Atropos

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10

A la mañana siguiente, el capitán Luzzi pidió a Zamagni y Finocchi que le pusiesen al día con respecto al caso de Lucia Mistroni.

“Estamos interrogando a amigos y parientes,” explicó el inspector, “a continuación deberemos hablar con el empresario que contrató a la muchacha. No podemos excluir que el culpable pueda ser un compañero de trabajo.”

“Los parientes a los que he escuchado”, añadió el agente Finocchi, “no han escondido el tema de las llamadas telefónicas amenazantes que parece que recibía la muchacha. Parece que tenía mucho miedo, por lo menos por lo que me ha hecho entender la prima.”

“Bien, continuemos a buscar e id enseguida a ver a las personas que todavía debéis interrogar.” Concluyó Luzzi.

Zamagni y Finocchi asintieron, así que salieron a la calle con el fin de hablar con el jefe de la muchacha y con dos amigos que estaban en la lista que les había dado la madre de Lucia Mistroni.

El inspector comenzó con Beatrice Santini, que gestionaba un estanco en vía San Felice.

Cuando llegó, en el negocio no había nadie.

“No quisiera molestar.”

“¿Qué desea?”, preguntó la dueña del estanco.

Zamagni le mostró la placa, y a continuación añadió que le gustaría hablar con ella sobre Lucia Mistroni.

“Para mí ha sido un golpe muy duro. Me ha dado la noticia la madre,” dijo Beatrice Santini que no parecía sorprendida por la visita de un inspector de policía.

“Comprendo. ¿Me puede decir cómo se ha enterado?”

“Me he enterado por casualidad. Había ido a casa de su hija para charlar un poco. No la he encontrado y, mientras estaba esperando en la puerta de entrada, porque no sabía si de verdad no estaba en casa o si quizás estaba tardando en responder, vi que pasaba su madre. Me ha preguntado que por qué estaba allí, si estaba buscando a Lucia y si no sabía todavía lo que le había ocurrido. Caí de la burra, no sabía nada. Me quedé de piedra y, cuando me ha dicho que la policía estaba investigando el asunto, ha añadido también que os había dado una lista de personas que conocían a Lucia, los parientes y los amigos más íntimos, por lo que esperaba vuestra visita.”

“Entendido. ¿Qué clase de relación tenía con Lucia?”

“Nos llevábamos muy bien. Por lo general Lucia no peleaba jamás con nadie, era una muchacha con un carácter estupendo.”

Zamagni asintió.

“¿Sabe por casualidad si le había ocurrido algo últimamente que podría haber influido en su vida privada?”

“No, nada que yo sepa.”

Un cliente entró, pidió una cajetilla de cigarrillos y, cuando salió, también Zamagni se despidió de la muchacha.

“Por ahora creo que es suficiente. Le pido que esté disponible y, en el caso de que recuerde algo que crea que es importante, me lo haga saber.”

Mientras la muchacha asentía él le dejó el número de teléfono de la Comisaría.

“Pregunte por mí. Soy el inspector Zamagni.”

“De acuerdo.”

El último contacto que había escrito la madre de Lucia era Fulvio Costello, un empleado de la oficina de Correos de vía Emilia, en el distrito Manzini.

Cuando el inspector Zamagni llegó a su destino había poca gente, de esta manera pudo preguntar sin problemas quién era el responsable de la oficina y, al mismo tiempo, hablar un poco con el empleado.

El responsable habló un rato con el hombre para explicarle la situación, por lo que Fulvio Costello se ausentó de la ventanilla y fue a la parte de atrás para hablar con Zamagni.

“Siento las molestias. Soy el inspector Zamagni. Quería hablar un poco con usted sobre Lucia Mistroni.”

“¡Santo cielo! ¿Qué le ha ocurrido?,” preguntó el hombre, ignorante de los acontecimientos de las últimas horas.

“Ha pasado a mejor vida. Siento decírselo así. Suponemos que no ha sido una muerte natural.”

El empleado de Correos quedó un instante en silencio, a continuación preguntó si tenían alguna idea sobre quién era el culpable.

“Por desgracia, todavía no, pero estamos trabajando duro para encontrarlo lo más pronto posible.”

“Entiendo. Espero que ocurra pronto.”

“También nosotros lo esperamos”, dijo Zamagni, “Ahora me gustaría hacerle algunas preguntas, si está de acuerdo.”

“Por favor.”

“Gracias. En primer lugar querría saber como os habéis conocido, usted y Lucia.”

“Por casualidad, durante un viaje a Canadá.”

“Ya. ¿Y luego habéis mantenido el contacto?”

Costello asintió.

“¿Hablabais a menudo?,” preguntó el inspector.

“Todas las semanas, no, pero hablábamos con frecuencia.”

“¿Hace cuánto tiempo que os conocíais?”

“Dos años.”

“¿Puedo preguntar si, por casualidad, ha habido algo distinto a la amistad entre vosotros dos?”

“¿Por qué me lo pregunta?”

“Necesitamos tener información, para resolver un caso como este y la buscamos por todas partes.”

“Vale. Absolutamente, no.”

“Bien. ¿Tiene, por casualidad, alguna idea sobre quién ha podido tener un motivo para matarla? ¿O cualquier acontecimiento acaecido que haya podido tener como epílogo lo que ha sucedido?”

“No,” respondió el hombre, después de haber meditado durante un minuto. “Por desgracia, por lo que respecta a esto, no puedo ayudaros. En el caso de que se me ocurra algo más, os lo haré saber.”

“Muchas gracias.”

El jefe de la oficina de Correos apareció por la puerta que daba a la parte de atrás. “¿Fulvio?”

El hombre se giró y dijo: “Creo que debo volver al trabajo.”

“Está bien,” dijo Zamagni, entendiendo la situación. “Le pido solamente que esté a nuestra disposición y no dude en contactar con nosotros en el caso de que recordase algo que pueda sernos de utilidad.”

“No hay problema,” dijo el empleado de la oficina de Correos.

El inspector asintió, después se despidió y salió de nuevo a la calle.

Ahora sólo quedaba por escuchar qué contaría el empresario que había contratado a la señorita Mistroni, puede que entonces tuviera bastante material para comenzar a hacer alguna hipótesis.

11

Davide Pagliarini no conseguía apartar de la cabeza aquel accidente. Soñaba con él por la noche, como una pesadilla constante, y claro que no habría querido que ocurriese.

Estúpido, se repetía, soy un estúpido, ¡he matado a un niño! Estaba esperando el juicio, esperando, con la ayuda de un buen abogado, de conseguir por lo menos reducir la pena. Mientras tanto vivía preso de sus remordimientos. A media mañana de aquel día sonó el timbre de casa.

“¿Quién es?” preguntó por el portero automático.

“Una carta certificada. Tiene que firmar.”

El cartero.

Pagliarini descendió a la entrada del edificio, firmó, cogió el sobre y volvió a subir a su piso.

El remitente era el Tribunal de Bolonia.

Objeto: aviso de comparecencia.

Abrió el sobre y descubrió que debería presentarse dentro de dos semanas exactas a las diez y que, si no lograba encontrar un abogado defensor, le sería suministrado uno de oficio.

Dejó la carta sobre la mesita del salón, después marcó el número de su abogado defensor.

“Mantente en calma y verás como saldremos adelante.”

El abogado sabía ya toda la historia, ya que se la había contado por teléfono el mismo Pagliarini al día siguiente de ocurrido el accidente.

Me condenarán, había dicho, no puedo zafarme de ninguna manera.

El abogado había intentado, también esta vez, tranquilizar a su cliente diciéndole que encontrarían algo que lo ayudaría por lo menos a conseguir una pena reducida, e incluso a pagar sólo una multa. Aunque se daba cuenta que no sería nada agradable de contar a los parientes de la víctima.

Lo conseguiremos, le había repetido el abogado, verás como lo conseguiremos.

Ahora lo descubrirían: ese día estaba a punto de llegar y Davide Pagliarini estaba muy preocupado, a pesar de las palabras de su abogado.

Quedaron para verse al día siguiente y hablar del asunto en privado.

Cuando Pagliarini y el abogado se vieron en la oficina de este último, la primera cosa que hicieron fue un resumen de lo ocurrido.

“Había salido de la discoteca. Cuando estaba en la carretera de circunvalación de Bolonia estaba eufórico, he presionado el pedal del acelerador a fondo, sin percatarme de la velocidad a la que iba. Cuando llegué a un cruce, donde estaba el semáforo en verde, golpee a un chaval que estaba atravesando la carretera en el paso de cebra.”

“Aquella persona estaba atravesando la carretera a pesar de saber que en aquel momento no habría debido hacerlo. El semáforo del peatón estaba en rojo, imagino.”

Pagliarini asintió, esperando que su recuerdo fuese real y no estuviese distorsionado por las drogas.

“Ahí está, ves, hemos encontrado un punto a nuestro favor.”

“De acuerdo,” dijo Pagliarini, “pero ¿qué hacemos con el hecho de que yo me hubiese puesto a conducir después de haber tomado una de aquellas malditas pastillas? ¡Maldita sea! No las había tomado nunca, me he dejado liar por el tipo de dentro, aquel que me la ha dado. Me ha dicho Verás cómo te sentirás mejor y yo me he dejado convencer.”

 

El abogado meditó durante un momento.

“La cuestión de la pastilla no le favorece”, dijo finalmente, “de todas formas conseguiremos salir de esta. Debe fiarse de mí.”

“¡Ojalá! ¿Qué debo hacer mientras tanto, estos días? ¿Algo en concreto? ¿Necesita una declaración mía?”

“Por ahora no. Contará todo en el tribunal. Intente permanecer tranquilo y verá como todo se resolverá.”

“Me fío de su experiencia.”

“Perfecto. Ahora vuelva a casa y relájese. Apareceré cuando sea necesario.”

“Se lo agradezco infinitamente.”

“De nada. Es mi trabajo.”

Después de despedirse el abogado comenzó a pensar en cómo llevar a cabo este caso en los tribunales, y Davide Pagliarini regresó a casa. Seguiría el consejo que le habían dado: relax absoluto hasta el día del juicio.

12

Muy temprano por la mañana, ese mismo día, Mariolina Spaggesi escuchó el timbre, fue al portero automático y preguntó quién era.

“Flores para usted, señora,” fue la respuesta.

“Suba,” dijo la mujer, comenzando a hacer suposiciones sobre el posible remitente del agradable regalo.

Cuando vio al florista con el ramo de flores en la mano, cambió de expresión.

“E... entre, por favor,” dijo, balbuceando, al hombre que tenía delante. Le parecía haberlo visto ya, quizás era el florista que no estaba muy lejos de su casa, en la misma calle.

“Déjelas allí encima.”

El hombre cruzó el umbral del piso, siguió las indicaciones que le habían dado, se despidió rápidamente diciendo que tenía que volver corriendo al negocio porque estaba sólo y había dejado un aviso en la puerta de entrada para hacer comprender a los posibles clientes que volvería enseguida.

Mariolina Spaggesi cerró la puerta y fue rápidamente hacia el ramo de flores que le habían traído.

¿Un ramo de crisantemos?, pensó.

Vio que sobre el papel que envolvía las flores había sido pegado un sobre con las palabras PARA MARIOLINA.

Lo abrió y dentro encontró sólo una tarjeta de visita de cartón.

MASSIMO TROVAIOLI

Direttore Marketing

Tecno Italia S.r.l.

La mujer sintió que se desmayaba y tuvo que sentarse para evitar que sucediese realmente.

Dio la vuelta a la tarjeta de visita y vio que en la parte de atrás estaba escrito ¡HASTA PRONTO! con un bolígrafo.

Después de unos minutos se levantó de la silla, cogió un vaso y lo llenó de agua dos veces. Sentía necesidad de beber.

Lo enjuagó, después fue al cuarto de baño a refrescarse la cara.

¿Cómo podía ser?

Debido a una creencia popular que le habían transmitido ella había asociado siempre los crisantemos con los difuntos, y Máximo Trovaioli…

Cogió el teléfono y marcó el 091.

“Me persiguen…” consiguió decir con esfuerzo cuando alguien le respondió desde el otro lado de la línea.

“Mantenga la calma, señora” dijo el agente que estaba al teléfono, “explíquese mejor.”

“Yo… ¡me está persiguiendo… un muerto!”

“Eso es imposible. ¿Está segura de encontrarse bien?”

“Sí. Sí, estoy bien,” dijo ella “¡Estoy siendo… perseguida por un muerto!”, gritó.

“¿Dónde vive?”, preguntó finalmente el agente intentando cortar la conversación “Le mando a alguien.”

La mujer dio su dirección y concluyó la llamada pidiendo que se diesen prisa.

Cuando llegaron los dos patrulleros encontraron a Mariolina Spaggesi presa del pánico.

“Intente tranquilizarse, señora. Querríamos que nos contase con tranquilidad que está ocurriendo”, explicó uno de los dos agentes.

La mujer les contó lo del sobre recibido algunos días atrás y lo de las flores entregadas esa mañana.

“¿Quién es Massimo Trovaioli?”, preguntó un agente.

“Mi último ex.”

“¿Él podría tener algo en su contra? Cuando se han separado ¿ha sucedido de mala manera?”

“Él está… ¡muerto!” gritó la mujer. “Él es el… muerto… ¡que me persigue!”

La señorita Spaggesi continuaba gritando, parándose siempre sobre la palabra muerto cada vez que la pronunciaba.

“Perdónenos,” dijo el otro agente, “No nos queda todavía claro este punto. Nos debe disculpar. Lo sentimos.”

“No pasa nada” respondió la mujer después de un momento de silencio en el cual intentó tranquilizarse.

“¿Ha visto quién le ha traído estas flores?,” le preguntaron cuando los dos agentes estuvieron seguros que había pasado el peor momento.

“Parecía… el florista… aquel que está calle abajo, en la vía San Vitale, pero no estoy segura. Cuando estoy por ahí fuera camino siempre deprisa y no me fijo mucho en las tiendas.”

“Lo comprobaremos,” le aseguró uno de los patrulleros, volviéndose hacia su compañero con una mirada de complicidad. “Mientras tanto, usted debe permanecer tranquila. ¿Nos lo promete?”

“Lo intentaré,” respondió la mujer. “Lo intentaré.”

“Bien. Nosotros nos pondremos a ello inmediatamente para echar un poco de luz sobre este asunto. Probablemente sea un malentendido.”

“Tengo miedo,” dijo la señorita Spaggesi, “Haced algo, por favor,” les imploró, como si no hubiese escuchado las últimas palabras de los agentes.

“Tranquilícese y beba un vaso de agua fresca.”

El agente más cercano al grifo del agua cogió un vaso que encontró al lado, lo llenó con agua y se lo dio a la mujer.

“Beba a sorbitos y verá como le ayuda a sentirse mejor.”

La mujer bebió siguiendo el consejo y, mientras permanecía sentada, preguntó si no sería un problema, para los dos agentes, si ella no los acompañaba hasta la puerta.

“No hay problema, señora.”

Mariolina Spaggesi quedó sola, sentada e inmóvil, pensando en todo lo que había ocurrido, confortada por las palabras de los dos agentes: ellos se ocuparían del problema, esperaba que lo resolviesen.

Cuando los dos agentes, siguiendo las indicaciones de la señorita Spaggesi, llegaron al negocio de flores, encontraron un aviso en la puerta: VUELVO ENSEGUIDA.

Aquel que parecía ser el dueño llegó con paso rápido, acelerando en los últimos metros al ver a dos agentes de policía esperando.

“¿Me buscabais?” preguntó, “¿Os puedo ayudar, ha sucedido algo?”

“¿Podemos entrar?”, dijo uno de los dos agentes.

“Por favor, por favor, faltaría más.”

El hombre abrió la puerta de cristal e hizo sentar a los dos agentes en el interior.

“Por favor, decidme. ¿Qué ha sucedido? Yo no os he llamado. No me han robado nada.”

“No estamos aquí por esa razón” le interrumpió un agente.

“Explicaos.”

“Una persona dice que ha recibido un ramo de flores de un muerto”, comenzó a contar el agente con más años de carrera en la policía.

“Imposible”, dijo el florista, “Los muertos no mandan flores a nadie.”

“Dice también que se las llevó usted o una persona que trabaja con usted.”

La mirada del hombre se volvió más sombría.

“No entiendo a dónde queréis llegar.”

“Queremos solo comprender qué ha sucedido,” explicó el agente más joven. “Está persona está realmente aterrorizada.”

“¿Cuándo habría sucedido?”

“Hace poco tiempo… un par de horas.”

“Dejadme pensar un momento.”

El florista hizo una pequeña pausa, a continuación volvió a hablar.

“Yo trabajo solo, no tengo ayudantes ni nada parecido aquí. No me los puedo permitir. Hago yo todo: recibo a los clientes, les sirvo y, si es preciso, llevo los pedidos a domicilio.”

“Cuando hemos llegado a aquí, usted no estaba. ¿Estaba con una entrega?”

“Obviamente.”

“Nada es obvio en nuestro trabajo,” dijo un agente, como para dar a entender que no estaban haciendo una visita de cortesía.

“Excusadme”, dijo el hombre, “Claro, sí, me había ausentado diez, quince minutos quizás, para llevar un encargo.”

“De acuerdo. ¿Ahora nos puede decir si ha hecho una entrega hace más o menos dos horas?”

Después de una pausa, el florista respondió: “Creo que sí. Era una señora, quizás una señorita. No le sabría decir con exactitud: no indago sobre la vida privada de mis clientes. De todas formas, era una mujer.”

“¿Recuerda el nombre?”

“No, lo siento.”

“Piénseselo bien. Reflexione un momento. Esta información puede sernos de utilidad.”

“Os lo confirmo. No me acuerdo”, dijo después de un minuto, “Por desgracia veo muchas personas durante el día y a menudo no me acuerdo de los nombres.”

“Da lo mismo,” le aseguró el agente. “¿Se acuerda por lo menos quién le ha encargado el pedido?”

“Un hombre. Sí, era un hombre.”

“¿Sabría decirnos algún otro detalle?”

“Mmm… elegante. Era un hombre elegante.”

“¿Alguna cosa más?”

“Debo pensarlo. Sabed, esta persona llegó ayer por la noche mientras estaba a punto de cerrar el negocio, por lo que ha pasado algo de tiempo.”

“No se preocupe, tendrá todo el tiempo que necesite. Si le viene algo a la memoria no dude en informarnos.”

“Lo haré,” dijo el hombre a modo de despedida. “Ahora, si no os molesta, tengo cosas que hacer”, añadió viendo que entraba una mujer en la tienda.

“Por favor, hágalo, los clientes son lo primero. Excúsenos por la molestia.”

Los dos agentes dejaron la floristería y se marcharon por debajo del pórtico en dirección a las Dos Torres.

“Este hombre no nos dice la verdad,” dijo el agente más viejo, “Creo que nos está ocultando algo.”

“Yo también lo creo,” dijo el otro, “pero no sabría decir el qué.”

13

La primera audiencia en la que participó Davide Pagliarini, por haber embestido al niño en la carretera de circunvalación de Bolonia, fue bastante embarazosa para él. Fueron expuestos los hechos y, a continuación, el culpable fue interrogado delante del juez.

Después de las preguntas del abogado de la acusación particular y de las del defensor, desde el público se escuchó un “¡Avergüénzate!” gritado con tanta fuerza que resultó estridente.

Pagliarini empalideció y quedó paralizado en la silla, sin saber de qué parte mirar; le habría gustado hundirse, desaparecer, y no encontrarse en aquel lugar en ese momento.

Después de un instante, se giró hacia su abogado y, sin mediar palabra, su mirada le dijo ¿qué debo hacer?; el otro, sin abrir la boca, respondió con una mirada interrogativa, ya que ni siquiera él sabía que sería mejor: seguramente no dar importancia a lo ocurrido, considerando la reacción que había tenido lugar, haría que la situación fuese menos problemática, antes que mostrar la vergüenza requerida por la persona que había tenido el valor de dar ese grito en público en el interior del aula de un tribunal.

Finalmente, Pagliarini se levantó de la silla usada para los interrogatorios y fue hacia su abogado andando lentamente, pero sin mostrar signos de hacer entender al anónimo chillón de haber dado en el blanco.

La audiencia finalizó sin una resolución definitiva, a la espera de otra sesión.

El abogado escoltó a su asistido hasta la salida para evitarle episodios desagradables similares al que había ocurrido en la sala, entonces le dijo que se verían de nuevo en breve para decidir cuál línea de defensa seguir en la siguiente audiencia.

El inspector Zamagni y el agente Finocchi fueron juntos a hablar con el empresario que había contratado a Lucia Mistroni.

La muchacha trabajaba en la Piazzi & Co. como empleada de oficina y se ocupaba de la contabilidad.

Cuando hablaron en la recepción, a los dos los hicieron sentar en butacas de piel que estaban enfrente del mostrador y, pocos minutos más tarde, los recibió el titular de la empresa.

Era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto sencillo y con modales ni agresivos ni arrogantes, que se mostró feliz de ayudar a los funcionarios de policía en el desempeño de sus funciones.

 

“¿De qué os ocupáis?” preguntó Zamagni

“Importación-exportación de artículos diversos.” dijo el hombre.

“¿Y la señorita Mistroni trabajaba con vosotros desde hacía mucho tiempo?”

“No recuerdo exactamente, pero aproximadamente algunos años.”

Zamagni e Finocchi asintieron.

“¿Según usted, cómo era la relación de la muchacha con sus otros colegas?”

“Por cuanto yo sé, buena. Desde este punto de vista me siento afortunado: parece ser que todos los trabajadores contratados de esta empresa se llevan bien, hay un clima muy relajado.”

“Comprendo”, dijo el inspector.

“¿Nos sabría decir si, por casualidad, la señorita Mistroni tuviese problemas fuera del trabajo?” preguntó el agente Finocchi, “Quiero decir algún episodio del pasado del que la muchacha hubiese hablado con usted o con otra persona.”

«Siempre fue una persona bastante reservada.»

“¿Y entre sus colegas no hay ninguno con quien tuviese una relación confidencial?”

“Me llegó la noticia de que se había prometido con un ex dependiente nuestro pero que, hasta hace un mes, trabajaba aquí. No me parece que hubiese otras personas con las que tuviese una relación de confianza.”

Zamagni y Finocchi se intercambiaron una mirada: Paolo Carnevali no les había dicho nada parecido y quizás tendrían que profundizar sobre este tema.

Intuyendo que, al menos aparentemente, aquella charla no les estaba llevando a ninguna parte, los dos agradecieron al hombre su paciencia, Zamagni intercambió con él la tarjeta de visita, y después salieron.

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