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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO X
DE CÓMO DON FRANCISCO DE QUEVEDO ENCONTRÓ EN UNA NUEVA AVENTURA EL HILO DE UN ENREDO ENDIABLADO

Cuando Quevedo salió de la casa del duque de Lerma por el postigo, apenas había puesto los pies en la calle, se le vino encima Juan Montiño, que, como sabemos, estaba esperando en un soportal á que saliese por aquel postigo don Rodrigo Calderón.

Al verse Quevedo con un bulto encima, y espada en mano, echó al aire la suya, y embistiendo á Juan Montiño, exclamó con su admirable serenidad, que no le faltaba un punto:

– Muy obscuro hace para pedir limosna; perdone por Dios, hermano.

Y á pie firme contestó á tres tajos de Juan Montiño, con otras tantas estocadas bajas y tales, que el joven se vió prieto para pararlas.

Y no sabemos lo que hubiera sucedido, si Juan Montiño no hubiera conocido en la voz á su amigo.

– ¡Por mi ánima – dijo haciéndose un paso atrás y bajando la espada – , que aunque muchas veces hemos jugado los hierros, no creí que pudiéramos llegar á reñir de veras!

– ¡Ah! ¿sois vos, señor Juan? que me place; y ya que no nos hemos sangrado, alégrome de que hayamos acariciado nuestras espadas para daros un consejo: lo de tajos y reveses á la cabeza, dejadlo á los colchoneros, que sirven bien para la lana, y aficionáos á las estocadas; de mí sólo sé deciros que de los instrumentos de filo, sólo uso la lengua. ¿Pero qué hacéis aquí?

– Espero.

– Ya, ya lo veo. ¿Pero á quién esperáis?

– A un hombre.

– Decid más bien á un muerto; y dígolo, porque á pesar del demasiado aire que dais á la hoja de la espada, si yo no fuera quien soy, me hubiérais hecho vos lo que no quiero ser en muchos años. Pero el nombre del muerto; digo, si no hay secreto ó dama de por medio, que no siendo así…

– Dama y secreto hay; pero me venís como llovido; conozco vuestra nobleza, quiero confiarme de vos, y os pido que me ayudéis.

– Y os ayudaré, y más que ayudaros; tomaré sobre mí la empresa y el encargo. ¿Pero de qué se trata?

– ¿Conocéis á don Rodrigo Calderón?

– Conózcole tanto, como que de puro conocerle le desconozco. Es mucho hombre.

– Pues á ese hombre espero.

– Para…

Quevedo hizo con el brazo la señal de una estocada á fondo.

– Cabalmente.

– Perdonad; pero vos no sois cristiano, amigo Juan.

– ¿Por qué me decís eso? ¿no os he dejado tiempo para poneros en defensa?

– Dígolo, porque vuestro rencor no cede. ¿No os habéis satisfecho con haber desarmado hace dos horas á don Rodrigo Calderón, sino que pretendéis matarle?

– ¡Cómo! ¿era don Rodrigo Calderón el hombre con quien reñí cuando?..

– Sí, cuando acompañábais á una dama muy tapada, muy hermosa y muy noble que había salido del alcázar.

– ¡Cómo! ¿conocéis á esa dama?

– Puede ser.

– ¿Y es hermosa?

– Puede que lo sea.

– ¿Y sabéis su nombre?

– Puede llamarse… se puede llamar con el nombre que mejor queráis; os aconsejo que no toméis jamás el nombre de una tapada, sino como un medio de entenderos con ella.

– ¿Pero no decís que la conocéis?

– Lo que prueba, pues tanto me preguntáis, que no la conocéis vos.

– ¡Ay! ¡no!

– ¿Os habéis ya enamorado?

– Lo confieso.

– Sin conocerla…

– Ahí veréis.

– ¿Por la voz, ó por el olor, ó por el bulto? Ved que esas tres cosas engañan.

– Estoy seguro de que es una divinidad.

– Se me os perdéis, Juan, se me os perdéis, y lo siento. Idos de la corte, amigo mío, porque si apenas habéis entrado habéis caído, á poco más sois hombre enterrado. Creedme, Juan, veníos conmigo á una hostería y dejáos de tapadas, que no contentas con haberos matado os piden hombres muertos.

– Idos si queréis – dijo Juan Montiño – , que yo estoy resuelto á quedarme y á cumplir lo que he prometido.

– No, no me iré, puesto que me necesitáis: aquí me estoy con vos y venga lo que viniere.

– He reparado en un bulto que me sigue desde después de mi primera riña con don Rodrigo.

– ¡Ah! ¿sí? ¿un bulto? razón más para que yo me quede.

– Y ese bulto está allá abajo, junto á la esquina.

– ¿Y no le habéis ahuyentado por no espantar la caza? bien hecho; por lo mismo dejaréle yo allí: pero entrémonos en este zaguán.

– Entrémonos.

– ¿Y estáis seguro de que don Rodrigo Calderón está ahí dentro, y si está de que saldrá por ahí?

– No lo estoy, pero espero.

– Vais haciéndoos á las costumbres de los enamorados tontos, que se pasan la vida en esperar á bulto.

– Por más que hagáis…

– No os curo.

– No.

– ¿Pero tanto vale esta dama?

– ¡Oh!

– ¡Oh! Decir ¡oh! vale tanto como si dijéseis: esa dama es para mí un acertijo.

– ¿Creéis que estoy enamorado?

– ¡Ayúdeos Dios, si vuestro mal no tiene cura! ¿Y sabéis que tarda don Rodrigo?

– ¿Qué tenéis que hacer?

– Mucho: por ejemplo, me urge ver á vuestro tío el cocinero de su majestad.

– Pues no podéis verlo esta noche.

– ¿Cómo?

– Va de viaje. Se muere mi tío el arcipreste y va á cerrarle los ojos.

– ¡Ah! pues si no puedo ver á vuestro tío, me importa poco que tarde nuestro hombre; entre tanto á dormir me echo.

– ¡A dormir!

– Sí; he encontrado aquí un poyo bienhechor, y estoy cansado. Y luego, ¿de qué hemos de hablar? No conocéis á esta dama… no puedo aconsejaros á ciencia cierta… me callo, pues, y duermo. Avisadme cuando sea hora.

Al sentarse Quevedo se desembozó y dejó ver una línea de luz por un resquicio de su linterna.

– ¡Oh! ¡traéis linterna! – dijo el joven.

– Nunca voy sin ella.

– ¿Me prometéis decirme el nombre de la dama, si os doy algo por lo que podáis venir en conocimiento?

– Os lo prometo – dijo Quevedo.

– Pues bien, abrid la linterna y mirad.

Quevedo abrió la linterna, y Juan Montiño, doblando la carta que su tío había recibido de palacio, y dejando sólo ver el primer renglón que decía: «Tenéis un sobrino que acaba de llegar de Madrid…» mostró aquel renglón á Quevedo.

– ¡Y es letra de mujer! – dijo éste.

– ¿Pero no la conocéis?

– No – repuso Quevedo guardando la linterna.

– Voy á ayudaros – añadió el joven – : esta carta ha venido de palacio á mi tío, de mano de una dueña de la servidumbre.

– Si no me dais más señas no puedo alumbrar vuestras dudas. ¡Y me duermo, vive Dios, me duermo! – dijo Quevedo bostezando.

– Decidme: ¿hay en palacio alguna dama cuya hermosura deslumbre como el sol?

– Háilas muy hermosas: ¿la vuestra es esbelta, ligera, buena conversación, morena?..

– No, no; es blanca.

– ¿Cómo, pues, sabéis su color si iba tapada?

– Una mano…

– ¡Ah! es verdad, las tapadas que tienen buenas manos no las tapan. Pues no es la condesa de Lemos – dijo para sí Quevedo.

– Era alta, gallarda, muy dama, muy discreta, joven, andar majestuoso…

– No conozco dama que tenga más majestad en palacio que la reina.

– ¡La reina!.. ¿pero creéis que la reina podría salir sola de noche y ampararse de un desconocido?

– ¡Eh, señor Juan Montiño! habláis con demasiado calor, para que yo no sospeche que os ha pasado por el pensamiento que podía ser la reina la dama de vuestra aventura. Creedme, Juan; eso, que si fuera posible, sería para vos una desgracia, es imposible de todo punto. Su majestad la reina… vamos, no pensemos en ello. Es la única mujer que conozco buena y mártir, y la ilustre sangre que corre por vuestras venas os debe decir…

– Mi sangre no es ilustre, don Francisco, sino honrada, y por lo mismo, porque dudo, porque me parece imposible, os pregunto, quiero aclarar una duda que me vuelve loco… tenéis razón; si fuese la reina la dama á quien amo…

– ¿Pero qué amor es ese?.. un amor de dos horas.

– ¡Ay, don Francisco! en dos horas… menos aún, en el punto en que la vi…

– ¿Luego la habéis visto?

– Sí.

– ¿Dónde?

– Perdonad, no me pertenece el secreto.

– Guardadle, pues; pero entendámonos: ¿decís que habéis visto á esa dama? Dadme sus señas.

– No puedo daros seña alguna, porque fué tal el efecto que me causó su hermosura, que cegué.

– ¡Vehemente y apasionado como su padre! – murmuró Quevedo.

– ¡Qué! ¿habéis conocido á mi padre, don Francisco? Cuando fuísteis á Navalcarnero ya había muerto.

– He oído hablar de él – dijo Quevedo.

– Pues os han engañado.

– Bien puede ser.

– Mi padre era lo más pacífico del mundo.

– ¡Pobre amigo mío! – dijo Quevedo.

– ¿Por quién habláis, por mi padre ó por mí?

– Hablo por vos. En cuanto á vuestro padre, bien se está allí donde se está; y en verdad y en mi ánima, que si no fuera por vos, ya estaría yo con él.

– ¿En la eternidad?

– Decís bien; pero yo me entiendo y Dios me entiende.

– ¿Estaréis también enamorado y desesperado?

– ¡Enamorado! no lo sé, pudiera ser. ¡Desesperado! no, porque á mí no me desesperan las mujeres.

– Soy muy afortunado.

– O muy pobre. Pero volviendo á la dama…

– Os repito que puedo hablaros de su hermosura, pero no daros señas de ella; os digo que la amo tanto, que si por desdicha fuese esta mujer la reina…

– ¿Pero estáis loco, Juan? ¿Acabáis de llegar á Madrid, y ya pretendéis haber tenido una aventura con… su majestad?

– ¿Y no pudiera ser?

– ¡Poder! Todo puede ser si Dios quiere, puesto que es todopoderoso; pero lo que creo que ha sucedido ya es que habéis perdido el juicio.

– Si esa mujer es la reina, lo pierdo de seguro.

– Y… ¿por qué?

– ¿Por qué? La reina es casada.

– ¡Ah! ¿y amáis tanto á vuestra dama, que pretendéis encontrar en ella lo que creo que no se encuentra en ninguna mujer? ¿pretendéis que no haya amado una dama que se sale de palacio de noche y sola, que se agarra al primero que encuentra y le embauca hasta hacerle perder el seso?

 

– Yo no os he dicho que esa dama ha salido de palacio.

– Pero yo lo sé.

– ¿Y quién os lo ha dicho?

– ¡Bah! quien os ha visto.

– Me estáis desesperando: vos conocéis á esa dama.

– Vos me estáis guardando un secreto.

– No es mío.

– De la reina.

– ¡Ah! ¡no! ¡no!

– Escuchad, Juan: yo tengo una obligación mayor de la que creéis de mirar por vos, de guardaros…

– ¡Vos!

– Sí, yo; es más: por vos he venido á Madrid; por vos necesito ver á vuestro tío.

– No os entiendo.

– Pues bien podéis entenderme. ¿No somos amigos?

– Sí, ciertamente.

– ¿No soy yo más experimentado que vos?

– Experimentado y sabio.

– Pues respetadme por mayor en edad y en saber. Contestadme, joven, y creed, suponed que os habla y os pregunta vuestro padre. Sois nuevo en la corte, y la corte es muy peligrosa. Habéis dado de bruces con palacio y para vos se ha centuplicado el peligro. ¿Para qué esperáis á don Rodrigo Calderón?

– Para matarle.

– ¿Y por qué?

– Porque ha ofendido á esa dama que me enamora.

– Me engañáis.

– No os engaño.

– ¿La ofensa de ese hombre á la dama?..

– Suponerla amante suya.

– ¿Y á vos qué os da?

– Es inútil que pretendáis disuadirme: estoy resuelto.

– Pues sea; me embarco con vos; agito con vos el cascabel de la locura: cometo la primera tontería de que tengo memoria: Cervantes, á quien Dios perdone sus pecados, creyó haber muerto con su Ingenioso Hidalgo don Quijote á los caballeros andantes; pero se engañó, porque aquí estamos dos. Vos porque tenéis ojos, y yo porque tengo corazón y agradecimiento.

– ¡Agradecimiento!

– Dios me entiende y yo me entiendo.

– Pero no os entiendo yo.

– Cuando fuí huído á Navalcarnero… y fué por una mujer… siempre ellas… encontré en vos…

– Un joven que se volvió á vos asombrado, deslumbrado por vuestro ingenio.

– Muchas mercedes. Pues encontré en vos un hermano, y tan agradecido quedé de ello, que en la primera carta que escribí al duque de Osuna, le hablé de vos.

– ¡Ah! ¡don Francisco! ¿habéis hecho que llegue mi pobre nombre al gran duque de Osuna?

– Y tanto bien vuestro le he dicho, que el duque, que no ha dejado de escribirme á San Marcos, me escribió por último en términos breves pero precisos: «Mi buen secretario: el duque de Lerma os suelta, no sé si porque me teme, ó porque os teme á vos, aunque preso y encerrado. Veníos al punto, pero traeros con vos á ese vuestro amigo Juan Montiño, de cuyos adelantos me encargo.»

– ¿Eso os ha escrito el duque y os llamáis agradecido de mí?

– Sea como quiera, vengo, os encuentro cuando menos lo esperaba y metido en una aventura, y por fin y postre, me metísteis también en ella. Pues adelante: no siento otra cosa sino lo que tarda el difunto.

No había acabado Quevedo de pronunciar estas palabras, cuando rechinó una llave en la cerradura del postigo del duque, se abrió éste, se vió luz y salió un bulto.

El postigo volvió á cerrarse.

– Ahí le tenéis – dijo don Francisco en voz baja á Juan – . Dejadle que adelante algunos pasos más, y á él.

Juan Montiño salió del zaguán y se fué tras aquel bulto. Quevedo se puso en medio de la calleja, y desnudó la daga y la espada.

Hemos dicho que la noche era muy obscura.

– Defendéos ú os mato – dijo Juan Montiño á dos pasos del que había salido por el postigo.

Volvióse éste y desnudó los hierros.

– ¿Y por qué queréis matarme? – dijo.

Juan le contestó con una estocada.

– ¡Ah! vos sois el mismo de antes – dijo don Rodrigo, que él era.

– Entonces os desarmé, pero ahora que sé que sois don Rodrigo Calderón, os mato.

Al decir el joven estas palabras, don Rodrigo Calderón dió un grito.

La daga de Juan Montiño se le había entrado por el costado derecho.

Y entre tanto Quevedo daba una soberana vuelta de cintarazos, sin chistar, á un bulto que había venido en defensa de don Rodrigo.

Don Rodrigo quiso sostenerse sobre sus pies, pero no pudo; le brotaba la sangre á borbotones de la herida, se desvaneció, vaciló un momento y cayó.

Juan Montiño se arrojó sobre él, le desabrochó la ropilla y buscó con ansia en ella: en un bolsillo interior encontró una cartera que guardó cuidadosamente.

Don Rodrigo no le opuso la menor resistencia. Estaba desmayado.

Entretanto el hombre á quien zurraba Quevedo, no pudo resistir más y huyó dando voces.

– Habéis acabado ya por lo que veo, ó más bien por lo que no escucho – dijo Quevedo á Juan Montiño.

– Sí, por cierto – contestó Juan.

– Ya sabía yo que teníamos difunto; pero ese rufián de Juara va dando voces, y por sus voces pueden dar con nosotros, y con nosotros en la cárcel. Dadme vuestro brazo á fin de que yo pueda andar de prisa, y tiremos adelante.

– Adelante, don Francisco, pero tiremos hacia palacio.

– ¡Hacia palacio, eh! pues que palacio sea con nosotros.

Y marchando con cuanta rapidez les fué posible, que no era mucha á causa de la deformidad de las piernas de Quevedo, salieron de la calleja.

Poco después entraban en ella muchos hombres con luces.

Aquellos hombres eran los criados que el duque de Lerma había enviado á informarse del suceso.

CAPÍTULO XI
EN QUE SE SABE QUIÉN ERA LA DAMA MISTERIOSA

Quevedo y Juan Montiño tardaron un largo espacio en llegar á palacio, no porque palacio estuviese lejos de la casa del duque de Lerma, sino porque para Quevedo eran largas todas las distancias.

Entrambos iban embebecidos en hondos pensamientos y no hablaron una sola palabra durante el camino.

Cuando vieron delante de sí la negra masa del alcázar, Quevedo dijo á Montiño:

– He aquí que hemos llegado, y que estamos en salvo. Procurad vos no poneros en peligro; ved que palacio es un laberinto en que se pierde el más listo.

– Aunque fuese el infierno entraría en él. Me lo manda mi honra.

– Pues si tan principal señora os manda, no insisto, amigo Juan, y os dejo, porque supongo que necesitaréis ir solo.

– De todo punto.

– Pues vóime á dormir; espéroos mañana en el Mentidero.

– ¿Cómo en el Mentidero?

– Olvidábame de que sois nuevo en la corte. Llaman aquí el Mentidero á las gradas de San Felipe el Real.

– ¿Y por qué no esperarme en vuestra casa?

– Porque no sé aún si será pública ó privada, mesón de transeuntes ó tránsito de infierno. Quedad con Dios, y sobre todo, prudencia, Juan, prudencia, y no os envanezcáis con los favores de la fortuna.

– No sé lo que será de mí – dijo el joven, que estaba aturdido é impaciente.

– Pues procurad saber lo que hacéis, y adiós, que no quiero deteneros.

– Adiós, don Francisco, hasta mañana.

Quevedo se alejó un tanto, y luego al doblar una esquina se detuvo.

– ¿Será sino de la sangre de los Girones – dijo – el encontrarse siempre metida en grandes empresas? ¿quién sabe? ¡pero aquí hay algo grave! ¿que no haya leído Lerma delante de mí la carta de la duquesa? ¿que no haya yo podido ver lo que ha hecho ese noble joven, en el breve espacio que ha estado inclinado sobre don Rodrigo Calderón, entretenido en detener á ese bergante de Juara? pero puedo ver algo… y algo tal, que sea una chispa que me alumbre. Pues procuremos ver.

Y se encaminó recatada y silenciosamente á la puerta de las Meninas, y con el mismo recato miró al interior.

Bajo un farol turbio estaba parado Juan Montiño.

– ¿Conque le esperan? ¿conque le han citado? ¿quién será ella? – dijo Quevedo.

Pasó algún tiempo; Juan Montiño esperando, y don Francisco observándole.

Oyéronse al fin leves pasos que parecían provenir de unas estrechas escaleras, situadas cerca del joven; luego los pasos cesaron y se oyó un siseo de mujer.

– ¡Ah! ¡ya pareció ella! – dijo Quevedo – ; ¿pero quién será?

Entre tanto Juan Montiño se había dirigido sin vacilar á las escaleras, y desaparecido por su entrada.

Sigámosle.

A los pocos peldaños una dulce voz de mujer, aunque anhelante y conmovida, le dijo:

– ¡Ah! ¡gracias á Dios que habéis venido!

Era la misma voz de la dama tapada á quien Montiño había acompañado aquella noche.

La escalera estaba á obscuras.

– ¡Señora! – dijo Montiño.

– ¡Silencio! – replicó la dama – ; no habléis, seguidme y andad paso.

– ¡Pero si no veo!

– ¡Ah! es verdad.

– Si no me guiáis…

– Dadme, pues, la mano – dijo la dama con un acento singular en que se notaba la violencia con que apelaba á aquel recurso.

– ¿Dónde estáis?

– Acercad más.

– Ya que me dais la mano, señora…

– Os la presto…

– Pues bien, prestadme la derecha.

– Seguid y callad – dijo la dama, poniendo en la mano de Juan Montiño una mano que hablaba por sí sola en pro de lo magnífico de las formas de la dama.

– ¡La que tiene una mano tal…! – dijo para sí Montiño.

Y acarició con deleite en su imaginación el resto de un pensamiento.

Asido por la dama, seguía subiendo.

Terminada la escalera, atravesaron un espacio que debía ser estrecho, porque el traje de la dama, ancho y largo, chocaba con las paredes.

La dama se detuvo y abrió con llave una puerta.

Pasaron y la dama tornó á cerrar.

Y siguieron adelante.

– ¡Oh! ¡vuestras espuelas! – exclamó – ¡nos hemos olvidado de que os las quitáseis!

– Pues me las quitaré – dijo Montiño.

– No, no, seguid adelante; en esta galería no podemos detenernos; ¡oh Dios mío!

Y la dama siguió andando de prisa.

Al cabo de un buen espacio de marcha por habitaciones obscuras y sonoras, la dama se detuvo y soltó la mano de Montiño.

– ¡Ah! – dijo el joven.

– Hemos llegado – contestó ella.

Y sonó una llave en una cerradura, se abrió una puerta.

Al fondo de una habitación, al través de la puerta de otra, vió Montiño el reflejo de una luz.

Vió también que la dama que hasta allí le había conducido, estaba tan envuelta en su manto como cuando la encontró en la calle.

– Entrad – dijo la dama.

Montiño entró.

– Esperad aquí – repitió la dama.

Montiño se detuvo junto á la puerta.

La tapada adelantó rápidamente, atravesó la puerta por donde penetraba el reflejo de la luz, y luego Montiño oyó el ruido de dos llaves en dos puertas distintas.

Luego la dama se asomó á la segunda puerta, y dijo:

– Pasad, caballero.

Montiño pasó.

Y entonces, por la parte de afuera de la puerta, se oyó una voz ronca que dijo:

– ¿Quién será ese hombre con quien ella se encierra? Yo no lo creyera á no verlo. ¡Las mujeres! ¡las mujeres!

Y luego se oyeron unos tardos pasos que se alejaban.

Entre tanto Montiño, siguiendo á la dama tapada siempre, había atravesado dos hermosas cámaras alfombradas, amuebladas con riqueza, en muchos de cuyos muebles, reparados al paso por el joven, se veían las armas reales de España y Austria.

Al fin la dama se detuvo en una cámara más pequeña.

Sobre una mesa había un candelero de plata con una bujía, única luz que iluminaba la cámara, y junto á la mesa un sillón de terciopelo.

– Sin duda que comprendéis por qué os he llamado – dijo con severidad la dama.

Juan Montiño, que se había descubierto respetuosamente dejando ver por completo su simpático y bello semblante y su hermosa cabellera rubia, sacó en silencio de un bolsillo de su jubón el brazalete real de que se había apoderado y que en tantas confusiones le había metido, y le entregó á la dama.

– ¡Ah! – exclamó ésta tomándole con ansia.

– Habíais dudado de mí, señora – dijo Montiño con acento de dulce reconvención.

– Habéis hecho mal, prevaliéndoos de la casualidad que puso entre mis manos esta joya.

– Perdone vuestra majestad… – dijo el joven, y la dama no le dejó tiempo de concluir.

– ¡Mi majestad! – exclamó con asombro, volviendo con terror el rostro á una puerta cubierta con un tapiz.

– Creed, señora – dijo Juan Montiño, que vió una afirmación en la sorpresa, en el cuidado, casi en el terror de la tapada – , creed, señora, que nada exponéis, nada, con quien es hijo de un hombre que ha vertido su sangre por sus reyes… y mi lealtad y mi respeto hacia vuestra majestad…

– ¡Pero esto es horrible! ¡me creéis la reina!

– Llevábais en el brazo esa joya que tiene las armas reales de España.

– ¿Conocéis á… la reina?

– Ya dije á vuestra majestad…

– Dejáos de importunas majestades – exclamó la dama con un acento en que había angustia, mirando de nuevo á la puerta cubierta por el tapiz – ; tratadme lisa y llanamente como á una dama honrada, y concluid. ¿Ha visto alguien esta joya?

 

– ¡Señora! – exclamó con el acento de un hombre profundamente ofendido Montiño.

– Perdonad, pero fuísteis atrevido é imprudente…

– Yo creía que érais otra mujer… una dama principal y nada más, y quise que me quedase algo vuestro por donde pudiera encontraros. Cuando vi esa joya, ya no tenía remedio… ya habíais desaparecido… entonces me pesó haberos hecho escuchar…

– ¿Palabras de amor?.. – dijo riendo la dama, que se tranquilizó porque en la turbación, en las miradas del joven había comprendido su alma.

– Os ruego otra vez que me perdonéis.

– ¡Pero, caballero, si no me habéis ofendido! únicamente me habéis dado un susto horrible, porque había quedado en vuestro poder esta joya y yo no os conocía. Ni vos ni yo hemos tenido la culpa de lo que ha sucedido – añadió la dama volviéndose de nuevo á la puerta de los tapices – ; yo me vi obligada á ampararme de vos, y vos, que por una circunstancia casual me habíais visto, y habíais dado en el capricho de enamoraros de mí…

– ¡Señora!

– Os hablo así porque no soy la reina.

– Y entonces, ¿por qué no os descubrís?

– Ni puedo, ni debo.

– Pues permitidme que dude.

– Venid acá, testarudo y niño: ¿creéis que la reina os hubiese dado como prenda la sortija que os dí?

– Por deshaceros de mis importunidades.

Hizo un movimiento de impaciencia la tapada.

– ¿Pero cabe en quien tenga razón que su majestad salga de palacio, de noche y sola, y se ampare de cualquiera, y charle con él, y tenga, casi casi, una aventura?

– Cuando la causa es grave… cuando una reina está á punto de ser horriblemente calumniada…

– ¿Qué decís?..

– No tembléis señora – dijo Montiño desnudando su daga sangrienta y mostrándola á la dama.

– ¿Y qué es eso?

– Sangre de don Rodrigo Calderón.

– ¡Ah! – exclamó con alegría la dama.

– Sí; la reina estaba amenazada.

– ¿Amenazada? ¿insistís en que yo soy… la reina?

– ¿Creéis acaso que he herido ó muerto á don Rodrigo cuando le detuve para que no os siguiese? Entonces le desarmé.

– ¿Pues cuándo le habéis herido?

– Hace media hora; cuando salía don Rodrigo de casa del duque de Lerma; era preciso quitarle unas cartas…

– ¿Unas cartas?

– Tomad, señora – dijo Montiño, sacando una cartera de terciopelo blanco bordado de oro, sobre la cual se veían manchas de sangre fresca.

La tapada abrió la cartera, sacó de ella un paquete de cartas y las contó.

Contó seis.

– Eran cuatro – dijo – , y éstas… del conde de Olivares… del duque de Uceda.

Juan Montiño no pudo entender estas palabras que la dama había murmurado.

Luego reunió aquellas cartas, las guardó en la cartera y dejó ésta sobre la mesa.

– ¿Habéis visto estas cartas?

– No, señora.

– ¿Habéis hablado á alguien de ellas?

– No, señora.

– ¿Quién os dijo que don Rodrigo tenía estas cartas?

– Mi tío.

– ¡El cocinero de su majestad! – exclamó con un acento singular la dama – ; ¿y qué os dijo vuestro tío?

– Me llevó á un lugar donde me ocultó y me dijo: ese es el postigo del duque de Lerma; por ahí saldrá probablemente don Rodrigo Calderón; espérale, mátale, y quítale las cartas que comprometen á su majestad.

– ¿Pero cómo ha sabido vuestro tío?..

– Lo ignoro.

Quedóse por un momento profundamente pensativa la dama.

– Yo creía no volveros á ver – dijo – , y si os dí como prenda mía una sortija, por la cual no podíais reconocerme, fué por concluir con vuestras importunidades. Yo esperaba que no me volvieréis á ver, porque vivo muy retirada. Pero cuando de tal modo os habéis equivocado…

– ¡Oh! ¡dichoso yo, si no sois su majestad!

– ¿Por qué?

– Porque si fuérais su majestad… ¡oh! ¡Dios mío! moriría de una manera doble… y perdonadme, señora… pero necesito hablaros de mi amor por la última vez: si sois la reina, mi lealtad, mi deber, me obligan á sufrir, á callar, á guardar para mí solo este amor que yo no he buscado… y luego, ¡al veros de otro hombre!.. ¡casada!.. ¡oh, Dios mío!..

– ¿Pero es posible que me améis de tal modo?..

– Vuestra hermosura… la ocasión en que os vi… la aventura que sobrevino… yo no sé, señora, no sé por qué os amo; pero sé y os lo digo por la última vez, que este amor, que ha sido el primero para mí, será también el último.

Hizo un movimiento de impaciencia la dama.

– ¿De modo que – dijo – si no me descubro, dudaréis acerca de mí? ¿es decir, dudaréis acerca de si yo soy la reina ó una dama particular?

– Y si no sois su majestad; si, como me habéis dicho al principio de la noche, no tenéis esposo ni amante, ¿por qué os obstináis en no descubriros?

– Porque quisiera que se os pasase esa mala impresión, que por mi desdicha os he causado en sólo un momento que me habéis visto; porque no quiero que alentéis ninguna esperanza.

– ¡Ah! pues entonces, permitidme dudar…

– No dudéis, pues – dijo la dama echando atrás el manto, y dejándose ver á Juan Montiño.

– ¡Ah! – exclamó el joven – ; ¡sí, vos sois el hermoso sol que me deslumbró!

Y cayó de rodillas, como quien adora, á los pies de la dama.

– Dejáos, dejáos de niñerías – dijo ella – ; tal vez nos observan; alzáos, y hablemos aún algunas palabras… pero no de amor. ¿Estáis ya seguro de que no soy la reina?

– Sí, sí; estoy seguro de ello – exclamó con entusiasmo el joven – ; aunque no conozco á su majestad; porque estoy segurísimo que la reina no es tan joven ni tan hermosa. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿y no me amaréis?

– Ya os he dicho que no me habléis de amor. Vuestro amor sería una locura… es imposible.

– Porque vuestro corazón me rechaza…

– No, no precisamente por eso… mi corazón ni os acoge ni os rechaza… pero… os lo repito… nuestros amores son imposibles.

– Habéis dicho nuestros amores.

– He querido decir – contestó con impaciencia la dama – que el logro de vuestros amores es imposible.

– Os disgusto y lo siento.

– Pues bien, no me habléis más de amor.

– Callaré; pero una palabra, una sola palabra: ¿no podré veros?

– Siendo como sois sobrino del cocinero mayor del rey, y viniendo como vendréis por esta razón, con frecuencia, á palacio, me veréis de seguro.

– ¿Pero vos no haréis nada porque yo os vea?

– No – respondió fríamente la dama.

– ¡Ah! perdonad, señora.

– Estáis perdonado; ahora sepamos: ¿habéis muerto á don Rodrigo Calderón?

– No lo sé, señora; sólo sé que le he tirado á muerte.

– ¿Os ha conocido don Rodrigo?

– No lo sé, porque un hombre me seguía.

– ¿Os acompañaba alguien?

– Sí… sí… señora – dijo vacilando Montiño.

– ¿Quién os acompañaba?

– Don Francisco de Quevedo.

– ¡Ah! ¿está don Francisco en la corte? – exclamó con precipitación la dama.

– Creo que, como yo, ha llegado á ella esta noche.

– Y… ¿sois amigo de don Francisco?..

– ¡Oh! ¡sí! y débole tanto, como que me ha dicho que me ha recomendado al duque de Osuna, y que el duque de Osuna le ha encargado que me busque y me lleve consigo á Nápoles.

– ¡Ah! ¡el duque de Osuna!

Y la dama miró con una profunda atención á Juan Montiño, y se puso pálida; pero sobreponiéndose añadió:

– Y decidme, ¿estaba con vos don Francisco cuando reñísteis con Calderón?

– Tan conmigo estaba, que reñía al mismo tiempo con otro hombre que sin duda servía á don Rodrigo.

– ¿Sabe don Francisco lo de las cartas?

– ¡Ah! no, señora; por mi boca no lo sabe nadie más que vos.

– Permitidme que os lo pregunte otra vez. ¿No habéis leído esas cartas?

– Por mi honra de hidalgo y por mi fe de cristiano, señora, bastaba con que yo supiese que esas cartas eran de su majestad, para que yo no pusiese en ellas los ojos.

– Esperad, esperad un momento, caballero – dijo la dama.

– Esperaré cuanto queráis.

– Vuelvo al punto.

La dama tomó la cartera y el brazalete de sobre la mesa, desapareció por la puerta de los tapices, y estuvo gran rato fuera dando tiempo con su tardanza á que Juan Montiño, yendo y viniendo en su imaginación con todo lo que le acontecía, con todo lo que sentía y con la noble, dulce y resplandeciente hermosura de la incógnita, acabase de volverse loco.

Al fin la dama apareció de nuevo.

Traía una carta en la mano, y en el semblante la expresión de una satisfacción vivísima.

– Su majestad – dijo – os agradece, no como reina, sino como dama, lo que habéis hecho en su servicio; su majestad quiere premiaros.

– ¡Ah, señora! ¿no es bastante premio para mí la satisfacción de haber servido á su majestad?

– No, no basta. Sois pobre, no necesitáis decirlo…

– Sí, pero…

– Dejémonos de altiveces… recuerdo que me dijísteis que érais ó habíais sido estudiante en teología… pero que os agradaba más el coleto que el roquete.

– ¡Ah! sí, señora, es verdad; soy bachiller en letras humanas, y licenciado en sagrada teología y leyes.

– Y bien, ¿queréis ser canónigo? – dijo la dama mirando á Juan Montiño de una manera singular.

– Si soy canónigo no puedo alentar la esperanza de que por un milagro seáis mía.

– Dejemos, dejemos ese asunto… ya que no queréis ser canónigo… ¿os convendría ser alcalde?

– ¡Oh! tampoco; soldado de la guardia española al servicio inmediato de su majestad; así os veré cuando haga las centinelas; os veré pasar alguna vez á mi lado.