Atropos

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5

“¿Puedo pagar con la tarjeta de crédito?”, preguntó la mujer.

“Por supuesto,” le contestó la empleada del gimnasio.

“Perfecto. ¿Qué documento debo rellenar para inscribirme?”

“Aquí lo tiene. Rellene todos las secciones y, si tiene alguna duda, no dude en preguntar,” le recomendó la rubia que estaba detrás del mostrador. “Escriba en letras mayúsculas.”

La otra mujer asintió y cogió el bolígrafo que encontró atado a un cordoncillo.

“¿Mariolina Spaggesi? ¿Es correcto?” peguntó la empleada.

“Sí.”

“¿Y vive en vía San Vitale número 12, verdad?”

“Exacto.”

“Bien. Yo diría que todo es perfectamente legible.”

A continuación le dio un folio en el que estaba especificado el reglamento del gimnasio.

Mariolina Spaggesi lo plegó, lo metió en el bolso y, saliendo, se despidió de la otra mujer, para después tomar el camino hacia su casa.

No veía la hora de comenzar: desde hacía tiempo se había prometido a si misma asistir a un gimnasio, por libre, sin obligaciones de horarios, y finalmente aquel día había tomado la decisión de pararse.

Pasaba delante de él casi todos los días porque estaba en el trayecto que unía su casa con su puesto de trabajo y a menudo prefería dar un paseo antes que utilizar los medios de transporte públicos. Los consideraba focos de virus gripales y, en el fondo, caminar, como le habían dicho, era beneficioso para la salud.

Aquella tarde llegó a casa y, después de haber cogido el correo y haber tomado una cena rápida con una pizza entregada a domicilio, se fue a dormir a las 21 horas: estaba cansadísima, debido a la pesada jornada laboral, y se quedó dormida al instante.

Fue a la mañana siguiente, durante el desayuno, cuando comprobó el correo que la noche anterior tan sólo había dejado encima de la mesita de la sala de estar.

Algunos folletos publicitarios, una postal enviada por una amiga que estaba de vacaciones en el norte de Europa y un sobre blanco donde estaba escrito X MARIOLINA SPAGGESI y la dirección, escrito todo en letras mayúsculas.

No sabía quién era el remitente, porque evidentemente no había querido que se supiese o porque, quizás, se daba a conocer en el interior del sobre mismo, o por cualquier otro motivo que Mariolina ignoraba.

Apoyó la taza de café con leche sobre la mesita y abrió el sobre, con mucha curiosidad por saber cuál podía ser el contenido.

Era muy ligero y, aparentemente, parecía que no contuviese nada.

En realidad, había algo en su interior, y precisamente una tarjeta de visita. El texto decía:

MASSIMO TROVAIOLI

Direttore Marketing

Tecno Italia S.r.l.

Al final de la tarjeta de visita había escrito un número de teléfono de empresa, de un teléfono móvil, también de empresa, y una dirección de correo electrónico personal.

Con las manos temblorosas, a Mariolina le cayó el sobre al suelo y la tarjeta de visita revoloteó durante un momento antes de caer también. Releyó una segunda vez todo, después de lo cual se debió sentar para intentar comprender qué estaba sucediendo.

6

Los resultaos de los análisis de la Policía Científica del piso de Lucia Mistroni y de la autopsia de su cuerpo llegaron bastante rápido y casi con el mismo tiempo de espera.

En la casa de la muchacha no se encontró, aparentemente, nada particularmente interesante, al menos en un primer momento.

Dejemos los precintos hasta que concluya esta historia, había especificado Zamagni, porque sabía que la contaminación de la escena de un crimen habría podido probablemente confundir las investigaciones y retardar la resolución. Además, podrían necesitar volver a aquel piso para posteriores comprobaciones.

El piso parecía completamente ordenado, sin nada que estuviese fuera de lugar. Esto podía significar que el culpable de aquel crimen no buscaba nada preciso cuando había ido a casa de Lucia.

Y, además, la cerradura de la puerta de entrada estaba bien, sin trazas de haber sido forzada.

Por lo tanto, probablemente Lucia Mistroni conocía a su asesino.

La autopsia no había sacado a la luz ninguna señal de resistencia. La mujer se había golpeado la cabeza, quizás de forma letal y, en consecuencia, había caído al suelo.

“Lo que tenemos hasta el momento no nos lleva a ninguna parte,” dijo el inspector Zamagni mientras hablaba con el capitán Luzzi en su oficina.

“Propongo buscar mejor entre sus parientes, sus amigos y conocidos” dijo el capitán. “Por lo menos conseguiremos obtener un poco más de información sobre la muchacha.”

“Estoy de acuerdo.”

“Que le ayude el agente Finocchi. Dividíos el trabajo, para empezar. Volved junto a la madre, a continuación, según lo que os diga, hablad con las personas que conocían a la hija.”

Terminada la conversación Zamagni y Finocchi salieron para ir a hablar de nuevo con la madre de Lucia Mistroni. El tráfico rodado de aquella mañana era insoportable, de todos modos consiguieron llegar al destino en un tiempo razonable. La señora les había dado su dirección antes de salir del piso de la hija el día anterior.

Cuando la mujer vio a los dos policías estaba a punto de entrar en la casa después de haber pasado por la frutería.

Les pidió que se acomodasen y les preguntó si querían algo de beber.

“Muy amable,” le agradeció el inspector “Aceptaría encantado un vaso de agua.”

“Lo mismo para mí, gracias”, dijo Marco Finocchi.

La mujer echó el agua en dos vasos de vidrio bastante amplios y se los dio a sus huéspedes.

“Necesitamos de nuevo que nos ayude,” dio el inspector después de haber bebido un sorbo.

“Díganme.”

“¿Podría hacernos una lista de todas las personas que conocía su hija? Quiero decir de parientes, amigos y conocidos. Con respecto al lugar de trabajo basta con que nos diga el nombre de la empresa.”

La mujer cogió un folio, comenzó a escribir y, una vez terminado, los dos policías se dieron cuenta que iban a tener que trabajar duro para conseguir hablar con todos en el menor tiempo posible.

Zamagni cogió el papel, lo dobló y se lo metió en el bolsillo.

“Desde la última vez que nos hemos visto, ¿ha recordado algo que usted cree que pueda ayudarnos en nuestro trabajo?’” preguntó a continuación.

“Por el momento, no, pero no me he olvidado. En el momento en que sepa algo, no dudaré en llamaros”

“Muchas gracias”, dijo Marco Finocchi.

“Ahora nos debemos marchar. El trabajo nos espera.” Esta vez había sido el inspector Zamagni el que había hablado.

Los dos policías se levantaron casi al mismo tiempo, se despidieron de la mujer y salieron.

Se percataron de que el folio que les había dado la mujer era muy detallado: por cada nombre de la lista había especificado qué tipo de conocido o pariente era y, de aquellos que lo sabía, había escrito incluso la dirección.

Zamagni decidió que comenzarían con los nombres de los cuales tenían la información completa y dejarían a los agentes que trabajaban en las oficinas la tarea de completar la lista con los datos que faltaban.

El inspector se ocuparía de los parientes y el agente Finocchi de los amigos.

Antes de comenzar la dura tarea de recogida de información se pasaron por la comisaría de policía y Zamagni aprovechó para hacer dos fotocopias de la lista que había escrito la mujer: una copia se la dio al agente Finocchi, otra al agente encargado de buscar los datos que faltaban y Zamagni guardó en su bolsillo el original.

7

El autobús estaba a rebosar a aquella hora de la mañana: muchos estudiantes iban a la escuela y ocupaban la mayor parte de los asientos. El hombre, de todas formas, no tenía ningún problema para quedarse de pie, porque sabía que el trayecto que haría sería bastante corto.

En cuanto llegó a la parada más próxima a su destino descendió y se puso a andar a lo largo de la acera.

Atravesó la circunvalación y comenzó a recorrer la Calle Mayor en dirección al centro de la ciudad. Casi ciento cincuenta metros más adelante giró a la derecha para llegar a vía San Vitale y entró en un negocio de flores que había debajo del pórtico.

“Buenos días,” dijo, “Estoy pensando en comprar algunas flores, ¿las entrega a domicilio, verdad?”

“Por supuesto”, respondió la muchacha.

“Muy bien.”

“¿En qué tipo de flores está pensando?”

“Crisantemos,” respondió el hombre, “Un bonito ramo de crisantemos.”

La muchacha quedó un momento sin decir una palabra, pensando en la petición, a continuación se puso a preparar el ramo.

“¿Sería posible hablar con el dueño de la tienda?”

“En estos momentos no está.”

“¿Cuándo lo podría ver?”

“Por lo general pasa por la tienda en el transcurso de la tarde, ya casi de noche.”

“¿Todos los días?”

“Habitualmente sí, a menos que tenga algún compromiso que no se lo permita.”

“Gracias por la información y las flores. ¿Puede tenerlas aquí hasta esta tarde?”

“Por supuesto.”

“Bien, entonces hasta la tarde.”

“¿Se conocen?” preguntó la muchacha, refiriéndose al dueño de la tienda y al hombre que lo estaba buscando. “Si me llama, quizás puedo decirle que usted ha pasado por aquí y que pasará al final del día.”

 

“No se preocupe, no hay problema. Puedo pasar tranquilamente, aunque no le diga nada.”

La muchacha asintió, y después de que el hombre se hubiese ido, algunos minutos más tarde, pensó en su extraño comportamiento.

Aquella tarde, sin que la muchacha hubiese dicho nada sobre la visita matinal del hombre, este último y el dueño de la floristería hablaron durante casi una hora en un bar que había al lado de la tienda.

Cuando los dos se despidieron, el florista reentró en la tienda, cogió el ramo de crisantemos y lo repuso en la pequeña habitación que había al fondo del local.

8

El inspector Zamagni y el agente Finocchi se dividieron las tareas: uno contactaría con los amigos de Lucia Mistroni mientras que el otro hablaría con los parientes.

Por el momento, lo más importante era encontrar información sobre la muchacha y las personas con las cuales tenía un contacto más íntimo.

Los posibles avances llegarían en su momento, como una consecuencia lógica.

Comenzaron por la mañana temprano, telefoneando a cada una de las personas para programar los encuentros: esto serviría, además de para obtener alguna información de utilidad, para conocerles y hacerse una idea preconcebida de ellos.

Stefano Zamagni consiguió hablar, en el mismo día, con Dario Bagnara y Luna Paltrinieri.

Los dos, le dijeron, eran desde hacía mucho tiempo amigos de la muchacha muerta, y ambos quedaron mudos cuando supieron la noticia.

El señor Bagnara era un agente inmobiliario que trabajaba en una agencia en vía de la Barca.

Él y el inspector se citaron en la oficina del primero, a donde Zamagni llegó puntual a pesar del tráfico.

“Buenos días, ¿es usted Dario Bagnara?” comenzó Zamagni.

“Sí, soy yo.”

“Encantado de conocerle. Me llamo Zamagni… Stefano.”

“Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? Preguntó el agente inmobiliario. “Para mí ha sido un golpe durísimo. Todavía estoy conmocionado. Estaré encantado de ayudarle en todo lo que sea posible.”

“Gracias,” dijo Zamagni, “Mientras tanto, podría contarme cómo había conocido a Lucia y desde cuánto tiempo se conocían.”

“Desde hace mucho tiempo,” respondió Bagnara, “Éramos compañeros en el instituto.”

“Entiendo. Por lo tanto puedo imaginar que os conocíais muy bien.”

“Sí, claro.”

“¿Y una vez que terminasteis en el instituto? ¿Habéis seguido viéndoos habitualmente?”

“Sí, aunque no con mucha frecuencia. Organizábamos algunas cenas, entre amigos. Yo, ella y Luna, otra compañera del instituto. Digo que no muy frecuentemente porque, desde el momento en que se había prometido a Paolo, ocurría a menudo que saliesen ellos dos solos.”

“¿Cuál ha sido la última vez que os habéis visto?”

“La semana pasada. Estábamos los tres. Generalmente cuando quedábamos no venía Paolo.”

“¿Por qué?”

“Lo habían decidido así. Era una salida con amigos, sin novios ni novias.”

“También Paolo… Carnevali, ¿quiere decir?... ¿También él estaba conforme con este acuerdo?”

“Sí, quiero decir también él. Al comienzo no estaba muy de acuerdo con esto de que nos viésemos los tres solos, quizás por celos… no sé decirle. Después, sin embargo, parece que consintió sin problemas.”

“Comprendo. Antes mencionó a… ¿Luna?”

“Sí, Luna Paltrinieri. ¿Ha hablado con ella?”

“No, todavía no, pero tengo una cita con ella en el bar donde trabaja dentro de una hora.”

Dario Bagnara asintió.

“También ella es una muchacha muy educada.”

En ese momento entró un cliente potencial que preguntó se podría hablar con algún empleado de la agencia inmobiliaria. Estaba buscando un piso en venta.

“Un momento tan solo y le atiendo”, le respondió Bagnara y, volviéndose a Zamagni: “Si quiere puedo decirle a la señora que vuelva más tarde.”

“No se preocupe, haga con tranquilidad su trabajo. Nos veremos pronto.”

El agente inmobiliario dio las gracias a Zamagni y, mientras el inspector salía, pidió a la cliente que se sentase.

A la hora establecida Stefano Zamagni llegó al bar de Luna Paltrinieri, en la vía Andrea Costa, relativamente cercano a la agencia inmobiliaria donde trabajaba el señor Bagnara.

“Buenos días, ¿es usted Luna?” preguntó Zamagni cuando no había clientes.

“Sí, soy yo”

“Inspector Zamagni.”

“Encantada de conocerle. ¿Le apetecería un café?”

“Con mucho gusto, gracias.”

La muchacha le preparó el café y se lo sirvió con un sobrecito de azúcar blanco, uno de azúcar de caña y uno de miel.

Mientras bebía el café amargo Zamagni dijo: “Necesito hablar con usted de Lucia Mistroni.”

“Haré todo lo posible por ayudarle.”

“Gracias. Mientras tanto, ¿podría decirme cómo era su relación con la muchacha? Sé que erais compañeras en el instituto.”

“Es verdad. ¿Por quién lo ha sabido, si puedo preguntar?”

“Hasta hace poco estuve hablando con el señor Bagnara. Fue él quien me dijo que los tres habíais ido juntos al instituto. Espero que no le resulte un problema.”

“Entiendo. No, por supuesto que no es un problema.”

Zamagni bebió el último sorbo de café y la camarera, después de haber puesto la tacita, el platito y la cucharilla en la cesta del lavavajillas, contó al inspector que efectivamente ellos tres habían sido compañeros en la escuela, que habían conectado desde el principio del primer año escolástico y habían mantenido la amistad incluso después de haber pasado la selectividad. Cada uno con su propio trabajo habían conseguido verse por lo menos una vez a la semana, durante el fin de semana.

“Con respecto al trabajo, ¿me sabría decir donde trabajaba la señorita Mistroni? Su madre no ha conseguido precisarlo.’”

Le dijo el nombre de la empresa y que trabajaba como jefe de departamento de marketing con el extranjero, después añadió: “Me debe perdonar, pero hablar de ella me entristece muchísimo.”

Y comenzó a llorar.

“La entiendo perfectamente y siento mucho todo lo que ha sucedido. Nosotros, por desgracia, debemos continuar haciendo nuestro trabajo y encontrar al culpable.”

“Lo sé,” dijo la muchacha, añadiendo a continuación. “Espero que lo encontréis pronto.”

“Eso espero.”

“Gracias.”

“De nada,” dijo Zamagni. “¿Podemos contar con su ayuda cuando la necesitemos?”

“Por supuesto.”

“Perfecto,” le agradeció el inspector. “Creo que por ahora es suficiente. Vendré aquí cuando necesite hablar con usted de nuevo.”

“Lo esperaré.”

Zamagni se despidió de la muchacha con una sonrisa y salió del bar con la viva esperanza de poder resolver el caso.

Quedaban todavía dos amigos de Lucia Mistroni por interrogar, entretanto le había llegado un nuevo dato: enseguida podrían visitar al empresario que la había contratado. Durante el recorrido en coche hasta su oficina, Stefano Zamagni se preguntaba cómo estaría yendo la búsqueda de información del agente Finocchi.

9

El agente Finocchi se ocupó de hablar con los parientes de Lucia Mistroni.

La madre le había hablado sólo del hermano Atos, un tío y una prima.

Resultó que todos habían sido informados de la desgracia por medio de la señora Balzani y, cuando el agente consiguió hablar con el hermano, este se puso a llorar diciendo que no había podido parar de hacerlo desde el momento en que había conocido la noticia.

Vivía solo en vía San Felice, en un piso pequeño pero funcional.

“¿Puedo hablar con usted sobre su hermana Lucia?”, preguntó el agente Finocchi después de presentarse.

“Claro, siéntese por favor.”

Se sentaron en la sala de estar, con la luz de la mañana que iluminaba la habitación a través de los vidrios de la ventana.

“¿Qué tal eran las relaciones entre los dos?” quiso saber el agente.

“Diría que fantásticas, aunque últimamente no nos veíamos a menudo porque yo he tenido que estar viajando mucho debido al trabajo.”

“Entiendo. ¿Cuál es su trabajo, si puedo saberlo?”

“Instalo máquinas automáticas. A menudo cambio de ciudad y cada vez permanezco fuera de casa al menos una semana.”

“Debe ser un trabajo muy interesante, al menos por el hecho de viajar y ver siempre sitios nuevos.”

“Lo sería si tuviese un poco más de tiempo para visitar las ciudades en vez de estar encerrado en una empresa montando una máquina automática desde la mañana a la noche. El único momento de relax que tenemos es por la noche, cuando vamos a cenar y probamos la gastronomía local.”

“Sin duda un trabajo muy exigente,” asintió Finocchi, “¿Cuándo ha sido la última vez que se han visto, usted y su hermana?”

“Aproximadamente hace dos semanas.”

“¿En una ocasión particular?”

“No. Acababa de llegar de un viaje y el domingo habíamos decidido cenar juntos. Una pizza para contarnos un poco cómo nos iban las cosas.”

“¿Y cómo le parecía que estaba aquel día? ¿Estaba tranquila o había algo que no iba bien? ¿Estaba preocupada por algo?”

“Me habló de las llamadas que había recibido. Le daban miedo, también porque no entendía quién se las hacía.”

“¿No tenía ni la más mínima idea de quién pudiese ser?”

“No.”

“¿No puso una denuncia?”

“No le sabría decir.”

“Comprendo.”

“¿Puedo preguntarle cómo es que se encuentra en casa a estas horas? Generalmente a estas horas se está trabajando.”

“Esta es una semana bastante tranquila, sin viajes, y cuando trabajo aquí lo hago a turnos. Hasta el viernes trabajaré desde las dos de la tarde hasta las diez de la noche.”

“Bien. Le pido que esté disponible, ya que podríamos necesitar que nos ayude.”

“Haré lo que esté en mi mano para ayudaros a encontrar al culpable.”

“Muchas gracias.”

El agente Finocchi se despidió del hermano de Lucia Mistroni y salió nuevamente a la calle.

Por la noche vería al tío y a la prima de la muchacha.

Quedaron en la Comisaría de Policía. Luigi Mistroni, su hija Laura y su mujer Antonia Cipolla fueron acomodados en una pequeña sala de espera y, apenas el agente Finocchi regresó, comenzaron a hablar.

“Siento mucho haberos molestado a la hora de la cena. Acabaremos enseguida”, dijo el agente.

“No se preocupe”, dijo el tío de Lucia.

“Estamos hablando un poco con todas las personas que tenían un contacto más estrecho con vuestra sobrina,” explicó Marco Finocchi volviéndose hacia los cónyuges. “Queremos reunir el mayor número de datos posibles porque podrían ayudarnos a resolver el caso.”

“Estamos dispuestos a prestaros ayuda, aunque sea poca.”

“Les quedo agradecido”, dijo Finocchi, a continuación hizo una pausa preguntando a los tres si querían algo de beber, agua, café, pero rechazaron su ofrecimiento diciendo que después de terminar con la policía se irían a cenar.

“De acuerdo. En primer lugar ¿podríais decirme qué clase de relación teníais con Lucia?”

Fue la tía la que respondió en nombre de todos: “Eran buenas, aunque no nos veíamos todas las semanas. Sabe… cada uno tiene sus obligaciones. Lucia estaba muy ocupada por culpa del trabajo, por lo que más bien nos hablábamos por teléfono o nos veíamos el fin de semana.”

El marido y la hija asintieron, confirmando al agente que todo lo que había dicho la señora Antonia era verdad. La otra hipótesis era que, en el caso de que uno de los tres fuese el culpable, estuviesen de acuerdo para protegerse unos a otros.

“¿Desde hacía cuánto tiempo que no veíais a Lucia?”

“Yo… desde hacia un par de semanas,” dijo la prima Laura. “Habíamos ido a dar una vuelta al centro de Bolonia un sábado después de comer, más que nada para relajarnos un poco y porque nos había hablado de las llamadas que había recibido y sentía la necesidad de estar con alguien de confianza.”

 

“Así que os había dicho también a vosotros lo de las llamadas.”

“Había hablado de ellas durante una comida familiar, dos o tres semanas atrás,” dijo el tío.

“Comprendo,” asintió Finocchi. “¿Sabéis si había alguien, algún conocido vuestro, que hubiese tenido una especie de resentimiento con Lucia? ¿O con alguien con quién se hubiese peleado?”

“No se nos ocurre nadie” dijo la señora Cipolla después de haber hablado entre ellos en voz baja durante unos momentos.

“Gracias. Por ahora es todo. Os pido que permanezcáis disponibles. Os dejo ir a cenar.”

Se fueron. Poco tiempo después de marcharse los tíos y la prima de Lucia Mistroni de la Comisaría de Policía, el agente Finocchi se preparó para regresar a casa.