de internet y todas sus tecnologías de soporte. Aunque este programa es muy variado internamente, pueden destacarse tres grandes ejes que han articulado a los distintos esfuerzos de investigación: dimensiones socioculturales de la movilidad; soportes tecnológicos para las movilidades contemporáneas; y dimensiones identitarias de las movilidades. En términos expositivos, aquí me interesa mostrar la reconsideración y revaluación que cobró la movilidad como fenómeno susceptible de investigación, y, sobre todo, la forma como se ha constituido en un nuevo apoyo para la aparición de las identidades contemporáneas. Este apartado se dedicará a examinar la forma como se ha constituido, en la literatura reciente, un nuevo ideal normativo sobre el sujeto prototípico del tiempo presente: el individuo móvil y flexible, que concuerda con esa otra nueva realidad espacial de las amplias movilidades, y que hace en parte obsoleta la investigación sobre los lugares y los arraigos, tradicional de la geografía humana.

Frente a los intentos por conservar toda la matriz analítica del lugar, los tiempos presentes impusieron la realidad de las movilidades como fenómenos merecedores de estudio. Bauman (2010:9) destacó (2010: 9): “nos guste o no, por acción o por omisión, todos estamos en movimiento. Lo estamos aunque físicamente permanezcamos en reposo: la inmovilidad no es una opción realista en un mundo de cambio permanente”.

Paralelamente a esta exaltación de las virtudes y modalidades inscritas en la construcción de los lugares, la modernidad supuso una lenta pero irrefrenable recuperación de los valores de la movilidad. Frente a épocas donde los movimientos y desplazamientos pasaban desapercibidos, o eran incluso censurados (Kellerman, 2006: 21), la modernidad constituyó un proceso de reconocimiento y valorización creciente de estos fenómenos hasta el punto que se llegó a equiparar movilidad con modernidad.

Así, en todo el siglo XIX, y en el seno de las grandes metrópolis del occidente, comienza a sostenerse una actitud mucho más favorable hacia los fenómenos de la movilidad y de la velocidad. A través de una serie de homologías que producían préstamos semánticos entre disciplinas como la fisiología, la economía o el protourbanismo, se comenzó a imponer el paradigma de la circulación ininterrumpida como proceso que acarreaba la salud de los cuerpos, el crecimiento de la riqueza de las naciones, o la salud y el buen funcionamiento urbanos (Sennett, 1997: 273-300). La velocidad se hizo equivalente de progreso (Kellerman, 2006: 11), en la medida en que admitía acercar a las poblaciones, abrir nuevos espacios a su apropiación humana, o en la medida en que permitía acelerar los ciclos de acumulación económica (Redshaw, 2008: 140).

Ahora bien, si la movilidad se ha constituido en un elemento tan central para la propia modernidad, esto ha sido por la manera como se ha asociado con uno de los valores definitorios de nuestro tiempo: la libertad. Como muy bien resume Freudendal-Pedersen (2009: 67):

Con el socavamiento del sistema feudal y la emergencia subsecuente del capitalismo, el individuo dejó de tener un puesto fijo dentro del sistema económico. En adelante lo que va a importar es la capacidad del individuo de demostrar su propia valía. El individuo se convirtió en el creador de su propio éxito, de modo que su posición en la sociedad dependería únicamente de sus propias actuaciones y no sólo del marco tradicional en donde había nacido. En consecuencia, cada individuo debía salir adelante y probar su suerte.

El lento proceso de liberación de la mano de obra respecto a las fidelidades y seguridades medievales, y que convirtió al campesino en un proletario dejado solo ante su propia necesidad (Polanyi, 1968: 68-85), dedujo la entronización del principio de la libertad como principal instrumento para buscar el propio sustento. El nuevo periodo capitalista supuso la eliminación de las antiguas certidumbres: la certidumbre de una tierra que laborar, la que prestaba el señor ante quien se rendía vasallaje, o la que proporcionaban los sistemas de protección social locales para las poblaciones menesterosas. Sin estos recursos que garantizaban la subsistencia, los campesinos, siervos o ciudadanos se encontraron con que sólo contaban con su fuerza de trabajo para poder conseguir su subsistencia. El proceso de proletarización, en los siglos XVII y XVIII, supuso esta obligación de las clases populares de buscar su sustento vendiendo su mano de obra. En estas circunstancias, los nuevos proletarios tenían que contar al menos con la libertad para poder desplazarse hacia aquellos territorios donde se reclamara su fuerza de trabajo. La libertad como derecho a poder realizar el oficio que más le aprovechara al sujeto, y allí donde se deseara, era la traducción en términos liberales de esta pérdida de las seguridades de antaño.

 

A esta necesidad impuesta por el naciente orden socioeconómico del capitalismo, le acompañó también una serie de formulaciones en el cuerpo de la filosofía política, que consiguieron instaurar el principio de la libertad entendida como libertad de movimiento. El nuevo orden social se entendía integrado por individuos aislados y que, a través de su constante intranquilidad y movimientos, perseguían la satisfacción de sus necesidades (Cresswell, 2006: 14). Restaba por encontrar las bases contractuales que permitieran armonizar todos estos movimientos y desplazamientos individuales, que impidieran salir de un estado de conflicto en la colisión y contraposición de los intereses particulares. Así, el sujeto moderno pasó a entenderse como individuo libre, con la potestad de poder moverse y desplazarse irrestrictamente en la búsqueda de la concreción de sus necesidades. El correlato era que cualquier obstáculo que proviniera de la sociedad o del Estado, y que contuviera el desarrollo de sus actuaciones y movimientos, se consideraría como una grave ofensa y como un atentado a una condición natural de la existencia.

Se puede comprobar que de esta nueva concepción antropológica moderna sólo restaba un paso hasta instaurar la libertad de movimiento como un derecho inalienable del individuo. La constitución de los derechos civiles modernos, sobre los que se asienta todo el entramado liberal de ciudadanía presente, se realizó desde el hito fundamental de la defensa de la libertad de poder desplazarse de ciudad en ciudad para desempeñar el oficio de propia elección (Marshall, 1997: 305). Así, desde los albores del siglo XVIII, la libertad, entendida como movilidad de los individuos, se sitúa como pieza clave para el anclaje del mundo moderno en sus dimensiones social, económica y cultural. Aún hoy, casi trescientos años después, el derecho a la felicidad y al propio bienestar viene intercedido por el disfrute previo del derecho a la libertad y el ejercicio de la movilidad como su herramienta principal (Freudendal-Pedersen, 2009: 59).

No hay que desconocer que buena parte de la constitución infraestructural de las sociedades y ciudades modernas ha estado inspirada por estos principios así instaurados en el orden político y cultural. Sin ir más lejos, la prioridad social que se concedió a determinados medios de transporte privado, como el automóvil frente a medios de transporte colectivo como los tranvías o los trolebuses, se explica en buena medida por la preferencia que mostraban las élites burguesas y las primeras clases profesionales, en los inicios del siglo XX, por fórmulas de transporte que secundaran valores considerados sagrados como la libertad, la autonomía y la independencia (McShane, 1994: 115).

Ahora bien, lo que me interesa de toda esta aproximación es la forma como la construcción de las identidades comenzó a realizarse desde un contexto de movilidades, en lugar desde lugares y arraigos. El considerar que las identidades pueden emerger no sólo desde el afincamiento en un lugar, sino también desde la vivencia de una serie de movilidades constantes, nos obliga a que veamos la problematicidad inscrita en la construcción del sí, que ahora es un sí móvil (Elliot y Urry, 2010: X).

La vinculación de la construcción identitaria con los desplazamientos y movilidades está implícita en varias figuras que se consideraban prototípicas del nuevo orden social que se estaba fraguando. Retomando relatos literarios que se remontan a la Antigüedad en obras como la Odisea o la Eneida, y que narraban la forma como las experiencias derivadas de los viajes eran claves para el enriquecimiento y la construcción de la identidad del viajero, se extiende durante el siglo XVIII y a lo largo de las principales casas, primero aristocráticas, pero luego también burguesas, la práctica del grand tour. El grand tour supuso la institucionalización del viaje como rito de iniciación al espíritu cosmopolita. Inspirados por estos valores, los jóvenes acaudalados de la sociedad europea emprendían viajes a lo largo del continente con la finalidad de que todas sus experiencias les ayudaran a completar su proceso de aprendizaje y de conformación de una personalidad que, de otra manera, hubiera quedado roma y sin lustre. A partir del siglos XVIII, la construcción de la identidad ilustrada pasa por el “ser de mundo”, algo que se asienta en la condición de la movilidad y del viaje. Posteriormente, ya en los siglos XIX y XX, esta práctica se va a vulgarizar y a difundir, constituyendo el fenómeno contemporáneo del turismo (Cresswell, 2006: 15). Como quiera que sea, se impone y se extiende por todo el espectro social el modelo del viaje como una oportunidad para derivar experiencias y enriquecer la propia constitución del sí.

Sin embargo, no todas las movilidades que inciden en la constitución de identidades móviles pasan por ese modelo de la autoexperimentación a través de los viajes y el turismo. El mundo moderno impone también otra serie de movilidades mucho más prosaicas, muchas veces no elegidas, y que comportan también una reconsideración de las antiguas identidades estáticas enraizadas en el lugar. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, las movilidades urbanas se convierten en una tónica para la construcción de las cotidianidades y de las identidades de los distintos ciudadanos. En unas ciudades en crecimiento, y que presenciaban el inicio de la funcionalización de los espacios, con la separación de los espacios de residencia de los del trabajo y del ocio, cubrir las distancias entre estos lugares a bordo de los modernos medios de transporte se hizo algo cotidiano. Los desplazamientos se convirtieron en la práctica cotidiana que ayudaba a unificar los pequeños fragmentos temporales y espaciales que precariamente constituían las vidas de los urbanitas (Sheller y Urry, 2000: 744).

Desde estas y otras experiencias que se hacen cotidianas para el sujeto moderno, se impone el comportamiento contrario a aquel que definía a los caracteres hechos en el arraigo al lugar. Al presente pareciera exigirse la separación respecto a la cercanía a la familia, a un lugar o un vecindario por largos años apropiados, y se fomentara la actitud de circundar el mundo (Elliot y Urry, 2010: 123). La importancia que cobran los fenómenos de la movilidad hace que el ser humano moderno se encuentre mayoritariamente desafecto por los lugares estabilizados y se entregue, voluntaria o involuntariamente, a un viaje constante que va componiendo de forma precaria su identidad.

Al contar con ese entorno y contexto caracterizado por amplias y recurrentes movilidades, se ha indicado que la movilidad puede constituirse en un capital, en la medida en que es un recurso que pueden atesorar los sujetos y que consiguen cambiar para obtener y acumular otra serie de recursos, económicos, sociales, educativos, etc. (Kaufmann, Bergman y Joye, 2004: 752). En este sentido, se ha señalado (Urry, 2011: 1) que la movilidad conduce a la constitución de un capital que permite vincularse con entornos socioespaciales más o menos productivos.

Si la movilidad se convierte en ese recurso que cobra una creciente importancia para determinar procesos de ascensos y de descensos sociales, se inaugura un programa de investigación centrado en estudiar cómo se llega a atesorar y acumular. Desde el punto de vista de las identidades, el estudio de los mecanismos para la acumulación de capital se transforma en la indagación sobre la conformación de las competencias de movilidad. En otras palabras, cómo se forman en los sujetos hábitos y disposiciones que llevan a manejar y a atesorar una cohorte de movilidades diferenciada.

A la vez que podemos apreciar estas transformaciones en la construcción de las identidades, observamos que ocurre algo similar con la disposición de los espacios. En el presente periodo neoliberal, las movilidades no se producen entre espacios y condiciones sociales estables, duraderas y predecibles, algo que podía suceder en las fases previas del capitalismo mercantil o del industrial. En la actualidad, una profunda incertidumbre permea los escenarios y arreglos socioespaciales. Las inversiones y desinversiones se asientan y salen de los distintos territorios con una volatilidad tal que desestabilizan las mismas características que se consideraban propias del lugar. Si el lugar antes era ese espacio estable que aseguraba el asiento de las identidades, ahora los espacios neoliberales flexibilizados son un elemento más que labra la incertidumbre y el riesgo de los tiempos presentes. En esa tesitura, desde la década de 1990, ciertos teóricos han propuesto sustituir como eje de análisis de las sociedades contemporáneas el enfoque de la clase social por el del riesgo (Blossfeld, Buchholz y Hofäker, 2009: 54).

Para que el escenario de inseguridad y de riesgo pueda convertirse en un caldo de cultivo para el desarrollo de nuevas competencias de movilidad, es necesario previamente que recobre un sentido positivo y habilitador. La incertidumbre, tras cierto giro ideológico, deja de ser un estado del que protegerse y resguardarse, y se convierte en un terreno propicio para la aparición de oportunidades. Es en el seno de esta reconversión ideológica y pragmática donde se produce la caracterización presente de las competencias de movilidad, las cuales van a permitir la supervivencia e incluso el éxito en un escenario y en unos espacios caracterizados como riesgosos e inciertos, van a señalar las habilidades para saber desplazarse de manera conveniente por unos acuerdos socioespaciales en sí mismos inestables.

Las competencias de movilidad se han caracterizado de forma muy diversa. Una de las primeras competitividades a adquirir y a desarrollar dentro de los escenarios de incertidumbre que caracterizan la última modernidad, se orienta a remodelar sobre la marcha los propios proyectos y planificaciones, ajustándolos y alineándolos a los cambios de las circunstancias y contextos en los que el sujeto se implica. Los espacios no son ya lugares previsibles, sino que su naturaleza misma es cambiante, por lo que hay que aprender a modificar las propias trayectorias, para no quedar empantanados en escenarios degradados y asolados por procesos de empobrecimiento y precarización. Al mismo tiempo, la naturaleza cambiante de los espacios hace que las competencias y habilidades, que en el pasado garantizaban un efectivo desempeño a su interior, queden comprometidas y se hagan obsoletas. El sujeto no puede confiarse en las competencias adquiridas, ya que los campos que las requieren son ampliamente móviles. Esas vinculaciones momentáneas y perecederas exigen, por lo tanto, una continua supervisión del sí mismo y de su acoplamiento a los escenarios de interacción social (Urry, 2006: 20).

Ahora bien, lo importante no es sólo llegar al lugar preciso y en el momento oportuno. Ya se señaló que lo primordial no era tanto la capacidad de desplazarse y de movilizarse como el repertorio de relaciones y redes sociales que dichos movimientos conseguían detonar. En este sentido, lo importante va a ser cómo los sujetos, con sus desplazamientos, logran activar para su provecho los escenarios donde se están involucrando. En este sentido, ante la coincidencia de sujetos en un marco de oportunidades, lo relevante es no generar desencuentros, sino encuentros, oportunidades para integrarse en nuevos proyectos (Boltanski y Chiapello, 2007: 110) que puedan acarrear la acumulación de otro tipo de capitales: económicos, culturales, educativos, etcétera.

En el momento en que descubrimos esta serie de competencias, construimos nuevos tipos humanos que son concurrentes con las nacientes configuraciones móviles de la modernidad tardía. De forma inadvertida se está describiendo un tipo normativo que bosqueja los perfiles y características que debe tener el sujeto ejemplar. Los individuos que logran adecuarse a una constante movilidad, que han conseguido cercenar cualquier tipo de vínculo y de fidelidad con el lugar, que son flexibles como para ir por delante de sí mismos planificando sus trayectorias según se van presentando los acontecimientos, que cuentan con los recursos para cumplimentar con esas amplias movilidades, y que además disponen de las habilidades para llegar y para involucrarse intensa y exitosamente en los nuevos proyectos socioespaciales, son aquellos que se consignan como los mejor adaptados y, en consecuencia, los ganadores en la nueva distribución del poder social. Estas capacidades de organización y vinculación del sí mismo, por tanto, se convierten en el eslabón en una escala micro que permite la reproducción del orden social y la aparición de nuevas formas de estratificación (Manderscheid, 2009: 35). Es en este punto donde se puede apreciar con precisión la manera en que determinadas identidades móviles ideales se ponen en concordancia con los requerimientos de un orden espacial fundamentalmente móvil. Para que los proyectos, como arreglos socioespaciales, no dejen de rendir nuevas oportunidades, no deben detenerse en ningún momento: los encuentros colaborativos de los sujetos en un determinado espacio son tan duraderos como es el tiempo que permanece el proyecto en consideración, habiendo de guardarse la provisión de generar nuevos proyectos, en distintos lugares e involucrando a otros sujetos (Thrift, 2008: 46).

 

Éste es el orden ideal que representa la modernidad tardía, el arreglo ideológico, social y espacial que se ha hecho hegemónico. Sobre sus contornos tienden a contrastarse el resto de retazos de espacios y subjetividades, pasados, presentes y futuros, promisorios de mundos alternativos. Al centrarme en un estudio de caso sobre cómo se constituyen las identidades móviles en un contexto periférico, lo que pretendo es cualificar este cuadro, mostrar cómo otros sujetos subordinados se hacen día a día entre las grietas de los sistemas normativos e infraestructurales de las altas movilidades. Para llegar a estos actores secundarios aún no explorados, es necesario, sin embargo, observar cómo quedan delineados hipotéticamente desde la literatura que estoy revisando.

El boceto de las identidades móviles subordinadas

La mayor parte de los trabajos actuales, que intentan descubrir el nuevo orden de movilidades, centran su atención en los espacios más representativos y en los agentes que se pueden considerar como pioneros en su constitución. La asunción implícita es que desde estas nuevas posiciones espaciales y subjetivas es como se consigue articular un mundo futuro. Los otros espacios y las otras identidades periféricas para esta nueva configuración o son desatendidas o son examinadas desde el modelo ideológico y pragmático de la amplia movilidad. Una vez que se consigue establecer un modelo pragmático y se convierte en hegemónico, el resto de posiciones y aspiraciones a otros órdenes tienden a interpretarse de forma desaventajada desde la supremacía obtenida. Así sucede también con la forma de analizar las movilidades de las clases periféricas.

Desde este modelo, lo primero que se advierte al observar a estos agentes extemporáneos y periféricos es una extrañeza contrastante. El modelo de sujetos ideal asume que si “en un mundo conexionista la movilidad —entendida como la capacidad de moverse autónomamente, no sólo en un sentido geográfico, sino también entre otros individuos, o en un espacio mental, entre ideas— es la cualidad esencial del gran hombre, los hombres cotidianos y pequeños se caracterizarían principalmente por su fijación y su inflexibilidad” (Boltanski y Chiapello, 2007: 361).

La razón de esta inmovilidad habría que encontrarla en el espacio ocupado por los seres humanos cotidianos en ese mundo conexionista de amplia movilidad: un espacio de desconexión, de aislamiento y de marginación. Mientras que las élites móviles, al interior de los circuitos para la acumulación de los capitales, disfrutarían de una amplia movilidad, estos otros seres humanos pequeños, desvinculados de aquellos circuitos, estarían condenados a permanecer locales (Bauman, 2003: 17).

El ubicarse en esta posición de exterioridad, respecto a los circuitos del poder, hay que entenderlo en una dimensión fundamentalmente física y espacial. Las metrópolis se constituyen como espacios para la segregación ya no de lugares, sino de movilidades. Los diferentes espacios, la ubicación de los recursos, el trazado de las infraestructuras, estarían delineando una serie de rutas muy móviles y conectadas globalmente entre los emplazamientos para la acumulación y el desarrollo de prometedoras empresas, y en sus márgenes una serie de espacios deslavazados, inconexos, fragmentados e incapaces de constituir sentido y direccionalidad alguna. Así, mientras que unos sujetos se harían, a través de esos corredores ininterrumpidos, de ascenso sociomaterial, para otros su aislamiento y sus movilidades dependientes depararían una experiencia repetitiva de desconexión y exclusión social (Edensor, 2011: 201). Desconectados de estos circuitos, los sujetos periféricos habrían de conformarse con ver pasar sobre ellos los trazados y las infraestructuras que componen este nuevo mundo de movilidades (Ohnmacht et al., 2009: 31).

Las formas de vivir en esta desconexión son múltiples. Implican quedar fuera de los espacios y los circuitos del alto consumo, donde al presente se dirime buena parte de los anclajes de la ciudadanía, por fuera de los circuitos de una educación y una capacitación progresivamente privatizadas, de las redes de relaciones sociales que se escenifican en clubes, zonas residenciales o centros comerciales donde se distribuye el prestigio, y por supuesto, por fuera de las infraestructuras, de los recursos y de las competencias de movilidad que permiten un fácil e ininterrumpido desplazamiento a lo largo de todos esos lugares.

Desde la perspectiva hegemónica, este vivir y hacerse en los espacios marginales y desconectados depararía en la práctica una situación de confinamiento. Los sujetos periféricos permanecen tan inmóviles como aquellos otros que, antaño, veíamos hacerse a través de la vinculación profunda a la textura de un lugar. Ahora bien, su permanencia no es elegida, no permite el establecimiento de estas apropiaciones propias de la constitución de los lugares. La inmovilidad dentro de un mundo ampliamente móvil ya no depara el establecimiento de identidades desde la ocupación de un lugar. En este mundo móvil, la inmovilidad es entendida, en su dimensión deshabilitadora, como confinamiento. Como indican Hiernaux y Lindón (2004: 84) en su análisis de la Ciudad de México, la periferia comporta un confinamiento en el momento en que ese sentido no deseado de la posición socioespacial segregada convierte la experiencia del espacio en un castigo o una condena que aparta al sujeto del mundo. En su análisis, el sujeto es obligado a permanecer en un espacio marginal, ya que no desea vagar de forma arbitraria por unos espacios abstractos y que impiden cualquier apropiación. Desde una lógica de análisis similar, estos seres humanos que permanecen confinados en espacios no elegidos ni deseados, son interpretados como esclavos, forzados a permanecer en un hogar que se les transformó en cárcel (Bauman, 2010: 158).

De esta forma, la interpretación hegemónica de las amplias movilidades sólo puede concebir a aquellos sujetos y espacios que quedaron sedentes de una manera harto simplificadora que debe someterse a revisión. El espíritu que mueve este trabajo es rescatar la pluralidad y multiplicidad del hacerse humano en la movilidad, incluso para las posiciones subordinadas. Mi intención es intentar mirar a través de los resquicios de esa lógica hegemónica de las altas movilidades, para contemplar cómo los sujetos periféricos pueden vivir sus (in)movilidades por fuera de la condena al confinamiento.