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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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Abrió enormemente los ojos Quevedo.

– Y qué hermosa, qué hermosa estaba entonces la duquesa.

– ¿Pero estáis seguro de ello, amigo Manolillo?

– ¡Que si estoy seguro! como lo estaría si, por ejemplo, dentro de algunos meses la señora condesa de Lemos, después de haber estado mucho tiempo en la cama á pretexto de enfermedad y en ausencia de su marido, saliese una noche de Madrid en una litera.

– ¡Ah! ¡ah! ¿y no habéis encontrado para vuestra comparación otra dama que doña Catalina de Sandoval?

– Es tan hermosa como lo era en otro tiempo la duquesa de Gandía, tan viva como ella, y tuvo la fortuna ó la desgracia de encontrarse una noche á obscuras en El Escorial con el duque de Osuna, como doña Catalina en el alcázar con…

– Pero tío Manolillo, vamos á cuentas: ¿vos sois el bufón del rey, ó el mochuelo del alcázar?

– De todo tengo. Siempre me han salido al paso los enredos.

– Como á mí.

– Si ya os lo dije: nos parecemos mucho. Pero continúo con mi suposición: supongamos que con tales antecedentes sale una noche la señora condesa de Lemos en una litera por un postigo de su casa muy encubierta, y que yo, por casualidad, paso por la calle y veo aquello; que al ver aquello me acuerdo de lo otro que oí por casualidad, ajusto la cuenta por los dedos, entro en curiosidad de saber en lo que quedará la aventura, y me voy detrás de la litera y de los hombres que la acompañan; que así andando, andando, y recatándome, amparado de una noche obscura, sigo á la litera por espacio de cinco leguas, y entro tras ella, recatándome siempre en un lugar… supongamos que aquel lugar es Navalcarnero; que la litera se para delante de una casa y sale la condesa de Lemos muy tapada y se obscurece en la casa, cuya puerta se cierra en silencio; que yo me quedo á la mira, y á las dos noches después, vacilante y trémula, veo salir de nuevo á la señora condesa muy tapada, que se mete en la litera, y que la litera sale del pueblo y toma el camino de Madrid. Que yo me quedo aún en el pueblo, y que á los tres días se bautiza solemnemente un niño. Aunque me digan frailes franciscos que aquel niño es hijo de matrimonio, y que es hijo de Juan Lanas y de su mujer, yo diré siempre, aun cuando pasen muchos años: ese tal no se llama Juan Lanas, ó no debe llamarse, sino Juan de Quevedo y Sandoval.

– ¡Ah! bribón redomado – exclamó Quevedo – , gato sin sueño, hurón de secretos; guardad por caridad el que habéis pescado esta noche, que ridículo fuera negároslo, y decidme por caridad también: ¿era ya pieza mayor del alcázar cuando en él andaba mi señor, el conde de Lemos?

– No abundan los Quevedos, hermano, y necesario era uno para que la buena doña Catalina dejase de ser coto cerrado, como fué necesario todo un duque de Osuna, con toda su audacia, para que la buena doña Juana de Velasco añadiese á su descendencia un bastardo. Pero lo gracioso es que doña Juana de Velasco no sabe quién es el padre de su hijo incógnito; ni el nombre del dueño de la casa en donde tapada y rebujada la metieron en Navalcarnero; que, en una palabra, le parece un sueño su encuentro con un hombre audaz en una galería del palacio del Escorial, á punto que por un celo exagerado iba á avisar á la infanta doña Catalina, de que acababa de llegar un jinete con la nueva de que el mar y los vientos habían vencido á la armada Invencible; un soplo malhadado mató la bujía de que iba armada la duquesa, y el duque de Osuna, que acudía al lado del rey, que estaba en el coro, se dió un tropezón con ella. De modo que, si el viento no destruye á la Invencible, y si otro soplo de viento no mata la luz de doña Juana de Velasco, Juan… Montiño no existiría.

– Y si vos no estuviérais en todas partes, no sabríais ese secreto endiablado de hace veintidós años, ni este otro secreto reciente… Os pido por caridad, hermano bufón, que calléis, que calléis como habéis callado acerca del secreto de la duquesa… y como nos embrollamos y nos revolvemos, bueno será que volvamos á buscar el hilo. Decíamos…

– Justo, decíamos á propósito de si el rey era pieza mayor ó menor…

– A propósito de eso habíamos ido á dar en don Rodrigo, y á propósito de don Rodrigo, en ese mancebo que ha entrado secretamente en el cuarto de la reina. Decíamos, ó decía yo, que está enamorado como un loco de la dama que le ha metido en el lance; pero él no conoce á esa dama…

– ¿Que no la conoce y está enamorado?

– Cosas de mozos; se ha enamorado á bulto.

– Pues mirad: ha acertado en enamorarse, porque eso tiene ahorrado para cuando la vea el semblante.

– ¿Pero quién es ella? ¿habremos tropezado con otra pieza mayor?

– No por cierto; se trata de una doncella que, á pesar de su hermosura, nunca ha tenido novio.

– El nombre, tío Manolillo, el nombre.

– Doña Clara Soldevilla.

– La hermosa, la hermosísima hija, digo, si en los dos años que no la veo no la han dado viruelas, la matadora de corazones, engendrada por el buen Ignacio Soldevilla. ¿Y dónde está su padre?

– En Nápoles con el duque de Osuna.

–¡Ah! ¡diablo! ¡diablo! paréceme que si los muchachos se quieren, podremos tener boda; pero maravíllame que doña Clara, que no le ha conocido hasta esta noche…

– Aquí debe de haber algo… y algo grave – dijo el tío Manolillo – , en lo que acaso yo no tenga poca parte.

– Explicáos por Dios, hermano.

– Explícome, y para explicarme pregunto: ¿dónde ha visto á don Juan Girón?..

– Juan Montiño, hermano, Juan Montiño.

– Bien, ¿dónde ha visto Juan Montiño á doña Clara?

– En la calle.

– ¡En la calle!

– Amparóse de él al verse perseguida por don Rodrigo Calderón.

– ¡Ah, me parece que voy trasluciendo! ¿Y dónde llevó doña Clara á Montiño?

– Callejeóle de lo lindo, largóse, y le metió en un lance de estocadas con don Rodrigo.

– De cuyo lance…

– No por cierto… contentóse con desarmarle y se fué á buscar á su tío postizo á casa del duque de Lerma.

– ¿Y cuándo hirió ó mató ese joven á don Rodrigo?

– Eso es después.

– ¿Y cómo sabéis vos…?

– Encontréle en casa del duque de Lerma, á donde yo iba en busca del cocinero mayor, y le metí en la casa. Pero en la puerta me encontré antes de hablar con Montiño… ¿á quién diréis que me encontré?..

– No adivino.

– A Francisco de Juara.

– Lacayo y puñal de don Rodrigo Calderón… ¡ah! ¡ah! ¡hermano Quevedo, y qué conocimientos tenéis!

– El conocer no pesa. Francisco de Juara me contó lo que había acontecido á su señor con Juan Montiño, y Juan Montiño se alegró mucho en hallarme y yo de hallarle y… pero vamos al secreto. Yo iba á casa del duque de Lerma con una carta de la duquesa de Gandía para el duque, que me había dado la condesa de Lemos, con quien tropecé cuando iba al alcázar en busca del cocinero mayor… de modo que, válame Dios y qué rastra suelen traer las cosas; ahora se me ocurre que el buen rey don Felipe el II tiene la culpa de mi encontrón con la condesa de Lemos.

– ¡Pardiez, no atino!

– Ciertamente; si al rey don Felipe no se le hubiera ocurrido armar la Invencible y enviarla á saludar á la reina de Inglaterra, la tempestad no hubiera deshecho la armada; no hubiera ido un jinete al Escorial á dar al rey la nueva del fracaso; la duquesa de Gandía no hubiera ido al cuarto de la infanta doña Catalina, ni el duque de Osuna al coro en busca del rey; no se hubieran encontrado, pues, á obscuras duquesa y duque; no hubiera nacido Juan, y no existiendo Juan, al soltarme de San Marcos me hubiera yo ido á Nápoles en vez de venirme á Madrid, y no me hubiera encontrado con la buena, buenísima hija del duque de Lerma: ni ella me hubiera dado la carta de la camarera mayor para su padre, ni por consecuencia, hubiera yo encontrado en el zaguán del duque á Juan Montiño, ni hubiera salido por el postigo de la casa del duque después de haber hablado con su excelencia, ni hubiera encontrado á Juan Montiño, que me acometió equivocándome con don Rodrigo, á quien esperaba para matarle, y si yo no hubiera estado allí cuando don Rodrigo salió, Juan Montiño muere; porque Francisco de Juara, que guardaba las espaldas á don Rodrigo, no se hubiera encontrado con mi espada, hubiera dado un mal golpe por detrás á nuestro mancebo, mientras don Rodrigo le entretenía por delante. De modo que puede decirse que si el rey don Felipe no envía á la Invencible contra Inglaterra, no sucede nada de lo gravísimo que ha sucedido esta noche.

– Desenmarañemos este enredo, y pongámosle claro para dominarle, hermano Quevedo. Decís vos que ese mancebo entró en casa del duque de Lerma amparado de vos, y pudo ver á su tío.

– Eso es.

– Que después encontrásteis á ese mozo al salir por el postigo del duque esperando á don Rodrigo para matarle.

– Verdad.

– Ahora bien; ¿por qué quería matar ese mozo á don Rodrigo? – repuso el bufón.

– Porque decía había comprometido el honor de una dama.

Quedóse profundamente pensativo el bufón, como quien reconcentra todas sus facultades para obtener la resolución de un misterio.

– ¡El cocinero mayor de su majestad – dijo el bufón – , es usurero!

– ¿Qué tiene que ver ese pecado mortal de Francisco Montiño para nuestro secreto?

– Esperad, esperad. El señor Francisco Montiño se vale para sus usuras, de cierto bribón que se llama Gabriel Cornejo.

– Veamos, veamos á dónde vais á parar.

– Me parece que voy viendo claro. Ese Gabriel Cornejo, que á más de usurero y corredor de amores, es brujo y asesino, sabe por torpeza mía un secreto.

– ¡Un secreto!

– Sabe que yo quiero ó quería matar á don Rodrigo Calderón. Sabe además otro secreto por otra torpeza de Dorotea, esto es, que don Rodrigo Calderón tiene ó tenía cartas de amor de la reina.

– ¡Tenía! ¡Tenía! – dijo con arranque Quevedo – . Decís bien, tío Manolillo, decís bien, vamos viendo claro; ya sé, ya sé lo que Juan Montiño buscaba sobre don Rodrigo Calderón cuando le tenía herido ó muerto á sus pies. Lo que buscaba ese joven eran las cartas de la reina; para entregar esas cartas era su venida á palacio, para eso, y no más que para eso, ha entrado en el cuarto de su majestad.

 

– Pues si ese caballero ha entregado á la reina esas cartas, y don Rodrigo Calderón no muere… ¿qué importa que muera don Rodrigo…? siempre quedarán el duque de Lerma, el conde de Olivares, el duque de Uceda, enemigos todos de su majestad; si esas terribles cartas han dado en manos de su majestad, ésta se creerá libre y salvada, y apretará sin miedo, porque es valiente y la ayuda el padre Aliaga…

– Y la ayudo yo…

– Y yo… y yo también… pero… son infames y miserables, y la reina está perdida… está muerta..

– ¡Muerta! ¡Se atreverán! y aunque se atrevan… ¿podrán…?

– Sí, sí por cierto; y para probaros que pueden, os voy á nombrar otras de las piezas mayores que se abrigan en el alcázar.

– ¡Ah! ¡Otra pieza mayor!

– Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey.

– ¡Ah! ¡También el buen Montiño!

– Lo merece por haber inventado el extraño guiso de cuernos de venado que sirve con mucha frecuencia al rey.

– Contadme, contadme eso, hermano. ¡Enredo más enmarañado! ¡Y no sé, no sé cómo se ha atrevido, porque su difunta esposa…!

– La maestra de los pajes…

– ¡Y qué oronda y qué fresca que era! ¡Y qué aficionada á los buenos bocados!

– Y creo que el bueno del cocinero hubo de notar que había ratones en la despensa; pero no dió con el ratón.

– Y ya debe estar crecida y hermosa Inesita.

– ¡Pobre Montiño…!

– Hereje impenitente… pero sepamos quién es ahora el ratón de su despensa.

– No es ratón, sino rata y tremenda… el sargento mayor, don Juan de Guzmán.

– ¿El que mató al marido de cierta bribona á quien galanteaba, y partió con ella los doblones que el difunto había ahorrado, por cuyo delito le ahorcan si no anda por medio don Rodrigo…?

– El mismo.

– Ha mandado don Rodrigo á ese hurtado á la horca que enamore á la mujer de Francisco Montiño…

– Como que la hermosa Luisa entra cuando quiere en las cocinas de su majestad, y nadie la impide de que levante coberteras y descubra cacerolas.

– No creí, no creí que llegase á tanto el malvado ingenio de don Rodrigo. Pero bueno es sospechar mal para prevenirse bien. Alégrome de haberos encontrado, amigo bufón, porque Dios nos descubre marañas que deshacer… y las desharemos ó podremos poco. Pero contadme, contadme: ¿en qué estado se encuentran los amores del sargento mayor y de la mayor cocinera?

El tío Manolillo no contestó; había levando la cabeza, y puéstose en la actitud de la mayor atención.

– ¿Qué escucháis? – dijo Quevedo.

– ¡Eh! ¡Silencio! – dijo el bufón levantándose de repente y apagando la luz.

– ¿Qué hacéis?

– Me prevengo. Procuro, que si miran por el ojo de la cerradura de la otra puerta no vean luz bajo ésta. Es necesario que me crean dormido; necesitan pasar por delante de mi aposento y me temen. Pero se acercan. Callad y oíd.

– Quevedo concentró toda su vida, toda su actividad, toda su atención en sus oídos, y en efecto, oyó unas levísimas pisadas como de persona descalza, que se detuvieron junto á la puerta del bufón.

Durante algún espacio nada se oyó. Luego se escucharon sordas y contenidas las mismas leves pisadas, se alejaron, se perdieron.

– ¿Es él? – dijo Quevedo.

– El debe ser; pero el cocinero mayor… ¿cómo se atreve ese hombre?..

– Francisco Montiño no está en Madrid esta noche.

– ¡Ah! ¿pues qué cosa grave ha sucedido para que deje sola su casa?

– Según me ha dicho su sobrino postizo, ha ido á Navalcarnero, donde queda agonizando un hermano suyo.

– ¡Oh! entonces el que ha pasado es el sargento mayor Juan de Guzmán.

Y el bufón se levantó y abrió la ventana de su mechinal.

– ¿Qué hacéis, hermano? cerrad, que corre ese vientecillo que afeita.

– Obscuro como boca de lobo – dijo el bufón.

– ¿Y qué nos da de eso?

– Y lloviendo.

– Pero explicáos.

– ¿Queréis ver al ratón en la ratonera junto al queso?

– ¡Diablo! – dijo Quevedo – . ¿Y para qué?

Y después de un momento de meditación, añadió:

– Si quiero.

– Pues quitáos los zapatos.

– ¿Para salir al tejado?

– No tanto. Por aquí se sale á las almenas viejas, y por las almenas se entra en los desvanes, y por los desvanes se va á muchas partes. Por ejemplo, al almenar á donde cae la ventana del dormitorio del cocinero de su majestad.

– Pues no hay que preguntarme otra vez si quiero – dijo Quevedo quitándose los zapatos.

– No dejéis aquí vuestro calzado, porque saldremos por otra parte.

– Ya sabía yo que érais el hurón del alcázar.

– Como me fastidio y sufro y nada tengo que hacer, husmeo y encuentro, y averiguo maravillas. ¿Estáis listo ya, don Francisco?

– Zapatos en cinta me tenéis, y preparado á todo.

– No os dejéis la linterna.

– ¿Qué es dejar? Nunca de ella me desamparo; cerrada encendida la llevo, y haciendo compañía á mis zapatos. ¿Estáis vos ya fuera?

– Fuera estoy.

– Pues allá voy y esperadme. Eso es. ¿Y sabéis que aunque viejo no habéis perdido las fuerzas? Me habéis sacado al terrado como si fuera una pluma. Estas piernas mías… parece providencia de Dios para muchas cosas el que yo no pueda andar de prisa ni valerme.

– Dadme la mano.

– Tomad.

– Estamos en los desvanes.

– Mi linterna me valga.

– Nos viene de molde, porque estos desvanes son endiablados.

– Fiat lux– dijo Quevedo abriendo la linterna.

Encontrábanse en un desván espacioso, pero interrumpido á cada paso por maderos desiguales. El bufón empezó á andar encorvado y cojeando por aquel laberinto.

De repente se detuvo y enseñó un boquerón á Quevedo.

– ¿Y qué es eso? – dijo don Francisco.

– Esto es una providencia de Dios.

– Más claro.

– Eso era antes un tabique.

– ¿Y ocultaba algo bueno?

– Una escalera de caracol.

– ¿Y á dónde va á parar esa escalera?

– A muchas partes, entre ellas á la cámara del rey y de la reina, y á las cuevas del alcázar.

– ¿Y cómo dísteis con ese tesoro, hermano?

– Buscando un gato que se me había huído.

– Sois el diablo familiar del alcázar.

– Sigamos adelante, que luego volveremos por aquí.

– Sigamos, pues.

Anduvieron algún espacio.

– Dadme la mano y cerrad la linterna.

– ¿Hemos llegado?

– Estamos cerca.

– Fiant tenebræ– dijo Quevedo cerrando la linterna.

– Ahora venid; venid tras de mí en silencio y veréis y oiréis.

Zumbaba el viento, llovía, y el viento y la lluvia y la obscuridad de la noche protegían á los dos singulares expedicionarios.

Marchaban entre un tejado y un almenar.

De repente el bufón asió á Quevedo, y le volvió sobre su derecha.

Entonces Quevedo vió frente á él una ventana, y por algunos agujeros de ésta el reflejo de una luz en el interior.

Quevedo acercó su semblante y pegó sus antiparras á uno de aquellos agujeros, y el bufón á su lado, se puso asimismo en acecho.

En aquel mismo punto dió el reloj del alcázar las tres de la mañana.

CAPÍTULO XV
DE LO QUE VIERON Y OYERON DESDE SU ACECHADERO QUEVEDO Y EL BUFÓN DEL REY

Un hombre se paseaba en una habitación muy pequeña y harto humildemente alhajada.

Una estera de esparto, algunas sillas, una mesa sobre la que ardía una lamparilla delante de una Virgen de los Dolores, pintada al óleo, y algunas estampas en marcos negros sobre las paredes blancas, componían todo el menaje de aquella habitación.

Al fondo había una puerta cubierta con una cortina blanca.

Sentada en una silla, junto á una mesa, apoyado en ella un brazo, y en la mano la cabeza, había una mujer joven y hermosa, pero triste, pensativa y á todas luces contrariada.

Esta mujer era Luisa, la esposa del cocinero mayor de su majestad.

Blanca, blanquísima, pelinegra y ojinegra, gruesecita, de mediana estatura, si no se descubría en ella esa distinción, esa delicadeza que tanto realza á la hermosura, no podía negarse que era hermosa, muy hermosa, pero con una hermosura plebeya, permítasenos esta frase.

Había en ella sobra de vida, sobra de voluntad, violencia de pasiones, disgusto profundo de su suerte, todo esto representado y como estereotipado en su semblante. Estaba, como dijimos anteriormente, encinta de una manera abultada, y vestía sencilla, más que sencilla, miserablemente.

El hombre que se paseaba en la habitación y hablaba casi por monosílabos y lentamente con Luisa, era un hombre alto, fornido, soldadote en el ademán, en el traje y en la expresión, con cabellera revuelta, frente cobriza, ojos negros, móviles y penetrantes, mejillas rubicundas y grandes mostachos retorcidos. Vestía una gorra de velludo con presilla de acero, un coleto de ante, cruzado por una banda roja, una loba abierta de paño burdo que dejaba ver el coleto, la banda y un ancho talabarte de que pendía una enorme espada, unas calzas rojas imitadas á grana, y unos zapatos altos.

Este hombre, en el conjunto, podía llamarse buen mozo, uno de esos Rolandos lo más á propósito para volver el seso á ciertas mujeres que pertenecían á cierta clase media, despreciadoras de gente menuda, que no podían aspirar á los amores de los caballeros de alto estado, y que se contentaban y aun se daban por dichosas con los amores de hidalgos del porte y talante del sargento mayor don Juan de Guzmán, que era el hombre que hemos descrito, que se paseaba en el profanado dormitorio de Francisco Montiño y que hablaba por monosílabos con su mujer.

– Es preciso… pues… sí… de otro modo… – decía este hombre cuando el bufón y Quevedo se pusieron en acecho.

Tembló toda Luisa.

– Ha sido herido, casi muerto – añadió el soldadote.

– Pero yo…

– Sí; tú no tienes la culpa de que don Rodrigo Calderón haya tenido un mal encuentro, pero esto me impide pasar la noche á tu lado.

– ¿Tienes miedo? – dijo Luisa.

– ¡Miedo! ¿Y de qué? – dijo Guzmán – ; es cierto que todo marido, aunque sea tan ruin y tan cobarde como el tuyo, es respetable; no sé qué tienen los maridos; pero cuando él llama por allá yo escapo por ahí.

Y el sargento mayor señaló la ventana.

– Bueno es saberlo – dijo para sí Quevedo, probando si su daga salía con facilidad de la vaina.

– Me alegro por otra parte de que el bueno de Montiño haya tenido que ir á ver á su hermano. Tenía que hablarte.

– Yo también. Desde el día en que te vi estoy sufriendo, Juan. Primero, porque te amé, luego… porque cuando te amé conocí lo horrible que era estar unida para toda la vida con un marido como el mío. Hace seis meses que te escuché, y poco menos tiempo que te recibí en esta habitación por primera vez. La vida se me hace insoportable, Juan. Yo no puedo vivir así. Se pasan semanas y aun meses sin que podamos hablar… me veo obligada á contentarme con verte cruzar allá abajo por lo hondo del patio paseando con ese eterno amigo tuyo de quien tengo celos… me parece que le quieres más que á mí, que á mí me tomas por entretenimiento.

– ¡Dios de Dios! – exclamó el sargento mayor, atusándose el mostacho y parándose delante de Luisa, el un pie adelante, afirmando el cuerpo en el otro y la mano en la cadera; ¿pues por qué, buena moza, no estoy yo ahora en Nápoles?

– ¿Qué diablos tendrá que hacer este tunante en Nápoles? – pensó Quevedo – ; oigamos, y palabras al saco.

– Es que si tú te fueras y no me llevaras, yo moriría de pesar.

– Descuida, descuida, paloma mía – dijo volviendo á su paseo el soldado – , que en concluyendo cierta empresa que tenemos acá entre manos, iremos á Nápoles á concluir otra. Tú no sabes bien con qué hombre tratas y qué hombres tratan con él.

– Lo que es el que pasa contigo por los corredores bajos de palacio no me gusta nada – dijo Luisa – , tiene el mirar de traidor.

– ¡Ah! ¡Agustín de Avila, el honrado alguacil de casa y corte! Pues mira, él no dice de ti lo mismo. Sólo se le ocurre un defecto que ponerte.

– Me importa poco.

– Maravíllase mi amigo de que teniendo por amante un hombre tal como yo, puedas vivir al lado de un marido tal como el tuyo.

– ¿Y qué le he de hacer?

– Ya te lo he dicho…

– ¡Oh! ¡nunca!.. ¡nunca!.. ¡qué horror! – exclamó Luisa.

– Pues será necesario que renuncies á verme.

– ¡Juan! – exclamó Luisa, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.

– Preciso de todo punto: las cosas se ponen de manera que no se puede pasar más adelante. ¿No oyes que esta noche la reina ha salido á la calle?

 

– ¡Oh! no, eso no puede ser.

– ¿Que la amparaba un hombre desconocido?..

– ¡Dios mío! ¿pero qué tengo yo que ver con todo eso?

– Que ese hombre ha herido malamente á don Rodrigo Calderón.

– ¿Y á ti qué te importa?

– Luisa, todo lo que soy, lo debo á don Rodrigo.

– Bueno es ser agradecidos, pero cuando no nos piden imposibles.

– Nada hay imposible cuando se ama.

– Don Rodrigo no puede pedirte tanto.

– Debo á don Rodrigo el no haber dado en la horca.

– ¡En la horca tú! ¿y por qué?

– Por una calumnia. Pero tal, que si no hubiera mediado don Rodrigo…

– ¿Y qué te cargaron?

– ¡Bah! ¡poca cosa! Haber envenenado al marido de una querida mía.

– ¿Y eso es verdad? – dijo estremeciéndose Luisa.

– Ni por asomo; pero como yo era amigo del marido y entraba en la casa aun cuando él no estaba, y la mujer era una moza garrida, y un día amaneció muerto el marido, y dieron en decir los que le vieron que tenía manchas en el rostro…

– ¿Y eso era verdad?

– Pudo serlo, pero no lo era. Pues tanto dijeron y murmuraron y hubo tantos que supusieron que yo era el causante de aquella muerte, que dieron con los dos, con ella y conmigo, en la cárcel.

– ¡Dios mío!

– Ella murió.

– ¿La ajusticiaron?

– Tanto da, porque la pusieron al tormento y no pudo resistir.

– ¡Dios mío! ¿Y á ti no te atormentaron?

– Sí, pero el alcalde y el escribano eran amigos; mejor: les había hablado don Rodrigo, y aun más que hablado, y lo del tormento quedó en ceremonia. Dos meses después estuve libre y salvo y declarada mi inocencia, y para satisfacerme, de capitán que era de la guardia encarnada, hízome su majestad, por los buenos oficios del duque de Lerma, á quien don Rodrigo había dicho mucho bien mío, sargento mayor de la guardia española: mira, pues, si estoy obligado á servir á don Rodrigo.

– ¡Juan! ¡Juan! ¡por Dios! no me obligues á lo que yo no quiero hacer.

– ¿Pero á ti qué te importa? Toda la culpa caerá sobre tu marido.

– ¡Y si le ahorcaran inocente!.. ¡no y no!

– Pues bien, no me volverás á ver.

– No, tampoco.

– ¿En qué quedamos, pues? ¿no te digo que estoy haciendo falta en Nápoles?

– Echad abajo la ventana con vuestras fuerzas de toro, hermano – dijo rápidamente Quevedo al oído del bufón.

– Paciencia y calma, y dejemos que corra el ovillo – dijo el bufón.

Una ráfaga de viento arrastró las palabras de Quevedo y del tío Manolillo.

Habíase distraído Quevedo, y cuando volvió á mirar, vió que don Juan de Guzmán mostraba á Luisa un objeto envuelto en un papel, sobre el cual arrojó una mirada medrosa Luisa.

– No, no – repitió la joven – . ¡Qué horror!

– Pues bien – dijo el sargento mayor guardando el papel con una horrible sangre fría – , no hablemos más de eso. Adiós.

Y se dirigió á la puerta.

– No, no – dijo Luisa arrojándose á su cuello – , lo pensaré.

– Pues bien, piénsalo y… si te resuelves, pon por fuera de la ventana un pañuelo encarnado.

– Bien, sí, ¿pero te vas?

– Es preciso, preciso de todo punto; no puedo detenerme ni un momento. No sabes, no sabes lo que sucede.

– ¡Oh, Dios mío! ¡y sabe Dios cuándo podremos volvernos á ver!

– Cuando volvamos á vernos será para no separarnos. Pero adiós, adiós, que estoy haciendo falta en otra parte.

–¿Dónde hará falta este pícaro? – dijo Quevedo.

Oyóse entonce un beso dentro de la habitación. Cuando miró Quevedo de nuevo por los agujeros, ni Luisa ni don Juan de Guzmán estaban en la estancia.

– Nada tenemos que hacer ya aquí – dijo el tío Manolillo. Yo lo sospechaba, pero no había creído que se diesen tanta prisa. ¿Y no haber muerto ese infame de don Rodrigo? ¿tenía acaso las manos de lana el bastardo de Osuna? Pues no, cuando su padre daba un golpe no le daba en vano.

– Desengañáos, desengañáos, hermano Manolillo – dijo Quevedo – : hay hombres que tienen siete vidas como los gatos.

Y volvióse bruscamente hacia el almenar, y poniendo en él las manos, exclamó con ronca voz entre las tinieblas:

– ¡Ah! ¡infame alcázar, cueva de la tiranía, almacén de pecados, arca de inmundicias, maldígate Dios, maldígate como yo te maldigo!

– ¡Oh!, sí, maldiga Dios estos alcázares de la soberbia, donde sólo se respira un aire de infamia – exclamó el bufón.

– Un día soplará viento de venganza, y estos alcázares serán barridos como las hojas secas – murmuró con acento profético Quevedo – . Pero hasta entonces, ¡cuánto crimen, cuánta sangre, cuántas lágrimas!

– Habéis visto lo alto del alcázar, hermano don Francisco, y voy á llevaros á que veáis lo bajo. Seguidme.

– En buen hora sea, vamos á sorprender al alcázar en otra hora mala.

– Llegamos á los desvanes; bajad la cabeza, hay cinco escalones.

Poco después añadió el bufón:

– Abrid la linterna. Voy á llevaros á la cámara de la reina.

– Vamos, hermano, vamos, y que Dios nos tome en cuenta esta aventura gatuna, y el no haberla dado buena de esa infame adúltera y de ese rufián asesino.

– No hubiera sido prudente matar á don Juan de Guzmán; hubiera sido romper una de las cien manos de que se valen los traidores, y nada más; les sobrarían medios de llevar á cabo sus proyectos, de modo que acaso no podríamos conocerlos y estar á punto para destruirlos. Confiad en mí, que ni duermo ni reposo, que estoy siempre alerta, y que como decís muy bien, soy el mochuelo del alcázar, y que contando con vos, don Francisco, nada temo. Don Rodrigo se nos escapa; pero juro á Dios, que como el diablo no le ayude…

– Diablo y aun diablos debe tener al lado, cuando esta noche no ha dado con él al traste el bravo Juan Montiño. Pero dejad, dejad, yo tengo una espada tal y tan maestra que ella sola se va á donde conviene y no toca á un hombre que no le mate. Pero si no me engaño, estamos en el negro boquerón que vos encontrásteis tapiado cuando buscábais á vuestro gato.

– Y providencia de Dios fué que se me ocurriera destapiarle, porque yo me dije: detrás de ese tabique debe haber algo, algo que yo no conozco, y eso que me son familiares todos los escondrijos del alcázar: como que he nacido en él, y en él he pasado los cincuenta años de mi vida. Destapé y hallé con alegría lo que nadie conoce más que yo, y lo que vos vais á conocer. Entremos.

Dirigiéronse al negro boquerón, y Quevedo se encontró en lo alto de unas polvorientas escaleras de piedra, y tan estrecho el caracol, que apenas cabía por él una persona; aquella escalera estaba abierta, sin duda, en el grueso muro.

Empezaron á descender.

Quevedo contaba los escalones.

A los ochenta, el bufón tomó por una estrecha abertura abovedada.

La escalera continuaba.

– Por aquí – dijo el bufón.

Y siguió por el pasadizo.

A los cien pasos abrió una puerta, y siguió por el mismo pasadizo, que se ensanchaba algo más.

A los pocos pasos se detuvo junto á una puerta situada á la izquierda.

– Mirad – dijo á Quevedo – : esta puerta secreta corresponde al dormitorio de su majestad.

– ¡Ah!, ¿y para qué os detenéis? ¿qué vamos á hacer en el dormitorio de la reina?

– Mirad, mirad, y veréis algo que os asombrará.

– ¿Y cómo miro? ¿creéis acaso que yo tengo la virtud de ver á través de las paredes, como al través del vidrio de mis antiparras?

– Yo, para observar, he abierto dos agujeros pequeños. Helos aquí.

– ¡Ah! ¡famosa catalineta real! – dijo Quevedo arrimando sus espejuelos á las dos pequeñas perforaciones que le había mostrado el bufón.

– ¡Jesucristo! – exclamó Quevedo en voz muy baja – : ¿sera verdad lo que me habéis dicho acerca de ser pieza mayor el rey? En el lecho de la reina, más allá de ella, á quien da la luz de la lámpara sobre el bello semblante dormido, hay un bulto. Y en un sillón junto al lecho, vestidos de hombre.

– Y un rosario de perlas.

– ¡Ah! ¡es el rey!

– ¿Pues quién otro pudiera ser, ahí, en ese dormitorio y en ese lecho?

– ¡Maravilla! ¡milagro! ¡y la reina parece feliz y satisfecha, sonríe á sus sueños!

– Guárdela Dios á la infeliz – dijo el bufón – ; pero sigamos.

– Duerman en paz sus majestades – dijo Quevedo siguiendo al bufón.

Este se detuvo un poco más allá.

– Aquí hay otra puerta – dijo – , y en ella otros dos agujeros. Mirad.

– ¡Ah! – dijo Quevedo mirando – , ¡ah corazón mío! ¡guarda, guarda y no latas tan fuerte, que te pueden oír!

– ¿Qué veis, que murmuráis, don Francisco?

– Veo á la condesa de Lemos que vela… y que llora.

– ¡Ah! ¿y no se os abre el corazón?

– Abriera yo mejor esta puerta.

– No quedará por eso si queréis; pero luego: seguidme y veréis más.

– ¿Y qué más veré?

– Habéis visto á la hija llorando; y es muy posible que veáis al padre rabiando.