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La alhambra; leyendas árabes

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III

Allá por los tiempos en que los árabes emprendieron su conquista sobre España, en el sitio donde ahora se levanta la torre de los Siete Suelos, dicen que habia una sima profundísima, en cuya parte interior, naciendo en su borde, se torcia un estrecho, escarpado y peligroso sendero.

Una tarde, á tiempo que el sol trasponia, apareció entre los montes un caballo que llevaba sobre sí una dama.

Aquella dama era negra, pero hermosa, como la reina de Saba; llevaba los cabellos sueltos y desordenados, vestida una flotante y larga túnica de púrpura, y en el cuello y en los brazos, collar y brazaletes de gruesas perlas.

El caballo era blanco é iba en pelo.

Solo tenia un freno de oro y riendas de oro tambien, con las que le regia la dama.

Aquella dama, en la inquietud de la mirada de sus negros ojos, en la sobreescitacion de su alto seno y en el ardiente álito que emanaba de su boca purpúrea y entreabierta, se comprendia que estaba amenazada de un grave peligro, y en la precipitacion con que lanzaba su caballo á través del tortuoso sendero abierto entre el enmarañado bosque que entonces cubria la Colina Roja, la Silla del Moro y el Cerro del Sol, demostraba claro que huia.

Apenas habia la dama llegado al barranco que hoy se llama Peña-Partida, y que está ya próximo al lugar donde hoy se levanta la torre de los Siete Suelos, y donde antes existia la sima que hemos citado, cuando se oyeron roncos ladridos y apareció por el mismo lugar por donde habia llegado la dama, un enorme perro blanco de montería.

Al sentir sus ladridos, la dama se estremeció, y aguijó su caballo que partió por el descenso del barranco, y se dirijió como una flecha al borde de la sima.

Al verle la dama, dió un grito de horror y se arrojó del caballo al suelo, quedando desmayada por la violencia del golpe, junto al borde de la sima.

El caballo se lanzó en ella y desapareció, produciendo con su caida un ruido sordo, terrible, atronador, en las profundidades lóbregas de aquel agujero horrible.

IV

La dama habia quedado suspendida entre los espinos sobre el abismo; el perro llegó al borde, asió con los dientes su túnica y la sacó fuera.

Entretanto llegó un hombre, y dió un puntapié al perro que se hizo atrás, y enseñó sus dientes amenazadores al hombre aquel, pero no le acometió.

Aquel hombre tenia un aspecto terrible.

Era su frente de color cobrizo, su cabellera bermeja, casi roja, como si se la hubiera teñido con sangre, y tan áspera que sus cabellos, mas que cabellos parecian cerdas: del mismo modo, su barba prolongada, revuelta, era áspera y roja, y cubria de tal modo su semblante, que apenas se le veian las narices anchas y romas, y dos ojillos grises, pero móviles, duros, feroces, de espresion cruel y perversa: de su boca y por cima de la revuelta barba, se veian salir cruzados cuatro colmillos blancos y agudos: era de estatura atlética, de miembros fornidos y cobrizos, estaba desnudo y descalzo, y solo cubria una parte de su cuerpo una especie de taparrabo negro de una tela de lana tosca: de la cintura de esta prenda, colgaba un hacha enorme con un astil de hierro muy corto; llevaba á la espalda un arco de fresno largo y poderoso, atravesadas en la especie de cinturon de que pendia el hacha, como hasta una docena de flechas, y se apoyaba en una pica corta y gruesa de roble, en una especie de chuzo, en cuyo estremo superior se veia enhastado un ancho y reluciente hierro de dos filos.

Habia cerrado la noche.

Una luna pálida, opaca, lanzaba un resplandor turbio, sombrío, impuro, casi rojo, en el claro del bosque, en el centro del cual, se abria la boca de la sima.

Aquella luz fantástica, pavorosa en el centro de un bosque solitario, sin oirse otro ruido que el del viento que zumbaba desapacible y frio entre las encinas; aquella dama negra desmayada, aquel hombre singular, bravío, de aspecto feróz, que la contemplaba con una alegria repugnante, y aquel perro sentado, con su enorme estatura, sus larguísimas lanas blancas, y sus ojos amenazadores y relucientes fijos en el hombre, eran un cuadro estraño tras el cual como que se adivinaba una historia sombría y terrible.

De repente, y cuando el hombre rojo se inclinaba sobre la hermosa dama negra, los ecos del bosque repitieron el sonido atronador de una bocina.

A aquel sonido, el hombre rojo se irguió, arrojó á sus pies la pica, se quitó el arco de la espalda, le templó, armó en él una flecha, y miró con fiereza al sitio de donde habia provenido el son de la bocina.

Retumbó un segundo toque mas cercano: el salvage entezó el arco, y esperó aun.

Por tercera vez, y ya á muy poca distancia, se oyó el sonido de la bocina, y apareció una forma humana entre la primera línea de los árboles.

Entonces el hombre rojo estendió el arco, le forzó y dejó ir la cuerda, y una flecha partió silvando, y fué á rebotar como sobre en una roca, en el bulto que adelantaba, que se precipitó á la carrera por la vertiente, de la colina, y llegó al fin al lugar donde estaban el hombre rojo, la dama desmayada y el perro.

V

El hombre nuevamente aparecido, venia completamente armado por un arnés negro y reluciente.

Bajo su casco sin visera, redondo y liso, sin adorno alguno, se veia un semblante blanco, hermoso, melancólico, con unos grandes y lucientes ojos negros.

Pero en el fondo de aquellos ojos habia algo que causaba espanto.

El hombre rojo y el de la armadura negra, se miraron fijamente y en silencio, durante algunos segundos, pero con un odio infinito.

– Te has valido de tus malas artes, y de la amistad que tienes con el diablo, Kaibar, por robar del alcázar del rey Al-bahul, á la hermosa Zairah, dijo el de la armadura negra; pues bien, has trabajado para mí; porque voy á matarte, y despues nadie me preguntará por Zairah, á quien amo.

– ¿Y dónde has visto tú á Zairah, Jacub? esclamó con voz ronca y sarcástica Kaibar.

– Me la ha mostrado en sueños el espíritu que me ayuda.

– ¿Y cómo sabias tú que existia Zairah?

– Un dia estaba triste, muy triste; dijo Jacub, sentándose sobre una de las asperezas del borde de la sima con la misma tranquilidad que si no hubiera tenido delante un enemigo: velaba yo, apoyado en las almenas en la torre grande de la alcazaba de Cairvan91: brillaba como ahora la luna triste y sombría.

Y mi alma estaba envuelta en tinieblas.

– ¡Por qué, dije levantando los ojos al cielo, por qué, grande y poderoso Allah, conturbas mi espíritu y le sumerges en sombra!

¿No soy yo hijo del poderoso rey Al-Bahul, el de los ojos de diamante y la barba de oro? ¿No tengo riquezas y esclavos, soldados invencibles, y corazon valiente que no se estremece ante el peligro? ¿Por qué, pues, mi corazon arde en un deseo misterioso como si encerrase un volcán?

Apenas habia pronunciado estas palabras, cuando sonó en mi oido una música regalada, que parecia venir de muy lejos, pero que, sin embargo, yo oia como si sonase junto á mí.

Aquella música parecia provenir de las cuerdas de oro de una guzla, y poco despues la acompañó una voz dulce, dulcísima, que resonó en mi corazon como el arrullo de la tórtola en los oidos de su compañera enamorada.

¡Oh! esclamé al ver que aquella voz templaba el fuego de mi corazon como una dulce lluvia de rocio: ya sé lo que deseo; ya sé lo que siento; yo amo á esa vírgen que canta.

– ¿Y qué cantaba la vírgen? dijo con ronca voz el salvage.

– Cantaba un romance muy triste, contestó Jacub.

– ¿Y te acuerdas de él? repuso Kaibar.

– Quedó fijo en mi memoria, como el bote de una lanza de Damasco queda señalado sobre una adarga de Kufa.

– Yo quiero oir ese romance, dijo Kaibar, que cediendo á una especie de fascinacion estraña desarmó su arco y se sentó frente á Jacub.

Zairah desmayada aun, estaba entre los dos.

El lanudo perro, tomando parte en aquella escena, miraba alternativamente al uno y al otro.

– Sí, yo quiero oir ese romance, repitió Kaibar.

– Pues óyelo, dijo Jacub.

Y empezó de este modo con voz lenta y cadenciosa.

 
Libres los vientos – zumbando vagan;
libres navegan – las nubes blancas,
del firmamento – la azul campaña;
libres batiendo – las leves alas
las golondrinas – besan las aguas,
del ancho lago – que riza el aura;
libres las ondas – la curva playa,
amantes orlan – de espumas cándidas;
las mariposas – engalanadas
ora revuelan, – ora se paran,
entre las flores – de mi ventana,
y yo entretanto – me miro esclava,
me cercan muros, – puertas me guardan,
y en mis megillas – el sol vé lágrimas,
cuando aparece – por la mañana,
y aun vé mis ojos – que el llanto empaña
cuando á los mares – cansado baja.
 

Calló Jacub, y Kaibar que le habia escuchado atentamente, le dijo:

 

– ¿Y qué hiciste despues de oir ese cantar?

– Me pareció que mi alma entera se habia trasladado al lugar desconocido de donde parecia haber venido aquel canto; conoci que la tristeza que antes me aquejaba era una tristeza de amor.

– ¿Y amaste?

– ¡Con toda mi alma!

– ¿Y conociste á la virgen de tu amor?

– Sí.

– ¿Y era ella? dijo Kaibar señalando con un ademán enérgico á la dama que aun estaba desmayada.

– Sí, era Zairah, dijo Jacub: con la diferencia de que cuando yo la conocí era blanca como un rayo de la luna, y cuando me dió su amor, cuando fué mia, cuando apuré en sus brazos la sed de mi amor, su tornó negra.

– ¡Qué ha sido tuya Zairah! esclamó Kaibar levantándose demudado y feróz, y empuñando de nuevo su arco.

Jacub se levantó y miró con desprecio al salvage.

– ¡Vete! le dijo; eres una bestia feróz, Kaibar.

– O me dejas á Zairah, ó tu vida, esclamó el salvage haciéndose atrás y armando de nuevo la flecha en el arco.

– ¡Vete! repitió Jacub, ¡vete! y no me obligues á matarte.

El salvage palideció de cólera, entezó su arco, y disparó.

Pero la flecha rebotó en el coselete de Jacub, que se lanzó furioso sobre el salvage y le estrechó entre sus brazos.

Parecia que Kaibar debia ahogar entre los suyos á Jacub: tanto, al parecer, le aventajaba en fuerzas.

Pero no sucedió así.

Como si la armadura de Jacub hubiese tenido vida, fuerza y voluntad, aquella negra y reluciente armadura se movia, estrechaba, sofocaba al salvage.

– ¡Oh! tú tambien tienes pacto con Satanás, dijo Kaibar, y Satanás te protege, esclamó redoblando sus esfuerzos.

Pero en aquel momento, Jacub levantó su brazo armado con su puñal y le sepultó por tres veces en el pecho del salvage: á la primera puñalada, los brazos de este dejaron de oprimir á Jacub; á la segunda se doblegó; á la tercera cayó rebotando en la sima, impulsado vigorosamente por Jacub.

El perro lanzó un gruñido horrible y se puso á lamer la sangre de Kaibar que habia quedado entre las piedras.

En aquel momento volvió en sí Zairah.

Ningun vestigio habia quedado del crímen. Kaibar habia desaparecido en la sima; el perro habia lamido su sangre; Jacub habia arrojado al abismo su puñal.

VI

Para que nuestros lectores puedan comprender con claridad la leyenda que otros nos contaron, y que nosotros contamos á nuestra vez, necesitamos dejar á Jacub, á Zairah y al perro, al borde de la sima donde mas adelante se construyó la torre de los Siete Suelos, é ir á buscar la historia de un rey de Africa.

Este rey se llamaba Yaks-Al-Baul.

Este rey no habia nacido de príncipe.

Por el contrario, no se sabia quienes fueron sus padres.

Un dia le encontraron unos cazadores de leones de Tánger, en un antro en el momento en que le amamantaba una leona al par que á un estraño cachorro.

La leona fué muerta, y Yaks-Al-Baul y el cachorro llevados como testimonio de un milagro, al gran faquí de la mezquita mayor de Tánger.

Yaks era un muchacho bermejo como las guedejas de su nodriza, y de mirada feróz como ella, y muy robusto y crecido.

El cachorro tenia tanto de perro como de leon, y era horrible.

El faquí, que era un grande astrólogo, recibió al niño y al perro; oyó atentamente la relacion de los cazadores, y cuando se quedó solo se puso á consultar sus cuadrantes y sus astrolabios.

Comprendió al fin, por lo que sus primeras tentativas astrológicas le revelaron, que nada sabria si no evocaba al diablo.

Estremecióse el bueno de Almedí, porque era religioso y justo, y no le gustaba tratar con los espíritus condenados; pero con la intencion de servir á Dios, se subió á una torrecilla de su casa y conjuró á Satanás.

Apenas habia pronunciado su conjuro, cuando oyó un zumbido sordo y tenáz y vió un moscardon negro y reluciente que habia entrado por la ventana y volaba alrededor de su cabeza.

– En el nombre de Dios altísimo y único, dijo Almedí, ¿eres tú el arcángel rebelde?

– Yo soy, contestó una voz que zumbaba como el vuelo del moscardon.

– ¿Y por qué te me presentas en esa forma?

– Porque es la mas á mano que he encontrado.

– Eres mi esclavo.

– Ya lo sé: has pronunciado el conjuro mas terrible de Salomon.

– Toma otra forma, dijo Almedí.

– Esa es una tiranía inútil que le puede costar cara, contestó el maldito.

– Toma otra forma, repitió con doble imperio Almedí.

– Sea, pues que tú lo quieres.

Y no solo tomó otra forma el diablo, sino que la tomó tambien el interior de la torrecilla donde estaba Almedí.

Este vió, primero, una dama hermosa sobre toda ponderacion, engalanada sobre todo encarecimiento, que fijaba en él una mirada enamorada, dulce capaz de volver locos á cien faquíes ascéticos: la habitacion se habia trasformado en un retrete dorado, matizado, resplandeciente, adornado con divanes, con lámparas, con alfombras, como no habia visto ningun Almedí.

El bueno del faquí, en cuanto vió aquella hermosísima niña con sus sedosos cabellos negros sueltos en largos y anchos rizos sobre los desnudos hombros; la rica y doble gargantilla de perlas que rodeaba su cuello de blancura deslumbradora y descansaba sobre un seno medio descubierto; los encantos irresistibles que se veian á través de la magnífica y descuidada túnica, se olvidó de los dos engendros que le habian llevado los cazadores de leones y del deseo de saber su historia. Y sin embargo, la hermosísima jóven tenia en los brazos al pequeño hombre-fiera de cabellos y ojos de leon, y á sus pies, echado en el diván de seda y oro, al estraño animal, monstruosa mezcla de la deformidad del leon y del perro.

Y aquella niña, ó por mejor decir, el diablo, acariciaba á los dos pequeñuelos, y al recibir sus caricias, el niño lloraba y el perro ahullaba.

– ¡Eh! ¿qué tal te parezco? dijo el diablo con una voz tan cavernosa, tan estridente, de acento tan cruelmente burlon, que no parecia sino que lo pronunciaba otra persona detrás de la jóven.

– Vete, dijo el faquí creyendo que el diablo se habia escondido tras de la hermosa niña que ocupaba el diván.

Al pronunciar Almedí su mandato, hermosa, diván y retrete desaparecieron, y solo quedaron el niño llorando y el perro ahullando.

Pero Almedí habia perdido su alma.

Se habia enamorado frenéticamente de Satanás, ó lo que era lo mismo, aunque él no lo sabia, de la hermosa doncella.

Y la llamó á voces, descompuesto el semblante, temblándole la larga barba.

Una carcajada mugeril, pero dulce, incitante, tentadora, le contestó.

Almedí corrió al ángulo de la torrecilla donde habia resonado aquella carcajada con los brazos estendidos creyendo que el diablo habia hecho invisible á la hermosa dama.

Pero al llegar á aquel ángulo donde nada encontró, en el ángulo opuesto resonó otra carcajada mas dulce, mas sonora, mas incitante.

El diablo jugaba con Almedí al esconder, y entretanto el pequeño hombre-fiera y el aborto de perro y leon acrecian en su llanto y sus engruñados.

Tenian hambre.

Despues de algun tiempo de inútil lucha, el faquí se sentó en medio de la habitacion agotadas sus fuerzas.

Inclinó la cabeza sobre sus rodillas, cerró los ojos y alimentó el recuerdo de aquella hermosísima vision que habia desaparecido.

Y recordando, vino á recordar que aquella vision se le habia presentado á causa de su conjuro al diablo.

Y como ardia en deseos de volver á ver á aquella seductora doncella, volvió á conjurar á Satanás.

Entonces un sapo negro y verde, como si hubiera caido del techo, cayó sobre la halda de la túnica de lana blanca del faquí y se puso á mirarle frente á frente.

– ¿Eres tú, Satanás? dijo Almedí.

– Yo soy, dijo una voz atronadora que no se podia concebir saliese del cuerpo del sapo.

– ¿Por qué has tomado esa figura? dijo Almedí.

– ¿Qué, no soy yo dueño de tomar la figura que mas me agrade? ¿No dices tú en tus sermones en la grande aljamia: Buenos creyentes, temerosos de Dios; cuando entre en vuestra casa un moscon negro y reluciente, zumbando, zumbando, orad á Dios á fin de ahuyentarle, porque ese moscon es el diablo que viene á susurrar en vuestros oidos palabras de perdicion: cuando veais junto á una fuente un sapo negro y verde, aunque os aqueje la sed no bebais, porque aquel sapo será el diablo que habrá escupido en el agua, y si bebeis os hará suyo? ¿Por qué te quejas, pues, de que yo tome las dos figuras que tú me has supuesto?

– Hazme ver á la doncella blanca de los ojos negros, dijo Almedí, que á duras penas habia tenido paciencia para escuchar la réplica del diablo.

– No quiero, dijo éste; eres un viejo ridículo: ¿qué se ha hecho de tu santidad? Eva la ha desvanecido como el sol desvanece la niebla.

– ¿Se llama Eva la doncella hermosa?

– Eva es la muger, ó por mejor decir, el conjunto de tentaciones de todas las mugeres.

– Pues bien, que aparezca Eva.

– Quiero ser generoso contigo; renuncio á tu posesion; no quieras ver á Eva, pues que si la vés eres mio.

– ¿Pues no era Eva la que he visto?

– Era Eva, despues de haber hablado conmigo, la Eva del pecado y de la impureza; la que perseguia á Adan por los bosques del paraiso perdido, poniéndose entre él y Dios.

– Mientes; en tiempo de Eva, no se habia descubierto el oro, ni las perlas, ni existia Cachemira, ni Kufa, ni Damasco.

– Pero existen hoy, y yo he vestido á Eva como he querido. Estos sábios son insufribles: ¿si sabré yo lo que me hago?

– No, no lo sabes, porque te estoy pidiendo que me presentes ante los ojos á Eva, y resistes.

– Porque tengo lástima de tí, pobre tonto.

– Me obligarás á que pronuncie de nuevo el conjuro.

– No, no lo hagas, porque el sonido de ese conjuro me hace padecer horriblemente; pero ya que me obligas, voy á vengarme de tí: mira.

Sintió Almedí un sonido semejante al de una tienda de tela sútil y crugiente que se desplegase sobre su cabeza.

Y en efecto, una tienda se habia desplegado.

Tienda tegida de hilos sútiles y resplandecientes de mil colores como los rayos del sol que pasan por la lluvia: compartidos estos colores en labores caladas, en sútiles mallas que dejaban ver una luz resplandeciente, pero de una manera dulcísima, grata sobre todos los alhagos á los sentidos. Sostenian la tienda columnas en que no se veian mas que los resplandores de las piedras preciosas de que estaban cuajadas, y que giraban incesantemente, pareciendo un raudal purísimo que subia del pavimento.

Y aquel pavimento era un relumbrante alicatado (mosáico) de diamantes, de rubíes, de carbunclos, de esmeraldas, de topacios, de amatistas, de perlas negras y de perlas blancas, de cuantas preciosidades encerró Dios en las entrañas de la tierra y en las profundidades de los mares.

Y en medio del pavimento habia una fuente labrada de un solo diamante, y de la fuente surgía un agua clarísima y tan olorosa, tan rica de ambrosía como los manantiales del paraiso donde apagará su sed el justo toda una eternidad con sola una vez que beba una sola gota.

Y mas allá de la fuente, tendida en un lecho cándido y resplandeciente como la luna, habia una muger, mas hermosa que todas las hermosuras de la tierra, mas resplandeciente que la tienda en que se encontraba, y casta y pura como el pensamiento de un niño que murmura las primeras palabras con que su madre procura encaminar su espíritu á Dios.

Y tenia los cabellos, las cejas y las pestañas tan negros, que junto á ellos hubieran parecido blancas las alas de un cuervo de Egipto.

Y eran sus megillas como los arreboles del sol de la mañana.

Y era su carne tan blanca, que junto á ella hubiera parecido negra la nieve de las cumbres donde no se posa planta humana.

Y una túnica riquísima pero trasparente aumentaba los hechizos de aquella imágen de la muger que Dios crió para que fuese como la sultana de las huríes, para hacer feliz á Adan en el paraiso.

Era la imágen de Eva antes del pecado.

Almedí cayó de rostro sobre el pavimento con el alma abrasada en un fuego impuro, y adoró á Satanás en la imágen de Eva.

El niño-fiera, y el cachorro de perro y de leon, el uno entre los brazos y el otro á los pies de la Eva maldita, lloraban, gritaban, ahullaban, rugian con mas fuerza que nunca.

– Levántate, dijo la ronca y temerosa voz del diablo. Eres ya mio; pero quiero concederte un medio de volver á tu libertad. Voy á decirte en una historia, en la historia de esos dos hermanos, á dónde pueden llevar á una criatura el olvido de Dios por la muger, y por los impuros placeres de un amor idólatra.

 

– Dame á Eva, replicó Almedí.

– Te la daré, si me la pides despues de haber escuchado la historia de esos dos hermanos, y señaló al niño y al perro.

– Dame á Eva.

– Escucha.

Y dominado por un poder oculto y misterioso, Almedí con los ojos fijos en la imágen de Eva, sentado sobre sus rodillas, inmóvil, pálido, atento, escuchó.

Y el diablo le contó una historia.

Y la historia era esta.

91Ciudad á poca distancia de Túnez. Dicen las crónicas árabes que el walí-Moavia-ebn-Horeig, al llegar al sitio en que se levantó Cairvan, que era un valle cubierto de una espesa y enmarañada selva, poblada únicamente de leones, tigres y serpientes, dijo en altas voces: Salid de este lugar, fieras que morais en este valle; salid, dejad este bosque y espesa selva. Y que habiendo repetido estas voces tres veces, ó en tres dias, no quedó allí fiera, leon, onza ó sierpe que no dejase luego aquel bosque. Que luego mandó á su gente desmontar el terreno y cercarlo de altos muros, y clavando en medio su lanza dijo á los suyos: Este es, este es vuestro Cairvan. Como si hubiese dicho: este es vuestro parador, el descanso de vuestra jornada. Mas adelante el espacio comprendido por los muros se pobló, y la ciudad continuó con el nombre de Cairvan.