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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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Juan Montiño desempeñaba con gusto su farsa, porque, aunque estaba locamente enamorado de doña Clara, la comedianta tenía para él, en la situación en que se encontraba, un encanto irresistible.

Montiño la veía luchar con una fascinación amorosa.

La veía sufrir.

Los ojos de Dorotea se bajaban y volvían á levantarse para mirar á Juan Montiño con más insistencia de una manera más elocuente.

La despechaba el no poder encubrir la impresión que la causaba el joven, y su semblante se encendía en rubor.

Acaso hasta entonces no se había ruborizado Dorotea.

Acaso hasta que había sentido la primera impresión de ese amor del alma que tan superior es al deseo de los sentidos, á esa otra sensación que generalmente se llama amor, no la había pesado en su vida anterior.

Acaso nunca hasta entonces se había avergonzado de ella.

Juan Montiño comprendía la lucha que agitaba el alma de Dorotea, y no la dejaba tiempo para descansar, para reponerse.

Se había levantado de junto á la mesa.

Había permanecido algún tiempo de pie.

Luego se había sentado en el taburete donde apoyaba sus pies Dorotea.

Por último, había abrazado la cintura de la joven.

Al sentir el brazo de Juan Montiño, se alzó como se hubiera alzado la mujer más pura.

– Me estáis tratando mal – dijo, – me estáis haciendo daño… daño en el alma. ¿Trataríais de este modo á la mujer á quien quisiérais para vuestra esposa?

– ¡Ah! – exclamó Juan Montiño sorprendido.

– No, no he querido decir que yo os ponga por condición para amaros que seáis mi esposo: sé demasiado que yo no puedo aspirar á ser la esposa de un hombre honrado… pero os quisiera ver tímido, respetuoso, dominado por mí como yo lo estoy por vos… Os quisiera ver sorprendido por un afecto nuevo como yo lo estoy… quisiera… yo no sé lo que quisiera… que os bastara con amarme. ¡Oh, Dios mío; pero yo estoy diciendo locuras!

Y se volvió á sentar, y el joven volvió á rodear su cintura.

Por aquella vez Dorotea se puso pálida, se estremeció, pero no se atrevió á desasirse de los brazos de Montiño.

– Tengo sed – dijo el joven.

– ¡Sed! – dijo la Dorotea bajando hacia él sus grandes ojos medio velados por la sombra de sus largas pestañas y dejando caer una larga mirada en los ojos de Montiño.

– ¡Sí, sed de vuestra boca!

– ¡Oh! exclamó Dorotea.

Y de repente rechazó al joven.

– Alguien se acerca – dijo – ; alzáos, alzáos.

En efecto, Juan Montiño oyó abrir una puerta inmediata y se levantó y fué á tomar su sombrero.

– No os vayáis – dijo Dorotea – , quedáos; sea quien fuere, ¿qué importa?

Abrióse la puerta y apareció un hombre con traje de soldado.

Llevaba calado el sombrero, y su mirada era insolente y provocadora.

Al ver á Juan Montiño le miró de alto abajo, y su mirada se apagó en la mirada fija del joven.

Entonces se quitó el sombrero y saludó de una manera tiesa.

Montiño no se levantó de la silla donde se había sentado antes de que llegara aquel hombre.

Dorotea le miró con una de esas miradas que quieren decir:

– Habéis llegado á mal tiempo: ¿Qué queréis?

Y como si el recién llegado hubiese comprendido aquella pregunta en aquella mirada, dijo:

– Don Rodrigo está gravemente herido, casa del duque de Lerma.

Montiño se puso levemente pálido, y fijó con ansiedad los ojos en Dorotea.

– ¿Y bien? – dijo ésta – ¿porqué me dais esa noticia como si se tratase de una persona muy allegada á mí?

– ¡Cómo! – dijo con insolencia aquel hombre – yo creía que os importaba algo.

– Pues os habéis equivocado, Guzmán.

En efecto, aquel hombre era el sargento mayor don Juan de Guzmán, el mismo á quien la noche antes hemos visto al lado de la mujer del cocinero mayor.

– Es singular lo que está sucediendo á don Rodrigo – dijo Guzmán – . Todos le abandonan. El duque de Lerma, sabe quiénes son los agresores, y no manda proceder contra ellos. Vos recibís la noticia como si…

– Nada me interesase, ¿no es verdad?

– Lo que no deja de ser muy extraño.

– Extrañad todo lo que queráis; podéis decir á don Rodrigo cómo he recibido esta noticia. Y podéis decir más: me retiro del teatro: y tal vez me vuelva al convento.

– ¡Ah! yo creí que fuese otra la causa – dijo Guzmán mirando con insolencia al joven.

– Sea cual fuese la causa, nada os importa. Además, que cuando tal le ha acontecido á don Rodrigo, él lo habrá buscado.

– Acaso tengáis vos la culpa.

– ¿Yo? ¿le ha sucedido por mí esa desdicha?

– Si por cierto; mediaban ciertas cartas.

– ¿Cartas?..

– De una noble dama… Vos habéis sido imprudente… El cocinero mayor ha llegado á saber lo de las cartas… y un sobrino del cocinero mayor…

– ¡Qué decís!

– Que un tal Juan Montiño, que acababa de llegar á la corte, ha sido el que ayudado de don Francisco de Quevedo…

– Os engañáis, señor mío – dijo el joven – ; Juan Montiño, no ha necesitado de nadie para castigar á don Rodrigo Calderón, como de nadie necesitaría para castigaros á vos á la menor palabra ofensiva que os atreviéseis á pronunciar contra esta señora, ó contra su tío, ó contra él.

– ¡Ah! ¿sois vos, acaso?..

– Sí, señor, yo soy.

– ¡Ah! pues comprendo, y como nada tengo que hacer aquí, me voy. Guárdeos Dios, señora. Hidalgo, hasta la vista.

Ni Dorotea ni Juan Montiño contestaron al sargento mayor, que salió.

Durante algún tiempo, Dorotea miró frente á frente y ceñuda á Juan Montiño.

– Yo creí que me engañábais – dijo con acento concentrado.

– ¡Que os engañaba!

– ¡Y don Francisco! ¡ah! ¡don Francisco!

– ¡Pero explicáos por Dios, Dorotea!

– Quevedo no os ha llamado á mi casa para veros, sino para que yo os viese.

– No os entiendo.

– ¡Quevedo, Quevedo! ¡Ah! ¡Maldito sea!

– ¡Pero explicáos, Dorotea, explicáos por Dios, que no os entiendo!

– Ese hombre, ese Quevedo… parece que lee en mi alma, lo que en el alma está oculto; parece que adivina.

– Os suplico que os expliquéis.

– ¡Que me explique! Quevedo es amigo de la reina, de esa mujer á quien todos creen una santa, que á todos engaña.

– Por Dios, Dorotea, ved lo que decís; no comprendo por qué os irritáis.

– ¿Por qué? me habéis sorprendido entre los dos… me habéis engañado… Ya se ve… es hermoso, parece tan noble, tan bueno… ella está sedienta de amor… ella no ha amado… el duque de Lerma es su esclavo… utilicemos esta mujer… ¡y el señor estudiante…! ¡Ah, don Francisco…! ¡don Francisco!

– Decid que os ha llenado de dolor la desgracia de ese hombre – dijo con impaciencia Montiño.

– ¿Y qué me importa ese hombre? ayer acaso… hoy… hoy quien me importa sois vos… no sé por qué… pero me habéis empeñado… y nos veremos, caballero, nos veremos.

Y tras estas palabras se dirigió á la puerta de sala.

– ¡Casilda! – gritó – ¡Casilda! mi manto de terciopelo; que ponga Pedro la litera al momento.

La negra trajo á Dorotea un magnífico manto de terciopelo; la joven se puso algunas joyas, se arregló un tanto los cabellos, y salió.

Montiño se quedó solo en la sala sin saber lo que le acontecía.

Poco después asomó Quevedo á la puerta.

– De seguro – dijo – habéis cometido alguna torpeza, amigo Juan.

– No por cierto; creo que la torpeza, aunque parezca extraño, viene de vos.

– ¡Eh! acertádolo habéis; tenéis razón… he sido torpe, porque no he podido prever que la tal ninfa se enamorase de tal modo de vos. ¡Milagro! apuesto á que hacéis de ella una Magdalena; aunque os lo repito, estoy seguro de que habéis cometido una torpeza… seréis capaz de haberla dicho que herísteis á don Rodrigo.

– Pues os habéis equivocado de medio á medio.

– ¿Pues quién ha sido?

– Una especie de Rolando de comedia, á quien creo que ella ha llamado Guzmán.

– ¡Ah! ¡Don Juan de Guzmán ha estado por aquí…! pues bien, no importa… la verdad del caso es que la Dorotea está loca por vos… ¿qué habéis hecho en tan poco tiempo? Debe existir en el espíritu humano algo terrible, algo misterioso… ¡estas influencias rápidas…! ¡este unirse un alma á otra…! ¡oh! ¿quién sabe, quién sabe lo que somos?

Quevedo pronunció estas palabras como hablando consigo mismo.

– ¿Queréis hacer lo que yo os diga? – exclamó de repente Quevedo.

– ¿Y qué hemos de hacer?

– ¡Qué! buscar postas y marcharnos á Barcelona; embarcarnos allí y plantarnos en Nápoles.

– ¿Tenéis miedo?

– Os confieso que estoy asustado.

– ¿Por lo de don Rodrigo…?

– No, por lo de la corte… cosas se están preparando… cosas inevitables… sería necesario ser un Dios.

– Pues yo no me voy, á no ser que se viniera conmigo doña Clara.

– ¡Ah! maldiga Dios las mujeres… pero como estoy seguro que ni frailes capuchinos son capaces de convencer á un enamorado como vos…

– ¿Y la reina…?

– Dios guarde á su majestad.

– Seamos nosotros la mano de Dios.

– Decís bien… quedémonos… pero como yo ahora no puedo acompañaros, ni vos tenéis á dónde ir, quedáos aquí… tomad posesión de la casa que, os lo aseguro, es vuestra, y empezad á ser el déspota de Dorotea. Os digo que está enamorada de vos, que resiste y que la resistencia acabará por hacerla vuestra esclava. No olvidéis que es nuestro instrumento… y adiós.

– ¿Pero qué he de hacer yo aquí?

– Primero quitaros la capa, la daga y la espada como si estuviérais en vuestra casa, mandar, hacer y deshacer, y que cuando venga Dorotea os encuentre apoderado de vuestro lugar de dueño.

– Pero esto me repugna…

– Seguid mi consejo… por veinticuatro horas.

– Pero si lo sabe doña Clara.

– Yo me encargo de eso. Pero adiós. Me están esperando en las Descalzas Reales.

Y Quevedo salió.

Juan Montiño permaneció algún tiempo perplejo, y después siguió el consejo de Quevedo.

 

Se quitó la capa y el talabarte, acercó un sillón al brasero de plata que templaba la sala y poco después dijo:

– ¡Casilda!

Presentóse la negra y miró con asombro á Juan, apoderado de la casa de su ama.

– ¿Qué me manda vuesa merced, señor? – dijo.

– Tráeme un vaso de sangría.

La esclava salió y poco después entró con un vaso lleno de un líquido rojo en que flotaba una rueda de limón y puesto sobre una salvilla de plata.

Montiño se quedó solo, pensando alternativamente en las cosas siguientes:

Primero en doña Clara.

Después en la reina.

Luego en su banda de capitán.

Por último, en Dorotea.

Al fin, pensando en ella y bajo la influencia de la sangría, del calor del brasero y de la soledad, se quedó dormido.

CAPÍTULO XVIII
DE CÓMO ENTRE UNOS Y OTROS NO DEJARON PARAR EN TODA LA MAÑANA AL COCINERO DE SU MAJESTAD

Dejamos á Francisco Martínez Montiño en casa de la señora María.

Cuando la vieja se encontró sola con él, volvió toda su cólera contra la única víctima que le quedaba.

– Os habéis perdido y perderéis á vuestro sobrino – le dijo – ; y todo por vuestra avaricia.

– Tengamos la fiesta en paz, señora María; ni yo me he perdido ni trato de perder á nadie, y con esto quedad con Dios, que yo sólo venía por mi sobrino, y no habiéndomelo llevado me voy á la cocina.

– Bien haréis en estar en ella, y en no perder de vista las cacerolas, y en ver quién anda con ellas.

– ¿Qué queréis decir?

– Nada, señor Francisco, nada… yo me entiendo, y sé lo que me digo…

– Pues maldito si os entiendo, ni quiero entenderos. Quedáos con Dios, y si vuelve mi sobrino, tratadle bien, y no seáis con él parlanchina ni imprudente… ved que mi sobrino es mucho hombre y os pudiera pesar.

– ¿Porqué no casáis á vuestro sobrino con vuestra hija?.. aunque os lo están acostumbrando mal: ¡habérsele llevado el tío Manolillo á casa de la Dorotea!..

– Quedad, quedad con Dios, que vos por hablar os olvidáis de todo, y yo no puedo olvidarme de nada. Conque hasta más ver: muchas cosas al señor Melchor.

– Id con Dios y abrid los ojos.

– ¡Oh! ¡maldiga Dios las malas lenguas! – murmuró Montiño saliendo de la casa de la señora María Suárez.

Y se alejó la calle adelante.

– ¡Que le case con mi hija! – pensaba el cocinero mayor – ; indudablemente que éste sería un buen negocio. ¿Pero lo tomaría á bien su padre?.. el duque de Osuna es un señor terrible… ¡y aquel cofre!.. ¿qué habrá en aquel cofre?.. ¿para qué se habrá llevado el tío Manolillo á Juan á casa de la Dorotea?.. ¿y cómo, señor? ¿cómo se anda Juan por esas calles de Dios al descubierto, después de haber dado de estocadas á don Rodrigo?

Todos estos pensamientos incoherentes, revueltos, se agitaban de tal modo en la cabeza del cocinero mayor, que andaba maquinalmente sin ver por dónde iba.

Cuando entró en palacio por la puerta de las Meninas, sintió que le tocaban en un hombro.

Volvióse y se encontró delante de un viejo apergaminado.

– ¡Ah! ¡el rodrigón de doña Clara Soldevilla! – exclamó.

– Vuestro humilde criado, señor Francisco – dijo el vejete.

– ¿Sois vos el que me ha tocado?

– Sí, señor, yo, que buscaba á vuesa merced. He estado en las cocinas, y no hallándole allí, fuí á Santo Domingo el Real por ver si allí le encontraba.

– ¿Y qué me queréis?

– Mi señora os llama.

– ¿Ahora mismo?

– Ahora mismo.

– Decid á vuestra señora que me es imposible; que falté ayer de la cocina, por asistir, de orden del rey, á la de su excelencia el duque de Lerma, y que de seguro tendré mucho que arreglar; si yo faltara hoy también, sabe Dios lo que sucedería.

– Mi señora me ha dicho, que si os negábais á acudir, os dijese que lo mandaba la reina.

– Pero señor – exclamó Montiño – , ¿quieren matarme?..

– Señor Francisco, yo digo lo que me dicen.

– Pues vamos allá – exclamó Montiño con una resolución heroica.

Subieron por la escalerilla de las Meninas, atravesaron parte del alcázar, y al fin el rodrigón abrió una puerta, hizo atravesar á Francisco Montiño una antesala y le introdujo en una sala.

En ella, sentada junto á la vidriera de un balcón, estaba la hermosa doña Clara.

Su semblante aparecía pálido y triste; pero se animó cuando vió al cocinero mayor.

– Bésoos los pies, señora – dijo éste inclinándose delante de la joven.

– Dios os guarde, Montiño – dijo doña Clara – ; ¡con cuánta impaciencia os he esperado! Sentáos.

– ¿Y á causa de qué ha sido esa impaciencia, señora? – dijo Montiño sentándose.

– Anoche han pasado cosas muy graves.

– No sé… ignoro… – contestó Montiño – ; indudablemente en mi familia han pasado graves cosas: como que ha muerto mi hermano mayor…

– ¡Qué desgracia! ¡Vaya por Dios!

– Ya era anciano… Pero tuve que ir allá… á Navalcarnero.

– Sí, sí; ya sé que habéis estado anoche fuera de vuestra casa… No debéis dejar vuestra casa sola, especialmente de noche, señor Montiño… ¡dos mujeres solas!

– ¿Esta también? – dijo para sí Montiño – . Pero, señor, ¿qué pasará en mi casa?

– Os esperaba con impaciencia para haceros algunas graves preguntas.

– ¿Puedo yo contestar á ellas?

– Indudablemente.

– Pues bien, escucho.

– ¿Tenéis un sobrino?

– Sí, señora.

– ¿Se llama Juan Martínez Montiño?

– Sí, señora.

– ¿A qué ha venido ese joven á la corte?

– Ha venido… pues… ha venido á avisarme de que mi hermano se moría.

– ¿Nada más?..

– Nada más.

– Y decidme: ¿quién os dijo que don Rodrigo Calderón tenía ciertas cartas?

– ¿Qué cartas?..

– Cartas que comprometían…

– No os entiendo, señora.

– ¡Montiño, estáis comiendo el pan de su majestad!..

– Eso es muy cierto, señora… pero… suceden tales cosas, que no sé qué hacer… no sé qué decir…

– Pues es necesario que sepamos á qué atenernos…

– Mi sobrino es muy afortunado, ¿no es verdad?

A aquella pregunta imprevista, doña Clara se puso encendida como una guinda.

Montiño se equivocó al interpretar aquel rubor.

– En palacio, señora – dijo – , nos vemos obligados á hacer cosas que nos repugnan.

– ¿Qué queréis decir?

– Seamos francos y no nos ocultemos nada.

– ¡Que no nos ocultemos!..

– Yo sé que Juan tiene amores en palacio.

– ¿Que sabéis…? ¿Os ha dicho ese joven…?

– No, por cierto; es callado y firme como una piedra; pero yo he adivinado… es más, tengo pruebas… es un secreto terrible… y si para ello me llamáis… entendámonos completamente.

– Explicáos con claridad – dijo doña Clara con la mayor reserva.

– Su majestad tiene disculpa… ¿Nos puede escuchar alguien?

– Nadie, Montiño, nadie – dijo doña Clara, que estaba cada vez más encendida.

– Pues el rey es el rey… siempre rezando y siempre cazando… Pero sacadme de una duda: ¿dónde ha visto su majestad á mi sobrino? Digo á mi sobrino por costumbre.

– ¡Cómo! ¿No es vuestro sobrino?

– Doña Clara, os voy á confesar un gran secreto… Juan no es Montiño, sino Girón.

– ¡Dios mio! – exclamó doña Clara.

Y de encendida que estaba, se puso pálida como una difunta.

– Sí, sí, señora; es hijo natural del gran duque de Osuna.

– ¡Ah! Ahora comprendo…

– ¿Qué, doña Clara?..

– Nada, nada; pero había encontrado algo de singular en la mirada de ese joven.

– ¡Ya lo creo!.. Cuando se entusiasma, cuando se embravece, se asemeja á su padre.

– ¿Pero estáis seguro, Montiño? ¿no os engañáis?

– Mirad, señora, y juzgad – dijo Montiño sacando de su ropilla la carta que le había traído la noche antes Juan – : os revelo un secreto de familia; pero vos le guardaréis.

– Sí, sí, pero dadme.

Montiño entregó la carta á doña Clara, que la leyó con un profundo interés.

– Aquí consta – dijo – , que ese joven es hijo de un gran señor y de una noble dama; pero el nombre… el nombre de su padre no está…

– Ya veis que mi hermano no se atrevió á confiarlo á un papel que puede perderse, pero cuando llegué me lo reveló.

– ¿Y era… el duque de Osuna?

– Sí; sí, señora…

– ¿Y su madre?..

– Faltó el habla á mi hermano para revelármelo… murió poco después de haber llegado yo.

– ¡Qué desgracia! un secreto á medias… ¿y sabe él ese secreto?

– No; no, señora: y si os lo revelo á vos, es porque su majestad la reina…

– ¡La reina!..

– Ya que se ha dignado favorecer á mi sobrino… á don Juan Girón, quiero decir… debe satisfacerla que alienta en sus venas la generosa sangre de los Girones.

– ¿Pero qué la importa á su majestad?.. – dijo severamente doña Clara – : don Juan la ha hecho un eminente servicio… la reina se lo agradece… y nada más… ¿qué enredos son éstos?.. ¿qué fatalidad puede haber para que se tome el nombre de su majestad de una manera ambigua?

– Perdonad, señora; pero yo no he querido decir…

– Cuando se habla de la reina, las palabras deben ser muy claras.

– Vamos – dijo para sí Montiño – , he cometido una torpeza: doña Clara quiere todo el secreto y todo el provecho para sí.

– Os he llamado – dijo doña Clara – , para saber cuántas personas conocen ese funesto secreto de haber tenido don Rodrigo Calderón cartas de la reina… cartas inocentes… cartas que nada tienen de vergonzosas, pero que debían ser destruídas, y que lo han sido por el valor de ese caballero… pero no basta… es necesario que no quede ni la más leve nube delante del nombre de su majestad. ¿Quién os dijo que don Rodrigo tenía esas cartas?

– Un tal Gabriel Cornejo – dijo Montiño dominado por doña Clara.

– ¿Y quién es ese hombre? – dijo doña Clara poseída de un terror instintivo.

Montiño se arrepintió de haber pronunciado aquel nombre, y no se atrevió á contestar.

– ¿Quién es ese hombre? – repitió con energía doña Clara.

– Es… un pobre diablo… un prendero del Rastro… – contestó tartamudeando Montiño.

– ¡Un prendero del Rastro!.. ¿y á tales gentes ha ido á parar un secreto de su majestad?

– ¿Qué queréis, señora? don Rodrigo…

– Es un miserable, ya lo sé… ¿y ha sido don Rodrigo?..

– Don Rodrigo trata con una comedianta…

– ¡Ah!

– Y esta comedianta, que le ama…

– Le ha arrancado el secreto…

– ¿Ha visto las cartas de su majestad?

– ¡Ah! pues no comprendo bien…

– La comedianta fué á ver al Cornejo para pedirle un bebedizo, y le reveló el secreto de las cartas.

– Más claro… más adelante… concluid… ¿cómo ha llegado á vos ese secreto?

Montiño sudaba.

Doña Clara, inflexible, con una fuerza de voluntad incontrastable, dominaba al cocinero mayor.

– ¿Quién me habrá metido á mí en estos enredos? – decía para sí el cocinero.

– ¿Cómo sabéis vos lo de las cartas? – repitió doña Clara.

– Yo, señora… como tengo mujer… como tengo una hija…

– ¿Pero qué tienen que ver en esto vuestra mujer y vuestra hija?

– Tienen… porque me obligan á pensar en ser rico…

– ¿Pero no me comprendéis? ¡no os pregunto eso! ¡nada me importa eso!

– Es que, señora, como quiero ser rico, trato con ese Gabriel Cornejo.

– Me estáis haciendo perder la paciencia.

– Estoy turbado, señora… no sé lo que me sucede… no sé lo que pasa á mi alrededor.

– Pues bien, procurad tranquilizaros, y vamos en derechura al asunto.

– Prometedme, señora, que alma viviente no sabrá lo que voy á deciros.

– Estad seguro de ello.

Llevo toda mi vida trabajando, primero en la cocina de la señora infanta de Portugal, doña Juana; después en la del señor rey don Felipe II, luego…

– ¡Pero por Dios, Montiño!

– Allá voy, allá voy… pues bien; á pesar de todo, he llegado casi á ser viejo sin ser rico… tenía, en verdad, algunos ahorrillos… pero esto no era bastante… propúseme aumentar mis ahorros poniendo dinero á ganancia… pero esto no es decente en un hidalgo… y si no hubiera tenido mujer é hija…

– Adelante, adelante.

– Pues como no era decente que yo me mezclase en cierta clase de asuntos, porque vengo de buen linaje… me valí de ese Gabriel Cornejo…

– ¿Y por causa de esas relaciones – dijo con impaciencia doña Clara – habéis llegado á saber…?

– Sí; sí, señora… anoche se me presentó el tal Gabriel y me dijo que una dama encubierta, con trazas de muy principal, había ido á casa de una tal María Suárez, mujer de un escudero llamado Melchor, y sin descubrirse pidió mil y quinientos doblones, por los cuales se darían tres mil pasando un mes, mediando un recibo de la reina.

 

– ¡Ah!

– Aquella misma tarde el tío Manolillo, el bufón, había ido á preguntar al tío Cornejo cuánto quería por matar á un hombre principal; y como el tío Manolillo es pariente, ó amante, ó no se sabe qué de la comedianta, y como la comedianta tiene celos de la reina, y como don Rodrigo Calderón es un hombre principal…

– ¡He aquí que ese Cornejo, que ese miserable, ha deducido!.. y bien, no importa… eso nada importa, afortunadamente… ¿el nombre de esa comedianta? – dijo doña Clara yendo á una mesa, buscando un papel, y tomando una pluma.

– Dorotea – dijo Montiño enteramente atortolado.

– Dorotea, ¿de qué?

– No tiene apellido.

– ¿Es amante de don Rodrigo Calderón?

– Sí, señora… pero ocultamente…

– Esas mujeres – dijo con repugnancia doña Clara – tienen muy mala vida; si es secretamente… querida de don Rodrigo Calderón… tendrá de seguro otro amante público.

– Sí; sí, señora: el duque de Lerma.

Doña Clara escribió.

– Bien, muy bien; ¿dónde vive esa mujer?

– En la calle Ancha de San Bernardo.

– Pasemos á la otra persona. ¿Qué antecedentes son los de este tío Cornejo?

– No sé, no sé – dijo verdaderamente asustado Montiño.

– Tratándose de la honra de su majestad – dijo severamente doña Clara – , ya comprendéis, Montiño, que es necesario obrar de una manera enérgica; creo que os será preferible confesar ante mí que ante otra persona…

– Por último, señora – dijo Montiño sobreponiéndose á la situación – , este es un asunto que no puede llevarse ante la justicia, porque su majestad media; yo me he encontrado metido en él sin saber cómo, de buena fe…

– ¡Pero si yo no os acuso! sólo quiero saber…

– Pues bien, señora, acerca del tal Cornejo no sé nada.

– Os advierto una cosa. Es cierto que este asunto no puede llevarse á una audiencia; pero en España hay un tribunal que, con el mayor secreto, por medio de sacerdotes, averigua todo cuanto necesita averiguar.

– ¡La Inquisición! – exclamó con terror Montiño.

– Hay un hombre, un santo, que defiende en esta corte tan corrompida, tan odiosa, la inocencia y la justicia; ese hombre es el confesor del rey; ya sabéis que fray Luis de Aliaga es del partido de la reina, porque de parte de la reina están la razón y la justicia. Fray Luis de Aliaga ha sido recientemente nombrado inquisidor general.

– Os juro, señora, que yo no he tenido la menor parte… que cuando Cornejo se atrevió á indicarme que su majestad había escrito cartas de amores á don Rodrigo… le desmentí… le desmentí con toda mi alma, porque yo sé que su majestad es una santa…

– Y, sin embargo, engañado por las apariencias, habéis creído que su majestad amaba á… ese don Juan… á ese vuestro sobrino postizo…

– Yo no tengo la culpa de que se me haya mandado le enviase á palacio… hice lo que debía hacer; reprendí á Cornejo… le aterré… y sabiendo que don Rodrigo Calderón llevaba sobre sí las cartas que comprometían á su majestad… llevé á mi sobrino, quiero decir, á don Juan Girón, á un lugar donde podría encontrar á don Rodrigo, y le dije: – Mátale, hijo, quítale las cartas de su majestad y llévalas á palacio, donde te llaman. Mi sobrino… perdonad, la costumbre hace equivocarme.

– Equivocáos siempre; llamad siempre á ese joven vuestro sobrino.

– Pues bien, mi sobrino ha obrado como un valiente, y yo como bueno y leal.

– No lo dudo… y por lo mismo debéis manteneros en vuestra honrosa lealtad, diciéndome cuanto sepáis de ese Cornejo.

– Por el amor de Dios, señora, que no pronunciéis después de esto mi nombre para nada. Ya sabéis que yo soy inocente.

– Podéis estar seguro de ello; pero hablad.

– Gabriel Cornejo, ha estado en galeras por robos y homicidios.

– ¡Ah!

– Es galeote huído.

– Más, más que eso; con eso sólo tiene que ver la justicia ordinaria, y de la justicia ordinaria no podemos valernos. ¿No decís que esa comedianta pidió un bebedizo á ese hombre?

– Sí, señora.

– Ese hombre tendrá, pues, algo de ensalmador, y otro tanto de brujo…

– Sí; sí, señora; no tiene por donde el diablo le deseche.

– Bien; ¿y creéis que puedan encontrarse pruebas en su casa?

– Es probable… dientes de ahorcado, vasijas, untos… yo no lo he visto, pero lo supongo…

– ¡Y vos, tan cristiano, vos, criado del rey Católico, os tratáis con esa clase de gentes!..

– ¡Ah, señora! ¡si yo no tuviera mujer… si yo no tuviera hija!.. ¡si no estuviese á punto de tener otro hijo!..

– Por la familia debe un hombre arriesgar la vida; pero debe conservar la honra… y sobre todo… ¡el alma! – exclamó con repugnancia, y aun podremos decir con horror, doña Clara.

– Estoy arrepentido…

– Bien, bien – dijo doña Clara, consultando el papel en que había escrito – : Dorotea vive en la calle Ancha de San Bernardo; está enlazada, no se sabe cómo, con el bufón del rey; es manceba secreta de don Rodrigo Calderón, y pública del duque de Lerma. Gabriel Cornejo es usurero, galeote huído y brujo; ¿dónde vive ese hombre?

– Tiene una ropavejería en el Rastro.

– Además se trata con una María Suárez… ¿dónde vive esa mujer?..

– Creo, señora, que sabéis demasiado dónde vive, y quién es la señora María.

– ¡Yo!

– Creo que vos sois la dama principal que estuvo anoche en casa de la señora María.

– ¡Yo! tenéis la mala cualidad de suponer absurdos. ¿Qué tenía yo que hacer en casa de tales gentes?

– Esa mujer – dijo desalentado Montiño – vive en la calle de la Priora.

– Bien, muy bien. Y vuestro sobrino… ¿dónde para?

– Preguntádselo al tío Manolillo.

– ¡Al tío Manolillo!.. ¿pues qué, el tío Manolillo le conoce?

– El tío Manolillo conoce á don Francisco de Quevedo, y don Francisco de Quevedo es amigo… de mi sobrino.

– Habéis cumplido como yo esperaba de vuestra lealtad, Montiño – dijo doña Clara ya con semblante más benévolo – , y nada tenéis que temer: seguid ayudándonos y nada temáis.

– ¿Que os ayude yo, señora?.. ¡yo, inútil, enteramente inútil!

– Ya sabemos lo que sois, y lo que podéis, y contamos con vos. Pero estáis inquieto, impaciente…

– Como que no he ido todavía á las cocinas, y ya debe de estar almorzando el rey. Si se han descuidado… si ha ido algún plato mal servido…

– Id, id, Montiño; tranquilizáos, nada temáis. Id, que os guarde Dios.

Al llegar á la puerta exterior de las habitaciones de doña Clara, oyó la fresca y sonora voz de la joven, que dijo:

– Que me vayan á buscar al bufón del rey.

– ¿Para qué querrá doña Clara al bufón del rey? – dijo Montiño alejándose rápidamente á lo largo de una galería, en dirección á unas escaleras que conducían á las cocinas – . Sería chistoso que fuese doña Clara la dama de quien está enamorado mi… sobrino (es necesario que yo crea que es mi sobrino, á fin de que ni por descuido pueda írseme una palabra en contrario). ¿Si será, repito, esta doña Clara la mujer de quien mi sobrino está enamorado? ¿si será doña Clara la confidenta de sus amores con?.. pero señor, ¿por dónde ha venido este enredo? ¿y ese afán de todos de hablarme de mi casa y de mi mujer?.. vamos, es necesario no pensar en esto: ¿pero, y lo otro? las cartas, don Rodrigo herido, la Dorotea, Cornejo, y la Inquisición á punto de tomar cartas en el negocio. Con esto y con que me hayan echado á perder la vianda de su majestad, no nos falta más. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! y quién me ha metido á mi en estas cosas. ¿Para qué diablos ha venido mi sobrino á Madrid?

Y Montiño subía de dos en dos los peldaños de la estrecha escalera de caracol.

Cuando llegó jadeando á lo alto, atravesó, á la carrera casi, una crujía, se entró en la cocina, y sin hablar una palabra se precipitó á las hornillas, y levantó la tapa de una cacerola de una manera nerviosa.

Los ojos de Montiño brillaron de una manera particular.

– ¿Quién ha rellenado este capón? – dijo con voz estentórea y amenazadora.

A aquella pregunta, todos detuvieron sus faenas, y todos callaron; pero las miradas de todos se fijaron en un mozangón que miraba entre turbado é insolente á Montiño.

– ¿Has sido tú, Aldaba del infierno, has sido tú? – exclamó Montiño arrojando con cólera la tapadera, y echando mano á la espada que desenvainó.

Cosme Aldaba, que era el delincuente, cayó de rodillas en la situación más cómicamente melodramática que puede verse.

– ¿Quién te ha dicho, infame – exclamó todo irritado el cocinero – que á un capón relleno se le dejan el pescuezo y las patas? ¿No te he dicho cien veces que estos capones se rellenan entre cuero y carne, que no se les echa en el relleno carne cruda, sino cocida, y que cuando se les pone á cocerse les echan yemas de huevo picadas? Ven acá, hereje y mal nacido; ven acá y huele, y dime si esto huele á capón relleno.

Y asió á Cosme Aldaba del cogote, le llevó á la hornilla y le hizo meter casi las narices en la cacerola.

Después le arrojó de sí y le plantó cuatro ó cinco cintarazos.

Aldaba huyó dando gritos.

– ¿Y quién ha sido – añadió Montiño, cuyos ojos parecían próximos á saltar de sus órbitas – , quién ha sido el que ha dejado que un galopín haga un plato que es difícil para más de un oficial?

Todos se callaron.

– Es que el señor Gil Pérez tenía que ir á ver á su coima, y me dijo que hiciera ese capón – exclamó desde la puerta con voz quejumbrosa el galopín Aldaba.