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El infierno del amor: leyenda fantastica

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SEGUNDA PARTE

I

 
En la cumbre del Zenete,
que está mirando á la Alhambra
y á las dos torres Bermejas,
y á la Vega, que se ensancha
al Poniente, con sus rios,
que, como cintas de plata,
relucen entre la bruma
de la noche solitaria
por la luna esclarecida,
se eleva la torre blanca,
con sus bellos azulejos
y sus ricas ajaracas,
de la famosa mezquita
donde el sepulcro se guarda
en que el cuerpo se venera
del santon Sydi Ben-Dara.
Á la base de la torre
se adhiere una pobre tapia,
que coronan descollantes
los pámpanos de una parra,
y en ella, por una puerta
estrecha, mezquina y baja,
á un pequeño huertecillo,
bello y frondoso, se pasa.
Dentro, en la alberca, se escucha
del débil chorro del agua
la monótona caida,
y el gemido de las auras
en las rojas amapolas,
en las dulces pasionarias,
en la espesa madreselva
y en las higueras enanas,
que, con torcidas raíces,
como bulbosas arañas,
á las grietas del muro
de la mezquita se agarran.
La fragancia se respira
de las flores y las plantas,
y todo anunciar parece
paz y contento en la casa
que, al fondo, con ornamentos
de verde yedra se alza.
¡Cuánto, mintiendo, extravian
las apariencias villanas!
Aquel huertecillo verde,
aquella tranquila estancia
que hace pensar en un nido
que á su culto amor consagra,
de Ataide, el desventurado,
es la doliente morada,
que en ella la triste Ayela
se extingue como una lámpara,
que al fin de una horrenda noche
sin pábulo muere exhausta.
Sentada sobre una estera,
sobre una estera de palma,
pálida como la muerte,
como el dolor apenada,
tendidas las blancas trenzas
sobre la encorbada espalda,
trenzas que dicen bien claro
que nunca ha sido casada.
Ayela en silencio reza,
y las leves cuentas pasa
de un rosario de marfil
con sus manos descarnadas,
y á pesar de todo, hermosas,
que cual al frio del alma,
en convulsion persistente
se agitan, y apénas bastan
á sostener del rosario
la ligerísima carga.
Una candela en un nicho
con su luz rojiza baña
del reducido aposento
las paredes blanqueadas,
que, si aparecen desnudas,
por su limpieza resaltan.
Un capacete sencillo,
una luciente coraza,
una pica de dos hierros
y una pesada hacha de armas,
agrupados en panoplia,
penden allá de una escarpia,
y en el fondo del hogar,
de la cena retrasada,
se oye el hervor insistente,
al que el quejido acompaña
de la vejez, ya caduca,
de un grande perro de caza,
todo á lo largo tendido
ante los piés de su ama.
Ya ha pasado un gran espacio
desde que la voz enfática
del muecin de la mezquita,
llamó á la postrer plegaria
de la noche á los creyentes.
¿Cómo tanto Ataide tarda?
Su cuidado maternal,
recelando una desgracia,
Ayela con más ferviente
dolor reza, ansiosa aguarda
á que entre el silencio suenen
las presurosas pisadas
de Ataide, cruzando el huerto,
y miéntras reza y se espanta,
de sus ojos su desdicha
rebosa en ardientes lágrimas.
 

II

 
Aun es hermosa, y en vano
la enfermedad, la tristeza
de su marchita belleza,
anublan el esplendor;
y áun á pesar de las canas
que emblanquecen sus cabellos,
hay en sus ojos destellos
de juventud y de amor.
 
 
Amor doliente, infinito,
mal herido, acongojado,
en ardoroso cuidado,
en apenador afan;
corriente de desventura,
que la materia mezquina
gasta, corroe, calcina,
como el fuego en un volcan.
 
 
Desesperantes, crueles
los dolores de su vida,
por su mente enloquecida
pasan en negro tropel,
y eterno, indeleble, horrible
un pavoroso momento,
en su corazon sangriento
mantiene viva la hiel.
 
 
No ha pasado un solo dia:
espantosa, aterradora,
es siempre la horrenda hora
del crímen y la maldad;
es lo que ensueño parece
por el infierno abortado,
lo infame al horror llevado;
lo infinito en la crueldad.
 
 
La mar, que á la brisa ondula
y al sol poniente riela,
deja ver la blanca vela,
recortándose en la luz,
que el ocaso enciende en fuego,
de esbelta nave galana
que de la costa africana
viene al verjel andaluz.
 
 
¡Ay de la vírgen morena
que al pié de la ingente roca
contra la que brava choca,
rompiendo espumas la mar,
sin miedo acercarse mira
la nave que blandamente,
mueve la brisa indolente
la azul llanura al rizar!
 
 
¡Ay de la tribu que errante
vino de Arabia en mal hora
á aquella roca traidora
y sus tiendas alzó allí!
que viene en la nave aquella
el feroz lobo marino,
almirante granadino
Ben Jucef-el-Meriní.
 
 
Se oculta el sol: ya es la noche:
la brisa se torna en viento,
que en largo sonoro acento
anuncia la tempestad,
y sobre la mar inquieta,
cubierta de blanca espuma,
negra y espesa la bruma
aumenta la oscuridad.
 
 
En tanto, la galeota
que el fiero Jucef comanda,
de la ensenada en demanda,
que está de la roca al pié,
llega, las anclas arroja
y al agua lanza el esquife,
que embiste en el arrecife,
donde el aduar se ve.
 
 
Los árabes, sin recelo
de un barco en que está arbolada
la bandera de Granada,
del rey en prenda y señal,
á Aben Jucef se adelantan
y en paz le tienden la mano,
como á un cariñoso hermano
de igual raza y ley igual.
 
 
Con antorchas le esclarecen
el camino, y á su llama,
que en chispas se desparrama
del viento bajo el furor,
de Ayela ve el almirante
la sobrehumana hermosura,
y súbita llama impura
prende en él de un torpe amor.
 
 
– ¡Ah la hurí! – temblando dice;
y volviéndose á su gente —
¡llevadla! – añade vehemente
con fiero acento brutal;
y aquella voz pavorosa
que á los árabes sorprende,
su honrada cólera enciende
y es del combate señal.
 
 
Á poco las tiendas arden,
gritos de muerte se escuchan,
presto los tristes no luchan
degollados en monton,
y Ayela, de horror transida,
entre unos brazos se siente,
y ve una mirada ardiente
que la hiela el corazon.
 
 
¡El vértigo! luégo nada;
insensible, muda, inerte,
un letargo que á la muerte
se pudiera comparar,
la domina, y cuando vuelve
en sí, con asombro toca
un dentellon de la roca,
á donde la echó la mar.
 
 
El sol brilla en el Oriente,
y la azul onda serena
se rompe en la blanca arena
con dulce cadente són;
y graznan las gaviotas,
sus blancas alas mojando,
la abrupta base rozando
del solitario peñon.
 
 
Los miembros atormentados,
de dolor temblando y frio,
con espantoso extravío
en su anhelante mirar,
vagamente recordando
rojas visiones tremendas,
Ayela busca las tiendas
de su querido aduar.
 
 
Ni un vestigio, ni un despojo
en la arena abandonada;
la mar, entónces rizada,
cuando el huracan la hinchó,
el arrecife asaltando,
bravía por él subiendo,
cuanto al paso halló barriendo,
sólo á Ayela respetó.
 
 
¡Oh! ¡cuán cruel fué la ola
que, cogiéndola en su espalda,
en la dentellada falda
de la roca, sin piedad,
la arrojó, que mejor fuera
que implacable la matára,
porque infeliz no llorára
su desolada orfandad!
 
 
Lentamente su memoria,
con el marasmo luchando,
la fué el crímen revelando
infame, horrible, cruel;
y fiera gritó, en la altura
los airados ojos fijos:
– ¡Malditos sean sus hijos
y cuantos vinieren de él!
 
 
¡Que perezca cuanto ame!
¡Que su corazon de fiera
lento y lento el dolor hiera
y no le mate el dolor!
¡Que sus noches el infierno
llene con sueños de espanto!
¡Que nunca aplaque su llanto
la cólera del Señor!
 

III

 
Y esta maldicion horrible
que del dolor en la hora
Ayela desesperada,
de justa venganza ansiosa,
pronunció contra el malvado,
ignorando su deshonra,
ignorando que era madre,
cuando lo fué en su memoria,
se sublevó turbulenta,
sombría, amenazadora;
que al maldecir á los hijos
de la fiera sanguinosa
que asesinó á su familia,
maldijo á su sangre propia;
y por eso cuando Ataide
en su infancia fatigosa,
que siempre sobran fatigas
donde el dinero no sobra,
el bello semblante pálido
mostraba, y su linda boca
de arcángel no sonreia,
la maldicion pavorosa
helaba de espanto á Ayela,
surgiendo de entre la sombra
del imborrable recuerdo
de su desdichada historia;
y pasaron veinte años
de angustias y de congojas
para la pobre inocente
madre honrada, aunque no esposa,
y para el hijo sin padre,
del cual fué la herencia sola,
con la belleza de Ayela
y su sangre generosa,
el valor de Aben Jucef
y su condicion indómita.
Sin pan y sin esperanza,
y sola en el mundo, sola;
en los principios viviendo,
con llanto, de las limosnas;
rechazando altiva y pura,
si la buscó, á la deshonra;
brava su sino arrostrando,
errante como una hoja
que del árbol desprendida
va allí donde el viento sopla;
con su tesoro cargada,
y libre como una alondra,
danzando cual bayadera,
cantando cual trovadora,
diciendo las buenas hadas
en natalicios y bodas;
vendiendo filtros de amores
y oraciones milagrosas;
ornando con oropeles,
collares y falsas joyas
su portentosa hermosura;
sin más amor que su ansiosa
pasion por su pobre hijo;
por valles, cerros y lomas,
parando en las alquerías,
en las villas populosas,
y en las altivas ciudades
que de torres se coronan;
marchitando su hermosura
las fatigas, las zozobras,
y de su llanto apenado
la corriente silenciosa,
y de su dormir inquieto
las sombras aterradoras,
á la juventud viril
llegó de Ataide, ya rotas
sus fuerzas, su juventud,
y con canas presurosas
la pálida frente ornada,
anciana ya áun siendo moza.
Siempre con el miedo horrible
de que en fatídica hora
su maldicion alcanzase
al hijo de sus congojas,
su único bien en el mundo,
aquella noche en que llora
por la tardanza de Ataide,
una fatídica sombra
su delirante cabeza
asalta y la vuelve loca:
nunca más vivo el recuerdo
de la noche tormentosa
de su desdicha la aqueja;
la faz repugnante y torva,
por el deseo irritada,
de su asesino, medrosa
cual si pasado no hubieran
los años, abrumadora,
impregnada de amenazas,
en frio pavor la ahoga;
y ya no reza ni siente
crujir la puerta premiosa
del huerto, ni unas pisadas
sobre la arena sonoras;
pero Radjí se levanta
penosamente, la cola
menea, con sus gruñidos
la atencion de Ayela evoca,
que de su estera se alza
y á la puerta llega ansiosa,
palpitante, en el momento
en que Ataide al umbral toca,
y muriendo de alegría
entre sus brazos se arroja.