Autonomía universitaria y capitalismo cognitivo

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Aus der Reihe: Ciencias Humanas
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Estudio 1.
Nota sobre la autonomía

Historically speaking, the idea of university autonomy has existed since the Fourth Century A.D. when St. Augustine taught in Carthage. Throughout this long span of time, encompassing some years, the most consistent characteristic of autonomy has been its mutability. The basic reason for this propensity to change has been the constant onslaught of redefinitions, which have been upon it by a continuous flow of political and social innovation.

Billy Cowart. The Development of the Idea of University Autonomy

Uno de los ejes centrales de este trabajo es el problema de la autonomía universitaria. La idea de universidad en tiempos de capitalismo cognitivo —y qué hacer frente a ese cerco— pasa, inexorablemente, por cuestionar el lugar de la autonomía. Esta idea ha sido reiteradamente abordada, ya sea por cuenta de la paradoja institucional que supone afirmar la independencia político-académica con respecto al Estado y, a la vez, depender de este presupuestalmente, o en virtud de la pregunta recurrente, entre quienes trabajan la autonomía universitaria, por la libertad de cátedra, la independencia de pensamiento, etc.; o se ha planteado el asunto de la autonomía universitaria con herramientas frecuentemente traídas de la filosofía moral moderna, extendidas a la institución, entre otros abordajes.

En cualquier caso, los análisis sobre autonomía universitaria tienden a suponer que esta característica de la academia es una realización: un elemento que tiene la universidad en acto.1 Este supuesto agudiza los problemas que plantea la autonomía universitaria, sea cual sea la perspectiva o la intención de análisis que se asuma; toda vez que cuando se piensa la autonomía como un elemento pleno en la constitución universitaria, esta “se pierde” o se desfigura cada vez que hay un cerco a la autonomía y emerge el desasosiego sobre qué hacer con los rumbos de la universidad. Esta forma de ver el asunto limita mucho las potencialidades conceptuales para repensar la idea de universidad.

En esta sección se aborda la hipótesis de que la autonomía es un elemento constitutivo de la universidad; pero no como una característica que se da en acto o ganada y asegurada de antemano, sino como idea teleológica, esto es, como una aspiración que mueve a la universidad a comprenderse y a actualizarse. Más aún, la autonomía, no como realización, sino como proceso, es el motivo de acción política de la universidad. Se podría decir que, hasta cierto punto, la autonomía universitaria, por ser horizonte abierto y no acto o realización, es lo que impele a la universidad a actualizar su definición, siempre que se cierna un cerco sobre la institución del saber científico y, con ello, la persecución de la autonomía allane los motivos de acción política en el conocimiento.

Ciertamente, el título autonomía tiene una historia y diversos matices en la filosofía (así como en otros campos del conocimiento); pero esta sección pregunta: ¿de qué se habla cuando se habla de autonomía universitaria? ¿De qué manera la autonomía se entiende como elemento constitutivo de la universidad? ¿Se trata de un elemento de la idea de universidad dado por cierto y sentado? ¿Cuál es el alcance de la autonomía como posibilitadora de la acción política? ¿Cuál es el alcance político-colectivo de este concepto que, si de atenerse a la tradición moderna, se entiende como una aspiración moral-individual?

***

Entre autonomía moral y autonomía política

Cuando se habla de autonomía universitaria, hay cierta recurrencia en un presupuesto que se quiere problematizar en esta sección; a saber: que la autonomía es tan endilgable al sujeto —como ampliamente se normalizó en la Modernidad— como lo es a los colectivos, a las instituciones. Este supuesto no carece de defensores ni de fundamento. Un caso muy ejemplar es el texto de Mónica Marcela Jaramillo (2012). Su aproximación al problema de la autonomía universitaria es prometedora para los propósitos de esta indagación, toda vez que vincula los asuntos político y democrático a la conformación de esta característica de la universidad. La autora hace una revisión de diversas teorías, desde la Antigüedad hasta los conflictos actuales sobre la autonomía universitaria, en busca de una fundamentación filosófica de esta categoría. A pesar de las múltiples bondades que ofrece su propuesta, su enfoque encarna, sin embargo, el presupuesto que se menciona aquí y que se quiere problematizar: que se puede pensar la autonomía universitaria como un concepto con fundamento en el plano moral o en el plano político, sin que hagan faltan distinciones muy marcadas entre ambos tipos de fundamentación. Revisemos brevemente a qué nos referimos con esto.

Luego de la exposición que hace del principio de autarquía en Aristóteles, por ejemplo, la autora afirma lo siguiente:

El enfoque aristotélico del principio de autonomía como autonomía práctica es, sin embargo, problemático porque solo a partir de la autoconfiguración individual de la conciencia de autonomía es posible el desarrollo de la conciencia ciudadana como autonomía pública o comunicativa y, así, de la autonomía social como condición del actuar en común por el bien de cada uno, mediante el cual se define el sentido de la política como arte. (Jaramillo, 2012, pp. 213 y 214; cursivas añadidas)

Unas páginas más adelante Jaramillo intenta resolver el vacío que deja Aristóteles, según su interpretación, en términos de la activación individual de la política (Cfr. 2012, pp. 215 y ss.). Para ello, la autora halla respuestas en Rousseau y, especialmente, en Kant: en el principio de autolegislación kantiano.

Esta solución es un buen ejemplo de lo que se quiere discutir. La autora —como pasa con frecuencia en los análisis filosóficos sobre autonomía universitaria— apela a tipificaciones propias de la teoría moral para fundar una característica de un colectivo o de una institución —de la universidad—.

La interpretación que hace Jaramillo (2012) de la propuesta aristotélica puede ser discutible. La crítica que elabora la autora en su texto desconoce que el propósito de Aristóteles en su Política no es entender la formación de la subjetividad política, sino entender la política como la búsqueda del bien común; esto es, entender la política desde el punto de vista institucional-colectivo. Para ello, Aristóteles analiza un amplio abanico de sistemas políticos y teoriza sobre cómo se debe conformar la vida pública y quiénes deben participar en ella. Ciertamente, los dos ámbitos de la política, el subjetivo y el sistemático-colectivo, están íntimamente ligados. Pero el presupuesto de que este último requiere la afirmación del primero —desde la subjetividad y en cuanto subjetividad—, es una herencia de la Modernidad; entre los griegos el individuo es ciudadano, no sujeto, esto es, el individuo se comprende en función de la vida en la polis (Cfr. Jaeger, 1995, pp. 89 y ss.);2 no al contrario.

Los modernos se vuelcan a la subjetividad y, con ella, abren el horizonte de comprensión de la vida política en el agenciamiento individual. En las teorías políticas modernas conviven la nostalgia por un regulador supremo (el Estado remplaza las funciones del monarca) con la fe en la razón, en el sujeto, para conducir los destinos de la vida política. Esa fe en la razón-sujeto halla sustento en teorías morales con aspiraciones normativas universales —Kant es el mayor ejemplo de ello—.

Ahora bien, cuando contemporáneamente se habla de autonomía universitaria, con frecuencia esto último (la fundamentación moral-normativa) se traslapa al plano político-institucional. Sin embargo ¿este paso de un plano al otro es una consecuencia conceptual necesaria, cuando se habla de la autonomía universitaria? Aunque es bien sabido que para comprender la política hace falta una revisión de los alcances de la formación de la subjetividad política y de la potencia individual que reside en cada quien para actuar públicamente, de ese análisis ¿se sigue necesariamente la configuración de una característica institucional? Podría pensarse que una cosa es la autonomía subjetiva, que tiene implicaciones morales y, a la postre, políticas, y otra —quizá ligada a la anterior, pero no es lo mismo— es la autonomía de las instituciones, que requiere un ejercicio de la autonomía de los individuos que componen a la institución, sí, pero que, como característica colectiva, debe ser tipificada per se.

Algunos teóricos (Schneewind, 2009; Forst, 1964, por ejemplo) muestran que bien se puede pensar en el “uso político” del concepto autonomía, a partir de las fundamentaciones en el orden moral. Otros autores (como Feinberg, 1988), por su parte, defienden que se puede recorrer el camino contrario: hallar fundamento moral en una categoría que es de raigambre política.

Dicha “intercambiabilidad” de contextos para el uso del concepto, empero, puede implicar dificultades a la hora de pensar la autonomía universitaria. ¿Cómo se fundamenta esta característica de la universidad si se le asume con un piso moral o con una teoría ética en su entraña? Este supuesto ¿cómo explica el paso de la descripción de las características individuales de un sujeto autónomo para comprender una característica de una institución? Por otro lado, si se recorre el camino contrario, cabe preguntarse ¿de qué forma se entiende la autonomía como un concepto político-institucional?, y, sobre todo para nuestros intereses, ¿cómo se da en la constitución de la universidad? ¿Bastaría con traslapar la acepción etimológica de autogobierno para fundamentar la autonomía universitaria?

 

Para abordar estas cuestiones, es preciso hacer una revisión básica de las comprensiones y usos del concepto autonomía. Reiner Forst (1964) y Joel Feinberg (1988) ofrecen una suerte de estado del arte que, más que un elenco de teorías sobre la autonomía, aportan aproximaciones estructurales sobre las definiciones de este concepto, que pueden dar luces sobre el problema. Ambos exponen las dos perspectivas que se acaban de mencionar: el primero tiene como fundamento una comprensión de la autonomía como un concepto moral; el segundo parte de la base de que se trata de un concepto político.

Forst tiene como propósito, en el esclarecimiento de este concepto, comprender el carácter normativo de la moral y el alcance de la autonomía en las implicaciones constrictivas que entraña la noción kantiana de deber. “La respuesta a la cuestión normativa básica determina nuestra comprensión de la validez de las normas morales y de las acciones morales en general” (1964, p. 44).3 Dicha respuesta la va a buscar así: “mostrando cómo, tomando la concepción kantiana de autonomía moral y su noción de autonomía de la moral como punto de partida, podemos desarrollar una comprensión coherente y convincente de la normatividad” (p. 44).

En el contexto de esta indagación, la cuestión normativa per se no es un tema central. Sin embargo, esta referencia muestra que el propósito del autor en sus aproximaciones al concepto de autonomía está orientado por un interés teórico de orden moral. Para ello, comienza su exploración con una definición básica de autonomía que obedece a una teoría sobre la normatividad moral de raigambre kantiana —esto es, la autonomía no es de orden político—. Según este autor:

[…] ser autónomo significa estar situado en un espacio de normas y ser capaz de actuar de acuerdo a razones. […] [E]l actor puede apropiarse e internalizar de manera autónoma las normas en cuestión, lo que significa que él o ella entiende las razones y puede identificarse con ellas. El espacio de la moral es a la vez un espacio de libertad y un espacio de obligación. (Forst, 1964, p. 45)

Más adelante insiste: “[U]na persona actúa de manera autónoma, es decir, como ser autodeterminado cuando actúa intencionalmente y con base en razones” (Forst, 1964, p. 129). Con este punto de partida, el autor pasa a preguntarse por la libertad política y el papel que desempeña la autonomía (con sesgo kantiano) en su concreción. Su indagación es la siguiente: “Aunque en la actualidad la ‘libertad’ en general se reconoce como un criterio fundamental para la legitimidad de la estructura institucional básica de una sociedad, las disputas sobre su contenido continúan sin cesar” (p. 125). Forst entiende por libertad política “la libertad que tienen las personas como ciudadanos de una comunidad política, esto es, la libertad que pueden reclamar como ciudadanos y que deben otorgar otros como ciudadanos” (p. 125).

Forst (1964) intenta explicar un fenómeno político-colectivo, a partir del uso de la autonomía como concepto moral, y en su empeño construye un aparato conceptual con cinco definiciones de autonomía. Vale la pena mencionar, además, que el alcance del concepto político que intenta dilucidar no es de orden institucional —no se pregunta por la autonomía de las instituciones—, sino que indaga por la libertad política para el individuo y las formas en que se debe comprender el orden político para que dicha libertad política individual sea garantizada.

Las cinco concepciones de autonomía que el autor integra para entender la libertad política son: moral, ética, legal, política y social. Para Forst, la autonomía moral es, grosso modo, lo que enseñó Kant: “una persona puede llamarse autónoma solo si él o ella actúa con base en razones que consideran a todas las demás personas por igual, por lo que estas razones son mutuamente justificables” (1964, p. 129). La autonomía moral funciona bajo el supuesto de normas recíproca y generalmente vinculantes, que deben ser justificadas de forma que no sean rechazables.

En segundo lugar, Forst explica la autonomía ética, que tiene que ver menos con el rol social de la normatividad moral y más bien está atada a lo que cada quien comprende sobre sí mismo y quiere para sí mismo; esto es, lo que cada quien entiende por una buena vida. En el marco de una sociedad que busca garantizar la libertad política (como parece ser el ideal de sociedad para este autor), la autonomía ética debe estar garantizada legalmente, sin que ello obste para que “el espacio legalmente asegurado de la vida personal esté determinado solamente por los criterios morales de reciprocidad y generalidad, no por juicios éticos sobre el bien y la vida autónoma” (1964, p. 133).

La autonomía legal, por su parte, debe garantizar la autonomía ética, en cuanto asegure que nadie “sea forzado a vivir de acuerdo con una concepción específica de una ética. [El propósito de la autonomía legal es] permitir a las personas vivir una vida que ellas puede considerar que vale la pena vivir” (Forst, 1964, p. 133). Esta garantía, sin embargo, no se encuentra fuera del sistema de “autonomías” articuladas que expone el autor. Para que se pueda ejercer autonomía legal, que persigue la preservación de la autonomía ética, el fundamento no está en lo que cada sujeto entiende por buena vida (autonomía ética), sino en los criterios de la autonomía moral de reciprocidad y generalidad; esto es, sobre la base de la “racionalidad”. ¿Cómo se puede socializar la estabilidad racional de las pretensiones individuales de la autonomía ética? A través de la argumentación y el acuerdo. Esto es: cada quien tiene su autonomía ética, pero es a través de los principios de la autonomía moral —y sus elementos constitutivos: la reciprocidad y la generalidad— que se puede alcanzar un acuerdo social y, con ello, la autonomía legal. Tanto reciprocidad como generalidad se materializan en la argumentación y el acuerdo:

Si los miembros de [una] comunidad logran demostrar que no solo argumentan a favor de sus ideas sobre lo bueno, que quieren que se conviertan en las ideas socialmente dominantes, sino a favor de objetivos morales que otros pueden aceptar, su reclamo es justificado. Las personas tienen derecho a que se respete su identidad ética, sin embargo, no tienen derecho a que sus opiniones éticas se conviertan en la base de la ley general. (Forst, 1964, p. 134)

En otros términos, Forst intenta fundamentar la “justificación pública” de la libertad política, para defender la autonomía ética sobre la base de la autonomía moral y por vía de la autonomía legal, en la esfera pública; al punto que tal justificación pública pueda elevarse a leyes. Allí aparece el cuarto sentido de la autonomía: la autonomía política.

Como participantes en estos procedimientos justificativos y como miembros de comunidad política responsable de sus resultados, los ciudadanos son políticamente autónomos. Mientras que la autonomía legal significa que una persona es responsable antes de la ley, la autonomía política significa que una persona es, como parte de un colectivo, responsable por la ley. Esto alude a la clásica idea republicana de autonomía política como participación en el autogobierno colectivo. (1964, p. 135)

En este punto se ve el “ascenso” desde el concepto moral de autonomía, al concepto político. Este último uso se da gracias a la argumentación, por un lado, y a la institucionalización del consenso en la ley, por otro. De manera que la ley no proviene de un agente o un motivo exógeno que la impone, sino que es el resultado de un ejercicio deliberativo que conduce a la formalización. Esto no supone, empero, que todos los ciudadanos participan efectivamente de la consolidación de los consensos-leyes, sino que “implica la existencia formal y material de igualdad de derechos y oportunidades para hacerlo. En este sentido, la autonomía legal y política están inextricablemente vinculadas conceptualmente en la idea de personas como destinatarios y como autores de la ley” (Forst, 1964, pp. 135 y 136).

Finalmente, el autor se pregunta por las condiciones necesarias para la libertad política y el ejercicio de la autonomía que le posibilita. Forst pone la responsabilidad política en los ciudadanos “de crear un régimen caracterizado por la libertad política” (1964, p. 136). Con esto asegurado, se puede decir que el sujeto cuenta con autonomía social, esto es, “tiene los medios internos y externos de ser un miembro igual y responsable de la comunidad política, es decir, ser autónomo en los cuatro sentidos discutidos” (p. 136).

Estas definiciones de Forst dejan un panorama general de cómo se puede ir un paso delante de Kant para hacer de la autonomía moral un piso para la autonomía política. Esta perspectiva, a pesar de ser de raigambre kantiana, no puede escapar a la necesidad de separarse de lo que estrictamente hablando plantea este autor sobre el concepto de autonomía, y debe acudir a otros recursos teóricos que se podrían identificar con la condición básica de la política en Aristóteles: la argumentación y, digamos, la igualdad de oportunidad —en capacidad y en competencia— para entrar en el ruedo político. En otras palabras, a pesar de que la definición general y primera que da Forst de autonomía se concentra en la pretensión de universalidad y generalidad que se halla en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, lo cierto es que el aparato conceptual de las cinco formas de autonomía se deslinda, eventualmente, del supuesto kantiano una vez pasa a describir las autonomías legal, política y social. Se podría establecer una diferencia entre los alcances limitados de la teoría moral sobre la autonomía y los recursos que provienen de la filosofía política.

Por otro lado, la explicación que hace Forst supone una autonomía en pleno despliegue y actualización, tanto política como socialmente: la autonomía política implica que las condiciones están dadas para que cualquier persona tenga garantizada la opción de deliberar y justificar y, con ello, de consensuar leyes; la autonomía social es un régimen en el que todos tienen dicha libertad política y es responsabilidad de los ciudadanos la creación de ese régimen.

Sin embargo, de llevar estos supuestos al terreno de la autonomía universitaria, ¿podría esta institución garantizar dicho régimen de libertad política —que supone autonomía política y social, en los sentidos descritos por Forst—? ¿Cuáles son los mecanismos de garantía de la autonomía política de la universidad? ¿Los pueden ofrecer, institucionalmente, los individuos que componen la comunidad académica —como pediría Forst— o la institución y operación del régimen proviene de otro agente (Ministerio de Educación, de Hacienda)? Se podría decir que, internamente, los mecanismos de autonomía política pueden identificarse con los consejos (de facultad, superior, académico, editorial), comités, asambleas, etc.; pero si no hubiera duda sobre la garantía del régimen autónomo de la universidad, ¿por qué la autonomía universitaria se problematiza y se reclama de forma sistemática? Por otro lado, ¿cómo se comprendería una autonomía universitaria con esta definición en convivencia con la dependencia que tiene la universidad de validaciones y financiación externas? Finalmente, cuando el autor exige de la autonomía política igual derecho para que todos puedan tomar parte en la deliberación, ¿quiénes serían los “todos” que hacen parte de la universidad —estudiantes, profesores, personal administrativo, empresarios (por cuenta de las spin off), evaluadores externos, hacienda pública, etc.—?

Estas preguntas, por supuesto, no tienen respuesta en Forst: no hacen parte de su interés investigativo; pero lo que se encuentra en esta exploración es que la fundamentación del concepto de autonomía en un piso moral, como el que ofrece este autor, parece quedarse corto para pensar la autonomía de las instituciones (de la universidad). En Forst, el fundamento de la autonomía política, en todo caso, reside en la esfera de la autonomía individual al estilo kantiano.

Volquemos la mirada brevemente a Kant mismo. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1994), la definición de heteronomía podría dar pistas sobre los lugares de validación de la “legislación universal” y la relación con otras fuentes de autoridad:

Cuando la voluntad busca la ley que ha de determinarla en algún otro lugar diferente de la aptitud de sus máximas para su propia legislación universal y, por lo mismo, sale fuera de sí misma a buscar esa ley en la constitución de algunos de sus objetos, se produce entonces, sin lugar a dudas, la heteronomía. (Kant, 1994, p. 120)

 

El objeto de este autor no es pensar la autonomía de las instituciones, sino de la voluntad en virtud de una legislación universal. A pesar de que una idea básica de autonomía —independientemente de quién o qué la ejerza— debería pasar por este desmarque con respecto a normatividad exógena, lo cierto es que la forma de desmarque incumbe, en la propuesta de Kant, solo al individuo y tiene alcances normativos que difícilmente podrían pensarse para una institución; esto es ¿acaso sería deseable una autorregulación institucional que tenga pretensiones de universalidad? No parece, siquiera, posible: el cuerpo normativo de una institución no puede tomarse como ley universal, sino como constricción relativa a los alcances de la institución misma.

Ahora bien, la definición misma de autonomía ligada a la voluntad, al querer, tiene implicaciones de una naturaleza distinta a la institucional.

La autonomía de la voluntad es el estado por el cual esta es una ley para sí misma, independientemente de cómo están constituidos los objetos del querer. En este sentido, el principio de la autonomía no es más que elegir de tal manera que las máximas de la elección del querer mismo sean incluidas al mismo tiempo como leyes universales. […] El citado principio de autonomía es el único principio de la moral, pues de esta manera se halla que debe ser un imperativo categórico. (Kant, 1994, p. 119)

Ciertamente, las instituciones están “hechas” de personas y, con ello, hay un componente ligado a la voluntad en algunas decisiones institucionales. Pero, no es claro en Kant, ni él mismo lo dice explícitamente —y tampoco es el objeto de su estudio—, de qué forma se puede “extender” la severidad de la norma moral (el imperativo categórico, fundado en la autonomía de la voluntad) para comprender la composición política de una institución y la operación autónoma de un colectivo. Esto es ¿es posible ponerse de acuerdo en que haya una especie de imperativo categórico colectivo? Se podría decir que esto, conceptualmente hablando y siguiendo juiciosamente a Kant, no es posible. La dimensión, llamémosla, intersubjetiva del imperativo categórico tiene un alcance trascendental-racional tal que, como se sabe, impele al sujeto a preguntarse si puede desear que su comportamiento-querer sea universalizable: que cualquiera en mi posición pueda desear lo mismo o que me represente a la humanidad entera en mi querer. Pero el alcance intersubjetivo no pasa, por ejemplo y estrictamente en Kant, por acuerdos con los demás para definir el bien preferible.

Una reflexión más aguda, sobre este particular, se encuentra en Castoriadis. El autor se pregunta por el alcance de la subjetividad trascendental:

¿Cómo es que un ser físico, que al mismo tiempo es un ser socio-histórico, puede convertirse en una subjetividad reflexiva? Por varias razones, la posición kantiana no servirá. No podemos estar satisfechos con el punto de vista “trascendental” —o en otros términos, con la simple distinción entre la quaestio juris y la quaestio facti— porque el “sujeto” en el que estamos interesados —y que tiene una importancia crítica para lo que queramos pensar o hacer— no es un sujeto “Trascendental” sino un sujeto efectivo. (Castoriadis, 1991, p. 30)4

En suma, el problema que plantea una fundamentación moral de la autonomía es que no ofrece herramientas suficientemente potentes —en el marco estricto de la moral— para pensar el problema de la autonomía institucional, con implicaciones políticas. El sujeto trascendental que supone Kant no es un sujeto político, por un lado, y las claridades sobre la autonomía de una persona no necesariamente fundamentan la comprensión de la autonomía de una institución, por otro.

Se podría preguntar con Feinberg (1988): “Donde existen prácticas establecidas, definidas por convenciones bien comprendidas [como de hecho sucede en la universidad], ¿la persona autónoma puede inventar sus propias reglas alternativas para jugar el juego público, y luego adoptar esas reglas como sus ‘principios’?” (p. 39). Ciertamente, Feinberg no podría responder afirmativamente a esta pregunta, puesto que entiende que “‘autonomía personal’ es una metáfora política” (p. 29) e, incluso, afirma: “cuando hablemos de ‘personas autónomas’, nos referiremos —a menos que se indique lo contrario—, a personas […] quienes tienen el derecho de la autodeterminación análoga en ciertos aspectos al derecho de las naciones a ser políticamente independiente” (p. 32).

Este autor se aparta enfáticamente de la fundamentación moral de la autonomía y hace críticas a la idea kantiana de autolegislación racional, que Feinberg describe como un autócrata ‘King Reason’:

La noción kantiana de auto-legislación, largamente asociada con el concepto de autonomía, parece presentársenos ya sea con la imagen de un orgulloso anarquista que no acepta ningún compromiso que él mismo no tenga hecho, que puede hacer o deshacer compromisos a voluntad con cualquier persona o cosa, y es, en principio, capaz de “inventar” sus propios principios morales, o, si con Rawls seguimos la inclinación racionalista y objetivista de Kant, una persona que puede actuar de forma autónoma incluso en contra de su voluntad, como si su comportamiento obligado hubiera sido elegido por algunas personas hipotéticas más “racionales” que él. (1988, p. 46)

A pesar de que uno pueda tomar las críticas de Feinberg con cautela, y su lectura pueda ser discutible, lo cierto es que expone un punto que puede ilustrar la indagación: la autonomía personal no parece resolver los problemas conceptuales que desafían a las instituciones cuando se trata de defender su autogobierno —esto es, no bastaría esta fundamentación para atender las preguntas que se plantearon atrás—. Este autor llama la atención sobre el hecho de estar insertos, como “animales sociales”, en una “infraestructura” social ya establecida de antemano y cuyos cambios exceden la autonomía moral —por ejemplo, kantiana—. Más aún, el autor afirma: “El mundo humano no es y ni puede consistir en millones de ‘islas’ soberanas separadas que ejerzan su propia elección autónoma sobre qué, dónde, cómo y cuándo será, cada una capaz de sobrevivir y florecer, si así lo desea, en total independencia de todas las demás, cada una libre de cualquier necesidad para los demás” (1988, p. 47).

Es posible que la crítica severa que hace este autor a esta perspectiva se deba a que Feinberg (1988) tiene a la vista una comprensión de la autonomía muy ligada a la que se arrogan los Estados; es decir, una concepción eminentemente institucional-formal-sistemática de la autonomía y su dimensión política. A esta comprensión la denomina el autor autonomía como derecho, y para comprenderla hace distinciones con la idea de soberanía —muy útiles para pensar la autonomía universitaria—:

Soberanía y (mera) autonomía política parecen diferir en al menos dos sentidos. Primero, la autonomía es parcial y limitada, mientras que la soberanía es completa e indivisa. La región autónoma se rige a sí misma en algunos aspectos, pero no en otros, mientras que el estado soberano no renuncia a su derecho de gobernar por completo cuando delega autonomía. (1988, p. 48)

Esta diferencia da herramientas para pensar la autonomía universitaria. Como se verá unas páginas más adelante, la universidad está en la doble condición de ser instituida por algún poder o estamento heterónomo (el papa, el rey, el Ministerio de Educación) y, al tiempo, es el lugar de autoridad que instituye el conocimiento científico. Esto es, análogamente, está ligada a la soberanía del estamento que le instituye —y por eso tiene que atender un orden establecido—, pero debe tener garantizada la autonomía. Freinberg afirma: “La autonomía local es delegada; la soberanía es básica y no se puede derivar. La soberanía es, en un sentido, una fuente última de autoridad” (1988, p. 48).

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