Perdón, compasión y esperanza

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Dios actúa según un plan establecido previamente

Un buen número de personas entrevistadas afirma que el señorío de Dios sobre el mundo y sobre los seres humanos se ejerce a través de un plan con el cual los principales acontecimientos de la vida de cada persona se han establecido con anterioridad. Sin embargo, ninguno considera que la existencia de tal plan divino anule la libertad humana. La mayoría cree que aunque Dios haya establecido los acontecimientos que determinan la vida de cada persona, cada cual es libre en su manera de reaccionar frente a dichos acontecimientos. Más aún, en la forma de reaccionar ante los acontecimientos positivos y negativos que ocurren en la propia vida se comprueba la responsabilidad y la calidad moral de las personas.

Esta concepción religiosa, con frecuencia, les ayuda a las personas a asumir las situaciones adversas con esperanza, confiando en que estas no son fruto del absurdo sino que tienen un propósito dentro del plan de Dios para su vida. Muchas personas afirman que la razón de ser de las adversidades solo se comprende después de pasado algún tiempo, cuando las cosas se van normalizando nuevamente. De este modo, la seguridad de que sus vidas van guiadas por un plan benevolente es, para muchos, una fuente de confianza que les permite esperar algo mejor para el futuro.

Varios entrevistados señalaron que la consciencia de haber sobrevivido a acontecimientos difíciles, sabiendo que otros no contaron con la misma suerte, genera en ellos un sentimiento de gratitud hacia Dios y un sentido de responsabilidad frente sus vidas. Por ejemplo, varios padres de familia con hijos pequeños consideran que Dios les permitió sobrevivir para que puedan hacerse cargo de sus hijos. Esta responsabilidad los anima a sobreponerse a las dificultades del desplazamiento y de la adaptación al nuevo medio de vida. En estos casos se ve que la noción del plan divino también está relacionada con la consciencia de haber recibido por parte de Dios una misión en este mundo, especialmente frente a los hijos y nietos.

Muchas personas tratan de comprender las razones que guían el plan divino: ¿por qué ciertas cosas les han sucedido a ellos y no a otros? En su esfuerzo por responder a esta pregunta muchos creen que Dios ha permitido las adversidades para conducirlos hacia bienes nuevos y mejores. Esta interpretación es más plausible cuando las personas tienen una percepción positiva de su situación socioeconómica después del desplazamiento forzado. Otros creen que Dios permitió su tragedia para evitar males mayores. Poder identificar una razón de peso que guía el plan divino (y que justifica los sufrimientos vividos) es importante para evitar o para superar la crisis religiosa. La credibilidad de la noción de un plan divino está directamente relacionada con la posibilidad de identificar las razones y las etapas de ese plan en la propia historia de vida.

En algunos casos, las personas dicen que, aunque no entiendan el porqué de las adversidades que Dios les ha enviado, siguen esperando y creyendo que los sufrimientos que han padecido deben tener un propósito o una finalidad positiva. Otros, en cambio, sienten que la magnitud del mal que les aconteció es demasiado grande como para pensar que Dios lo haya planeado. Es el caso, por ejemplo, de las personas que narran su vida como una sucesión de desgracias. La repetición de situaciones de peligro, de pérdidas de seres queridos y de experiencias lamentables hace que sea más difícil creer en un plan divino providente o en razón última detrás de tales eventos.

Dios permite el sufrimiento para hacernos crecer como seres humanos

Un grupo numeroso de entrevistados expresó que las desgracias que han vivido son un medio por el cual Dios les ha enseñado cosas nuevas y les ha hecho crecer como seres humanos. Para ellos, Dios actúa al modo de un padre que educa a sus hijos poniéndoles pruebas que estos deben superar. El paralelo con la figura del padre es muy importante dentro de esta noción religiosa porque ayuda a comprender cómo Dios puede permitir el mal para sus hijos y, a la vez, amarlos y querer el bien para ellos. Estas personas afirman que Dios, como un padre sabio, nunca nos pone pruebas que no seamos capaces de superar, ni nos abandona en medio de las pruebas. Con frecuencia, las personas afirman que el problema no es que Dios ponga al ser humano a prueba, sino que este se aleja de Dios a causa de los problemas. Cuando esto sucede, las adversidades pueden terminar destruyendo la vida de las personas.

La lista de las cosas que, según los entrevistados, Dios enseña por medio del sufrimiento es muy variada: Dios enseña a ser agradecidos, a valorar lo que tenemos, a confiar en Él, a tener más fe, a ser fuertes para afrontar las dificultades y tomar consciencia de nuestras limitaciones. Algunos dicen que Dios los sacó de una mentalidad materialista y egoísta. Otros afirman que, por medio de las dificultades, Dios les enseñó a ser humildes, solidarios y compasivos con los que sufren. Dios les ayudó a tomar conciencia de sus errores, dejar un defecto o un estilo de vida desordenado, incluso, a alejarse de una actividad ilegal. Muchas personas consideran que Dios se valió del desplazamiento para sacarlos del medio violento donde vivían.

En estos casos, la acción divina, como la de un padre o la de un maestro, consiste en hacer que las personas reaccionen frente a los eventos difíciles y darles medios concretos para que hagan un cambio en sus vidas. A menudo, los entrevistados afirman que las dificultades los llevaron a “tocar fondo”, a momentos de toma de conciencia, al deseo de cambiar o a la decisión de asumir con mayor responsabilidad sus propias vidas. Este momento suele ser un punto fuerte dentro de su relato de vida.

Los entrevistados también identifican elementos de la realidad que le dan credibilidad a esta interpretación religiosa. Suele tratarse, en general, de experiencias de toma de conciencia frente a sí mismo o frente a la propia historia de vida. Estas personas son conscientes de haber tomado decisiones que condujeron a una mejor situación personal y familiar o que tienen la satisfacción de haber adquirido nuevos conocimientos y desarrollado nuevas habilidades tras el desplazamiento forzado. Con frecuencia, el análisis retrospectivo que implica contar su propia historia lleva a las personas a confirmar que Dios se ha valido de lo sucedido para hacerlos mejores personas o para mejorar su relación con Él.

Por el contrario, una interpretación pedagógica del sufrimiento resulta difícil cuando las personas no han podido encontrar elementos positivos surgidos de su experiencia de desplazamiento. Como otras nociones religiosas, esta necesita un tiempo de distancia para releer la experiencia y un cierto progreso en el proceso de adaptación tras el desplazamiento. Para las personas que sienten que su situación tras el desplazamiento es peor, en todos los niveles, a su situación anterior, resulta muy difícil creer que Dios puede estar haciendo algo positivo en medio de su desgracia.

Dios actúa en nosotros para contrarrestar el sufrimiento

Las nociones religiosas señaladas anteriormente hacían referencia a formas de acción divina en los acontecimientos del mundo exterior y en las acciones de los demás. Otras formas de acción divina tienen lugar, según los entrevistados, en el interior de las personas. En un buen número de relatos, las personas dan una gran importancia a la acción divina para restablecer la salud física. Dios actúa para curar a los enfermos o para garantizar el éxito de un tratamiento médico.

Un grupo importante de personas habla de la acción de Dios sanando a los seres humanos de tendencias autodestructivas o de problemas psicológicos. Las personas dicen a menudo que Dios les ha ayudado a superar la ansiedad, el miedo, el pesimismo, la agresividad, el deseo de venganza o la adicción al alcohol. Esta forma divina de acción también es mencionada en relación con la pedagogía divina. Algunas personas dicen que la intervención divina les hizo percibir la necesidad de cambiar su forma de pensar o de actuar. Otras personas admiten que por sí mismos no hubieran podido cambiar su manera de actuar y que es Dios quien les ha permitido superarse.

Con frecuencia, las personas describen la acción de Dios en relación con la inteligencia y la voluntad. Para algunos, Dios puede iluminar la mente de las personas para ayudarles a tomar decisiones correctas, decisiones que en muchos casos han salvado sus vidas. Para otros, Dios puede actuar sobre la voluntad, y así fortalecerlos para afrontar los problemas, dándoles perseverancia para seguir adelante con serenidad en momentos de desgracia. Otra forma de acción de Dios, muy apreciada por varios entrevistados, es la escucha. Dios nos conoce, por eso a Él se le puede confiar nuestro sufrimiento; Él puede comprendernos, escucharnos con amor y ternura. Dios entiende el dolor de las personas porque Él las conoce, sabe lo que han vivido y sabe cuándo son inocentes.

Muchas personas cuentan haberse sentido aliviadas o fortalecidas después de un momento de oración o después de una celebración litúrgica, dicen haberse sentido escuchadas por Dios, amadas y perdonadas a pesar de sus errores o “inundadas” de serenidad y paz. Este tipo de experiencias son fundamentales dentro de sus relatos de vida. Según un buen número de entrevistados, entre aquellos desplazados que se han alejado de Dios y de la práctica religiosa es más fácil encontrar resentimiento, depresión, falta de confianza en sí mismos, deseos de venganza y tendencia a reproducir la violencia. Para muchos de ellos, esto confirma que la acción de Dios en los seres humanos es algo real e importante y que cuando la gente se aleja de Él, esto se refleja en su comportamiento.

 

Por último, unida a esta noción religiosa, está la dimensión de la acción divina que podríamos denominar: “Dios que actúa a través de nosotros”. Muchas personas afirman que Dios movió o inspiró a otros para que les ayudaran en un momento de adversidad. Por ejemplo, la ayuda recibida de un vecino, un consejo o asesoría oportuna, la generosidad de alguna persona, la amabilidad de un funcionario, son situaciones que las personas mencionan como manifestaciones de la bondad y la providencia de Dios. Dios actúa moviendo la voluntad de las personas para que estas hagan el bien.

Resonancias teológicas

Los resultados de la investigación presentados hasta aquí pueden identificarse con una fenomenología religiosa, es decir, con una exploración de imaginarios y nociones teológicas subyacentes en una cultura. En este caso, hemos descrito las nociones religiosas presentes en un cristianismo popular que se manifiestan con mayor fuerza ante una situación de violencia donde la propia vida se ve amenazada. Pero el trabajo propuesto por el método de correlación no se detiene allí (Tracy, 1996). Esta investigación cobra un sentido teológico cuando las nociones religiosas encontradas se ponen en correlación con la revelación del Dios cristiano que encontramos en las Sagradas Escrituras y en la fe de la Iglesia.

Recordemos entonces que toda la Sagrada Escritura puede ser comprendida como testimonio de la acción divina que busca rescatar al ser humano de las fuerzas que lo amenazan: la violencia, la guerra, el odio, la pobreza, el pecado y la muerte. La Sagrada Escritura proclama la fe en un Dios bueno, justo y providente que cuida de sus creaturas. En los evangelios, Jesús predica una confianza total en la voluntad amorosa del Padre. Invita a los discípulos a abandonarse llenos de confianza entre las manos de Dios y a consagrarse por completo al Reino de Dios. Jesús afirma que su Padre es Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25; Mt 5,45; Lc 6,35; Mt 6, 25-34), Aquel que cuida con solicitud a todos les seres que habitan en ellos. En las enseñanzas de Jesús a sus discípulos, se manifiesta un énfasis en la protección de Dios sobre cada individuo. Cada ser humano está invitado a reconocer que Dios vela sobre su vida y a actuar confiando en la protección paterna de su Creador (Schilson, 1996, p. 786).

Sin embargo, la afirmación de una providencia divina que guía la creación y la historia con sabiduría y bondad se ve confrontada con la objeción de la existencia del mal y del sufrimiento en el mundo. Ante dichas realidades, no resulta fácil afirmar que todos los acontecimientos que ocurren en el mundo estén dirigidos por un plan bondadoso diseñado por Dios. Al contrario, realidades como el mal, la violencia, el sufrimiento y la muerte llevan a preguntarse si este mundo no está gobernado más bien por el caos o por el choque de fuerzas ciegas y violentas. Las grandes tragedias de la historia humana con frecuencia han suscitado objeciones y cuestionamientos frente a la divina providencia. Por ejemplo, en la Sagrada Escritura se encuentran ecos de las dudas de fe por parte de Israel en tiempos del Exilio; en la obra de san Agustín se perciben la incertidumbre y las acusaciones contra el cristianismo en el periodo de la caída del Imperio romano; en los comentarios satíricos de Voltaire (1995) se refleja la conmoción de Europa tras el terremoto que destruyó Lisboa en 1755, y en la literatos contemporáneos como Fedor Dostoeivski (2004), Albert Camus (1978) y Elie Wiesel (2007) se encuentran numerosas alusiones al escándalo del mal suscitado por tragedias como las guerras mundiales, la Shoah, los genocidios o la amenaza nuclear.

Pero el escándalo religioso ante el mal no es un tema nuevo. El libro de Job es probablemente la mejor expresión en el Antiguo Testamento del creyente que le reclama a Dios el porqué de su desgracia y se pregunta hasta cuándo debe esperar que haga justicia en su favor. La desgracia sufrida por el inocente es un escándalo para la fe en un Dios justo:

¿Acaso oculté a los hombres mi delito, o escondí en mi seno mi pecado? ¿Acaso tuve temor a los rumores de la gente, miedo al desprecio de los míos, o permanecí en silencio sin salir a la calle? ¡Ojalá alguien me escuchara! ¡He dicho mi última palabra! A Shaddai le toca responder. El libelo que haya escrito mi adversario ¡juro que sobre el hombro lo llevaré, ceñido como una diadema! Le daría cuenta de mis pasos, me acercaría a él como un príncipe. (Job 31, 33-37)

La fe bíblica responde de diferentes maneras a esta pregunta religiosa por las razones del mal. Con frecuencia, la Sagrada Escritura recuerda que los designios divinos son insondables y que si Dios no actúa para impedir el mal es por razones justas que solo Él conoce. Los planes de Dios obedecen a su sabiduría infinita que sobrepasa las capacidades y cálculos humanos. Esta es precisamente la respuesta que reciben las preguntas de Job. Dios le recuerda la inmensidad de su sabiduría, con la que rige el universo, y la pequeñez de Job para poder entender todo lo que sucede a su alrededor (Jb 38,1-4s). De este modo, antes que dar una explicación final al porqué de las desgracias, el libro de Job invita a una actitud de esperanza, paciencia y confianza en Dios (Farley, 1988).

Por su parte, los profetas bíblicos respondieron a las tragedias nacionales vividas por Israel y Judá desde una referencia a la Alianza. Dios permanece fiel a la promesa de velar por su pueblo, pero pide que este respete la Ley. Por eso, las desgracias sobrevenidas al pueblo son el resultado de la falta de fidelidad del pueblo a la Alianza y del extravío de sus gobernantes. Esta respuesta de la tradición profética marcará profundamente la experiencia religiosa del judaísmo y orientará la pregunta por el mal hacia el tema de la desobediencia del ser humano a Dios. La causa del mal y del sufrimiento en el mundo es el pecado humano, no una falencia del amor divino (Estrada, 1997).

Al mismo tiempo, la predicación profética mantiene abierto un horizonte de esperanza. Para los profetas, aunque el pueblo se haya alejado de Dios y haya caído en desgracia por culpa de su propia desobediencia, Dios sigue guiando la historia y abre una esperanza de salvación para sus fieles (Is 41,25; 45, 1-7; 46,10s). De este modo, a partir de la época del Exilio, la salvación se convierte claramente en una salvación esperada. El pueblo espera la intervención salvadora de Dios aún en medio de circunstancias políticas cada vez más difíciles. La intervención divina se espera en un futuro escatológico. El mundo, más allá de las circunstancias presentes de la historia, se convierte en el lugar donde Dios prepara su acción y su juicio final (Labarrière, 1986).

Dentro de este horizonte de espera de la acción definitiva de Dios toman forma dos concepciones religiosas: la idea de resurrección y la esperanza del restablecimiento victorioso del Reino de Dios en la tierra. El Nuevo Testamento proclama que estas promesas encuentran su cumplimiento en la Pascua de Cristo y en el don del Espíritu Santo. Según el testimonio de los evangelios, la vida, muerte y resurrección de Jesús son la manifestación de que Dios se ha comprometido de manera definitiva con la salvación de todo el género humano. Por eso, se puede decir que, más que desarrollar una doctrina nueva sobre los orígenes del mal, el Nuevo Testamento proclama que el mal ha sido vencido por el poder salvador de Jesucristo. La enfermedad, la influencia demoniaca, el pecado e incluso la muerte, última y definitiva manifestación del mal, han sido vencidos por la muerte y resurrección de Cristo (1 Co 15-26). San Pablo afirma que del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (Rm 5, 20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Así, se manifiesta que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28).

Por eso, se puede afirmar que el conjunto de la fe cristiana proclamada por el Nuevo Testamento es una respuesta a la cuestión del mal: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre, la Encarnación redentora del Hijo, el don del Espíritu, la congregación de la Iglesia, la fuerza de los sacramentos, la llamada a una vida bienaventurada. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal2.

Las coincidencias entre las nociones teológicas de la fe bíblica y las concepciones religiosas expresadas por las personas entrevistadas son numerosas. Desde una sabiduría sencilla y práctica, el cristianismo popular de estas personas ha asimilado rasgos fundamentales de la fe bíblica y permite, en un buen número de casos, darle un sentido a experiencias tan duras como la violencia, el desplazamiento forzado y la muerte de seres queridos. Al mismo tiempo, se descubren rasgos contrarios a la fe cristiana como las ideas de Dios colérico y vengativo, el pesimismo fatalista o una religión de la prosperidad material que deberían ser afrontados desde la acción evangelizadora de la Iglesia (Buitrago, 2018, pp. 163 y ss.).

El perdón, la reconciliación y el problema de la justicia

La amplitud y profundidad de las cuestiones relacionados con la acción de Dios ante el sufrimiento humano, tanto en la fe proclamada por la Sagrada Escritura, como en los testimonios de las personas entrevistadas, pueden dar lugar a un gran número de reflexiones y elementos de diálogo entre fe y cultura. En esta última parte de mi intervención quiero centrarme en un tema que considero fundamental dentro del marco de este libro: el perdón, la reconciliación y el problema de la justicia.

La predicación de la Iglesia católica en nuestro país, fiel al Evangelio, ha estado siempre dirigida hacia la búsqueda del perdón, la reconciliación y la paz entre los colombianos. Un propósito laudable. Sin embargo, llama la atención que para muchos de los entrevistados la posibilidad de perdonar a los causantes de su desplazamiento forzado resulta abiertamente escandalosa e inaceptable. Es paradójico que mientras en el título de este libro, como en muchos documentos y eventos eclesiales, hablamos de perdón y compasión, la esperanza que manifiestan muchas de las personas entrevistadas es que Dios haga justicia: haga pagar a los culpables por el mal que han cometido. Esta esperanza se refuerza por el ambiente de impunidad legal y por la impotencia que las victimas sienten ante los grupos armados. La víctima inocente y desvalida pone su esperanza última en ese Dios justo que no puede permitir que tanta maldad quede sin castigo.

Es interesante que el teólogo alemán Jurgen Moltmann, comentando sobre el ateísmo contemporáneo, afirme como una de las causas del ateísmo del siglo XX el escándalo producido por el sufrimiento injusto de millones de inocentes en las guerras mundiales o en los regímenes totalitarios. Según Moltmann, las explicaciones religiosas se quedaron cortas para justificar por qué Dios permitió la muerte de tantos inocentes. Moltmann (1977) llama a ese tipo de ateísmo contemporáneo “ateísmo de protesta” que surge finalmente del deseo profundo que tiene el ser humano de “que el asesino no triunfe sobre su víctima” (p. 313). Podemos decir que este mismo anhelo de que el asesino o el verdugo no se salgan con las suyas está muy presente en muchos de los entrevistados, solo que en la mayoría de ellos no genera un rechazo contra Dios. Al contrario, pareciera que para muchos de ellos la necesidad de justicia se convierte precisamente en una de las razones para esperar una intervención divina. La fe en Dios es, para muchos de ellos, la única posibilidad que ven de que se haga verdaderamente justicia:

Uno se siente impotente frente a esas personas porque son muchos y porque ellos tienen armas. Yo por eso creo que la única justicia es que Dios haga justicia por sí mismo3 (*).

Tal vez uno no la ve ahora (la justicia), porque no llega inmediatamente y a veces a uno le da rabia viendo que ellos siguen por ahí sin recibir el castigo que se merecen […] pero la justicia de Dios llega, yo estoy convencida de eso, tarde o temprano, pero llega4.

Creo que es importante tener en cuenta este anhelo legítimo de justicia a la hora de hablar de perdón y reconciliación en un contexto como el de las víctimas del desplazamiento forzado y la violencia en nuestro país. Presentar el Evangelio simplemente como un llamado al olvido de las ofensas, al perdón y a la reconciliación sin predicar con igual fuerza la justicia, la necesidad de conocer la verdad y de un sincero arrepentimiento por parte del agresor puede caer en comprensiones contrarias a la misma fe. Dentro de una sociedad con un nivel elevado de impunidad, la predicación cristiana no puede reducirse al anuncio de una paz fundada en el olvido, dejando en la sombra el sufrimiento de las víctimas.

 

Al mismo tiempo, la predicación del Evangelio en estos contextos debe tener presente otro peligro no menos evidente: la fe en Dios y la esperanza en su justicia pueden convertirse en un medio eficaz para alimentar el rencor y los deseos de venganza. Aun comprendiendo las razones señaladas por muchos de los entrevistados, no se puede negar que la justicia divina que ellos esperan tiene todas las características de una venganza. Varios de ellos sostienen que esperan de Dios que haga sufrir a los culpables de su desplazamiento algo igual o peor a lo que ellos han padecido. En este sentido, las persecuciones y venganzas violentas entre miembros de grupos armados o la muerte de los jefes de dichos grupos son entendidas, e incluso celebradas, como actos de justicia divina.

Yo creo que Dios tiene que hacer justicia porque esa gente es muy, muy mala. Mi Dios les tiene guardada su parte, como dicen. Cuando yo veo en los periódicos que mataron a un jefe de la guerrilla, yo digo: ahí está la justicia de Dios pidiéndoles cuentas por lo que hicieron5.

Dios se encargará de enviarles cosas duras para que sufran. El castigo existe, de eso estoy seguro […] (Hablando de un jefe guerrillero:) Dicen que vive en la pobreza absoluta, que perdió a su familia y tiene que estarse escondiendo permanentemente6.

Es comprensible que la persona sometida a un sufrimiento injusto manifieste espontáneamente deseos de venganza. Pero no se puede olvidar que el Evangelio nos invita a ir más allá de este sentimiento natural. Dentro de un horizonte cristiano, la noción de justicia divina excluye la idea de venganza e invita a superar el odio. Aquí se perciben los límites de una imagen de Dios visto exclusivamente como juez, desprovisto de los atributos del perdón, la compasión y de la misericordia. Una imagen reductiva que conduce a expresiones deformadas de la fe cristiana.

¿Cómo predicar el perdón y la reconciliación sin que el perdón de las ofensas abra paso a la impunidad? ¿Cómo predicar la justicia de Dios evitando proyectar en Él los propios deseos de venganza? Creo que, como lo afirman el mismo Jurgen Moltmann o el jesuita Jon Sobrino (1999), una clave de respuesta está en redescubrir el sentido de la cruz de Cristo. El Crucificado es por excelencia el inocente sobre quien recae una violencia inmerecida y una muerte injusta. Y, al mismo tiempo, el Crucificado es aquel que tiene la libertad y la paz interior para perdonar a aquellos que le han hecho daño. Solo así se puede romper la cadena de la violencia y cortar el ciclo del odio y la venganza.

La Cruz no invita a esconder las consecuencias de la violencia, ni a olvidar lo ocurrido, ni a cerrar los ojos ante el sufrimiento y la injusticia. Al contrario, al contemplar al Crucificado estamos llamados a volver nuestra mirada hacia los crucificados de nuestro tiempo, hacia el dolor de tantos hombres y mujeres en nuestro mundo. El Crucificado-Resucitado que aparece en la mañana de Pascua para desear la paz a los discípulos que lo han traicionado les muestra enseguida las marcas de los clavos y la lanza: no esconde su sufrimiento, no hace como si nada hubiera pasado. Muestra las heridas que han marcado su cuerpo para construir, a partir de allí, una reconciliación basada en la verdad, en el reconocimiento de lo sucedido y en la promesa de un mañana donde la comunión es posible. La paz que trae el Crucificado-Resucitado busca la conversión y el arrepentimiento del agresor, recordando que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que este se convierta y viva (Ez 18,32). Por eso, la justicia de Dios que se manifiesta en Cristo no es una justicia que ajusticie (que castigue o que se busque venganza), sino una justicia que justifica, es decir, que permite una nueva comunión a partir del arrepentimiento y la conversión.

Al presentar a Cristo como modelo de perdón y reconciliación, debemos recordar también que se trata de una invitación. El perdón no puede obligarse, no puede decretarse, no puede forzarse. El perdón solo puede otorgarlo la víctima. Es distinto de la amnistía legal que pronuncia un juez o un tribunal. Es importante mantener esta distinción para no pasar demasiado rápido del plano religioso-ético al plano legal. El perdón en sentido cristiano implica un cambio de mirada y de actitud que se da en lo profundo del ser humano y que a veces requiere años, procesos de sanación y duelo, palabras y gestos concretos. Creo que por su naturaleza específica la Iglesia puede contribuir de un modo único a lograr este perdón y esta reconciliación que no alcanzan ni los acuerdos políticos ni los tribunales judiciales. No estoy diciendo que no sean importantes, estoy diciendo que operan a otro nivel. De igual manera, el perdón cristiano no puede reemplazar el necesario esclarecimiento de la verdad, la condena por parte de la justicia legal al agresor, la garantía de no repetición de la agresión. Todos estos elementos son necesarios dentro del largo proceso de sanación de un pueblo, de reconciliación y perdón.

Si el perdón en un sentido cristiano es algo que no se puede obligar y que solo puede conceder la víctima, ¿qué razones tiene una persona que ha sido víctima de la violencia para emprender el camino del perdón? Es interesante constatar que muchos entrevistados son conscientes de que sus sentimientos de odio hacia sus agresores y los deseos de venganza son contrarios a lo que Dios quiere de ellos. Se dan cuenta, además, de que dichos sentimientos e ideas de venganza les hacen daño a ellos mismos y les impiden superar lo ocurrido. Muchos hablan del deseo de venganza como de un círculo vicioso que termina destruyendo la vida de la víctima o convirtiéndola en agresor. Un gran número de padres de familia expresaron, por ejemplo, el temor de que sus hijos sigan alimentando sentimientos de venganza y actitudes violentas que los lleven a unirse a grupos armados u organizaciones delincuenciales en los barrios periféricos donde ahora viven. Por eso, algunos luchan por superar la tendencia a la agresividad que producen en ellos la violencia sufrida y el contexto de zozobra y peligro donde ahora viven. Una madre de familia hablando de su hijo de siete años afirma: “Es muy agresivo, dice groserías, insulta a los que le mataron a su papá. Yo le dije que no repitiera más esas palabras. Pero él respondió: malditos, malditos, los voy a matar con mis propias manos”7.

Por eso, a partir del reconocimiento de los efectos negativos del odio y del deseo de venganza, algunos entrevistados se muestran abiertos a la posibilidad del perdón a partir de lo que enseña la fe cristiana. Por ejemplo, una persona afirmó: “Yo creo que, si Dios murió por todos nosotros, ¿a nosotros no nos tocará también perdonar? En mi caso, yo creo que ya perdoné y eso sí ayuda mucho”8.

Otros manifestaron que la participación en momentos de oración o en celebraciones litúrgicas les ha ayudado a “sanar” los sentimientos de odio. Algunos afirman que en su oración personal le piden a Dios que les dé la capacidad de perdonar y de vivir en paz a pesar de los recuerdos dolorosos. Saben que no es fácil, pero sienten que Dios les puede ayudar por medio de la oración:

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