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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– ¡Haces mal! – repitió el bufón, y tomó la orden y la guardó suspirando.

Ni Dorotea ni el bufón hablaron una palabra hasta que la litera llegó á las puertas del alcázar.

– Entrad – dijo Dorotea al bufón – ; haced que esa orden llegue, como os he dicho, á las manos de doña Clara, y luego buscad al cocinero mayor, y hacedle que vaya á verme.

El bufón salió de la litera.

– ¡A casa! – dijo la Dorotea.

La litera se puso de nuevo en marcha.

– El bufón, después de meditar un momento en el vestíbulo, se entró resueltamente en la secretaría de Estado.

– Decid á su excelencia – dijo – que yo, mi majestad el bufón, le mando que me reciba y me oiga.

Riéronse todos de la manera cómica con que el tío Manolillo dijo estas palabras, y uno de los oficiales contestó:

– No está su excelencia de humor para recibiros, tío.

– ¡Quién le mete al menguado en lo que no le importa! – repuso gravemente el bufón – ; diga al duque que Felipito mi amigo me envía.

– ¡Ah! ¡si traéis orden del rey!..

– ¡Qué pesado! ¿Te pagan para que repliques, ó para que hagas lo que se te mande?

– Vamos, no os incomodéis, tío – dijo el oficial – ; decid á su excelencia, Lasala, que el bufón de su majestad quiere verle.

El enviado entró.

– Ya veréis cómo Lerma no me hace esperar tanto – dijo el bufón paseándose con gran prosopopeya por la secretaría.

En efecto, un momento después de haber entrado, Lasala abrió una mampara y dijo:

– Su excelencia espera al bufón de su majestad.

Cinco minutos después de haber entrado el tío Manolillo en el despacho del duque, éste subía por una escalera de servicio á la cámara del rey.

Felipe III estaba ocupado en examinar con su montero mayor una magnífica escopeta de dos cañones que acababa de regalarle respetuosamente la muy noble y leal villa de Eibar.

– ¡Eh! vienes á tiempo – dijo el rey al ver al duque – ; tú que eres aficionado, ¿qué te parece este arcabuz de caza? Mira qué llaves, Lerma: una invención, una verdadera invención.

– En efecto, señor – dijo el duque – , los vizcaínos son muy hábiles y muy industriosos. A primera vista se conoce la bondad de esa arma. Pero con licencia de vuestra majestad, vengo á hablarle de un negocio muy importante.

– ¿Tan importante que no admite demora?

– De ningún modo, señor.

– No me dejarán reposar; ni aun cuando rezo estoy seguro: vamos, Lerma, vamos: y tú espera aquí – dijo el rey al montero mayor.

Felipe III y su secretario universal se encerraron.

– Veamos de qué se trata – dijo el rey con el empacho que le causaban todos los negocios.

– Del asunto de doña Clara Soldevilla.

– ¡Ah! pues mira, ese asunto me trae disgustado; la buena doña Clara me pidió ayer una audiencia, se la dí, me rogó por su esposo, se arrojó á los pies, lloró… y como tú me habías dicho que se trataba de un negocio grave, me mantuve inflexible, hasta tal punto, que se me desmayó doña Clara, y la llevaron á su cuarto sin sentido. Después he tenido una verdadera batalla con la reina. Me ha amenazado… me ha dicho que no la obligase á hablar… y yo no sé qué tenga que hablar la reina en este asunto. En fin… me ha dicho la reina que yo y ella debemos grandes, eminentes servicios á ese don Juan, que ha hecho muy bien hiriendo á don Rodrigo, y que mejor hubiese sido que le hubiera matado. ¿Qué dices tú á eso?

– Digo, señor, que su majestad la reina tiene mucha razón.

– ¿Pues no me dijiste ayer que era necesario castigar con mano fuerte á ese don Juan y á don Francisco de Quevedo, su cómplice?

– Ayer estaba mal informado, señor; por las primeras diligencias del proceso resulta que no fueron dos contra uno, sino que por el contrario, don Rodrigo llevaba otro hombre contra don Juan. Que Quevedo no hizo más que ayudar como hidalgo á su amigo, y que don Juan se vió en la necesidad de defenderse. Ni siquiera ha sido un duelo.

– Pues entonces es necesario formar proceso á Calderón.

– Aconsejo á vuestra majestad que me permita echar tierra á este negocio.

– Pues bien, échasela; pon en libertad á don Juan y á Quevedo y que se vayan benditos de Dios á Napóles.

– Ya, contando con el beneplácito de vuestra majestad, he mandado al alcalde Ruy Pérez Sarmiento que destruya la causa y libre auto de libertad para Quevedo y Girón; el auto de libertad de don Juan está aquí, señor.

– ¡Ah! ¿Conque está todo hecho?

– Aún falta algo que hacer.

– ¿Y qué hace falta?

– Tan activo ha andado el alcalde Ruy Pérez en este proceso y tan leal, que merece un premio.

– ¡Ah, merece un premio! Pues dásele.

– Aquí está extendida ya la provisión para él, de oidor de la real audiencia de Méjico, con las costas del viaje, y sólo falta la firma de vuestra majestad.

El rey firmó la provisión, y la recogió el duque.

– Por aquí – dijo para sí Lerma, guardando la provisión del licenciado Sarmiento – , hemos salido de un testigo enojoso.

– ¿Queda algo más que hacer? – dijo el rey, que en su marcada antipatía por los negocios deseaba verse libre.

– Sí, señor; yo creo que vuestra majestad debe aprovechar esta ocasión de complacer á su majestad la reina.

– ¿Y cómo?

– Dándola este auto, que pone á cubierto de todo proceso al marido de su dama favorita.

– Tienes razón, Lerma, tienes razón; y ahora más que nunca conozco el grande afecto que me tienes; no me gusta estar reñido con la reina. Voy… voy… adiós, Lerma, adiós.

Y el rey abrió una puerta, atravesó un largo corredor, abrió otra puerta y se encontró en la recámara de Margarita de Austria.

La reina leía.

Al ruido de los pasos del rey volvió la cabeza.

Al verle, dejó el libro, se puso ceremoniosamente de pie, y miró al rey con severidad.

– Veo que aún estás enojada, Margarita – dijo el rey.

– En efecto, señor – contestó la reina – ; tengo un profundo disgusto.

– ¡Por tu queridísima doña Clara!

– Me he propuesto no volver á hablar más á vuestra majestad de este asunto.

– ¡Mi majestad!.. ¡Pero si estamos solos, Margarita, si estamos solos! ¡Siéntate aquí al lado mío! Vengo á que hagamos las paces.

La reina se sentó al lado del rey, pero con tiesura, con el semblante nublado y sin mirar á Felipe III.

– ¡Lo que yo digo! ¡eso, eso es! – exclamó con impaciencia el rey – ; ¡yo soy lo último de todo!

– ¡Señor! – dijo la reina con dignidad.

– Se me respeta, pero no se me ama; basta el más ligero motivo para que no se me oculte el desvío que causo. ¡Como ha de ser! ¡Y yo, á pesar de todo, me afano por complacerte, Margarita!

La reina comprendió que debía bajar del empinado lugar á que se había subido; que debía ser mujer, y combatir al hombre, no al rey.

– Sí – dijo, hiriendo con su pequeño pie la alfombra y mordiéndose impaciente su grueso labio austriaco – ; sí se conoce que mi esposo… me ama locamente, que adivina mis deseos, que se anticipa á ellos; ciertamente que soy una insensata, cuando me quejo; ¿qué puedo yo desear? ¿Qué reina ha tenido más influencia sobre su esposo?

– Puedo hacerte que llores de alegría, y que me abraces como una loca, Margarita – dijo el rey.

– ¿De veras? – preguntó disimulando mal su ansiedad la reina, porque en las palabras y el aspecto del rey conoció que podía prometerse algo satisfactorio.

– Tan de veras, como que te traigo una medicina que pondrá buena de repente á tu amiga doña Clara, que creo que anda enferma.

– ¿Cómo queréis que esté una recién casada que adora á su marido, y que ni aun sabe dónde para?

– ¡Es verdad! ¡es verdad! pues bien; toma, Margarita, toma; he mandado romper el proceso de don Juan Téllez Girón, y aquí está la orden de libertad.

El rey dió á Margarita de Austria el pliego cerrado que contenía el auto.

Pasó una alegría infinita por los ojos de la reina.

Rompió el sobre y leyó ávidamente la orden de soltura.

– ¡En la torre de los Lujanes! ¡y allí está mi libertador preso, dudando, temiendo…!

– ¡Tu libertador! – dijo el rey con asombro.

– ¡Sí, mi generoso y valiente libertador!

– No te comprendo.

– ¿Por qué he de callar más? Yo estaba resuelta á revelároslo todo, cuando no me quedase otro medio de salvar á ese caballero. ¿Por qué no he de ser franca y leal con vos, cuando está salvado?

– ¡Qué! ¿tú me ocultabas algo, Margarita?

– ¡Oh! ¡sí, señor! ¡no sé por qué he tenido miedo! vos no podéis dudar de mí, ¿no es verdad?

– ¡Dudar yo de la reina! ¡de mi esposa! – dijo el rey en uno de los arranques de verdadera dignidad que á veces dejaba conocer – . ¡Cómo! ¿por qué había yo de dudar de vos, señora?

– Oidme, don Felipe, oidme, perdonadme, porque por una sola vez en mi vida he obrado con ligereza.

– Yo estoy seguro de que no tengo que perdonarte nada – dijo el rey volviendo á su debilidad habitual, y procurando excusarse de entrar en explicaciones que le asustaban, porque á primera vista parecían graves.

– No, no; me habéis de oír: os lo suplico – dijo la reina – , necesito librar mi conciencia de este peso.

Al oír la palabra conciencia, el rey, que tenía algo de lo asustadizo de su padre, aunque no su firmeza ni su sombrío recelo, se alarmó.

– ¡Tú conciencia, dices!

– Sí, porque siendo vos mi rey y mi esposo, os he callado lo que no debía haberos callado.

– ¿Tendremos alguna otra conspiración? – dijo todo asustado el rey.

– Sí; sí, señor; de conspiraciones se trata; pero de conspiraciones que ya no deben daros cuidado, porque ya pasaron.

– ¿Conspiraciones vuestras?

– Por recobrar vuestra dignidad y la mía.

– Pues lo de siempre. ¿Y quién os ayudaba á conspirar? porque nadie conspira solo.

– Don Rodrigo Calderón.

– ¡Ah! ¡ah!

– Se me mostró leal… cuando era traidor; le concedí algunas audiencias secretas.

 

– ¿Contra el duque de Lerma?

– Contra el duque de Lerma.

– ¡Ah! ¡don Rodrigo conspiraba contra su bienhechor, contra el hombre á quien todo lo debe! ¡No sabía yo que ese tal era tan malvado!

– Lo es más aún: ese hombre se ha atrevido á dictarme condiciones.

– ¡Condiciones á la reina! ¡un vasallo! ¿pero cómo podía ese miserable atreverse á dictarte condiciones?

– Fuí imprudente; creyéndole un vasallo leal, le escribí algunas cartas de mi puño y letra, avisándole de la hora que podía entrar en palacio y verme.

– ¡Y esas cartas! ¡esas cartas!

– Las he quemado yo por mi propia mano, gracias á don Juan Téllez Girón, que se las arrancó á estocadas.

– ¡Ah! – dijo respirando el rey – ; ¿y de resultas de esas estocadas está herido don Rodrigo?

– Sí, señor.

– ¿Pero don Juan sabrá…?

– Don Juan entregó aquellas cartas sin leerlas á doña Clara.

– ¡Ah! ya; sí… esas cartas acompañaban sin duda al rizo de cabellos aquel de doña Clara, y don Juan habrá creído que de doña Clara eran las cartas…

– Sí; sí, señor – dijo la reina, que no se atrevió á ser más explícita.

– Pues es necesario premiar á ese caballero.

– Harto premiado está ya con ser esposo de doña Clara; sólo os pido una cosa, señor.

– ¡Qué!

– Que me perdonéis si por amor á vos, por la dignidad de la monarquía, pude ser una vez imprudente.

Y la reina se arrojó á los pies del rey.

– ¡Oh! ¡no! ¡no! ¡en mis brazos, que tan ansiosos están de ti! ¡en mis brazos, Margarita mía! ¡oh, qué hermosa eres!

Y besó á la reina en la frente.

– ¡Oh! ¡cuánto te amo, Felipe mío! – dijo la reina llorando de placer y estrechando al rey entre sus brazos.

– No me dices eso siempre – contestó el rey con el acento y la expresión de un niño voluntarioso.

– Es que no siempre me tienes contenta; pero hoy has hecho mucho bueno, Felipe; has vuelto su esposo á mi buena doña Clara, y á pesar de lo que te he revelado, no has dudado de mí. ¡Te amo! ¡te amo!

– ¡Oh, Dios mío! – dijo el rey – ¡si esto durara mucho!..

– Durará… todo lo que tú quieras que dure, Felipe… ¡oh! ¡y qué feliz soy! pero hay alguien á quien debemos mucho, que llora por nosotros, y cuyas lágrimas es necesario enjugar.

– ¡Doña Clara!

– Doña Clara… y voy… sin perder un momento.

– ¡Ir tú!.. ¡la reina!.. – dijo Felipe III, que no olvidaba nunca la ceremoniosa etiqueta de la casa de Austria.

– Iré… por las comunicaciones interiores… nadie me verá… enviaré delante á la duquesa de Gandía, para que doña Clara, cuando llegue yo, esté sola. Y adiós, adiós; es necesario no olvidarnos de que para el que sufre, cada momento es un siglo. Te amo. Adiós.

Y la reina escapó.

– ¡Ah! – dijo el rey – ; cuando se hace una buena acción se le queda á uno el alma tan llena de no sé qué… Vamos, Dios quiera que por estos momentos de felicidad que me ha dado, no nos pida Lerma algo que vuelva á ponernos tristes.

Y el rey, por el mismo sitio por donde había ido á la recámara de la reina, se volvió á la suya y al examen de la escopeta vizcaína que tenía aún entre las manos su montero mayor.

CAPÍTULO LXXV
EL SOL TRAS LA TORMENTA

Vestida, arrojada sobre un lecho, con el rostro vuelto contra la almohada, en una bellísima alcoba, había una mujer.

Aquella mujer lloraba silenciosamente; de tiempo en tiempo un sollozo desesperado hacía desgarrador su llanto.

En la alcoba, sobre un reclinatorio delante de una virgen de los Dolores, había una lamparilla encendida.

Fuera de la alcoba, junto á la puerta, estaban sentadas dos dueñas silenciosas é inmóviles.

Pasó algún tiempo así.

Abrióse al cabo una puerta, y asomó por ella la cabeza de una doncella.

– La camarera mayor de la reina quiere ver á la señora – dijo la joven en voz baja.

– ¿Qué hacemos, doña Inés? – dijo también en voz baja la una dueña á la otra.

– ¿Qué os parece que hagamos, doña María? – preguntó la preguntada.

– La señora no duerme, que solloza – dijo doña María.

– Y acaso su excelencia la traiga una buena noticia, dijo doña Inés.

– Pues, avisémosla.

– Avisémosla.

– Id vos.

– No, vos.

– Cualquiera.

Y doña Inés se levantó, abrió las vidrieras, y de puntillas se acercó al lecho, y dijo casi al oído de su señora:

– La escelentísima señora camarera mayor de su majestad, quiere veros, señora.

– ¡Oh! ¡que entre! ¡que entre al momento! – dijo doña Clara, apartándose de sobre la frente las pesadas bandas de sus negros cabellos; ¿por qué la habéis detenido?

La dueña salió como un relámpago.

Cuando doña Clara abrió las vidrieras y salió á la cámara, ya estaba en ella la duquesa de Gandía.

– ¿Qué noticias me traéis, señora? exclamó anhelante la joven arrojándose al cuello de doña Juana de Velasco.

La duquesa miró en torno suyo, y al ver que habían quedado solas, exclamó llorando:

– ¡Ah! no sé nada; ¡desdichado hijo mío!

– Me habíais hecho concebir una esperanza, – dijo con desaliento doña Clara.

– Su majestad está en la saleta azul, – dijo la duquesa enjugándose las lágrimas – ; me ha enviado delante, para que apartéis de aquí las personas que pudieran verla. Su majestad os creía muy enferma.

– ¡Ah! sí, del corazón, del alma… me estoy muriendo. Pero no estoy tan débil que no pueda ir á ver á su majestad. Vendrá á consolarme.

La reina viene alegre, impaciente.

– ¡Oh! ¡Dios mío! exclamó doña Clara.

Y apartándose de la duquesa dió á correr, loca, anhelante, atravesó algunas habitaciones, y en una cayó entre los brazos de la reina que la había salido al encuentro.

– Oye, Clara, – la dijo Margarita – ; consuélate, enjuga tus lágrimas; te traigo buenas noticias.

– ¿Dónde está, señora?

– En la torre de los Lujanes.

– ¿Y puedo verle?

– Sí.

– ¡Ah! señora, perdonad… pero… permítame vuestra majestad que vaya al momento… le he creído perdido… son esos hombres tan infames… y… ¡le amo tanto!

– Espera, espera… serénate, tranquilízate, Clara, amiga mía: no ves que yo me sonrío, que estoy contenta. ¿Cómo podía estarlo si te amenazase una desgracia?

– ¡No corre peligro su vida!

– No, ni mucho menos…

– Y entonces, ¿qué hay que temer?

– Nada.

– ¡Nada! pues si no hay nada que temer, ¿por qué continúa preso?

– Tú eres valiente, Clara. Domínate, prepárate…

– ¿Para qué?

– Tanto valor se necesita para soportar la desgracia, como para resistir la noticia inesperada de una dicha.

– ¡Ah! ¡señora! tendré valor, le tengo.

– Pues bien: toma, Clara mía, toma, y ve tú misma á sacarle de su prisión.

Y la reina dió á doña Clara el auto de libertad.

La joven le leyó, se dominó, se puso pálida, y miró con una elocuente ansiedad á la reina.

– Sí, sí; ve amiga mía – dijo la reina – ; pero no te olvides de decir á doña Juana que la espero para volverme á mi cámara.

Doña Clara se arrojó á los pies de la reina, y la cubrió las manos de besos y lágrimas.

Luego se levantó y dió á correr, como una loca, hacia sus habitaciones.

– ¡Libre! ¡libre, madre mía! – exclamó arrojándose en los brazos de la duquesa y riendo y llorando á un tiempo – ¡libre! y ¡libre de todo cargo!

– ¡Ah! ¡gracias á Dios!

– Y no podía eso ser de otro modo, porque Dios no podía querer mi desesperación; pero la reina os espera. Y voy por él. ¡Un manto! ¡una litera! – añadió dirigiéndose á una puerta – . Después, venid, madre mía; él estará ya aquí. ¡No oís! ¡dueñas! ¡lacayos!

– Adiós, hija mía, adiós – dijo la duquesa viendo que se acercaba gente, y salió.

– Pronto, doña Inés, mi manto; que pongan una litera al momento – repitió con impaciencia doña Clara.

Y cinco minutos después, dentro de una litera salía del alcázar la joven.

Como la torre de los Lujanes no estaba lejos, y los lacayos que llevaban la litera iban de prisa, muy pronto la litera paró á la puerta de la torre, salió de ella doña Clara, y presentó la orden de soltura al alcaide.

– Y van dos, las dos principales y hermosas – dijo entre dientes el alcaide leyendo la orden.

Afortunadamente no le oyó doña Clara.

– No hay que oponer nada á esto – dijo el alcaide dando vueltas á la orden – ; en pagando ese caballero ciertos derechos y el alquiler de los muebles…

– Bien, bien, pero llevadme á donde está – dijo doña Clara.

– ¿Y quién le diré que le busca?

– Su esposa.

– ¡Ah! perdonad, señora – dijo el carcelero quitándose su caperuza, que hasta entonces había tenido encasquetada – ; como vuestro esposo es joven y gentilhombre, á estos tales señores suelen buscarlos…

– ¿Pero hay algún inconveniente para que yo vea al momento á mi marido?

– Ninguno, señora. ¿Qué ha de haber? yo mismo voy á llevaros. Molinete, dame las llaves del encierro alto. Vamos, señora, vamos.

El alcaide se metió por una estrecha puerta y por una escalera obscura.

Doña Clara le seguía sin pensar en donde ponía los pies, acertando con los escalones y con las revueltas por instinto.

Al fin se vió alguna luz en las escaleras, y al acabar de subirlas se encontraron en un corredor estrecho alumbrado por claraboyas, á cuyo fin había una puerta de hierro con tres cerrojos y tres candados.

Doña Clara no tuvo paciencia para que el alcaide acabase de abrir.

Golpeó con su pequeña mano la puerta, y dijo con toda la fuerza de sus pulmones y toda la alegría de su alma:

– ¡Juan! ¡Juan!

– ¡Clara de mi alma! – gritó desde adentro el joven.

– Sin duda ninguna son marido y mujer, cuando se tratan así delante de gentes – dijo el alcaide acabando de abrir.

Y cuando la puerta estuvo franca, como nada había ya que guardar allí, se volvió dejando la puerta abierta y murmurando por las escaleras:

– ¡Ya lo creo! con una mujer como esa ya puede uno hacer lo que le dé la gana. ¡Dios de Dios! en mi vida he visto otra tan hermosa.

Entre tanto doña Clara y don Juan estaban estrechamente abrazados, mudos, en el primer momento de alegría. Parecíales á entrambos que habían resucitado el uno para el otro.

Al fin se separaron, se miraron, y don Juan vió en los ojos de su mujer lo que jamás había visto, lo que ni aun había sospechado, lo que no sabía que existiese: un amor sobrenatural, una vida que vivía en su vida; una alegría que era su alegría; un alma que absorbía la suya, la envolvía, la acariciaba y la defendía; una fuerza infinita de absorción que no le dejaba vida, ni deseo, ni voluntad como no fuesen para doña Clara.

Habíale parecido su mujer hermosa: pero entonces le pareció que la hermosura de su mujer no pertenecía á la vida, que tenía algo de fantástico, de divino.

– ¡Juan de mi alma! – le dijo doña Clara – ; vámonos de aquí: me parece que me van á arrancar de tus brazos, que se va á cerrar de nuevo esa puerta, que no te voy á volver á ver. Vámonos, vámonos; estás libre; he traído la orden yo misma, y nadie puede impedirte que salgas; nadie, como no sea Dios, me volverá á separar de ti.

– ¿Quién te ha dado esa orden, Clara mía? – dijo don Juan acordándose á pesar de todo de la pobre Dorotea.

– ¡La reina! – contestó doña Clara – ; no sé por qué medio: anoche yo me arrojé en balde á los pies de su majestad: en balde la reina suplicó al rey. Ni aun pudimos saber dónde estabas preso.

– ¡La reina te ha dado esa orden! – dijo profundamente pensativo don Juan, que no acertaba á comprender cómo aquella orden había pasado de las manos de Dorotea á las de la reina.

– Sí, sí – repuso impaciente doña Clara – ; ¿pero qué importa eso? Lo que importa es salir de aquí.

Y tiró de su marido, que se dejó conducir.

Al pasar por la alcaidía, el alcaide les salió al encuentro respetuosamente y gorra en mano.

En la otra mano tenía una daga y una espada, sencillas pero hermosas y fuertemente bruñidas las empuñaduras de acero.

– El señor alcalde de casa y corte, Ruy Pérez Sarmiento, acaba de enviarme para vuesa merced, estas armas, que le ocupó cuando le prendió – dijo el alcaide.

El joven se puso la daga y la espada en el talabarte, y dió las gracias al alcaide.

– Perdonad, caballero – dijo el alcaide al ver que los dos esposos seguían hacia la puerta – ; pero quisiera que antes de salir miráseis esta cuentecita.

Y presentó un papel á don Juan.

Aquel papel decía:

«Cuenta de lo que ha adeudado don Juan Téllez Girón, en las veinte y cuatro horas que ha estado preso en la torre de los Lujanes.

»Por alquiler de la habitación alta donde estuvo preso en otro tiempo el rey Francisco, y donde sólo se encierran personas principales, diez ducados.

 

»Por el alquiler de una cama con colchones de pluma, sábanas de holanda y repostero de damasco, mantas y demás, cinco ducados.

»Por ídem de doce sillas, un sillón, una mesa, un candelero de plata y una alfombra, seis ducados.

»Por una comida traída de la hostería de los Tudescos, ocho ducados.

»Por una cena de ídem, cuatro ducados.

»Por un almuerzo de ídem, cuatro ducados.

»Por una vela de cera, cuatro reales de vellón.

»Por asistencia, dos ducados.

»Por derechos de carcelaje, ocho ducados.

»Todo lo cual monta la suma de cuarenta y siete ducados y cuatro reales de vellón. —Ginés Piedrahita.»

Debemos advertir, que de esta cuenta sólo leyó don Juan la suma total.

– ¿Traes contigo dinero, Clara? – dijo don Juan.

– Sí, por acaso; ¿qué se necesita?

– Da á este hombre, dos doblones de á ocho.

Doña Clara sacó un precioso bolsillo, y de él dos doblones.

– Aquí sobra dinero, señor – dijo con un acento particular el alcaide, al recibir las dos monedas de oro.

– Guardadlo – dijo don Juan.

– Viváis mil años, señor – dijo el alcaide apresurándose á abrir la puerta.

Doña Clara, llevando á don Juan de la mano, salió de la torre con la precipitación y alegría con que sale un pájaro á quien abren la jaula, y se metió con su marido en la litera.

– ¡Ah! – dijo, cuando se vió caminando hacia el alcázar – , ¡gracias á Dios que ha pasado esta horrible pesadilla!

Y estrechó de una manera ardiente las manos de su marido que tenía entre las suyas.

Don Juan, sin embargo, se mostraba sombrío, pensativo y cabizbajo.

Le preocupaban el recuerdo de Dorotea y la cita que tenía aquella noche con ella en Puerta de Moros.