Ética y ciudadanía

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Para el profesor Armando Gil, nuestras sociedades han decidido aceptar que existe la diferencia; que no existe un único proyecto de vida buena y bella; que la diversidad, antes que generar desorden en un determinado “orden”, lo que hace es enriquecer y generar posibilidades y oportunidades para las sociedades. Y de allí parte su invitación a sumarse a esta reflexión:

La moral cívica es hoy un hecho porque en las sociedades actuales pluralistas hemos conservado determinados valores, derechos y actitudes. Nuestro oficio consiste en estudiarlos y sacar a la luz con nuestro testimonio, esos mínimos ya compartidos y que deben ser la guía de nuestra convivencia y nuestra actuación para generar ciudadanos auténticos y comprometidos con los demás.

Una reflexión muy similar es la que propone Juan Pablo Suárez en su artículo “Una mirada a la construcción de la ciudadanía”, en el cual realiza un análisis del ethos de la modernidad: “Es importante reconocer que frente a la ciudadanía hay muchas tareas pendientes, amplios retos educativos y pedagógicos. De igual manera, se necesita una población dispuesta a hacer los cambios necesarios para posibilitar unas relaciones sociales equitativas, con espacios para la participación, la pluralidad y el compromiso social”.

Para Suárez, varios son los desafíos que emergen al pensar en la consolidación de un ethos cívico o moderno, como él prefiere llamarlo: en primer lugar, se encuentra el desarrollo de un verdadera cultura democrática en medio de la cual sea posible que el ciudadano moderno realice su proyecto de vida; en segundo lugar y muy ligada al anterior, la secularización de las relaciones políticas para que estas no pasen ya por los espacios de la Iglesia y la tutela moral religiosa únicamente, sino para que permitan que la capacidad de pensar y elegir libremente sea un hecho. Finalmente, pero no por ello menos importante, Suárez invita a buscar estrategias para refundar lo público; en sus propias palabras:

[...] es necesario pensar en refundar lo público, situación nada fácil en el actual escenario nacional, en el que dichos espacios han ido desapareciendo, optando por la privatización de las instituciones. Sin embargo, también es preciso tener en cuenta que aún hay lugares que bajo esa denominación existen; por tanto, es crucial dirigir la atención sobre ellos, procurándoles mejores condiciones, respeto y cuidado por parte de los individuos que se benefician de ellos. En esta medida, el parque, los andenes, las vías, los puentes peatonales, hospitales, colegios y edificios públicos hacen parte de aquellas representaciones simbólicas que llaman a la conservación y a su inteligente y proporcionada utilización.

Para complementar la propuesta de Suárez, nada mejor que el desarrollo que Javier Pombo hace del concepto de competencias ciudadanas en el artículo que lleva este mismo nombre. Si Suárez propone refundar lo público, Pombo entra de lleno a ofrecer una conceptualización desde la que este anhelo se hace posible. Y es que la categoría de competencia ciudadana, que ha venido siendo desarrollada en las últimas décadas, alude precisamente a la actuación de un sujeto ético y político que vive en medio de sociedades posconvencionales. Como bien lo afirma Pombo, alrededor de esta categoría ha sido posible articular un

[...] conjunto de conocimientos y de habilidades cognitivas, emocionales y comunicativas que, articulados entre sí, hacen posible que el ciudadano actúe de manera constructiva en la sociedad democrática. A través de estas, se espera formar unos ciudadanos comprometidos, respetuosos de la diferencia y defensores del bien común. Las competencias ciudadanas permiten que cada persona contribuya a la convivencia pacífica, participe responsable y constructivamente en los procesos democráticos y respete y valore la pluralidad y las diferencias, tanto en su entorno cercano, como en su comunidad, en su país o en otros países.

Como puede verse, este es un desafío de gran talante, no solo por el tipo de habilidades que como prerrequisito necesitan desarrollarse, sino porque estas deben ponerse en práctica a la hora de la vida en sociedad. No se trata solamente entonces de desarrollar unas habilidades, sino de ponerlas en juego a la hora de la vida política y social que desarrolla un individuo, y de allí se deriva un enorme desafío para todas las instituciones que promueven un comportamiento ético en los ciudadanos.

Pombo hace notar la importancia de incluir estas competencias en los objetivos de formación de los y las docentes de las instituciones formadoras. No obstante, es un hecho que en muy pocos casos este proceso formativo se asume por el grueso de los y las docentes, y que lo que ocurre generalmente es que esta tarea es delegada a unos cuantos docentes que se encargan de las materias sociales y humanísticas, mientras desde las otras este tipo de competencias no se aborda o, lo que es más grave, se envían mensajes contrarios que terminan por restarle importancia a los trabajos que otros realizan. Consecuente con estas preocupaciones, Pombo explica que

Una forma de trabajarlas, dice Enrique Chaux (2004), es desde todas las áreas académicas, es decir, transversamente. Por ejemplo, una clase de ciencias naturales en la que se esté estudiando el tema de la energía, puede llevar a reflexiones sobre problemas éticos que pueden relacionarse con conflictos en las comunidades o de nivel internacional. Es la oportunidad de escuchar a otras personas, aunque tengan opiniones muy distintas entre sí, y así poder construir con los otros, tal y como podría suceder en una sociedad democrática.

Emerge entonces un desafío para las instituciones formadoras, pues deben colocar a tono sus procesos educativos con un nuevo tipo de sociedades y sujetos posconvencionales. Atrás quedaron los tiempos de la indoctrinación, de la tutela moral, del monismo ético; un nuevo tiempo ha llegado y se hace necesaria la construcción de nuevas propuestas formativas para la constitución del nuevo ciudadano y, por ende, de la nueva sociedad.

Nueva sociedad que configura escenarios de participación novedosos y por ahora poco explorados como los que propone Luis Enrique Quiroga en su artículo “Ciberdemocracia o de la participación ético-política en la red”, en el que introduce el concepto polémico de ciberdemocracia:

Ahora, cuando el mundo se muestra cada vez más interconectado gracias al desarrollo de las tecnologías digitales de la comunicación,{1} y la circulación y acceso a la información, se hace fundamental en todos los procesos sociales (lo que ha dado pie a que algunos autores hablen de “la sociedad de la información”), la posibilidad de formas emergentes de participación ético-políticas se hace más evidente. Es en este contexto donde hoy se habla de una ciberdemocracia (Lévy, 2004), entendida como la recuperación del capital social por medio de las nuevas tecnologías, con sentido ético-político.

Propone Quiroga una nueva línea de análisis en las relaciones entre ética y ciudadanía, mediada por el compromiso con la construcción de una sociedad de la información que tenga en cuenta al ser humano como elemento central para la construcción de un desarrollo humano integral y sustentable:

Hablar hoy día de las implicaciones y alcances políticos que tiene la sociedad de la información en la cultura contemporánea implica, entre otras cosas, analizar los imaginarios que sobre la relación entre conocimiento, comunicación, ética y política se han venido constituyendo en las condiciones actuales. Es así como, al remitirnos a la declaración de principios para construir la sociedad de la información (un desafío global para el nuevo milenio, según la Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información, CMSI),{2} encontramos como visión: “[...] el deseo y compromiso comunes de construir una Sociedad de la Información centrada en la persona, integradora y orientada al desarrollo, en que todos puedan crear, consultar, utilizar y compartir la información y el conocimiento, para que las personas, las comunidades y los pueblos puedan emplear plenamente sus posibilidades en la promoción de su desarrollo sostenible y en la mejora de su calidad de vida” (CMSI, 2005, s. p.).

Presentamos entonces en este libro tres entradas al análisis y la reflexión sobre la relación entre ética y ciudadanía. Estas tres no son necesariamente ni las únicas ni las más potentes, pero sí evidencian la intención de un colectivo académico por llenar de sentido esta relación que cobra cada día más vigencia y urgencia en la sociedad colombiana.

Primera parte

Una mirada a las diferentes

formas de regulación social

El asunto es practicar: aceleración, inmovilidad y futuro{*}

Diego Fernando Barragán Giraldo{**}

Los seres humanos estamos obligados a decidir de qué manera queremos vivir.

Puig-Rovira

INTRODUCCIÓN

De suyo tiene el futuro que es incierto; esa es su condición por excelencia. Parece que cada vez más nuestra época ha cerrado las puertas a la posibilidad de una vida digna, en la que las generaciones futuras puedan vivir felizmente. Cada día se sienten con mayor fuerza la desesperanza por el mañana y la contundencia del presente en las que no se ven salidas posibles. Claro que inciden en este panorama las decisiones que han tomado los gobiernos y la sociedad civil, pero también tiene que ver con lo que cada uno de nosotros —como subjetividades únicas y responsables de nuestros actos— hacemos de manera directa. No significa pensar que solamente las actuaciones individuales logran los cambios; implica considerar que varias personas, realizando un mismo tipo de acciones, llegan a transformar la sociedad, o también —si así se desea— dejan las cosas tal como están.

 

El ser humano es un organismo vivo que tiene la capacidad de razonar; tal condición le ha permitido dominar el planeta explotando los recursos naturales, fortificando la idea moderna de desarrollo, como también el concepto de calidad de vida. Sin embargo, si paramos un momento a mirarnos detenidamente, veremos que aquello que se ha ganado históricamente en el ámbito sociocultural ha dejado tras de sí una huella de agotamiento de los recursos naturales del planeta, donde un futuro humano parece cada vez más esquivo. Es claro que entre los seres que habitamos la Tierra, el ser humano es el único capaz de proponerse la anticipación del futuro; es más, es el único que ha hecho del pasado una fuerza importante que afecta el presente y lo venidero. No obstante, pensar en el futuro no parece tener el peso político y social que se merece, al punto que las sociedades parecen preocuparse solamente por el presente y el porvenir inmediato, para así autosatisfacer sus condiciones de desarrollo y bienestar. Solo basta con ver las decisiones de los gobiernos y se notará la ausencia de planificación para trazar proyectos de gran impacto en el tiempo.

Ahora bien, pensar que el futuro puede ser cambiado merece no solamente una posición teórica, sino también un compromiso con eso que hacemos de forma concreta; es decir, una opción por hacer cosas de manera individual y colectiva. Esos son algunos de los asuntos de la reflexión de la ética, la moral y la política. Es evidente que al ser humano no le es permitido fisgonear —ni siquiera momentáneamente— en el futuro, y también que “las ideas sobre el futuro nunca podrán basarse en otra cosa que en las ideas sobre el pasado” (Gadamer, 2002, p. 144). Por lo tanto, comprender el pasado —ya sea como lo acontecido o como presente— no es solo un capricho de los historiadores; es una necesidad vital de cualquier ser humano. Esa actividad reflexiva nos permite pensar en un futuro probable más humano, más equitativo para con todos los organismos vivos del planeta.

TEORÍA DE LA ACELERACIÓN

En su libro El futuro y sus enemigos, el filósofo Daniel Innerarity (2009) plantea que nuestra cultura está enmarcada por una sociedad sin profundidad temporal. Dos variables determinan este tipo de estructura social; por un lado, la lógica del beneficio inmediato, que proviene de los mercados financieros, y por otro, la instantaneidad de los medios de comunicación. De igual manera, los referentes simbólicos de comprensión mutan vertiginosamente, al punto que ya no parece haber lugares a los que mirar: el éxito, el disfrute, la instantaneidad, son referentes cada vez más relativos; los criterios de responsabilidad no se han podido reconfigurar. De ahí que el tiempo sea más circunstancial, cambiante, nunca estable; en consecuencia, el presente es lo único que parece importar.

También el autor hace un llamado a preocuparse por el papel de nuestra generación dentro del contexto de la responsabilidad con aquellos no nacidos. Es decir, recapacitar sobre cómo estamos expropiando los recursos con los que deberían vivir las generaciones futuras e hipotecando la vida de nuestros descendientes. Es igual que si se adquiere una deuda a sabiendas de que no podremos nunca pagarla y dejamos la responsabilidad a nuestros hijos y nietos. En este sentido, el filósofo hace una descripción de la sociedad contemporánea que bien puede ayudarnos a reflexionar sobre la manera como nos podemos comprender e introduce un polémico concepto que él denomina la teoría de la aceleración: “vivimos en una época fascinada por la velocidad y superada por su propia aceleración” (Innerarity, 2009, p. 45). Veamos algunos elementos de la propuesta.

 La aceleración. Tres niveles permiten comprender el concepto de aceleración (Innerarity, 2009). El primero de ellos es el técnico; allí una aceleración, en su propia constitución, implica poder medir el tiempo invertido para alcanzar un fin, ya sea en la realización de un proceso o en el desplazamiento espacial; aquí lo importante es el desarrollo de tecnologías que permitan mayor velocidad en los procesos. El segundo nivel es el del cambio social, por el que se modifican las normas de acción y los horizontes de sentido de una sociedad. Tal condición permite que nuestras referencias simbólicas sean menos estables, de forma que las experiencias pueden agotarse fácilmente. Finalmente, el tercer espacio es el del ritmo vital; en este nivel, ante la cantidad de experiencias vertiginosas que nos impactan y la multitud de cosas que se pueden hacer, aparece una sensación subjetiva de falta constante de tiempo.

La aceleración nos lleva a trabajar más rápido, más eficientemente, para procurarnos el bienestar. De forma similar, la aceleración social en la que nos encontramos imbuidos nos impulsa a saltar de una cosa a la otra de la manera más rápida y efectiva, desechando aquello que se considera obsoleto o inútil. Sin embargo —continúa el autor—, la aceleración no es la única condición que define nuestra sociedad; hay movimientos contrarios: “se forman remolinos en los que se quedan atrapadas dimensiones que no avanzan, sino que giran o se detienen” (Innerarity, 2009, p. 49). En esos términos, la lógica secuencial de la historia se ha fragmentado, no permitiendo emerger nada substancialmente nuevo —todo es novedad transitoria—, pero además las cosas están ya dadas, sin vinculación con el pasado, el presente y el futuro.

 Lo urgente. Nuestra época cultiva y promueve una cultura de la urgencia que ha de explicarse por la homogeneidad del tiempo mundial, promovida por las lógicas económicas y comunicativas: “el tiempo tiende a aniquilar el espacio” (Innerarity, 2009, p. 53), al punto que las grandes distancias ya no existen. La urgencia en los procesos se explica por la necesidad de productividad e información para garantizar las ganancias, obligando a que la lógica de los accionistas exija resultados a corto plazo, posponiendo las inversiones que permitirían pensar mejor en el futuro: “hemos pasado de la gestión de stocks propia de la era industrial a la supervivencia en medio de los flujos y el just time” (Innerarity, 2009, p. 52).

De ahí que en la vida cotidiana también lo urgente haya sustituido a lo importante, adelgazando a su vez la idea de proyecto, el cual se entiende más como un procedimiento para incrementar el rendimiento y no como una posibilidad de vislumbrar el futuro. Así, se trata de un individuo que prefiere la satisfacción inmediata, que transita de un deseo a otro aceleradamente, que prefiere la intensidad a la duración, que está insatisfecho, pero sobre todo —aquí está tal vez la mayor ambigüedad—, este tipo de ser humano “exige del presente lo que debería esperarse del futuro” (Innerarity, 2009, p. 54). En este sentido, se valora más el presente, desplazando la comprensión del futuro como proyecto social y humano; además, se vive en una colectiva urgencia de tiempo, es decir, una sensación de falta de tiempo constante. En consecuencia, la adaptabilidad, la flexibilidad y la movilidad son valores que una sociedad de este estilo promueve, para que así la aceleración y la urgencia tomen su forma definitiva en la productividad y el consumo. Aquello que en antaño era urgente —que se entendía como extraordinario— se vuelve rutinario y común; podríamos hablar del imperio de las falsas urgencias, que requieren actuar inmediatamente. El sosiego se nos es negado y la intranquilidad por responder a las falsas urgencias colma nuestras vidas.

 La falsa movilidad. El activismo social recorre todas las esferas; ante tanta aceleración, deben hacerse muchas cosas que sean inmediatas: acciones prontas. Pero ese frenesí inmoviliza. Los cambios sociales fundamentados en posiciones ideológicas en que se proponen proyectos transformadores han desaparecido. Hay un movimiento superficial pero en el fondo solo queda la parálisis radical: “es posible estar paralizado en el movimiento, no hacer nada a toda velocidad, moverse sin desplazarse, incluso ser un vago muy trabajador” (Innerarity, 2009, p. 59). Lo fundamental no es pensado, dejando inmóviles los movimientos sociales o las transformaciones que afectan la comprensión de lo humano. Estar en movimiento hace que por la velocidad se desdibuje el paisaje y solo quede el moverse como alternativa de supervivencia, llevando a un simple activismo de la movilidad. En realidad, lo social y lo político siguen estáticos, aun cuando parece que se mueven.

Una vez expuestas algunas características de nuestra sociedad, es vital pensar que, en todo caso, el futuro es un asunto que debe ser pensado. No solamente en términos de la supervivencia biológica de nuestra especie, sino fundamentalmente alrededor de las transformaciones políticas que, como sociedad, nos hemos de proponer. Es un llamado a revisar reflexivamente esos asuntos en que la aceleración, la urgencia, la flexibilidad y la instantaneidad no nos permiten el sosiego para hacerlo; la conocida frase de la cultura popular “Vísteme despacio que tengo prisa” —que es recordada por Innerarity en su libro— cobra aquí especial vitalidad: es necesario pensar en aquello que nos acontece, de forma serena. La ruta está en pensar en aquello que hacemos como humanos, es decir, sobre nuestras actuaciones, esas que pueden calificarse como buenas o malas, morales o inmorales.

Es claro que la insistente desconfianza frente a lo que puede suceder en el futuro —incluso el futuro próximo— parece que lleva a fiarse más en la ciencia como aquel saber que garantiza la supervivencia nuestra en el planeta. Las ciencias de la salud, por ejemplo, nos han mostrado que podemos tener una vida más duradera, y la técnica, que esa vida puede ser más confortable. Por ello, ante la continua aceleración, la confianza en lo humano, en los valores, en eso que la sociedad local y mundial ha construido históricamente como bueno, ya no es tan creíble; parece que no es bueno fiarnos de lo humano; la confianza parece residir fundamentalmente en los métodos de la ciencia. Esta —la ciencia— vaticina un mejor futuro, una mejor calidad de vida, más confort, mayor desarrollo, y sin embargo, “nuestros intentos por asegurar el control de la sociedad mediante procedimientos científicos cumplen una función de prótesis” (Innerarity, 2009, p. 69), ya que no se piensa en lo fundamental: las actuaciones humanas para un mejor convivir, que será el tema obligado de la ética, la moral, la axiología y la política.

PRACTICAR: ENTRE LA ÉTICA Y LA MORAL

En líneas anteriores examinamos, brevemente, algunas características de nuestra sociedad actual. También vimos cómo la reflexión sobre el futuro es precaria, en términos individuales y colectivos. Parecería entonces que no hay salida; que el desdén por el futuro es la nota característica que nos define actualmente. No obstante, sí hay rutas, salidas posibles, las cuales deben pensarse, de manera privilegiada desde lo que hacemos de forma concreta, es decir, desde nuestros actos. En ese sentido, debemos decir, en primer lugar, que aquello que se ha aprendido a hacer puede ser cambiado, pero implica una opción individual y también grupal; la actuación es la vía para ello. En segundo lugar, debe recordarse que es importante teorizar, pero finalmente hay que actuar; así se transforman las realidades. Desde luego que hay que reflexionar y teorizar, pero es en el momento en que el individuo decide hacer algo y lo lleva a cabo cuando se concretiza la acción.

En este tejido argumentativo, debe mencionarse que somos humanos porque podemos reflexionar sobre lo que hacemos y nos permitimos —por medio de las actuaciones— transformar aquello que consideramos que no está bien; precisamente en ello consiste la ética, en actuar dirigido por lo que la razón indica, con miras al bien común. Al respecto, el pensador francés Paul Ricoeur dice que la intencionalidad de la ética es la de “[...] vivir bien, con y para los otros, en instituciones justas” (2008, p. 57). Afirma que hay que pensar en uno mismo (símismo) pero también en los otros (cercanos y lejanos); es decir, actuar bien consigo mismo, con el otro cercano y con el otro lejano es la condición necesaria para la construcción de una sociedad más justa e igualitaria en la que se busque la vida buena y la felicidad (figura 1).


La ética, entonces, involucra pensar también en el otro cercano —con quien compartimos e interactuamos de manera directa— pero también en el otro que está lejos, ya sea en la distancia o en el tiempo. Un otro cercano o lejano puede ser aquel que, marginado de la sociedad, sufre los horrores de la guerra, el desempleo o la pobreza; pero también lo es ese que aún no ha nacido, aquel que pertenece a las generaciones futuras, y aun cuando parezca controversial, un otro es la naturaleza, la cual en todo caso es un sistema de vida que debe ser respetado, no por su productividad, sino por su pertenencia a la vida misma. A pesar de estos otros, ha de asumirse el encuentro con el sí mismo como punto de partida, en el instante que pueden reconocerse las responsabilidades personales que trascienden en lo colectivo. La trasformación empieza por uno mismo y luego —solo entonces— se impacta a los demás. De ahí que es importante para la ética pensar aquello que hacemos —sobre todo en lo que deberíamos hacer— guiados por un fin último; a eso lo llamamos telos (Té\oq). Por ello, las acciones humanas han de tender a un telos (fin último), en el que las sociedades buscan su realización.

 

Ahora bien, ¿cuál sería la diferencia entre ética y moral? Escudriñemos brevemente algunos lineamientos. Históricamente, se han asumido diferencias conceptuales y se ha dicho insistentemente —desde diversas tradiciones de pensamiento— que la reflexión ética está marcada por el pensar las problemáticas humanas desde el horizonte teórico y que la moral se inscribe en las actuaciones concretas de los individuos en el marco de los contextos socioculturales. Así, entonces, lo que vemos en términos de acciones de los individuos es de carácter moral y lo que sustenta tales acontecimientos es de carácter ético. Cuestionable o no, la ética tiene que ver con vivir bien buscando la felicidad. Ya en un trabajo anterior —recordando a Aristóteles— lo decíamos: la ética reflexiona “sobre los actos humanos, en cuanto la búsqueda del bien (ÚYadóv, agathón) y sobre la aspiración a la felicidad (cúdaiyovía, eudaimonía)” (Barragán, 2009, p. 139). Significa entonces que se debe pensar sobre lo que hacemos indagando las consecuencias de nuestros actos para buscar el bien que, como lo dice Aristóteles, es “aquello hacia lo que todas las cosas tienden” (Ét. Nic., I 1, 1094a1). Si esto es cierto, entonces la línea que distingue la ética de la moral es casi imperceptible y solo se puede hacer una distinción conceptual con miras a comprender uno u otro campo del conocimiento. Por ello, Ricoeur (2008) ha dicho que en el fondo existen éticas anteriores y éticas posteriores, las cuales no se pueden dividir de forma definitiva y aparecen en todo momento en el actuar humano, mediadas siempre por las normas.

Ahora bien, más allá de si hablamos de ética, moral, éticas anteriores o posteriores, lo que resulta claro es que se debe reflexionar sobre los actos humanos, su finalidad y lo bueno o malo en ellos. Precisamente, Aristóteles llama la atención alrededor de hacer las cosas de manera reflexiva y nos presenta el concepto de praxis (npaQq), que es ir más allá de unas simples acciones técnicas, tejne (Téxvn). Eso —continúa el autor— se hace por medio de la sabiduría práctica, donde la prudencia (wpóvqoiq, phronesis) permite actuar con intencionalidades buscando el bien; él mismo define la phronesis como “un modo de ser racional verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre” (Ét. Nic., VI 5, 1140b1). Hacer las cosas con prudencia es hacerlas de manera práctica (praxis), con un horizonte motivado por la búsqueda del bien.

Con todo lo anterior, podemos decir que en la actualidad vivir bien y felizmente es un asunto que debe ser retomado, de cara al presente y al futuro. Diferentes autores y doctrinas han hecho sus propuestas intentando buscar la mejor manera de convivir. Hoy, para pensar el futuro y la convivencia planetaria, es importante reflexionar sobre los derechos humanos y la ciudadanía, conceptos que nos dan un marco global sobre cómo hemos de actuar. En este contexto, el desarrollo de prácticas morales o, mejor, de una percepción moral de la sociedad, resulta vital y no se circunscribe solamente a estudiar teóricamente cómo se debe actuar o a profundizar sobre lo que consideramos bueno o malo de las actuaciones de los otros, a la manera como se pretenden estudiar los fenómenos científicos: “el sentido moral no es primordialmente cuestión de cálculo, de ahí que haya que superar el prevalente individualismo metodológico en el análisis y el diseño de soluciones de las cuestiones sociales, políticas, económicas e institucionales. No es suficiente confiar en los mecanismos de racionalización social, como están instituidos” (Conill, 2006, p. 282).

PRÁCTICAS MORALES: ES POSÍBLE PENSAR Y ACTUAR DE CARA AL FUTURO

Las reflexiones anteriores nos permiten ratificar que sí es posible cambiar lo que se nos es dado socialmente; la historia ha mostrado que sí es viable, pero implica una actitud en conjunto de toda la sociedad; esto se cambia practicando, no hay otra ruta: el asunto tiene que ver con practicar. Si un futbolista se convierte en mejor deportista practicando su disciplina, o un cocinero es mejor en la medida en que más recrea sus recetas, ¿qué es aquello que debemos practicar para ser mejores seres humanos? La respuesta es sencilla —pero al parecer difícil de convertir en acciones—; aquello que se debe practicar son los actos humanos, con miras a buscar la ciudadanía.

Una propuesta interesante es la que tiene que ver con poder desarrollar las prácticas morales que nos conduzcan a mejorar lo que somos como humanos. Una práctica moral es “un curso de acontecimientos culturalmente establecido que permite enfrentarse a situaciones que desde el punto de vista moral resultan significativas, complejas o conflictivas” (Puig-Rovira, 2003, p. 130). Así como el futbolista practica para enfrentarse a la complejidad del juego, esquivando jugadores, teniendo en cuenta reglas, fortaleciendo su estado físico —entre otras tantas variables—, las prácticas morales permiten tener las destrezas prácticas (praxis) para enfrentarse a situaciones que impliquen actuar como seres humanos. Como el futbolista encara cada vez un juego diferente dentro del marco de las reglas del fútbol, así también las prácticas morales han de permitir encarnar la humanidad, con sus reglas, actores y situaciones.

Como en el ejemplo del fútbol, existen también varios aspectos para pensar en las prácticas morales y en cómo promoverlas. Cinco elementos —que seguramente no son los únicos— pueden orientarnos en este caminar de comprensión que derive en actuaciones concretas: la simulación, las normas, las técnicas, el telos y la praxis; mecanismos estos que no pueden ser pensados aisladamente sino al tiempo.

Toda práctica necesita de un espacio de simulación. Así, por ejemplo, el deportista en sus entrenamientos simula la competencia real; allí adquiere la fortaleza y el temple de espíritu para enfrentarse a la competencia verdadera. No obstante, aun cuando no está en la competencia, desarrolla niveles que le permitirán el éxito en esta, pero practicando lo que es propio de la competencia; la diferencia entre la simulación y la competencia estriba en el carácter público de la última. La educación parece funcionar de una forma similar; un estudiante de arquitectura, ingeniería, veterinaria, optometría o cualquier otra disciplina pasa un largo periodo de simulación en la universidad y mediante la recepción del título públicamente se le acredita como profesional; ahora sí puede estar con sus prácticas en la competencia real del mundo de la vida.

De igual manera, en lo relacionado con las prácticas morales, parece existir un espacio educativo de simulación de su aprendizaje y enseñanza. Aprender a comportarse moralmente se hace practicando la moralidad en la cual uno está inscrito; hay un gran espacio de simulación que lo debe preparar a uno para enfrentarse a la competencia real de la vida moral de la cultura y la sociedad. No significa eliminar la teorización sobre lo bueno y lo malo de los actos, pero sí es necesario que las simulaciones estén lo más cercanas al horizonte sociocultural. Sin embargo, no es fácil el espacio en el que se puede diferenciar la simulación de lo verdadero, ya que los actos morales se aprenden y se desarrollan actuando.