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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO VIII
DE CÓMO AL SEÑOR FRANCISCO LE PARECIÓ SU SOBRINO UN GIGANTE

Hacía ya tiempo que el joven había acabado de comer y hacía su digestión recostada la silla contra la pared, puestos los pies en el último travesaño del mueble, y entregado á un pensamiento profundo.

Al sentir los pasos del cocinero mayor, dejó la actitud en que se encontraba para tomar otra más decente.

– ¿Habéis comido bien, sobrino? – dijo el cocinero.

– Es la primera vez que he comido, tío – contestó el joven.

– ¿Os encontráis fuerte?

– Sí por cierto.

– ¿De modo que embestiríais con cualquiera aventura?

Al oír la palabra aventura, Juan Montiño, que se había distraído por un momento de su idea fija, volvió á ella.

– ¿Conocéis á la reina, tío? – le preguntó.

– ¡Pues podía no conocerla! – dijo con sorpresa el señor Francisco.

– ¿Es la reina alta?

– Sí.

– ¿Es la reina gruesa?.. es decir… ¿buena moza?

– Sí.

– Pues tío, yo quiero conocer á la reina.

– Yo creo que estás loco, sobrino… ¿qué preguntas son esas y qué empeño?

– Empeño… no por cierto… pero me ha hablado tanto de lo buena que es su majestad mi amigo don Francisco de Quevedo…

El cocinero mayor estaba alarmado.

– ¿Conoces tú á la reina por ventura? – dijo.

– ¡Yo! ¡no, señor! ni me importa conocerla; es muy natural que el que viene por primera vez á Madrid, después de comer y beber, pregunte si el rey es alto ó bajo, hermoso ó feo; lo mismo me ha acontecido á mí; sólo que en vez de preguntaros por el rey, os he preguntado por la reina. Nada más natural.

– Pues es muy extraño; tú me preguntas por su majestad, y yo acabo de recibir esta carta de manos de una dueña de palacio.

Tomó la carta Juan Montiño, la leyó, se puso pálido y se echó á temblar.

– ¿Y de quién creéis que pueda ser esta carta?

– Carta que viene por la condesa de Lemos, debe haber pasado por las manos de la camarera mayor, que debe de haberla recibido de la reina.

– ¡Aquí dice secreto de Estado! – dijo sin intención el joven.

Pero en aquellas palabras el suspicaz Montiño vió una intención marcada, más que una intención: una explicación completa; su sobrino creció para él de una manera enorme, creyóse relegado al silencio, dominado, convertido en un ser inferior á su sobrino.

– Y no, no creas – dijo – que yo pretendo saber tu secreto. No comprendo bien lo que sucede… pero… te llaman á palacio; la reina es demasiado imprudente…

– ¡Tío!

– ¡Después de lo de las cartas!

– Pero, tío, no os comprendo.

– Escucha, Juan, escucha – dijo Montiño, que estaba atortolado y que había perdido el tino – : don Rodrigo Calderón está aquí; luego saldrá por el postigo de la casa del duque; yo te llevaré á ese postigo; debes esperarle; lleva en el bolsillo de su ropilla las cartas que comprometen á la reina.

– ¡Las cartas que comprometen á la reina!

– Sí – dijo sudando el cocinero mayor – , las cartas de la reina. Es necesario que antes de ir á palacio esperes á don Rodrigo, que le acometas, que le mates si es preciso; pero esas cartas, Juan… y mira, hijo mío – añadió el cocinero mayor asiendo las manos del joven, y mirándole desencajado y pálido, porque cada vez se hacia para él un personaje más respetable su sobrino – : aprovecha tu buena, tu inesperada fortuna; no te pregunto cómo has podido llegar hasta donde has llegado en tan poco tiempo; eres ciertamente muy hermoso, y las mujeres… pero sé prudente, muy prudente… no te ensorberbezcas, aprovecha las horas de buen sol, hijo; pero mira que las intrigas de palacio son muy peligrosas…

– Pero, tío… – replicó el joven, que no comprendía una sola palabra.

– Nada, nada; no hablemos más de esto; lo quiere ella… en buen hora.

Juan Montiño no se atrevió á aventurar ni una sola palabra más, por temor de cometer á ciegas una torpeza, y se encerró en una reserva absoluta, en una reserva de expectativa.

– No quiero que, andando en tales y tan altos negocios, no lleves más armas que la daga y la espada; el oro es un arma preciosa. Toma, hijo – y sacó una bolsa verde y la puso con misterio en las manos del joven – . No es grande la cantidad, pero bien habrá diez doblones de á ocho. Tú me devolverás esa cantidad cuando puedas. Ahora no hablemos más, ni por la casa, ni por la calle. Voy á llevarte á esconderte frente al postigo del palacio del duque.

Y se volvió hacia la puerta.

Pero de repente se detuvo.

– ¡Ah! se me olvidaba – dijo limpiándose con el pañuelo el sudor que corría hilo á hilo por su frente – : por muy afortunado que seas, no puedes pasar toda la noche en palacio; allí sólo estarás un breve espacio… luego… en mi casa no quiero que estés… no sería prudente… Cuando un hombre ocupa con una alta señora el lugar que tú maravillosamente ocupas, debe evitar que esta señora sepa que vive en una casa donde hay mujeres jóvenes y bonitas. Cuando estés libre, sube á las cocinas; pregunta por el galopín Aldaba, y dile de mi parte que te lleve á casa de la señora María, la mujer del escudero Melchor… no te olvides.

– No me olvidaré.

– Allí tienes preparado y pagado el hospedaje. Es lo último que tengo que decirte. Conque vamos, hijo, vamos.

Juan siguió á su tío; al pasar por la repostería, éste dijo arrojando una mirada á las mesas y á los aparadores:

– Me voy á tiempo; ya se han servido los postres y los vinos. Buenas noches, señores.

Despidieron todos servilmente, pajes, lacayos y galopines, al cocinero de su majestad, y recibiendo iguales saludos de la servidumbre que ocupaba las habitaciones por donde pasaron, salió á la calle, siguió, torció una esquina, recorrió una tortuosa calleja, dobló otra esquina, y al comedio de otra calleja obscura se detuvo.

– Ese es el postigo de la casa del duque – dijo el cocinero mayor.

– ¿Y por ahí ha de salir el hombre que lleva consigo esas cartas que comprometen á su majestad?

– Sí, don Rodrigo Calderón; pero saldrá tarde; aunque te llaman luego á palacio, esto importa más, créeme; espera aquí, porque podrá suceder que don Rodrigo salga temprano, dentro de un momento; podrá suceder también que salga acompañado; en ese caso… déjale, y vuelve mañana á este mismo sitio hasta que le veas solo. ¿Pero estás seguro de tu valor y de tu destreza?

– Cuando se trata de la reina, tío, no hay que pensar más que en servirla.

– Pues bien; ocúltate, que no puedan verte; aquí en este soportal. Y adiós; voy á ver ahora mismo á mi hermano Pedro.

– Quiera Dios, tío – dijo tristemente el joven – , que le encontréis vivo.

– Adiós, sobrino, adiós; nunca he sufrido tanto; quisiera irme y quedarme.

– Id tranquilo, tío, que como Dios me ha sacado de otros lances, me sacará de éste.

– Dios lo quiera.

– Id, id con Dios.

El señor Francisco Montiño tiró la calleja adelante y tomó á buen paso el camino del alcázar.

Para él, á quien habían fascinado las coincidencias casuales del relato de Gabriel Cornejo, con la carta de palalacio y con las impacientes preguntas de su sobrino postizo acerca de la reina, era indudable que Juan había tenido un buen tropiezo; que, en fin, la reina le amaba ó le deseaba… pero todo esto se hacía duramente inverosímil al cocinero mayor, porque, en efecto, lo era; y sin embargo, creía tener pruebas indudables: aquella carta que había venido á sus manos por conducto de una dueña de palacio y con todas las señales de provenir de la reina; las medias palabras de su sobrino; el aspecto extraño, la sobreexcitación que en él había notado, todo contribuía á hacerle creer lo que no quería creer, porque lo que repugna fuertemente á la razón, lo rechaza enérgicamente la voluntad.

Francisco Montiño no encontraba otra salida al pasmo que le causaba todo aquello, mas que encogerse de hombros y decir:

– ¡Y yo que hubiera jurado que la reina era una santa!

Y luego añadía, en una reacción de la razón y de la voluntad:

– No, no, señor, es imposible, imposible de todo punto; yo estoy soñando ó me he vuelto loco. Ni creo esto ni lo de don Rodrigo Calderón. ¡Bah!¡blasfemia! es cierto que la reina no ama al rey, pero de esto á… á olvidarse de quien es… ¡Vamos, no puede ser!

Y recordando luego cuanto había visto y oído, exclamaba:

– Pero las mujeres, con corona ó sin ella, son siempre mujeres, capaces de hacer lo que ni aun se podría pensar.

Al cabo terminaba su lucha con la siguiente conclusión:

– Ello, al fin, no me importa tanto que me exponga á volverme loco devanándome los sesos: si mi sobrino, es decir, si ese joven que me cree su tío hace suerte… mejor, algo me alcanzará; si todo eso de la reina no es más que una equivocación, un enredo… mejor, mucho mejor, porque la reina será lo que yo creo que es y lo que debe ser. De todos modos, no pasará mucho tiempo sin que yo sepa la verdad. Entre tanto vamos á pasar una mala noche por ver á mi hermano, y no nos detengamos, ya que hay que saber otro secreto importante, porque la muerte no se espera á que uno despache sus negocios.

Pensando esto entraba por la puerta de las caballerizas reales.

– ¡Hola, eh! – dijo desde la puerta de una cuadra – ¡los palafraneros de guardia!

Acudieron dos ó tres mocetones.

– Al momento, al momento, para el servicio de su majestad, dos machos de paso que puedan andar cinco leguas en dos horas, y un mozo de espuela, que no se duerma y que no me extravíe.

– Muy bien, señor Francisco Montiño – dijo uno de los palafreneros – ; cuando vuesa merced vuelva ya estarán las bestias y el mozo dispuestos para echar á andar.

El cocinero mayor atravesó el arco de las caballerizas, la plaza de Armas, el vestíbulo y el patio del alcázar, se metió por un ángulo, por una pequeña puerta, empezó á trepar por unas escaleras de caracol, y á los cien peldaños desembocó en una galería, apenas alumbrada por algunos faroles; apenas entró, llegó á sus oídos la voz de dos mujeres que cantaban de una manera acompasada y lenta, como quien se fastidia, un villancico.

 

– ¡Qué feliz sería yo – dijo – si no me cercasen y me rodeasen y me amargasen la vida, tantos negocios y tantos enredos! ¡y si no, cuán felices y cuán contentas están mi mujer y mi hija!.. es necesario dar un corte á esto; soy rico, á Dios gracias, y debo retirarme y descansar. Abre, Inesita, hija mía – dijo llegando á una puerta.

Cesó el canto, oyéronse unas leves pisadas, se abrió la puerta, y con una palmatoria en la mano apareció una preciosa niña de diez y seis á diez y siete años.

– ¡Cuánto ha tardado vuesa merced, señor padre! – dijo sonriendo al cocinero mayor – mi señora madre y yo estábamos con mucho cuidado.

– ¡Y cantábais!

– Por entretener la espera.

– Pues más voy á tardar – dijo Montiño entrando en una pequeña habitación y sacudiendo su capa, que estaba empapada por la lluvia.

– ¿Cómo que vas á tardar, Francisco? – dijo una joven hermosa también, y como de veinte años, que al levantarse para tomar la capa del cocinero mayor, dejó ver que estaba abultadamente encinta.

– Sí, Luisa, sí; me obliga el hacer un pequeño viaje ahora mismo, un asunto bien desagradable.

– ¡Y con esta noche!.. – dijo Luisa.

– Mi hermano el arcipreste – dijo tristemente el cocinero mayor – se muere, y acaso no llegue á tiempo ni aun de cerrarle los ojos.

– ¡Oh! ¡qué desgracia! – dijo Luisa.

– ¡Está de Dios que yo no conozca á ningún pariente mío! – añadió Inés.

– No hay que afligirse demasiado – dijo Montiño – , nacemos para morir y mi hermano era viejo.

– ¿Y durará mucho tu ausencia, Francisco? – dijo Luisa.

– Mañana, á más tardar, estaré de vuelta. Saca mi loba de camino, Inesita; y mis botas, yo voy por mis pedreñales, siempre es bueno ir bien preparado.

Y Montiño abrió una puerta con una llave que sacó de su bolsillo, y entró y cerró.

La mujer lanzó una mirada ansiosa á aquella puerta.

Montiño atravesó otra habitación, abrió otra puerta y se encerró en un pequeñísimo aposento, en el cual había un fuerte arcón, una mesa y algunas sillas. Pero todo tan empolvado, que á primera vista se notaba que no se había limpiado allí en mucho tiempo.

El cocinero mayor abrió el arcón, que apareció lleno de talegos; buscó uno de ellos con la vista y con las manos, con cierto respeto de adoración; desató lentamente su boca, y procurando que las monedas no chocasen, sacó como hasta una veintena de doblones de oro.

– Hago un sacrificio, un inmenso sacrificio – exclamó suspirando – , el mayor de todos: dejar mi casa sola. No sé por qué el tío Manolillo tiene conmigo de algunos meses á esta parte chanzas que me inquietan. ¡Bah! ¡bah! yo recelo de todo… no hay motivo… están contentas… ella cada día más cariñosa… mi hija cada vez más empeñada en ser monja… Afuera, afuera sospechas infundadas… una sola noche… ¿qué ha de suceder en pocas horas?

Y tomando un par de pedreñales ó pistoletes que estaban colgados de la pared, los cargó, les renovó los pedernales, y cerrando cuidadosamente el arca y las dos puertas que antes había abierto, salió á la habitación donde estaban su mujer y su hija, se vistió un traje de camino, se ciñó una espada, se colgó de la cintura los pedreñales, y después de despedirse de su mujer y de su hija, salió de la habitación, luego del alcázar, y llegó á las caballerizas, donde montó en un mulo, y salió de Madrid acompañado de un mozo de espuela de la casa real, que iba montado en otro mulo.

No habría llegado aún Francisco Montiño al puente de Segovia, cuando su mujer, que había despedido á su hijastra para irse á dormir, se encerró en su dormitorio, se dirigió á una ventana, que parecía clavada, sacó con suma facilidad dos de los clavos, que sólo servían de una manera aparente, abrió, y tomando un papel, al que hizo tres agujeros, envolvió en él un pedazo de pan, sin duda para dar al papel peso, y se puso á cantar, teniendo fijos los ojos en una ventana cercana de una torre que por aquella parte del alcázar estaba contigua á las habitaciones del cocinero mayor.

Poco después se abrió aquella ventana y dejó ver únicamente su fondo obscuro.

Luisa arrojó á aquel fondo el papel que envolvía el pan y que entró por el vano obscuro de la ventana que acababa de abrirse.

Inmediatamente cerró Luisa la ventana, y dijo suspirando, como suspira una mujer impaciente y enamorada:

– Si á las tres no ha vuelto Francisco, no vuelve de seguro hasta mañana; tienen tiempo de avisarle y vendrá: ¡oh! ¡qué suerte tan infeliz la mía!

– ¿Por qué cantará así mi madre, siempre que mi padre pasa alguna noche fuera de la casa? – decía Inés rebujándose en sus sábanas – . ¡Ay, si yo pudiera avisarle! pero le ha tocado hoy de servicio, y no se puede mover de la portería de pajes.

La niña se durmió sonriendo, como sonríe una virgen á su primer amor, á su único amor puro. No sabemos si Luisa durmió también; pero lo que sí sabemos es que entre tanto el cocinero mayor caminaba rápidamente al paso de andadura de los dos poderosos mulos, y que el camino hasta Navalcarnero se acabó antes de que se acabasen sus encontrados pensamientos.

Cuando llegó al pueblo eran las doce de la noche.

Apeóse en la puerta de la casa donde había nacido, y no tuvo necesidad de llamar, porque encontró su puerta franca de par en par.

Algunas mujeres pasaban de la cocina á una sala baja muy atareadas, y entre ellas apareció una anciana.

– ¿Vive mi hermano? – dijo Montiño, adelantando hacia aquella mujer.

– ¡Ah! ¡señor! ¿sois vos? – dijo llorando la pobre anciana – yo no os conozco, no os he visto nunca; pero debéis ser el señor Francisco Montiño.

– El mismo soy; ¿pero vive aún mi hermano?

– Está acabando; pero entrad, entrad: desde que esta mañana fué Juan á Madrid, os espera con tanta impaciencia, que no parece sino que vos habéis de traerle la salvación de su alma.

Y la buena mujer introdujo al cocinero mayor en una sala baja, y de ella en una alcoba, donde, asistido por un fraile francisco, había un anciano expirante.

– ¡Señor arcipreste!¡señor arcipreste! – dijo la anciana – ; he aquí vuestro hermano que ha llegado.

Abrió penosamente los ojos el moribundo.

– No veo – dijo con voz apenas perceptible.

Y calló, como si aquel «no veo» le hubiese costado un inmenso esfuerzo.

– Padre – dijo la anciana, dirigiendo la palabra al religioso – , el señor arcipreste me tenía encargado que cuando viniese su hermano, le dejásemos solo con él.

– ¡Oh!¡pues cumplamos su voluntad! – dijo el fraile y salió.

El moribundo y el cocinero mayor quedaron solos.

– ¡Soy yo, hermano mío!¡soy yo! – dijo Montiño, estrechando las manos al arcipreste.

– ¡Allí! ¡allí! – dijo el moribundo, extendiendo el brazo hacia el fondo de la alcoba de una manera vaga y penosa.

– Sí, sí; no te fatigues, hermano mío: allí está el cofre que encierra la fortuna de Juan.

– Sí – dijo el moribundo.

– ¡Pedro! un esfuerzo – dijo Montiño acercando su semblante al de su hermano, que empezaba ya á descomponer la muerte – : ¡Pedro, el nombre de su padre!

– Su padre es… el gran… el gran… duque de Osuna.

– ¡Ah! – exclamó Montiño – . ¿No deliras, hermano?

– ¡El duque… de Osuna! – repitió el arcipreste, haciendo un violento esfuerzo, que acabó de postrarle.

– ¿Y su madre…? ¿su madre…?

– La duquesa… de…

– ¡Pedro! ¡Pedro! un solo esfuerzo.

El moribundo hizo un esfuerzo desesperado para hablar y no pudo; levantó la cabeza, dejó oír un gemido gutural, y luego su cabeza cayó inerte sobre la almohada.

Había muerto.

CAPÍTULO IX
LO QUE HABLARON LERMA Y QUEVEDO

Desde que don Francisco de Quevedo se resignó á esperar, pensando, al duque de Lerma, hasta que apareció el duque, pasaron muy bien dos horas.

Era el duque uno de esos personajes que se llaman serios; su edad rayaría entre los cuarenta y los cincuenta años; respiraba prosopopeya; vestía con una sencillez afectada, y en sus movimientos, en sus miradas, en su actitud, había más de ridículo que de sublime, más hinchazón que majestad; era un hombre envanecido con su cuna, con sus riquezas y con su privanza, que había formado de sí mismo un alto concepto, y que se creía, por lo tanto, un grande hombre.

Quevedo permaneció algún tiempo sentado, después que apareció el duque.

Esto hizo fruncir un tanto el ceño á su excelencia.

– Me han avisado – dijo con secatura – de que me esperaba aquí una persona para darme en propia mano una carta de la señora duquesa de Gandía.

Quevedo se levantó lentamente, y sin desembozarse, sin descubrirse, sacó de debajo de su ferreruelo una mano y en ella la carta de la duquesa de Gandía; cuando la hubo tomado Lerma, Quevedo se volvió hacia una puerta que el duque había dejado franca.

– Paréceme que huís, caballero – dijo el duque.

Quevedo se detuvo, pero permaneció de espaldas.

– Y no creo que haya motivo – añadió el duque, mirándole de alto abajo y sonriendo de una manera que nos atreveremos á llamar triunfante – ; no creo que haya motivo para que tan embozado, tan en silencio, y con un encubrimiento y un silencio tan inútil, vengáis á mi casa y pretendáis salir de ella; como os habéis tapado la cruz y el rostro con el ferreruelo, debiérais haberos puesto en cada pie un talego, á fin de tapar vuestros juanetes y disimular lo torcido de vuestras piernas; no digo esto por mortificaros, sino porque comprendáis que os he conocido, don Francisco.

Volvióse Quevedo, se desembozó, se descubrió echando atrás con gentil donaire la mano que tenía su sombrero, y levantando su ancha frente, dijo fijando el vidrio de sus antiparras en los ojos del duque:

– ¡Romance!

– ¡Romance y vuestro! Soltadle, don Francisco, soltadle, que ya me tenéis impaciente.

Guardó un momento silencio Quevedo, y luego dijo con voz sonante y hueca, cortando los versos de una manera acompasada, y dándoles cierta canturía:

 
– Dióme Dios, por darme mucho,
con una suerte perversa,
cabeza dos veces grande,
y pies para sostenerla.
Vine al mundo como soy,
aunque venir no quisiera;
la culpa fué de mi madre,
que no se murió doncella.
Por los pies me ha conocido
el ingenio de vuecencia;
es difícil que conozcan
á algunos por la cabeza.
Hay quien puede en pies de cabra
enderezar su soberbia,
porque lo que todo es aire,
cualquier cosa lo sustenta.
 

Y acabado el romance, se dejó caer el sombrero sobre la cabeza, se embozó de nuevo, y se volvió á la puerta franca.

El duque se adelantó y cerró aquella puerta.

– Sois mi prisionero – dijo.

– Mandadme dar cena y lecho – repuso Quevedo, sentándose otra vez en el sillón que habla dejado, como si se encontrara en su casa.

– No os he soltado de San Marcos para encerraros otra vez – dijo Lerma – . Quiero que seamos amigos.

– ¡Ah, condesa de Lemos! – exclamó Quevedo.

– ¿Por qué nombráis á mi hija, cuando os hablo de otros asuntos? – dijo con el acento de quien se siente contrariado, el duque.

– Dígolo, porque vuestra hija ha sido antes y ahora la causa.

– No os entiendo.

– Basta con que Dios me entienda.

– Si vos galanteásteis á mi hija hace dos años…

– Don Francisco de Sandoval y Rojas, vos sois uno de aquellos hombres de quienes dice la criatura: tienen ojos y no ven.

– Veo que os equivocáis; vos creéis que la causa de vuestra prisión en San Marcos, fueron vuestras solicitudes á doña Catalina.

– Me afirmo en lo dicho: sois ciego; yo cuando se trata de mujeres…

– Estáis por las que valen… y pretendéis por ellas ser valido.

– Valiera yo poco si tal valimiento buscara – y continuó – ; yo, cuando se trata de mujeres, no solicito, tomo…

– ¿De modo que…?

– No he solicitado á vuestra hija.

– ¿Y qué habéis tomado de ella? – añadió con precipitación el duque.

– Un ejemplo de lo que sois.

– ¡Ah! vos para conocerme…

– Os miro.

– Pero me miráis con antiparras.

– Para veros no es necesario tener muy buena vista.

– Quiero saber qué pensáis de mí.

– Mucho malo.

– Al menos no se os puede culpar de reservado.

– Reservéme poco, cuando habéis podido encerrarme.

– Os he guardado porque os estimo.

– Tan acertado andáis en mostrar vuestra estimación, como en gobernar el reino.

– ¿Pues no decís que en vez de gobernar soy gobernado? ¿no me habéis fulminado uno y otro romance, una y otra sátira, tan poco embozadas, que todo el mundo al leerlas ha pronunciado mi nombre? ¿no os habéis declarado mi enemigo, sin que yo haya dado ocasión á ello, como no sea en estorbar vuestros galanteos con mi hija?

 

– ¡Ah! ¡es verdad! nos habíamos olvidado de doña Catalina; hablado habemos de memoria; nos perdemos y acabaremos por no decir dos palabras de provecho, desde ahora hasta la fin del mundo, si hasta la fin del mundo habláramos. ¡Vuestra hija! ¡pobre mujer! ¿y sabéis que yo no escribiría por nada del mundo contra vuestra hija?

– ¿Tan bien la queréis?

– Se me abren las entrañas por todos los poros.

– ¡Ay! ¿y mi hija?..

– Es la mujer más pobre de corazón que conozco.

– Pues yo creía…

– ¡Pues! vos creéis en todo lo que no es, y de todo lo que es renegáis.

– Quisiera entenderos.

– Pues entendedme: vos creéis á vuestra hija una mujer, y vuestra hija es una niña; vos la creéis contenta, y vuestra hija llora; vos la creéis feliz, y vuestra hija es desdichada; vos al casarla con vuestro sobrino, creísteis hacer un buen negocio… ¡bah! don Francisco; vos que lo primero que veis en mí son las antiparras, no sentís las antiparras que tenéis montadas sobre las narices, y sin las cuales no veis nada; antiparras que vienen á ser para vos las antiparras del diablo, que todo os lo desfiguran, que todo os lo mienten, que os abultan las pulgas y os disminuyen los camellos; para vos, á causa de esas endiabladas antiparras, lo falso es oro, todo lo que es aire cuerpo, todo lo que es cuerpo aire. Yo os daría un consejo;

– ¿Cuál?

– Hacéos sacar del cuerpo los malos, y cuando os los hayan sacado entonces hablaremos; entonces veremos si yo os sirvo á vos, ó si vos me servís á mí.

Y Quevedo se levantó en ademán de irse.

– Esperad, esperad, don Francisco; os necesito aún.

– ¡Ah! ¿con que aún no me suelta?

– Nunca habéis estado más libre que ahora.

– Pues mirad, nunca me he sentido más preso.

– Veo que vuestra enemistad hacia mí es cruel.

– ¡Bah! desengañáos; yo no tengo un enemigo en quien no temo.

– Preso os he tenido dos años.

– No, más bien me he estado yo dos años preso.

– Mucho confiáis en vuestro ingenio.

– Yo más en el vuestro.

– Pero si yo no le tengo.

– Sí por cierto, tenéislo… para hacer lo que nos conviene.

– Ponderan mi lisura y mi paciencia…

– Pues se engañan. Ni sois liso ni agudo, y en cuanto á lo de paciencia…

– Téngola, puesto que me estáis desesperando, y…

– Os estoy leyendo.

– Concluyamos de una vez, don Francisco: yo os tengo en mucho, y si os he tenido preso no ha sido porque no me servíais á mí, sino porque no sirviéseis á otros.

– Yo sólo sirvo á Dios.

– Y al duque de Osuna.

– Es lo que nos queda de grande y noble, porque algo de noble y grande quede en España. Sirviendo al duque sirvo á Dios, porque sirvo á la justicia y al honor.

– O porque sirviéndole, os servís á vos mismo. ¿Qué habéis visto en Girón, que os haga creer que es más grande que Lerma?

– Que Girón es grande sin decirlo, y vos, llamándoos grande, sois pequeño.

– ¿Qué queréis, don Francisco, qué deseáis? ¿con qué noble premio se os puede comprar?

– ¿Queréis que sea vuestro amigo?

– ¡Oh don Francisco! me llamáis ciego, y sin embargo, no reparáis en que os veo levantaros delante de mí como un gigante, y os respeto; no comprendéis que os aprecio en cuanto valéis, y que sé que con vuestra ayuda nada temería: lo emprendería todo, continuaría los tiempos de esplendor de España…

– Me estáis ofreciendo moneda falsa.

– Y vos me estáis desesperando.

– Ya os he dicho que puedo ser vuestro amigo.

– Hablad.

El duque de Lerma se sentó y Quevedo volvió á sentarse también.

– Voy á desembozar algunas palabras que os están haciendo sombra, y á empezar por mí desembozándome. Nací contrahecho; vos me desembozásteis por los pies, ya os lo dije; ni eché memorial para venir al mundo, ni venido quejéme de los malos pies con que en él entraba; pero si Dios me dió piernas torcidas, dióme alma recta; si pies torpes, ingenio ágil; si cabeza grande, llenóla de grandes pensamientos; os estoy hablando completamente desembozado, y pienso desembozaros para con vos mismo, porque lleguéis á ver claro, que, vos como sois, y yo como Dios ha querido que sea, hemos nacido para ir por camino diferente; yo bien me sé á dónde vais á parar; yo pararé donde Dios sabe.

– Continuaré sacrificando mi vida á la grandeza de mi patria.

– Y como habéis nacido para que todo os salga al revés de como pensáis, acabaréis hundiéndoos con España en un abismo.

– ¿Creéis, pues, que estoy engañado?..

– Si volvemos á las réplicas no acabaremos nunca.

– Continuad.

– Pretendieron mis padres que fuese docto. Alcalá me dió su ciencia, pero más la Universidad que se llama mundo. Cada mujer fué para mí un romance, cada hombre una sátira, cada día un maestro, cada año un libro. Díjome la historia que siempre ha habido tiranos y esclavos, y que la vanidad, y la codicia, y la soberbia han escrito con sangre sus anales; quise quitar la carátula á la verdad y se la quité á medias, porque lo que vi, me dió miedo de ver lo que ver no quise. Encerréme conmigo, y allá en mi encierro me siguió el mundo, y me siguieron mis pasiones. Amé: ¡nunca hubiera amado! porqué amé á vuestra hija.

Hizo un movimiento de impaciencia Lerma.

– Y vuestra hija me amó.

Movióse con doble impaciencia el duque.

– Y no fué mía porque no quise que lo fuese.

– ¡Oh! exclamó con disgusto Lerma.

– No podía serlo; para querida me daba lástima, para mujer ojeriza.

– ¡Cómo!

– Hubiéseis dicho qué me daba á trueque; á falta de riquezas y de títulos, servidumbre judaizante, adoración del oro; yo, que me precio de sangre limpia y de ser buen cristiano, díjeme todo espeluzno y todo escándalo de mí mismo cuando pasó por mí el vergonzante pensamiento de ser vuestro yerno: honra dejáronte tus padres, don Francisco; búrlaste de las busconas; no mates tu honra ni tu musa y buscón no seas; que cuando oro anda en medio de una mujer y un hombre, el mundo no ve el corazón, sino el talego; no el amor, sino la codicia; tragúeme, pues, mi amor, como me he tragado otras tantas cosas, y no queriendo deshonrar á vuestra hija haciéndola mía, no me casé con ella por no deshonrarme.

El duque de Lerma no contestó una sola palabra; únicamente hirió una y otra vez con un movimiento nervioso la alfombra, con el tacón de su zapato.

– Casásteisla entonces con vuestro sobrino; vendísteis á vuestra hija…

– Era una alianza conveniente…

– Pudo conveniros á vos, no á ella. Conviniérala como mujer honrada y honesta, y discreta, y bien nacida, no porque de vos viniera, sino porque nació buena, otro hombre, más amor, más alma, más valor y dicha la verdad sea, más vergüenza. Que si el conde de Lemos tuviera todas estas cosas y con ellas alguna discreción y buen ingenio, bien casada estuviera vuestra hija, y no escribiera yo despechado al verla tan mal casada, tan enterrada en vida, aquello de:

 
Oro es ingenio en el mundo,
oro en el mundo es nobleza
y el que en vanidades trata
de vanidad se sustenta.
Con un leproso del alma,
su padre casó á Teresa…
 

Con lo demás que decía el romance, que si no hizo reir á nadie por el chiste, os hizo á vos llorar de rabia por lo claro, y dar conmigo en San Marcos, con tan poco disimulo de la causa, que todo el mundo tuvo por culpa de ella al romance, y por doña Catalina á la doña Teresa que el romance cantaba.

– ¿Y creéis que aunque anduvísteis extremadamente injusto, apasionado y mordaz en el tal romance, fué esta sola la causa de vuestra prisión?

– Sé que anduvieron también en ella vuestras antiparras.

– Más claro.

– Por turbias que sean esas antiparras para el duque de Lerma, todos ven que son ellas don Rodrigo Calderón.

– ¡Ah! ¡el bueno de mi secretario!

– Vuestro amo.

– ¡Mi amo!

– Y del rey.

– ¡Ah!

– Y de España, porque como vos sois amo del rey, y el rey amo de España y es vuestro dueño don Rodrigo, resulta que don Rodrigo viene á ser amo de España.

– Seguid, don Francisco, á fin de que sepamos hasta qué punto estáis engañado.

– Era una simple cuestión de secretarios: don Rodrigo lo era vuestro, y yo lo era del duque de Osuna; el duque de Osuna era enemigo vuestro, y por consecuencia, vuestro secretario debía serlo también del secretario del duque de Osuna. Temióse, no lo que hacía, sino lo que pudiera hacer de la corte el ilustre descendiente de los Girones, y como es muy principal caballero, y muy poderoso, y muy bravo, se le desterró á Nápoles dorando el destierro con lo de virrey, y como se creía que yo era mucha cosa con el duque y que haría más conmigo que sin mí, se me envió á San Marcos á hacer penitencia; y como el duque de Osuna no ha cesado de reclamar en estos dos años á su pobre secretario, y como, por otra parte, vos os encontráis con que á pesar de los buenos oficios de don Rodrigo no veis claro en qué consisten tantos reveses y tantas desdichas como sufre España, os habéis dicho: saquemos del encierro á aquel espíritu rebelde, veamos si podemos mudarle á nuestro provecho, y si sus antiparras son más claras que los ojos de don Rodrigo.