Kostenlos

El infierno del amor: leyenda fantastica

Text
iOSAndroidWindows Phone
Wohin soll der Link zur App geschickt werden?
Schließen Sie dieses Fenster erst, wenn Sie den Code auf Ihrem Mobilgerät eingegeben haben
Erneut versuchenLink gesendet

Auf Wunsch des Urheberrechtsinhabers steht dieses Buch nicht als Datei zum Download zur Verfügung.

Sie können es jedoch in unseren mobilen Anwendungen (auch ohne Verbindung zum Internet) und online auf der LitRes-Website lesen.

Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

X

 
– ¡Alma, vida y amor del alma mia! —
exclamó Ataide los lucientes ojos
destellando una célica alegría; —
y Leila, trasportada, enloquecia,
trémulos de pasion los labios rojos.
 
 
No era ya la dulcísima apenada
que el alma ansiosa, el corazon ardiento
del dolor, en las sombras anegada,
de una pena indecible é ignorada
sucumbia al durísimo tormento.
 
 
El asombro, el delirio, la hermosura
de su alma vírgen, para amar nacida,
se exhalaban en ansia de ternura,
en explosion inmensa de ventura,
de amor supremo, de esplendente vida.
 
 
¡Él! ¡era él! ¡su encanto, su consuelo,
su abrasada ambicion, su sér divino,
la sombra misteriosa de su anhelo
que de improviso desgarraba el velo
que envolvia su amor y su destino!
 
 
Era su propio sér. – Ardiente, loca,
traspuesta é incitante la mirada,
mostraba en la entreabierta y dulce boca
cuanto el beso castísimo provoca,
desposorio del alma enamorada.
 
 
Sobresaltado, de delicias lleno,
á la presion de los amantes brazos,
á la desdicha y al temor ajeno,
su corazon del palpitante seno
pugnaba por saltar roto en pedazos.
 
 
La rica, la opulenta pedrería
que su garganta deliciosa ornaba
y que la luna con envidia heria,
con ménos esplendor resplandecia
que el que en sus negros ojos fulguraba.
 
 
Y luégo, ansiosa, loca, delirante,
con acento infinito de dulzura,
seductora, vivífica, anhelante,
así exclamó exhalando la fragante
deliciosa pasion de su alma pura:
 
 
– ¡Oh ensueño encantador del ansia mia!
¡fe de mi vida, hasta tenerte amarga!
¿por qué triste en tus ojos la agonía
áun causa espanto á la ventura mia,
por qué áun la pena del temor te embarga?
 
 
¿Temes que pobre, y yo de altiva cuna,
imposible y mortal nuestro amor sea?
cuando Dios de dos almas hace una,
ni el humano poder ni la fortuna
pueden romper lo que el Eterno crea.
 
 
Mayor ventura á nuestro amor no pidas;
¿no ves que Allah, en sus juicios misterioso,
para siempre ha enlazado nuestras vidas,
lanzando entre venturas bendecidas,
á la esposa en los brazos del esposo? —
 
 
Y Leila su palabra entrecortaba,
y estremecida de placer gemia,
y hambrienta la belleza contemplaba
de Ataide, que en sus brazos la estrechaba
y de ansiedad y amor desfallecia.
 
 
– ¡Sígueme! – Ataide al fin con voz medrosa
y trémula exclamó; – de la montaña
en el seno selvático, gozosa,
correrá nuestra vida venturosa
bajo el techo de paz de la cabaña.
 
 
Por tí en los manantiales mi ballesta
la caza matará, rica en sabores;
espléndida en matices la floresta
por Dios bordada y al placer dispuesta,
cuando la pises tú, brotará flores.
 
 
Fresca sombra, sonora y perfumada,
el ardor mitigando del estío,
te ofrecerá del huerto la enramada
blando lecho la grama regalada,
límpido baño el murmurante rio.
 
 
Sus auras la galana primavera
perfumará en la magia de tu encanto
difundiendo en el monte y la ladera
en lánguida cadencia y hechicera,
el suspiro ardoroso de tu canto.
 
 
Y en las veladas del invierno frio,
en el hogar, alcázar del contento,
zumbando fuera el huracan bravío,
yo gozaré tu amor, tú el amor mio,
junto á la alegre llama del sarmiento.
 
 
¡Oh, vén conmigo, vén, luz de mi vida,
alma de fuego para amar creada
y áun en el mismo infierno bendecida!
¡ah, no mates por Dios, mi alma querida,
el alma triste á amarte consagrada!
 
 
Deja ese mundo vano y mentiroso
correr tras la ambicion que engendra el crímen,
ese mundo de lágrimas ansioso,
que no sabe ser grande y venturoso
sin gozar el dolor de los que gimen.
 
 
Sígueme, vén, pues que el Señor, clemente,
en el fuego de amor unirnos quiso,
y el arduo monte, el mugidor torrente,
el dulce valle y la sonora fuente
serán nuestro encantado paraíso. —
 
 
Y anhelante calló. – La contemplaba
muriendo de ansiedad, y cual tesoro
que de su amante corazon brotaba
sangre del alma, largo resbalaba
por sus mejillas pálidas el lloro.
 
 
– ¡Oh adorado señor! – enloquecida
Leila exclamó, resplandeciente en fuego: —
humilde, á tu mandato sometida,
sin otro bien que tú para mi vida,
¿cómo negarme á tu anhelante ruego?
 
 
¡Mira, atiende, señor! tan tuya soy,
tal te idolatra el pensamiento loco,
á tu merced tan entregada estoy,
que del amor que á tu delirio doy
para decir lo inmenso todo es poco.
 
 
Pero ¿por qué me pides que envilezca
del noble viejo las altivas canas,
que su terrible maldicion merezca,
si para que tu raza se ennoblezca
tienes allí las huestes castellanas? —
 
 
Y Leila, altiva, grande, destellando
el ínclito esplendor de su linaje,
el brazo eburneo á Loja amenazando,
así inspirada prosiguió exclamando,
resplandeciente de valor salvaje:
 
 
– ¡De mi amor, de tu fe, todo lo espera!
¿no ves el monte oscuro allá perdido
que guarda de Granada la frontera?
¡bravo por mí levanta una bandera,
vuelve á buscar mi amor ennoblecido! —
 
 
Se irguió Ataide magnífico, esplendente,
de amor y de bravura trasportado,
y tendiendo su brazo al Occidente,
así exclamó en acento prepotente
por Leila y por la gloria arrebatado:
 
 
– ¡Infantes de Castilla jactanciosos,
rey Adfun el rumy, que el fuerte muro
acechais de Granada cautelosos,
al logro de mis sueños venturosos
iré por vuestra sangre, yo os lo juro!
 
 
– ¡Toma de mis alhajas el tesoro —
Leila le interrumpió; – gente esforzada
á sueldo toma, derramando el oro;
haz que brille en la lid el nombre moro,
corre la tierra infiel en algarada!
 
 
– ¡Tus joyas no, porque en el logro fies —
exclamó Ataide – de mi noble empresa,
me bastan de la sierra los monfíes,
feroces cual los fuertes jabalíes
que se abren paso entre la jara espesa!
 
 
– ¡Los monfíes! ¡fatídicos agüeros —
dijo Leila; – ¿qué empresa enaltecida
se puede acometer con bandoleros?
– Ellos – exclamó Ataide – saben fieros
causar la muerte y despreciar la vida.
 
 
Ganarán el perdon de su delito
por Dios y el rey triunfando en la pelea.
– ¡Dios sólo es vencedor! ¡estaba escrito! —
Leila exclamó. – ¡Señor de lo infinito,
tu santa voluntad cumplida sea!
 
 
Y alzó los ojos, desolada, al cielo,
como buscando amparo en el altura;
cual si un horrible apenador recelo
de su amor y su encanto tras el velo
la hiciese presentir la desventura.
 
 
De improviso sus ojos irradiaron
un rápido fulgor vago y sombrío,
atentos al Oriente se tornaron,
y trémulos sus labios exclamaron,
con acento á la par triste y bravío:
 
 
– ¡Ah! ¡en mi busca se acercan! ¡huye! ¡véte!
¿no escuchas el rumor vago y perdido
que crece, que se acerca, que arremete,
de la rauda carrera de un jinete
y de feroces perros el ladrido?
 
 
Es mi padre sin duda: ¡si te hallára!
¡oh, tú no sabes su altivez cuán fiera!
¡de la espesura próxima te ampara!
¡ten compasion de mí, que me matára
si una sombra de duda concibiera!
 
 
– ¿Y no he de verte?
– Sí.
– ¿Cuándo?
– En la hora
del silencio y del sueño: ¡huye, bien mio!
– ¿Y dónde te he de hallar?
– En la Almanzora:
yo en la reja estaré: ¡sálvate ahora!
¡líbrame del terror que siento impío! —
 
 
Y de nuevo en abrazo tembloroso
sus agitados senos se juntaron,
y en un beso infinito, silencioso,
la amante esposa, el delirante esposo,
de nuevo el pacto de su amor sellaron.
 
 
Y ella le rechazó, que ya el estruendo
más cerca y más distinto se sentia;
y él, apenado, de dolor gimiendo,
rápido se alejó, despareciendo
por el lóbrego seno de la umbría.
 
 
Y olvidó su cervato, su ballesta
y su roto caftan de sangre rojo,
y Leila, ansiosa, de terror traspuesta,
– ¡Que él se salve! – exclamó – ¡yo estoy dispuesta!
¡Sálvame tú, Señor, que á tí me acojo!
 

XI

 
Á poco, fiero se mete
sobre un caballo lanzado
á rienda suelta, en el prado,
un fatídico jinete.
 
 
Deshecho su capellar,
al aire en desórden flota;
y de su roja marlota
el recrujiente ondear;
 
 
y la furia con que bate
los ijares del corcel,
desgarrándolos cruel
con el agudo acicate;
 
 
y el siniestro, el ronco grito
con que excita al corredor,
el aspecto aterrador
le dan de un genio maldito.
 
 
Fieros, el rastro siguiendo,
ante el rápido corcel,
vienen perros en tropel
ladrando, aullando, latiendo.
 
 
La brava y leal jauría,
al ver á su dueña hermosa,
á ella corre presurosa
trasportada de alegría,
 
 
y el jinete, que refrena
al bruto con fuerte mano,
ansioso, anhelante, insano,
del arzon salta á la arena.
 
 
– ¡Hija! – al ver á Leila en pié,
llena de vida, radiante,
gritó el xeque delirante —
¿quién te salvó?
 
 
– No lo sé —
respondió Leila turbada
y presintiendo la ira
de su padre, á la mentira
 
 
por primera vez llevada;
que aunque sencillas alienten
la pureza y el candor,
para defender su amor
 
 
las mujeres, todas mienten.
– ¡No lo sabes! ¡Mas Dios santo! —
Jucef con fiera sorpresa
añadió – ¿qué sangre es esa
 
 
en tu seno y en tu manto?
Era la sangre traidora
que á Ataide bañado habia
del leon, que aparecia,
 
 
señalando, vengadora,
aquel abrazo de amor,
aquel delirio infinito;
y cual testimonio escrito,
 
 
indudable, acusador,
y cual señal de una afrenta,
en la blanca vestidura,
marcada su huella impura,
 
 
dejó una mano sangrienta.
– ¿Por qué, si no estás herida,
si al leon no te acercaste —
gritó Jucef – te manchaste?
 
 
– ¡No lo sé! Desvanecida
por el terror…
– ¡El terror!
¡y el infame á quien debiste
 
 
la vida, y al que ni áun viste,
cobró su precio en mi honor!
– ¡Oh padre! ¡no te comprendo! —
relevando la cabeza
 
 
dijo Leila con fiereza.
– ¡Que no me entiendes! ¡Mintiendo
tu torpe maldad aumentas! —
el xeque exclamó con furia. —
 
 
¡Estoy leyendo la injuria
en estas manos sangrientas!
– ¡Injuria, no! – pudorosa
dijo Leila, en su bravura
 
 
aumentando su hermosura
hasta hacerla portentosa. —
¡Injuria! ¡Dios me maldiga
si yo te ofendí, señor;
 
 
que con espanto y horror
su maldicion me persiga! —
Y demudado el semblante,
deslumbradores los ojos,
 
 
ardientes los labios rojos,
alto el seno palpitante,
trasportada, poderosa,
más y más resplandeciente,
 
 
alzaba su pura frente
de candor esplendorosa.
En sus órbitas rodaron
los ojos del xeque fiero;
 
 
su diestra el brazo hechicero
que las Gracias modelaron
asió con fuerza brutal,
y doblegando á la triste
 
 
exclamó;
– Si no mentiste;
si la humillante señal
de los brazos de un insano,
 
 
que atreviéndose á mi honor
aprovechó tu pavor,
mienten tambien; si es en vano
de mi furor el recelo,
 
 
¿por qué en tus ojos fulgura
una inefable ventura,
una alegría del cielo?
¿por qué te miro trocada
 
 
de triste en resplandeciente?
¿es que tambien falaz miente
el amor en tu mirada?
– ¡Oh padre! – en una explosion
 
 
Leila exclamó; – no tirano
pretendas romper insano
las leyes del corazon.
Si cual le vi le miráras,
 
 
por mí venciendo á una fiera,
tu gratitud le quisiera,
cual le amo yo, tú le amáras.
– ¿Por qué se oculta, y por qué
 
 
tú no me dices su nombre?
– No lo sé, ni hay que te asombre,
que del amor en la fe,
de la ventura en la calma,
 
 
el espíritu anhelante
no pregunta, goza amante:
¿tiene acaso nombre el alma?
Y más no te he de decir,
 
 
aunque tu furor lo intente,
y aunque perezca inocente,
por mi amor sabré morir.
– ¡Ah, la osada rebeldía! —
 
 
exclamó el xeque, la mano
llevando, en su furia insano,
al puño de su gumía. —
Su desventura midió
 
 
la triste, cerró los ojos,
y desplomada, de hinojos
ante su padre cayó.
– ¡No! – murmuró en un rugido
 
 
el xeque; – ¡la muerte fuera
tu perdon! ¡más te valiera,
infame, no haber nacido! —
Y despiadado, brutal,
 
 
del suelo la levantó,
con ella al corcel saltó,
partió como el vendaval;
sin ladridos la jauría
 
 
fué tras su fiero señor,
y á poco el postrer rumor
en la noche se perdia.
 
FIN DE LA PRIMERA PARTE