Perdón, compasión y esperanza

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Cristianismo y perdón

Debería ser ahora más fácil percibir por qué el perdón es la característica sobresaliente del cristianismo. Solo se puede entender en un contexto de amor. El Señor dijo: “Así es como todos sabrán que son ustedes mis discípulos, si se aman los unos a los otros” (Jn 13,35). El perdón es precisamente el amor en su manifestación más profunda y, por consiguiente, es ilimitado. Jesús enfatiza esto de modo contundente: cuando Pedro le pregunta: “Señor, si mi hermano peca contra mí, ¿con qué frecuencia debo perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Y Jesús responde: Te digo, no siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18,21-22). Naturalmente, Jesús no quiso decir 490 veces, sino siempre.

La ecuación es simple: lo primero es recordar que el cristianismo tiene que ver con el amor. Deus caritas est es el nombre de la primera Encíclica del papa emérito Benedicto XVI. En ella se anima a todos a concentrar sus esfuerzos en el núcleo de nuestra fe, es decir, en la caridad. Como escribió el apóstol Juan, “Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). El segundo paso exige reconocer que el amor cristiano supera con creces el precepto ya existente en el Antiguo Testamento de amar a nuestro prójimo. En el Sermón de la Montaña, que es como la “Carta Magna” de la Iglesia, el Señor explica esta diferencia utilizando un lenguaje contrastante: “Han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda” (Mt 5,38-39). Con estas palabras fuertes el rencor es superado por el amor, la venganza pierde legitimidad y el perdón pasa a la primera posición. Este precepto llega a su apogeo con una asombrosa exhortación: “Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,43-45).

El tercer paso consiste en reconocer que perdonar las ofensas que recibimos condiciona el perdón que recibimos de Dios. Todos los domingos oramos: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, y en Mt 18,23-34 leemos la parábola del siervo condenado porque su amo le había perdonado una enorme deuda, mientras que él no fue capaz de perdonar una mucha más pequeña a un compañero suyo. Estos pasajes están conectados, porque la relación de amor entre Dios, nosotros mismos y nuestro prójimo depende del perdón. Lo que dice san Juan en una de sus cartas: “Amados, si Dios nos ama, también debemos amarnos los unos a los otros” (1Jo 4,11) es paralelo a lo que san Pablo dice a los Colosenses: “como el Señor te ha perdonado, así también debes hacer tú” (Col 3,13). En ambos casos hay una “condición” que no es ni una “medida” (como decir “Te perdonaré en proporción a lo que perdonas a los demás”), ni una “decisión arbitraria” de Dios, como si Él nos estuviera pidiendo algo que realmente no se conecta con lo que nos concede. En cambio, cuando una persona no perdona, al mismo tiempo cierra su corazón para recibir el perdón. La frase “quien ama a Dios debe también amar a su hermano” (1Jn 4,21) es una ley inscrita en la naturaleza del corazón humano, de tal manera que la palabra “debe” no significa realmente una obligación (que, de todas maneras, existe), sino una manifestación. Es como decir: si no amas a tu hermano, no amas a Dios. Teniendo en cuenta que el perdón es un aspecto del amor, podemos (y debemos) aplicar la regla de esto último a lo primero: si no perdonas a tu hermano, realmente no deseas el perdón de Dios. Esto es lo que está en el centro de una sentencia del catecismo de la Iglesia católica cuando se dice:

Este derramamiento de misericordia no puede penetrar en nuestros corazones mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El amor [...] es indivisible; no podemos amar al Dios que no vemos si no amamos al hermano o hermana que vemos. Al rehusar perdonar a nuestros hermanos y hermanas, nuestros corazones se cierran y su dureza los hace inmunes al amor misericordioso del Padre; pero al confesar nuestros pecados, nuestros corazones se abren a su gracia. (n. 2840)

Antropología del perdón

Todo esto quedaría en agua de borrajas si no reconocemos valientemente que perdonar es difícil. Acertadamente, dice Paul Ricoeur (2000) que esto es así porque “la experiencia de la ofensa tiene lugar primordialmente en el ámbito del sentimiento” (p. 596). Efectivamente, la ofensa incide primero en el ámbito emocional y este hace de “caja de resonancia en el espíritu, el cual puede sentirse incapaz de tomar la decisión de perdonar” (Cárdenas, 2014, p. 488). Dicho esto, conviene inmediatamente añadir, de nuevo con palabras de Ricoeur: perdonar “no es fácil, pero no es imposible” (p. 593). El camino para lograrlo pasa por el reconocimiento del vínculo esencial entre pedir perdón y otorgar perdón, algo que surge de la unidad del corazón humano. El orgullo es lo que nos impide la “humillación” de pedir perdón. El mismo orgullo hace que sea difícil o imposible perdonar, o nos lleva a conceder un “falso perdón”: como cuando alguien “perdona” humillando al perdonado. Lo mismo que nos impide otorgar y recibir el perdón con respecto a nuestro prójimo nos impide recibir de Dios el perdón que nos ofrece. Este contexto nos debería ayudar a entender mejor lo que san Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla durante el cambio de los siglos IV-V, decía:

El Señor quiere dos cosas de nosotros: que consideremos nuestros propios pecados y que perdonemos a nuestro prójimo [...]. Porque alguien que considera sus propios pecados está mejor dispuesto a perdonar los pecados de su compañero. Y a perdonar no solo con palabras, sino con el corazón [...]. Intentemos, por lo tanto, no lastimar a nadie, para que Dios nos ame. Por eso, aunque le debemos diez mil talentos, Él se apiadará de nosotros y nos perdonará. (In Matthaeum Homiliae 61, 5)

Porque el perdón es una forma de amar, la más profunda; cuando perdonamos, crecemos como seres humanos, como sucede con todo acto de amor. Las relaciones con nuestro prójimo son parte integral de nuestra personalidad: ser persona es ser persona en relación. Como leemos en la Introducción al cristianismo de Ratzinger (2018): “la forma más elevada del ser se encuentra en el elemento de la relación”, y esto, aplicado al hombre, es una “revolución”, en cuanto “no se considere como lo más alto […] la autarquía absoluta y cerrada en sí misma, sino que lo más alto vaya unido a la relación, a la fuerza creadora que crea, sostiene y ama a otros” (p. 14). En nuestras relaciones, importantes o menos, las ofensas son inevitables, porque todos padecemos en nosotros mismos, de diferentes maneras, las consecuencias del pecado. El pecado también afecta nuestro comportamiento y nuestra capacidad para relacionarnos con otras personas. El que nunca perdona pierde gradualmente su capacidad de perdonar (y por tanto de amar), y su personalidad es dañada. El perdón, en cambio, libera de la esclavitud del pasado y ayuda a comprender que, de cierta manera, la historia no es absolutamente irreversible: los hechos no cambian, pero las actitudes sí. De este modo, el perdón manifiesta y promueve la libertad interior, elimina la ansiedad necia de perder el respeto de los demás, disipa la mentalidad de tener en consideración únicamente a quien inspira miedo, descalifica la idea de que lo más importante es no parecer débil. En la misma línea, los hombres crecen en humanidad cuando, conscientes de que se han equivocado en algo, vuelven y comienzan de nuevo. No somos como los ríos de montaña, cuyas aguas rápidas nunca podrán regresar a la fuente.

El perdón —perdonar y pedir perdón— está muy relacionado con la conversión. La conversión no solo significa “cambiar”, sino que, más profundamente, significa “unificar versiones” (la “convergencia”, como opuesto a la “divergencia”). Conversión es poner unidad en lo que está dividido, haciendo que las cosas que fluyen por cauces paralelos o divergentes confluyan en una única corriente: nuestro corazón, nuestra mente, nuestra voz, nuestro cuerpo (nuestras acciones) deben obrar de modo unitario. Para recuperar la unidad con nuestro prójimo es necesario tenerla dentro de nosotros. Por eso la conversión es la primera y más fundamental experiencia del verdadero discípulo de Cristo, cuando Dios se acerca al hombre y se muestra a sí mismo como misericordia, cuando el pecado (que genera división) y el perdón (que reconstruye la unidad) aparecen en toda su verdad.

Entender el perdón como conversión unificadora de nosotros mismos nos lleva, en efecto, a ver su conexión con la verdad. El perdón real y completo exige conocimiento, justicia y amor en todas las partes involucradas. El olvido o el escapismo no son suficientes; al contrario, cuando la ofensa retorna a la mente se vuelven a despertar el rencor o el resentimiento. En definitiva, ni el perdón debe identificarse con el olvido, ni el recuerdo con la venganza. Perdonar no consiste simplemente en decir “borrón y cuenta nueva”. Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la injusticia, que muchas veces pretenden camuflarse o distorsionarse. El mal realizado debe ser reconocido y, en lo posible, reparado. De ahí que el papel del corazón en el proceso del perdón sea importante, pero también lo sea el de la inteligencia. La parte que solicita el perdón tiene que pasar por el proceso de conocer y aceptar la verdad de la falta que ha cometido, y tomar conciencia de que la justicia y la caridad exigen pedir perdón. La admisión de nuestras propias faltas, por lo tanto, presupone tomar conciencia de la dignidad humana, y distanciarse así de la insensibilidad moral y de la indiferencia.

 

Por otro lado, la parte que perdona debe tener en cuenta que perdonar no significa olvidar en términos psicológicos o aceptar el pecado como tal; más bien, consiste en tomar conciencia de la entera realidad que rodea a la ofensa que se intenta perdonar. El verdadero perdón es un acto de fe en la justicia de Dios, a quien confiamos toda la situación, dejando de lado nuestra pretensión de jugar a Dios y hacer justicia. La verdad es frecuentemente más rica que el simple hecho. A veces, las ofensas que recibimos no estaban destinadas a ofendernos; otras veces, hubo un contexto, desconocido para nosotros, que llevó a la otra persona a una acción que percibimos como ofensiva; en otras ocasiones, podemos purificar los efectos de la “violación” soportada, eliminando las exageraciones que habitualmente creamos al respecto; en muchos casos, simplemente podemos reconocer que hay asuntos más importantes de los que preocuparnos. En cualquier caso, estamos llamados a “proteger” nuestra mente del daño que se produce a través del deseo de venganza, de los sentimientos de rabia o del resentimiento, y así dejar de lado nuestra tendencia a “igualar la puntuación”. Con otra frase del catecismo, recordemos que “está ahí, de hecho, en lo más profundo del corazón, todo lo que está atado y desatado. No está en nuestro poder no sentir u olvidar una ofensa; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo convierte la ofensa en compasión y purifica la memoria al transformar la herida en intercesión” (n. 2843).

Ética del perdón

Hay quien piensa que perdonar es actuar ingenuamente, sin saber lo que se hace, y hay quien confunde el perdón con la debilidad. Hay quien acusa al perdón cristiano de faltar a la justicia, dejando impunes los crímenes, hay quien mira la misericordia con ironía o hilaridad. Es verdad que en el Evangelio encontramos el mandato de amar a los enemigos, y ello podría conducir a la idea de que el perdón supone renunciar a la justicia y a la verdad. A veces parecería que es así, pero, en realidad, lo que sucede es que el perdón conlleva referir ambas dimensiones al bien de la persona y de la sociedad, y esto puede arrojar resultados particulares, como sucede cuando las circunstancias lo imponen o lo aconsejan (como cuando se establece una amnistía en vistas de cortar con un círculo vicioso de violencia). Pero habitualmente el perdón no está reñido con la justicia penal. Perdonar a un asesino no significa necesariamente eliminar una sentencia a la reclusión. En el marco de estas articuladas relaciones entre justicia y perdón es justamente donde se calibra si el perdón otorgado es verdadero, sobre todo si de la actuación personal se derivan efectos hacia otras personas o instituciones.

Hay que convencerse de que no es lo mismo buscar la verdad y la justicia desde el rencor que desde la caridad. El rencor abre la posibilidad de que la justicia degenere en venganza y surjan luego nuevas ofensas. Fomentada, en cambio, desde el perdón, la justicia alcanza mejor su propio fin. Por su parte, la indagación de la verdad podría convertirse en acumulación de motivos que validen el propio resentimiento, en vez de otorgar fundamento real a la justicia, la cual, en el marco de un conocimiento completo y unitario de la verdad, puede realizarse en toda su profundidad. La verdad, en definitiva, hace más justa la justicia (Cárdenas, 2014, p. 493).

Pienso que, en cierta medida, las etimologías de las palabras “perdonar” y “condonar” apuntan hacia una sutil distinción existente entre estos conceptos, que puede ayudarnos en esta reflexión. Ya hemos hablado sobre el origen del vocablo “perdón” en el “don”. También “condonar” proviene de “donar”. Volviendo al latín clásico, el prefijo “con”, además del sentido frecuente de “hacer compañía”, se añade a veces para indicar repetición o continuidad, y ha sido asumido en el lenguaje jurídico con el sentido de liberar de una pena debida o exonerar de una obligación, como cuando se hablaba de condonare crimen (Malo, 2018, p. 35). Siguiendo a Malo (2018), podemos decir que:

[…] en la dilatación de la semántica del don se produce una trasposición del significado inicial, concreto y material, de “dar” […] hacia el de “condonar”, en el cual se trasciende la temporalidad aunque en el sentido negativo de cancelar una deuda limitada, llegando finalmente a la trascendencia de la temporalidad en sentido positivo, expresada con la palabra “perdonar”, que apunta hacia una justicia recuperada a través de una gracia. (p. 38)

Simplificando las cosas, podemos decir que entre donar, condonar y perdonar hay una progresión de significado en sentido inclusivo: una trascendencia que no niega lo precedente.

Así, pues, el perdón, desde esta óptica, no es ni contrario ni alternativo a la justicia, aunque la trascienda. Como bien dijo en su momento J. Burggraf (2007), perdonar

[…] significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón. El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. (s. p.)

En cierta medida podemos decir que la justicia contiene un componente institucional fuerte, mientras que el perdón y la misericordia van más dirigidos hacia las personas singulares. Contempladas en estos términos, creo que es especialmente acertado lo que afirma Malo (2018): separada de la misericordia, la justicia acaba cubriendo bajo capa de ley lo que es solo venganza y, como tal, raíz de ofensas sucesivas, mientras que la misericordia, practicada independientemente de la justicia, se transforma en buenismo tóxico e intoxicante, que ni resuelve las cosas ni genera satisfacción.

Ya se habrá percibido que difícilmente se logra perdonar de verdad con un único acto singular e instantáneo; el perdón se logra habitualmente a través de un proceso que lleva a establecer una nueva relación.

Una cosa es perdonar y otra distinta es que la decisión tomada abarque la totalidad de la persona (inteligencia, voluntad y esfera afectiva) y que la decisión se mantenga a lo largo del tiempo. El Evangelio recoge este significado diciendo que hay que perdonar “de corazón” (Mt 18,35) y la sabiduría cristiana ha descrito a la totalidad como “perdonar de todo corazón”. (Cárdenas, 2014, p. 488)

Nos volvemos a encontrar aquí con la conversión en el sentido de confluencia unitaria de nuestro interior; cuando el perdón se produce de modo demasiado fácil, a la larga se revela superficial e incluso falso. Aunque la ofensa, como recordábamos antes, golpea primero en el ámbito emocional, el proceso auténtico del perdón no se reduce a una mutación afectiva, sino que involucra a la inteligencia y a la voluntad. Von Hildebrand (1980) lo dijo muy bien: “el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico” (p. 338). Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y se atenúa con el tiempo.

En el fondo, perdonar es ayudar a pagar parcialmente lo debido, y esto es posible por el carácter asimétrico del don:

[…] perdonando, la víctima vuelve a dar confianza al ofensor. A pesar del mal que has hecho, tú no eres así, no eres ni esencial ni necesariamente malo. Por lo tanto, aunque el perdón otorgado por la víctima no elimine la deuda, ni moralmente, ni legalmente, ayuda a cancelarla parcialmente. La deuda se cancela parcialmente con la aceptación del perdón por parte del ofensor, con su arrepentimiento, el cual conlleva la promesa de evitar hacer el mal en el futuro. Cancelada la deuda, víctima y ofensor tienen la posibilidad de establecer una nueva relación, ya no dominada por la venganza y la agresión, sino por el arrepentimiento y el perdón, que son modalidades del don. (Malo, 2018, p. 107)

El perdón, en definitiva, está relacionado con el don de la vida, como veíamos al principio respecto a Dios. Al ofensor perdonado se le devuelve su dignidad de persona, y en la víctima que perdona se elimina el rencor y el resentimiento, que podría amargar su vida para siempre.

Para completar estas reflexiones, conviene subrayar la distinción entre venganza como actitud existencial (ser vengativo) y la vindicatio en sentido jurídico-penal. El perdón, como realidad entendida dentro de la lógica del don, supera la reciprocidad, y en este contexto es compatible con la vindicatio (incluso la exige), la cual “impone una pena al ofensor en vista del bien común, impidiéndole que cometa nuevos crímenes o que estos se difundan, pero también en vista del bien del ofensor, en cuanto se le hace expiar la propia culpa y, con ello, se le posibilita cambiar de vida” (Malo, 2018, p. 116). Téngase presente que es muy fácil tachar de ingenuo a quien perdona, sin darse cuenta de que sin perdonar no es posible evitar el contagio del mal.

Naturalmente, el campo del perdón cubre una gama infinita de situaciones. No es lo mismo perdonar un pisotón en el autobús que el asesinato de un hijo. Hay casos extremos en los que perdonar exige una grandeza inconmensurable de corazón. Gertrud von Le Fort escribió (1950), con verdades en poesía no fáciles de aferrar: “hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación” (p. 90).

El perdón en la Iglesia

A medida que profundizamos en este tema, comprendemos que la falsedad o el conocimiento incompleto no son fuentes auténticas de perdón. Por esta razón, “la Iglesia promueve una reconciliación en la verdad, sabiendo que no son posibles ni la reconciliación ni la unidad fuera o contra la verdad” (san Juan Pablo II, 1984, n. 9). También por esta razón, durante la preparación para el Grande Año Jubilar del 2000, la Iglesia católica estudió aquellos periodos de su historia en los que serpenteaba la sospecha de faltas institucionales. Algunas de ellas se reconocieron bien fundadas y dieron lugar a una petición de perdón; otras acusaciones no correspondían a la realidad de los hechos y fueron dejadas de lado. Para la Iglesia, como institución, era muy importante hacer esto, porque solo una Iglesia “en estado de conversión” puede convertirse en signo de las buenas noticias que vienen de arriba. Como dijo san Juan Pablo II (1984), “la Iglesia, para ser reconciliadora, ha de comenzar siendo una Iglesia reconciliada” (n. 9).

En este sentido, vale la pena reproducir un pasaje de la carta pastoral de los obispos de Ruanda a los fieles de ese país, con motivo de los 25 años del genocidio de 1994, cuando en un periodo de tres meses 800.000 tutsi fueron masacrados por sus connacionales hutu. Puede uno fácilmente imaginarse la dificultad que esto supone en vista de perdonarse unos a otros. En la carta se dice:

Para reconciliarte con otra persona, primero debes ver la bondad en esa persona. La bondad con la que Dios la creó, y perdonarla sin considerar todas las lesiones que te ha causado, para que las heridas sean superadas por la bondad y la comprensión. Esto requiere un gran esfuerzo para distinguir la ofensa del ofensor, y esto significa que odias la ofensa que la persona ha cometido, pero amas a la persona a pesar de su debilidad, porque en ella ves la imagen de Dios. (Conferencia Episcopal de Ruanda, 2018, p. 17)

Esta exhortación no ha quedado en el aire. Una tutsi católica superviviente, Immaculée Iligabiza, a quien los hutus, que también eran católicos, mataron a padres y hermanos, mientras ella se salvaba escondida en un baño de tres metros cuadrados con otras seis mujeres durante los tres meses de las matanzas, cuenta cómo emprendió el proceso interior de perdonar: lo primero fue asumir el hecho de que también los asesinos eran hijos de Dios. Dicho con sus mismas palabras:

[…] ciertamente eran creaturas feroces, que merecían ser castigadas severamente por sus acciones, pero seguían siendo hijos […]. Habían cometido males atroces a los otros, a sus hermanas y hermanos tutsi, a Dios, pero no entendían el mal que se hicieron a ellos mismos […]. A pesar de esas atrocidades, eran hijos de Dios, y yo debería perdonar a un hijo, aunque no sería fácil, especialmente a quien intentaba asesinarme. A los ojos de Dios, los asesinos eran parte de su familia y merecían amor y perdón. (Iligabiza, 2007, pp. 131-132)

 

Así, pues, entender a la Iglesia como la familia de Dios facilita entenderla como un espacio de perdón. Podemos aspirar a perdonar y ser perdonados si consideramos que no estamos solos en este proceso. Gracias a Dios, los pecadores pertenecemos a la Iglesia. Esto es algo que la Iglesia ha tenido que reafirmar muchas veces. Más de una herejía ha surgido a partir de grupos de personas “iluminadas” que comenzaron a pensar y a decir que solo los perfectos pertenecen a la Iglesia. Los Padres y Doctores de la Iglesia, apoyados por el Magisterio, han siempre afirmado, en cambio, que la Iglesia acoge y alberga dentro de sí misma, durante esta fase de peregrinación hacia el Reino de Dios, a santos y pecadores, y esta doctrina fue recogida en el último Concilio con palabras de la Const. Lumen Gentium: “la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (n. 8/3). Como alguien comentó una vez, quizás no muy científicamente, pero con gran sentido común, la Iglesia es una especie de gran lavadora, donde lo sucio se sumerge y emerge limpio.

Dios, de hecho, concede el perdón de los pecados a través de la Iglesia. Después de su resurrección, Jesús “sopló sobre ellos (sobre los apóstoles) y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. Los pecados que perdonan son perdonados y los que retienen se retienen” (Jn 20,22-23). Esta disposición del Señor se continúa a lo largo de la historia por los obispos, sucesores de los Apóstoles, con la ayuda de los sacerdotes. Solo Dios perdona; sin embargo, no la Iglesia ni sus ministros. Cuando el sacerdote imparte la absolución sacramental diciendo: “Yo te perdono de tus pecados”, el “Yo” no es el Padre Felipe o el Padre Juan, sino Cristo mismo. Por eso dice inmediatamente que absuelve “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Este evento extraordinario puede tener lugar solo porque los apóstoles, y los obispos y sacerdotes en su ordenación sacramental, han recibido “el poder del Espíritu Santo”, que se acaba de mencionar en las palabras del Evangelio de san Juan. Podríamos decir, volviendo al ejemplo anterior, que la electricidad de la lavadora es el Espíritu Santo, y el jabón es la gracia de Cristo.

Muchos otros temas están vinculados al perdón, pero me atrevo a decir que la mayoría de ellos tienen que ser “descubiertos” por cada ser humano, porque el perdón no es algo meramente intelectual, sino principalmente existencial. Sin embargo, creo que se puede decir que el lema señalado “amar significa nunca tener que pedir perdón” se aplica solo a Dios en sí mismo, entre Dios Padre y Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Allí no hay perdón, porque tampoco hay ofensa. Parecería intrínsecamente incorrecto aplicar este lema a las relaciones humanas, donde existen delitos incluso entre personas que se aman. Perdamos el miedo a decir “perdóname”; sería peor no volver a amar nunca más.

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