Бесплатно

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

Текст
0
Отзывы
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена

По требованию правообладателя эта книга недоступна для скачивания в виде файла.

Однако вы можете читать её в наших мобильных приложениях (даже без подключения к сети интернет) и онлайн на сайте ЛитРес.

Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

– ¿Y qué hace en el alcázar su excelencia?

– Ha venido á ver al rey y no le ha encontrado en su cámara: le han dicho que el rey está en la cámara de la reina, y si se le ha puesto saber hasta qué hora están juntos sus majestades, se habrá quedado sin duda en la cámara real; pero hablemos bajo no sea que nos oigan.

– Para no ser oídos, lo mejor es ser callados.

– Aquí – dijo con acento imperceptible el bufón, señalando otra puerta y en ella otros dos agujeros.

El bufón no se había engañado: el duque de Lerma velaba en la cámara real; pero no estaba solo.

En el momento en que se puso en acecho Quevedo, un ujier acababa de introducir en la cámara á un hombre vestido de negro á la usanza de los alguaciles de entonces: era alto y seco, de rostro afilado, grandes narices, expresión redomada y astuta, y parecía tener un doble miedo por el lugar en que había entrado, y por la persona ante quien se encontraba.

– ¿Tú eres Agustín de Avila, alguacil de casa y corte? – dijo el duque.

– Humildísimo siervo de vuecencia – dijo el corchete mientras Quevedo apuntaba en el libro de su memoria el nombre y la catadura del preguntado.

– ¿Has visto á don Rodrigo Calderón que está herido en mi casa?

– Sí, señor.

– Te habrá dado instrucciones.

– Y las he cumplido, señor; sé quién es el delincuente, ó por mejor decir, los delincuentes.

– Yo debí de haber matado á Francisco de Juara – pensó Quevedo – ; á veces la caridad es tonta, estúpida. Acúsome de necio: encerrado me doy.

El alguacil entre tanto sacaba un mamotreto de entre su ropilla.

– He aquí las diligencias de la averiguación de ese delito, excelentísimo señor – dijo el corchete.

– Diligencias que habréis hecho vos solo, sin intervención de otra persona alguna.

– Sí, señor.

– Leed.

– «Yo, Agustín de Avila…»

– Adelante.

«…llamado por su señoría el señor conde de la Oliva…»

– Adelante, adelante.

«…encontré á su señoría herido malamente…»

– Al asunto.

«…Preguntado Francisco de Juara, lacayo del señor conde de La Oliva dónde había estado esta noche desde su principio y con qué personas había hablado, dijo: que al principio de la noche, su señor le mandó seguir á un embozado; que habiéndole seguido, el embozado se entró en el zaguán de las casas que en esta corte tiene el excelentísimo señor duque de…»

– Adelante.

«…Que los porteros no dejaron entrar al embozado, que se sentó en el poyo del zaguán. Que el declarante se puso á esperarle; que á poco entró en el zaguán don Francisco de Quevedo y Villegas…»

– ¡Ah! – dijo el duque.

– ¡Pecador de mí! – murmuró Quevedo.

«…Que el embozado á quien el declarante vigilaba, habló con don Francisco, y que amparado por éste, dejáronle subir los porteros; que el que declara, se quedó esperando; que bien pasadas dos horas, el mismo embozado que había entrado en casa del señor duque, salió acompañado del señor Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad, y que entrambos rodearon la manzana, y se detuvieron junto al postigo de la casa de su excelencia, donde estuvieron hablando algún espacio, después de lo cual, el cocinero mayor partióse, y el embozado se quedó escondido en un zaguán frente al postigo de la citada casa de su excelencia. Que el declarante se quedó observándole á lo lejos. Que algún rato después se abrió el postigo de la casa del duque y salió un hombre sobre el cual se arrojó á cuchilladas el embozado que estaba escondido; que á poco las cuchilladas cesaron y el embozado y el otro se dieron las manos, hablaron al parecer como dos grandes amigos, y se escondieron en el zaguán. Que transcurrida bien una hora, se abrió otra vez el postigo y salió un hombre, en quien el declarante conoció, á pesar de lo obscuro de la noche, por el andar, á su señor don Rodrigo Calderón; que apenas don Rodrigo había andado algunos pasos cuando fué acometido, y que queriendo ir el declarante á socorrerle, como era de su obligación, se encontró con el otro hombre, que le esperaba daga y espada en mano, y en quien á poco tiempo conoció á don Francisco de Quevedo. Que siendo el don Francisco, como es notorio, muy diestro, y muy bravo, y muy valiente, y viendo el declarante que no podía socorrer á su señor, tomó el partido de ir á buscar una ronda, y huyó dando voces. Que á las pocas calles encontró un alcalde rondando, y que por de prisa que llegaron al lugar de la riña, encontraron á los delincuentes huidos y al señor don Rodrigo mal herido y desmayado y abierta la ropilla como si hubiese sido robado, rodeado de los criados del señor duque de Lerma, que habían acudido con antorchas; que trasladaron al señor don Rodrigo á la casa del señor duque, y puesto en un lecho y llamado un cirujano, el alcalde tomó declaración indagatoria bajo juramento apostólico al declarante; y á los criados del duque.» Esta, excelentísimo señor, es la declaración de Francisco de Juara tomada por mí, y á cuyo pie el declarante ha puesto una cruz por no saber firmar.

El duque de Lerma se levantó y se puso á pasear hosco y contrariado á lo largo de la cámara.

– ¿Y no hay más que eso? – dijo después de algunos segundos de silencio.

– Sigue la diligencia de haber buscado al cocinero mayor del rey y de no haberle encontrado.

– ¿Pues dónde está Montiño?

– Según declaración de su mujer, Luisa de Robles, ha partido á Navalcarnero, á donde decía haber ido su esposo á causa de estar muriendo un hermano suyo. Preguntada además si sabía que acompañase alguien á su marido, contestó que no: pero que podrían saberlo los de las caballerizas, porque siempre que Montiño hace un viaje, lo hace sobre cabalgaduras de su majestad. Luisa Robles puso una cruz por no saber firmar al pie de su declaración.

– Iríais á las caballerizas.

– Ciertamente, señor, y tomando indagaciones, supe que el señor Montiño había partido solo con un mozo de espuela. Y como sabía las señas del embozado, esto es, sombrero gris, capa parda y botas de gamuza, supe que aquel hombre había llegado aquella tarde en un cuartago viejo que me enseñaron en las caballerizas, donde le había mandado cuidar el señor conde de Olivares, caballerizo mayor del rey.

– ¡Cómo! ¿conoce don Gaspar de Guzmán al que ha dado de estocadas á don Rodrigo? – dijo Lerma hablando más bien consigo mismo que con el alguacil.

– No; no, señor; pero el incógnito había tenido una disputa con un palafranero á propósito de su viejo caballo, había querido zurrarle, sobrevinieron el señor conde de Olivares y el señor duque de Uceda, y el desconocido se descargó diciendo que era sobrino del cocinero mayor de su majestad.

– ¡Sobrino de Montiño!.. – exclamó el duque – . ¿Y no habéis afirmado más la prueba del parentesco del reo con el cocinero mayor?

– Sí; sí, señor; como el reo había ido á las cocinas en busca del que llamaba su tío, fuí á las cocinas yo. Era ya tarde y solo encontré á un galopín que se llama Cosme Aldaba. Díjome que, en efecto, á principios de la noche había estado en las cocinas un hidalgo preguntando por su tío, y que le habían encaminado á casa de vuecencia, donde se encontraba el cocinero mayor.

– ¿Volveríais á mi casa?

– Volví.

– ¿Preguntaríais á la servidumbre?

– Pregunté.

– ¿Y qué averiguásteis?

– Aquí está la declaración de un paje de vuecencia llamado Gonzalo Pereda, por la que consta, que el cocinero mayor del rey le mandó servir de cenar en la misma casa de vuecencia á un su sobrino, á quien llamó Juan Montiño.

– ¿De modo que ese Juan Montiño y don Francisco de Quevedo y Villegas son amigos? – dijo el duque.

El alguacil se calló.

– Dadme esas diligencias – dijo el duque.

Entrególas el alguacil.

– Idos, y que á persona viviente reveléis lo que habéis averiguado.

– Descuidad, señor – dijo el corchete, y salió de la cámara andando para atrás para no volver la espalda al duque.

Cogió éste y examinó minuciosamente los papeles que le había dejado el alguacil, y después los guardó en su ropilla y llamó.

– ¿Ha venido el señor Gil del Páramo? – dijo á un maestresala que se presentó á su llamamiento.

– En la antecámara espera, señor – dijo el maestresala.

– Hacedle entrar.

Entró un hombre de semblante agrio y ceñudo, vestido con el traje de los alcaldes de casa y corte, y se inclinó profundamente ante el duque.

– ¿Sois vos el que rondaba cuando encontrásteis herido al señor conde de la Oliva?

– Sí, excelentísimo señor.

– ¿Traéis con vos las diligencias que habéis practicado?

– Sí, excelentísimo señor.

– Dádmelas.

– Tomad, excelentísimo señor.

– Guardad un profundo silencio acerca de lo que sabéis y no procedáis en justicia.

– Muy bien, excelentísimo señor.

– Podéis retiraros.

– Guárdeos Dios, excelentísimo señor. El alcalde salió.

El duque se sentó en un sillón y quedó profundamente pensativo.

– ¿Te alegras ó te pesa de lo acontecido? – dijo Quevedo, procurando ver al través de la inmóvil expresión de aquel semblante – . Allá veremos. En cuanto á mí, no me escondo. No por cierto. ¿Cómo he tener yo miedo de un hombre que no sabe lo que le sucede? Ahora bien, amigo bufón, ¿queréis guiarme á la puerta de la cámara donde está la condesa de Lemos?

– Que no os haga doña Catalina hacer una locura; yo que vos me escondía.

– Pues ved ahí, yo voy ahora más que nunca á darme á luz. Pero guiad, hermano, guiad.

El bufón desandó lo andado, llegó frente á una puerta y dijo:

– Aquí es.

– Esperad, esperad y no habléis; reconozcamos antes el campo. En palacio es necesario andar con pies de plomo.

– Paréceme que hablan en la cámara.

– Pues escuchemos.

Quevedo observó.

Un gentilhombre estaba respetuosamente descubierto delante de doña Catalina.

 

– ¿Conque es decir que la señora camarera mayor – dijo la de Lemos – se ha puesto tan enferma que se ha retirado?

– Y os suplica que la reemplacéis, noble y hermosa condesa.

– Muy bien; retiráos.

– ¿De todo punto?

– De todo punto; que cierren bien las puertas exteriores y que las damas, las meninas y las dueñas se retiren también.

– ¿Y se va vuecencia á quedar sola?

– Que esperen dos de mis doncellas en la saleta de afuera.

– Muy bien, señora; Dios dé buenas noches á vuecencia.

– Gracias.

El gentilhombre salió.

Quevedo oyó cerrar las puertas.

La condesa se destrenzó los cabellos, se abrió el justillo, llegó á la luz, la apagó, y luego oyó Quevedo como el crujir de un sillón al sentarse una persona.

Quevedo cerró su linterna y dijo al bufón:

– Abrid y hasta otro día.

– Pero, hermano don Francisco, ¿os vais á encerrar sin escape en la cueva del león?

– La condesa de Lemos cuidará de darme salida.

– Dios quede con vos, hermano.

– Hermano, Él os acompañe.

Crujió levemente la puerta, y en silencio Quevedo adelantó sobre la alfombra.

La puerta volvió á cerrarse sin ruido.

Pero la condesa no dormía y percibió los pasos de Quevedo.

– ¿Quién va? – dijo á media voz levantándose.

– No gritéis, por Dios, señora de mis ojos – dijo Quevedo – , que el amor me trae.

– Os trae Dios – contestó doña Catalina – , porque tenemos mucho que hablar.

– Pues hablemos.

– Pero no á obscuras.

Quevedo abrió su linterna.

– Gracias, mi buen caballero – dijo la de Lemos – ; ahora sentáos y escuchadme.

– Siéntome y escucho.

– Oíd.

Doña Catalina y Quevedo, inclinados el uno hacia el otro, empezaron á hablar en voz baja.

CAPÍTULO XVI
EL CONFESOR DEL REY

El capitán Vadillo llevó á Juan Montiño al postigo de la Campanilla, que abrieron los guardas de orden del rey, y luego le acompañó hasta el convento de Atocha.

Por el camino fueron hablando de la mala noche que hacía, de lo obscuras que estaban las calles y de las guerras de Flandes.

Cuando llegaron al convento, el mismo Vadillo tiró de la cuerda de la campana de la portería.

Pasó algún tiempo antes de que de adentro diesen señales de vida.

Al fin se abrió el ventanillo enrejado de la puerta, y una voz soñolienta dijo:

– ¿Qué queréis á estas horas?

– Decid al confesor del rey – dijo Vadillo – que un hidalgo que viene en este momento de palacio, le trae una carta de su majestad.

El capitán no sabía si aquella majestad era el rey ó la reina.

– ¡Una carta de su majestad…! – dijo con gran respeto el portero – ; pero es el caso, que su paternidad estará durmiendo.

– Despertadle – dijo Vadillo – , y entre tanto, como hace muy mala noche, abrid.

– Voy, voy á abrirles, hermanos – dijo el portero, retirándose del ventanillo y dejando notar á poco su vuelta por el ruido de sus llaves.

Abrióse la portería.

– Esperen aquí ó en el claustro, como me mejor quisieren – dijo – ; yo voy á avisar á fray Luis de Aliaga.

Montiño y Vadillo se pusieron á pasear á lo largo de la portería.

– ¿Sabéis que estos benditos padres tienen unas casas que da gozo? – dijo el capitán, por decir algo.

– Sí, sí, ciertamente; en este claustro se pueden correr caballos – contestó Montiño.

– Dan, sin embargo, cierto pavor esos cuadros negros, alumbrados por esas lámparas á medio morir.

– La falta de costumbre.

– Indudablemente. Los benditos padres no se encontrarían muy bien en un campo de batalla, como yo me encuentro aquí muy mal; corre un viento que afeita, y se hace sentir aquí mucho más que en el campo. Esas crujías… con vuestra licencia, mejor estaríamos en el aposento del portero.

– ¿Quién es el hidalgo portador de la carta de su majestad? – dijo el frailuco desde la subida de las escaleras – ; adelante, hermano, y sígame.

– Entráos, entráos vos en el aposento del portero, amigo, y hasta luego.

– Hasta luego.

Y Juan Montiño tiró hacia las escaleras, y siguiendo al lego portero recorrió el claustro alto hasta el fondo de una obscura crujía, donde el lego abrió una puerta.

– Nuestro padre – dijo el lego – , aquí está el hidalgo que viene de palacio.

– Adelante – dijo desde dentro una voz dulce, pero firme y sonora.

Montiño entró.

El lego se alejó después de haber cerrado cuidadosamente la puerta.

Encontróse Montiño en una celda extensa, esterada, modestamente amueblada, y cuya suave temperatura estaba sostenida por el fuego moderado de una chimenea.

En las paredes había numerosas imágenes de santos pintados al óleo y guarnecidos por marcos negros.

En frente de la puerta de entrada había dos puertas como de balcones, y entre estas dos puertas la chimenea; á la derecha otra puerta cubierta por una cortina blanca lisa; á la izquierda dos enormes estantes cargados de libros, entre los estantes un crucifijo de tamaño natural pintado en un enorme lienzo y con marco también negro; á los pies del Cristo un sillón de baqueta, sentado en el sillón un religioso, apoyados los brazos en una mesa de nogal cargada de papeles, entre los cuales se veía un enorme tintero de piedra, y alumbrada por un velón de cobre de cuatro mecheros, dos de los cuales estaban encendidos.

El religioso era un hombre como de treinta y cinco á cuarenta años, de semblante pálido, grandes ojos negros, nariz aguileña y afilada, y bigote y pera negrísimos.

Su espeso cerquillo era castaño obscuro, y las demás partes de su cabello y de su barba estaban cuidadosamente afeitadas.

Su mirada se posaba serena y fija en Juan Montiño, y su mano derecha tenía suspendida una pluma sobre un papel, como quien interrumpe un trabajo importante á la llegada de un extraño.

La primera impresión que Juan Montiño sintió á la vista del religioso, fué la de un profundo respeto. Había algo de grande en el reposo, en la palidez, en lo sereno y fijo de la mirada de aquel religioso.

Y al mismo tiempo el joven se sintió arrastrado por una simpatía misteriosa hacia el fraile.

Adelantó sin encogimiento, saludó, y dijo con respeto:

– ¿Es vuestra paternidad fray Luis de Aliaga, confesor del rey?

– Yo soy, caballero – dijo el fraile bajando levemente la cabeza.

– Traigo para vos una carta de su majestad.

– ¿De qué majestad?

– De su majestad la reina.

Y entregó la carta al padre Aliaga.

– Sentáos, caballero – dijo el fraile.

Montiño se sentó.

Entre tanto el padre Aliaga abrió sin impaciencia la carta, y á despecho de Juan Montiño, que había esperado deducir algo del contenido de aquella carta por la expresión del semblante del religioso, aquel semblante conservó durante la lectura su aspecto inalterable, grave, reposado, dulce, indiferente.

Sólo una vez durante la lectura levantó la vista de la carta y la fijó un momento en el joven.

Cuando hubo concluído de leer la carta, la dobló y la dejó sobre la mesa.

– Su majestad la reina, nuestra señora – dijo el padre Aliaga reposadamente á Juan Montiño – , al honrarme escribiéndome de su puño y letra, me manda que interponga por vos mi influjo, y me dice que la habéis hecho un eminente servicio.

– He cumplido únicamente con mi deber.

– Deber es de todo buen vasallo sacrificarlo todo, hasta la vida, por sus reyes.

– Sí, señor, padre – replicó Montiño – , todo menos el honor.

– Rey que pide á su vasallo el sacrificio de su honra ó de su conciencia es tirano, y no debe servirse á la tiranía.

– Decís bien, padre.

– ¿Sois nuevo en la corte?

– Sí, señor.

– ¿Os llamáis Juan Montiño?

– Sí, señor..

– ¿Sois acaso pariente del cocinero mayor del rey?

– Soy su sobrino, hijo de su hermano.

– ¿Qué servicio habéis prestado á su majestad? – dijo de repente el padre Aliaga.

– Lo ignoro, padre.

– Pero…

– Si esa carta de su majestad no os informa, perdonad; pero guardaré silencio.

– ¿Qué edad tenéis?

– Veinticuatro años.

Quedóse un momento pensativo el padre Aliaga.

– Habéis matado ó herido á don Rodrigo Calderón.

– Han sido cuentas mías.

– Algo más que asuntos vuestros han sido. Os pregunto á nombre de su majestad la reina. ¿Conoce vuestro tío el secreto?

– ¿Qué secreto?

– El de vuestras estocadas con don Rodrigo.

– Mi tío está fuera de Madrid.

Guardó otra vez silencio el padre Aliaga.

– ¿Cuándo habéis llegado á Madrid?

– He venido á asuntos propios.

– ¿Guardaréis con todos la misma reserva que conmigo?

– ¡Padre!

– Ved lo que hacéis; la vanidad es tentadora; hoy podéis ser hidalgo reservado, ser leal, de buena fe… mañana acaso…

– Ningún secreto tengo que reservar.

– Cómo, ¿no es un secreto el haber venido á mí en altas horas de la noche, á mí, confesor del rey, á quien todo el mundo conoce como enemigo de los que hoy á nombre del rey mandan y abusan, trayendo con vos una carta de la reina? ¿cómo ha venido esa carta á vuestras manos?

– Si lo sabéis, ¿por qué me lo preguntáis? si no lo sabéis, ¿por qué pretendéis que yo haga traición á la honrada memoria de mi padre, á mi propia honra? Me han enviado con esa carta; la he traído; no me han autorizado para que hable, y callo.

– Seríais buen soldado… sobre todo para guardar una consigna; en esta carta me encargan que procure se os dé un entretenimiento honroso para que podáis sustentaros. ¿Qué queréis ser? sobre todo veamos: ¿en qué habéis invertido vuestros primeros años?

– En estudiar.

– ¿Y qué habéis estudiado?

– Letras humanas, cronología, dialéctica, derecho civil y canónico y sagrada teología.

– ¡Ah! – dijo fray Luis – ¿y cuál de las dos carreras queréis seguir, la civil ó la eclesiástica?

– Ninguna de las dos.

– ¡Cómo! ¿Entonces para qué habéis estudiado?

– Por estudiar.

– Y bien, ¿qué queréis ser?

– Soldado.

– ¡Soldado!

– Sí; sí, señor, soldado de la guardia española, junto á la persona del rey.

– He aquí, he aquí lo que son en general los españoles: quieren ser aquello para que no sirven.

– Perdonad, padre; al mismo tiempo que estudiaba letras, aprendía estocadas.

– Es verdad, me había olvidado; el que mata ó hiere á don Rodrigo Calderón… y bien; se hará lo posible porque seáis muy pronto capitán de la guardia española, al servicio inmediato de su majestad.

– Es que no quiero tanto.

– Es que no puede darse menos á un hombre como vos; contáos casi seguramente por capitán, y para que pueda enviaros la real cédula, dejadme noticia de vuestra posada.

– No sé todavía cual ésta sea.

– ¡Ah! pues entonces, volved por acá dentro de tres días. Para que podáis verme á cualquier hora, decid cuando vengáis que os envía el rey.

– Muy bien, padre. Contad con mi agradecimiento – dijo Montiño levantándose.

– Esperad, esperad; tengo que deciros aún: guardad un profundo secreto acerca de todo lo que habéis sabido y hecho esta noche.

– Ya me lo había propuesto yo.

– No os ocultéis por temor á los resultados de vuestra aventura con don Rodrigo.

– Aún no sé lo que es miedo.

– Y preparáos á mayores aventuras.

– Venga lo que quisiere.

– Buenas noches, y… contadme por vuestro amigo.

– Gracias, padre – dijo Montiño tomando la mano que el padre Aliaga le tendía y besándosela.

– ¡Que Dios os bendiga! – dijo el padre Aliaga.

Y aquellas fueron las únicas palabras en que Montiño notó algo de conmoción en el acento del fraile.

Saludó y se dirigió á la puerta.

– Esperad: vos sois nuevo en el convento y necesitáis guía.

Y el padre Aliaga se levantó, abrió la puerta de la celda y llamó.

– ¡Hermano Pedro!

Abrióse una puerta en el pasillo y salió un lego con una luz.

– Guíe á la portería á este caballero – dijo el padre Aliaga al lego.

Juan Montiño saludó de nuevo al confesor del rey y se alejó.

El padre Aliaga cerró la puerta y adelantó en su celda, pensativo y murmurando:

– Me parece que en este joven hemos encontrado un tesoro.

Pero en vez de volverse á su silla, se encaminó al balcón de la derecha y le abrió.

– Venid, venid, amigo mío, y calentáos – dijo – ; la noche está cruda, y habréis pasado un mal rato.

– ¡Burr! – hizo tiritando un hombre envuelto en una capa y calado un ancho sombrero, que había salido del balcón – ; hace una noche de mil y más diablos.

El padre Aliaga cerró el balcón, acercó un sillón á la chimenea, y dijo á aquel hombre:

 

– Sentáos, sentáos, señor Alonso, y recobráos; afortunadamente el visitante no ha sido molesto ni hablador; estos balcones dan al Norte y hubiérais pasado un mal rato.

– Es que no le he pasado bueno. Pero estoy en brasas, fray Luis; si alguien viniera de improviso… tenéis una celda tan reducida… os tratáis con tanta humildad… pueden sorprendernos.

– El hermano Pedro está alerta; ya habéis visto que no ha podido veros el portero, á pesar de que yo tengo siempre mi puerta franca.

– ¿Y quién ha venido á visitaros á estas horas? – preguntó el señor Alonso.

La providencia de Dios, en la forma de un joven.

– ¡Ah! ¡Diablo! ¿Nos ha sacado ese joven ó nos saca de alguno de nuestros atolladeros?

– Como que ha herido ó muerto á don Rodrigo Calderón…

– Mirad lo que decís, amigo mío; cuenta no soñéis.

– ¿Qué es soñar? he aquí la prueba.

Y el padre Aliaga fué á la mesa en busca de la carta de la reina…

Entre tanto aprovechemos la ocasión, y describamos al nuevo personaje que hemos presentado en escena, que se había desenvuelto de la capa y despojado de su ancho sombrero.

Llamábase Alonso del Camino.

Era un hombre sobre poco más ó menos de la misma edad que el padre Aliaga, pero tenía el semblante más franco, menos impenetrable, más rudo.

Había en él algo de primitivo.

Era no menos que montero de Espinosa del rey.

A pesar de la ruda franqueza de su semblante, de formas pronunciadas y de grandes ojos negros, se comprendía en aquellos ojos que era astuto, perspicaz, y sobre todo arrojado y valiente, sin dejarse de notar por eso en ellos ciertas chispas de prudencia; vestía una especie de coleto verde galoneado de oro; en vez de daga llevaba á la cintura un largo puñal, al costado una formidable espada de gavilanes, calzas de grana, zapatos de gamuza, y sobre todo esto, una especie de loba ó sobretodo, ancho, con honores de capa.

En la situación en que le presentamos á nuestros lectores, mientras extendía hacia el fuego sus manos y sus piernas, miraba con una gran impaciencia al padre Aliaga que, siempre inalterable, desdoblaba la carta de la reina.

– Acercáos, acercáos y oíd, porque esta carta debe leerse en voz muy baja, no sea que las paredes tengan oídos.

Estiróse preliminarmente el señor Alonso del Camino, se levantó, se acercó á la mesa, se apoyó en ella y miró con el aspecto de la mayor atención al confesor del rey, que leyó lo siguiente:

«Nuestro muy respetable padre fray Luis de Aliaga: Os enviamos con la presente á un hidalgo que se llama Juan Martínez Montiño. Este joven nos ha prestado un eminente servicio, un servicio de aquellos que sólo puede recompensar Dios, á ruego de quien le ha recibido.»

– ¿Pero qué servicio tal y tan grande es ese? – dijo Alonso del Camino.

– Creo que jamás os corregiréis de vuestra impaciencia. Escuchad.

Y fray Luis siguió leyendo:

«Ese mancebo nos ha entregado, por mano de doña Clara Soldevilla, aquellos papeles, aquellos terribles papeles.»

– ¿Y qué papeles son esos?

– A más de impaciente, curioso; son… unos papeles.

– ¿Y no puedo yo saber?..

– No: oíd, y por Dios no me interrumpáis.

– Oigo y prometo no interrumpiros.

«A más ha herido ó muerto, para apoderarse de esos papeles, á don Rodrigo Calderón.»

– Pues cuento por mi amigo á ese hidalgo, por eso sólo – exclamó, olvidándose de su promesa Camino.

El padre Aliaga, como si se tratase de un pecador impenitente, siguió leyendo sin hacer ninguna nueva observación:

«Pero ignoramos cómo ese hidalgo haya podido saber que los tales papeles estaban en poder de don Rodrigo Calderón, como no sea por su tío el cocinero del rey. Os lo enviamos con dos objetos: primero, para que con vuestra gran prudencia veáis si podemos fiarnos de ese joven, y después para que os encarguéis de su recompensa. A él, por ciertos asuntos de amores, según hemos podido traslucir, le conviene servir en palacio; nos conviene también, ya deba fiarse ó desconfiarse de él, tenerle á la vista. Haced como pudiéreis que se le dé una provisión de capitán de la guardia española al servicio del rey en palacio, y si no pudiéreis procurársela sin dinero, compradla: buscaremos como pudiéremos lo que costare. No somos más largos porque el tiempo urge. Haced lo que os hemos encargado, y bendecidnos. —La Reina.»

– ¿Cuánto costará una provisión de capitán de la guardia española? – dijo fray Luis quemando impasiblemente la carta de la reina á la luz del velón.

– Cabalmente está vacante la tercera compañía. Pero, ¡bah! ¡hay tantos pretendientes!

– ¡Cuánto! ¡cuánto!

– Lo menos, lo menos quinientos ducados.

Tomó el padre Aliaga un papel y escribió en él lo siguiente:

– «Señor Pedro Caballero: Por la presente pagaréis ochocientos ducados al señor Alonso del Camino, los que quedan á mi cargo. —Fray Luis de Aliaga.»

Y dió la libranza á Camino.

– He dicho quinientos ducados, y esto tirando por largo, y aquí dice ochocientos.

– ¿Olvidáis que el nuevo capitán necesitará caballo y armas y preseas? – añadió el fraile.

– ¡Ah! en todo estáis.

– ¿Podemos tener la provisión del rey dentro de tres días?

– Sí, sí por cierto, sobradamente: el duque de Lerma es un carro que en untándole plata vuela.

– No os olvidéis de comprarla para poder venderla.

– ¡Ah! ¿Y por qué?

– ¿No conocéis que tratándose de estos negocios puede el duque conocer á ese joven?

– Bien, muy bien; se comprará la provisión á nombre de cualquiera, como merced para que la venda, y éste tal la venderá en el mismo día á ese hidalgo. Creo que éste sea un asunto concluído.

– Que sin embargo altera notablemente nuestros proyectos, los varía.

– No importa, no importa; no luchamos sólo contra don Rodrigo Calderón.

– Os engañáis; el alma de Lerma es Calderón. Puesto Calderón fuera de combate, cae Lerma.

– Pero quedan Olivares, Uceda, y todos los demás que se agitan en palacio, que se muerden por lo bajo, y que delante de todo el mundo se dan las manos. Creo que en vez de aflojar en nuestro trabajo, debemos, por el contrario, apretar, aprovechando la ocasión de encontrarse Lerma desprovisto de uno de sus más fuertes auxiliares. Debemos insistir en apoderarnos de las pruebas de los tratos torcidos y traidores que Lerma sostiene en desdoro del rey y en daño del reino con la Liga. Debemos probar que las guerras de Italia y de Flandes se miran, no sólo con descuido, sino con traición…

– Esperad… esperad un poco… ese es un medio extremo; el rey es muy débil…

– Demasiado, por desgracia.

– El rey nuestro señor, que no ve más allá de las paredes de palacio…

– ¡Pero si en palacio tiene los escándalos! ¿no le tiene Lerma hecho su esclavo, cercado por los suyos? ¿puede moverse su majestad, sin que el duque sepa cuántas baldosas de su cámara ha pisado? ¿No le separa de la reina? ¿No aleja de la corte á las personas que pueden hacerle sombra? ¿Vos mismo no estáis amenazado?

– Creedme, el duque de Lerma no es tan terrible como parece; el duque de Lerma nada puede hacer por sí solo; no tiene de grande más que lo soberbio…

– Y lo ladrón…

– Su soberbia, que le impele á competir con el rey, le hace arrostrar gastos exorbitantes; en nada repara con tal de sostener su ostentación y el favor del rey, que es una parte, acaso la mayor, de su ostentación. Pero en medio de todo, el duque de Lerma es débil; se asusta de una sombra, de todo tiene miedo, procura rodear al rey de criados suyos ó de personas que le inspiran poco temor. Un día estaba yo en mi obscuro convento. Oraba por el alma del difunto rey don Felipe; se abrió la puerta de mi celda, y entró el superior; traía un papel en la mano, y en su rostro había no sé qué de particular, una alegría marcada. Venía á darme una noticia que á otro hubiera llenado de alegría y que á mí me aterró.

– ¿Y qué noticia era esa?

– Apenas subido al trono el rey nuestro señor, me había nombrado su confesor; el papel que traía el superior en la mano, era una carta en que el mismo duque de Lerma me daba la noticia. Yo resistí…

– ¡Que resistísteis! ¡bah! de un confesor del rey sale un obispo, y de un obispo un arzobispo, y de un arzobispo un papa.

– Yo no soy ambicioso; un día, una familia honrada me encontró llorando sobre el cadáver de mi madre; mi padre había muerto poco antes; tuvieron piedad del pobre huérfano, y me llevaron á su casa. Yo he crecido en el dolor, y el dolor continuo, lento, que no proviene de los hombres, sino de la voluntad de Dios, labra la humildad y la fortaleza del alma que siente, que ha nacido para sentir. Mis bienhechores eran pobres; me miraban como hijo suyo… partían su pan conmigo… Yo oraba á Dios por el descanso de mis padres muertos, y por la paz, por la felicidad de mis padres de adopción; murieron también el uno tras el otro; mis hermanas adoptivas se habían casado; mis hermanos habían ido por el mundo á buscar fortuna; quedé otra vez solo; pero con el corazón completamente lleno por el dolor, por el dolor completo que ningún lugar ha dejado por herir, desde el amor propio hasta el amor de la familia, hasta ese otro amor que emana de la mujer.