Los colores de tu alma

Текст
Автор:
0
Отзывы
Читать фрагмент
Отметить прочитанной
Как читать книгу после покупки
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

Manos que oprimen mis muñecas,

uñas que se clavan en mi piel y la

sangre dejando una carretera escarlata

a su paso.

Me despierto entre jadeos y aún con

la mente nublada me pregunto:

¿Pesadilla o recuerdo?

Tal vez ambas.

Leyre.

Leyre.

Pasan tres días hasta que logro sacar un momento para mí y es tras el trabajo de tarde, a casi las nueve de la noche. Parece que Samantha no está y es que no he tenido oportunidad de encontrarme con ella desde su improvisada cena y la partida de ajedrez.

Por primera vez en mucho tiempo, esa noche dormí bien, sin pesadillas. Me acosté con una sensación de felicidad que hacía mucho que no sentía y creo que fue eso lo que ahuyentó a los malos pensamientos. Fue agradable. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de algo agradable.

Creo que ha sido eso lo que me ha movido a llamar a Lucía, a pedirle que venga a verme, a pesar de la hora que es. Ella, por supuesto, ha aceptado y me aseguró que se pasará en cuanto eche el cierre a su tienda. Lleva mucho tiempo queriendo verme y sé que recibir mi llamada la invadió de felicidad. Fue agradable volver a hablar con ella y me encuentro ilusionada por una visita por primera vez, también en mucho tiempo. Incluso he cocinado. Antes, adoraba cocinar y lo cierto es que todos me decían que se me daba muy bien. Coloco un bol con ensalada en el centro de la mesa y espero que el horno suelte el pitido que indique que el pollo con limón está preparado.

Cuando suena el timbre, sin embargo, no puedo evitar sobresaltarme, a pesar de que voy rápida al telefonillo. Me asomo al descansillo pasados unos minutos, con el ceño fruncido, algo preocupada por todo el tiempo que está necesitando para subir. Lucía es algo más joven de lo que debería ser mi abuela Marian, probablemente ronde los sesenta y cinco, pero a juzgar por la energía que todavía lleva dentro cualquiera podría asegurar que es mucho más joven.

Al fin, escucho sus jadeos al principio de la escalinata.

—Malditas sean estas dichosas escaleras —protesta, cuando se deja ver—. Niña, si quieres acabar con esta pobre vieja ya podías haber buscado un método menos cruel.

Me arrebata una sonrisa, pero no solo su comentario: es agradable ver que la mujer no ha cambiado ni un ápice desde la última vez que nos vimos. Su melena castaña continúa tan resplandeciente como siempre ocultando sus canas y cortada con cuidado a la altura de los hombros. Apenas un par de arrugas surcan su rostro y es que Lucía siempre ha sido muy cuidadosa con la cosmética de la piel, lo que parece que está dándole resultados ahora. Su estilo, por supuesto, impecable, la ropa moderna se ajusta a su cuerpo como un guante y es que no dudo de que ella misma se la haya hecho a medida.

—Pasa, Lucía, qué placer verte.

Lucía me rodea las mejillas con las manos y me da un beso en la frente. Huele a flores. Es algo que no ha cambiado tampoco.

—Mira qué guapa estás, te sienta bien estar aquí, quién lo diría, con este aire envenenado que respiramos.

Irrumpe en el salón, pasando entre el marco de la puerta y yo, y cuando entro detrás, veo cómo ya está analizando cada rincón de la casa. Supongo que le parecerá horrible, sin estilo alguno, pero la verdad es que no me he parado a hacer este salón algo mío y me sorprende que Samantha no lo haya hecho tampoco, teniendo en cuenta que lleva viviendo aquí mucho más tiempo que yo. Es completamente impersonal, como las fotos de un piso piloto. Lucía trata de ocultar su gesto, pero lo percibo antes de que pueda lograrlo por completo.

—Te ofrecería algo para tomar, pero la cena está casi servida.

Esta vez es su turno de sonreír.

—¡Qué maravilla! Supongo que mantienes ese don tuyo de chef. Yo he tenido que aprender también algo de cocina casera, aunque sabes que siempre he odiado cocinar, pero qué le vamos a hacer… una debe quitarse comida basura a medida que se hace vieja.

Exagero una mirada de arriba abajo, mostrándole que no es para tanto. Quizá ha cogido unos pocos kilos desde la última vez que nos vimos, pero es que hace ya mucho de eso. Creo que todavía vivía mi abuela Marian. Lucía y ella fueron amigas inseparables. Recuerdo los veranos que la abuela invitaba a Lucía a pasar las vacaciones con nosotras. Yo, que siempre he formado parte de esa casa tanto como su propietaria, también disfrutaba de su compañía. Nos contaba cómo su negocio iba creciendo, cómo se había convertido en una conocida modista, aunque nunca me dio esa sensación, supongo que porque no me cuadraba que alguien famoso pudiera estar en un pequeño pueblo de Guipúzcoa. Pero ni un verano faltó para hacer compañía a mi abuela hasta que esta se fue, incluso se mantuvo firme a su lado cuando la abuela empezó a enfermar.

—Pero si estás estupenda —señalo, aceptando un beso que planta en mi mejilla.

—Será por fuera, pero por dentro... ¡ay! —Se sienta en el sillón, dejándose caer con esfuerzo—. ¿Y tú qué, niña? ¿Cómo te va la vida por aquí?

Lo cierto es que a pesar de que Lucía vive aquí, no he hablado demasiado con ella de mis logros en la capital, de hecho, me costó mucho informarle de que me había mudado porque no tenía demasiadas ganas de ver a nadie, aunque ahora que la tengo aquí, no puedo más que arrepentirme de que no haya venido antes. Verla ha sido como regresar a los veranos en el norte, junto a mi abuela.

—No me puedo quejar, la verdad.

Creo que se queda un poco escasa la respuesta, dado que pide más información:

—¿Cumple Madrid tus expectativas?

La pregunta, tan específica, me hace pensar un momento. No creo que viniera con unas expectativas firmes, aunque por el momento este lugar ha logrado ofrecerme empezar una nueva, que era lo que iba buscando. Aunque esto prefiero no revelárselo, al menos, por el momento.

—Dado que no venía más que con la expectativa de alejarme lo máximo posible de casa, supongo que sí. No era complicado hacerlo.

—Ya veo. ¿Y a tu don? —pregunta, de sopetón—. ¿Qué tal le ha sentado el cambio?

Supongo que ella estará acostumbrada a tratarlo como un tema más, como algo que tenemos en común y que no tenemos por qué esconder, pero a mí me cuesta algo más. Me aseguro de que, tal y como creía, Samantha no está en casa y una vez que he confirmado que la puerta de su habitación está abierta, con todo su desorden a la vista, es cuando puedo hablar.

—Me abrumaba al principio ver tantas auras, la verdad —revelo—. Cuando veía una gris tenía que hacer un esfuerzo por no tratar de consolar a esa persona y cuando veía una negra... —Tengo que hacer una pausa—. Aquí es frecuente la oscuridad.

Lucía conoce mi don porque fue el motivo que la unió a mi abuela Marian, hace ya muchos años. No estoy segura de cómo surgió ese encuentro entre ambas, pero creo que el mito de que una mujer podía ver el alma de las personas llegó hasta una joven y asustada Lucía, que no encontraba sentido a ese don que siempre la había hecho especial. Lucía fue en busca de aquella mujer y cuando dio con mi abuela, esta no dudó en ayudarla, de donde nació una amistad que duraría años. Nunca me contaron más detalles y lo cierto es que yo nunca he sido una niña tan curiosa como para preguntarlo todo, por lo que me conformé. Me bastaba con tenerla en casa todos los veranos y que hubiera alguien más que compartiera esa sensación de ser diferente.

Lucía es una médium, puede comunicarse con los fantasmas que se aparecen ante ella, algo que siempre me ha confundido, supongo que porque de pequeña siempre sentí miedo de un don como ese y ahora porque no alcanzo a comprenderlo del todo.

—Hay muchas personas malas por ahí sueltas, Leyre, que no te engañen sus caras amables.

Su tono torna a uno más duro al que no sé bien cómo responder. Ella lo sabe bien; lleva mucho más tiempo aquí que yo, pero es algo que no dejará de horrorizarme nunca. Las almas negras, tan llenas de maldad que esta colapsa cualquier otro sentimiento. Cuando me cruzo con una de ese estilo, instintivamente me echo a temblar. A veces corro, en una dirección aleatoria, me da igual, lo único que me importa es huir de su lado para que no pueda hacerme daño.

—Lo sé, pero... —mis palabras quedan presas en mi garganta.

—Cuando yo vine a Madrid la primera vez, tuve que marcharme a la semana —me revela ella, tras soltar un suspiro—. Era terrible. No podía siquiera dormir. Las voces me perseguían, sus miradas no me daban tregua y los más osados hasta se manifestaban ante mí. En ciudades grandes hay muchas más auras perdidas.

—Ya imagino —respondo, simplemente.

—A la semana tuve que volverme a Oviedo, cansada de todo esto. Fue tu abuela la que descolgó el teléfono para llamarme idiota, para decirme que no perdiera la oportunidad de hacer realidad mi sueño solo por miedo a un don. Nuestro don.

Pensar en la actuación de mi abuela me hace sonreír. Ella siempre vio nuestros dones como precisamente eso; un don que debíamos aprovechar porque habíamos sido afortunadas. Trato de repetírmelo cada día, de tener la misma visión que ella tenía, pero a veces me cuesta.

—Ella siempre tan tajante.

Logro contagiar a Lucía de mi sonrisa.

—Y tenía razón. Volví y aprendí a convivir con todo esto, ¿y sabes qué? Me gustó. He ayudado a más fantasmas y familias aquí de las que puedo contar, además de cumplir mi sueño de poner mi propia tienda de costura que fue creciendo hasta darme todo lo que tengo. Tu abuela me enseñó una lección muy valiosa: no puedes dejar que tus fantasmas te invadan, que el miedo arremeta contra la ilusión, porque si le dejas, es capaz de derribarla y quizá nunca más puedas levantarla. En mi caso, fantasmas fue en sentido literal, pero todos los tenemos de una manera u otra.

 

No me he dado cuenta en qué momento ha alcanzado mi mano, pero ahora la estrecha con fuerza. Sé que mi abuela no estaría orgullosa de mi miedo, de la forma que escapé de mis problemas, tratando de ocultarlos tras mi espalda, como quien cierra con llave una habitación llena de trastos, pero en ese momento era lo que necesitaba y no me arrepiento de estar aquí. Me arrepiento de, en el momento en el que imagino volver, mis manos me tiemblen y los fantasmas me invadan. Es complicado. Todo es demasiado complicado.

—Me intento obligar a recordar sus enseñanzas, pero a veces es complicado hacerme caso.

Lucía también suspira.

—Hay días oscuros, pero en todos puede entrar la luz, si tú se lo permites.

Aprieto los puños, conteniendo las lágrimas que amenazan con rodar por mis mejillas.

—Otra frase de la abuela Marian. —Intento reír, pero creo que el sonido que emito es más que evidente que es un sollozo—. La echo de menos.

—Yo también, niña, pero... ¿Sabes lo que nos diría si nos viera llorar por ella?

Esta vez, sí que logro soltar una carcajada sincera.

—Si en vez de tanto llorar os dedicarais a trabajar, podríais compraros ya dos mansiones —imito la voz de la abuela, lo que sonsaca una sonrisilla a Lucía.

El pitido del horno nos saca de esta conversación en la que preferiría no haber entrado nunca y por suerte para mí, tras servir la cena, no volvemos a ella. Hablamos de trabajo, de los viejos tiempos, de los veranos en Guipúzcoa y de las ganas que tiene Lucía de volver a esa casa. Incluso planeamos informalmente una escapada a la casa de la abuela, de la que todavía tengo las llaves. Y por segunda vez en mucho tiempo, río con sinceridad y los fantasmas me dan tregua una vez más.

Tanto, que cuando Lucía se marcha, casi siento pena, me entran ganas de organizar otra noche como esta, a pesar de que he llegado tan cansada de trabajar que solo tengo ganas de irme a dormir. Lucía, a modo de despedida, vuelve a tomarme las manos para decir, casi tímida:

—Niña, dentro de poco es tu cumpleaños, me gustaría tomarte las medidas para hacerte un vestido. Que no sea negro, que tienes unos ojos muy bonitos y no resaltan con tanto negro.

No puedo responder de inmediato a esa oferta porque me pilla completamente desprevenida. ¿Cómo ha podido acordarse ella y no yo de que dentro de poco es mi cumpleaños?

—Ummm, sí, supongo que no tendré problema en pasar cualquier día por la tienda.

—Eso sería maravilloso, mi niña. Buenas noches.

Como si tan solo necesitara sus mejores deseos para que esta noche duerma bien, en efecto, de nuevo, vuelvo a dormir de un tirón.

Samantha.

El teléfono empieza a sonar cuando acabo de entrar en la ducha. Suelto una maldición antes de apagar el grifo y salir en busca del móvil, que he dejado abandonado sobre el lavabo. Frunzo el ceño al ver que es un número desconocido y me permito un par de segundos antes de descolgar.

—¿Sí?

Lo primero que escucho es un sobresalto, como si la persona que está al otro lado no esperara que lo fuera a coger tan rápidamente y después, unas palabras que incluso tan solo de oídas, se notan algo nerviosas:

—Hola... ¿hablo con Samantha Reyes?

Es una voz femenina que por mucho que hago memoria, no logro ubicar, lo que hace que de pronto mi corazón dé un vuelco y sin quererlo, centenares de ideas negativas crucen mi mente.

—Sí, soy yo...

Como si mis palabras fueran el bálsamo que la mujer necesita, de pronto parece que se relaja, su voz torna a una mucho más tranquila y logro yo también relajarme un poco. Por desgracia me han llamado más de una vez para darme malas noticias y este no es el tono que utilizan, por eso, opto por envolver una toalla alrededor de mi cuerpo desnudo con la única mano libre que me queda y abandonar el baño, donde hay demasiado eco como para que mi interlocutora pueda escucharme correctamente.

—Hola, Samantha, es un placer hablar contigo por fin... —Hace una pausa—. Me llamo Gloria y soy la propietaria de un café en el centro. Mi hija sigue tu trabajo por redes sociales desde hace un tiempo y me preguntaba si estarías interesada en una colaboración entre ambas.

Podía haberme esperado muchísimas cosas, pero esta sí que no. Siento cómo mi corazón vuelve a latir a toda velocidad, esta vez de entusiasmo y a pesar de que me recuerdo no hacerme ilusiones hasta que no tenga toda la información completa, cuando respondo, la alegría es más que evidente en mis palabras:

—¿Una colaboración?

—Sí, quizá una pequeña exposición en el café con tus obras favoritas... Ya sabes, para que todo el mundo pueda verlas, supongo que podrías llevar de más para vender. —No estoy segura de si vuelve a hacer una pausa o soy yo que he dejado de escuchar—. Había pensado en tus obras de paisajes del mundo... eso tendría mucho tirón, podría quizá ambientar el café en lugares exóticos y ofrecer comidas de allí, ¿qué te parece la idea?

Quedo muda durante unos segundos. Es mi primera colaboración y ni más ni menos que con una de mis colecciones favoritas. Se trata de unas cuantas obras que muestran ciudades del mundo, coloreadas con acuarelas y que estuvieron expuestas durante un tiempo en la universidad, pero que por mucho que intenté moverlas, preguntar en exposiciones y visitar museos, nadie estaba interesado en ellas. Opté por rendirme y subirlas a las redes sociales para que mis seguidores pudieran verlas. Allí sí que fueron valoradas, a decir verdad, recibí infinidad de felicitaciones que hicieron que por primera vez estuviera más que orgullosa de mi trabajo, pero nada fue más allá.

Hasta ahora, supongo, que parece que ha llegado el momento de desempolvarlas y volver a ponerlas a punto.

—Lo cierto es que me parece una idea maravillosa. —Esta vez, ni siquiera me molesto en ocultar la ilusión.

—¿De verdad? ¡Es fantástico! Podríamos quedar esta tarde y terminar de rematar los detalles.

—¡Genial! Muchísimas gracias por la oportunidad.

Estoy a punto de volver a darle las gracias, una y mil veces más. Nunca imaginará lo importante que es esto para mí, lo que vale una oportunidad como esta para alguien como yo, que solo ha recibido negativas.

—Gracias a ti, querida, ¿sobre las seis? Te paso ubicación.

—Perfecto, nos vemos allí.

Cuando cuelgo, tengo la sensación de que el mundo es un poco más bonito, de que, por fin, la suerte empieza a sonreírme un poco. Suelto un gritito de emoción y por alguna razón lo primero que hago es correr a la habitación de Leyre, en busca de alguien a quien poder contarle la noticia, olvidando por completo que lo único que cubre mi cuerpo es una toalla mal enrollada. Por supuesto, no está, de hecho, debe de estar en el trabajo, así que tampoco debería llamarla.

Pero sí que llamo a Álex, con tantos nervios, que casi no atino a encontrar su contacto en la lista. Pero nada más abrirla me topo con un nombre en el que no había pensado e inmediatamente me siento mal por ello: Papá.

Mi padre. Él debería ser la primera invitación que haga, ya que si esto es posible supongo que es gracias a él, a que me pagó la universidad aquí, el piso y todo lo que necesité durante los cuatro años de carrera. Hace mucho que no nos vemos. Hace meses, de hecho, desde la última vez que fui a Barcelona.

Suelto un suspiro algo apenado y selecciono ese contacto antes que ninguno.

Pero no parece haber nadie al otro lado. Tres tonos. Cuatro tonos…

Y su voz de pronto, descolgando.

—¿Papá? —pregunto, imaginando que me dirá que no puede hablar o que le pillo ocupado, como siempre.

—¡Sammy! ¡Hola! Cuánto tiempo sin hablar...

Puedo notar la culpa en su voz, por eso, prefiero no hacer que se sienta mal. Hoy no. Hoy le llamo para una buena noticia y nada podrá chafar eso.

—Lo sé, he estado algo liada —respondo, cargando sobre mis hombros el peso de la distanciada relación que hemos ido construyendo año tras año.

—Yo también, la verdad. Iba a llamarte, pero...

Como siempre, silencio. Imagino que ahora vendrá una excusa como otra cualquiera. Parece que todas nuestras conversaciones siguen los mismos parámetros.

—Ya —respondo, sin más.

—¿Qué tal todo por ahí? —Mi padre siempre con ese tono alegre que todo el mundo dice que yo he heredado. Al principio, me sentía orgullosa de que me sacaran parecido con mi padre. Un hombre que ha conseguido todo lo que se propuso con el trabajo de sus sueños y que siempre estuvo dispuesto a todo por su familia. Ahora, empiezo a dudar de que todavía me incluya en su familia. Hace dos años se casó con una compañera del trabajo con la que tenía una relación y ahora tienen un bebé de cuatro meses. Fui a verle cuando nació y desde entonces, no he vuelto a Barcelona. He tratado de hablar un par de veces con mi padre, pero nuestras conversaciones siempre han sido cortas y superficiales.

—Bastante bien, de hecho, te llamo para decirte que me han ofrecido exhibir una exposición de mis trabajos —No puedo reprimir más la noticia y lo suelto de golpe, arrancándome una sonrisa.

Su reacción es mucho más célebre de lo que esperaba y eso me hace soltar una carcajada. Las lágrimas inundan mis ojos y siento cómo la calidez de la felicidad inunda mi pecho.

—¿De verdad? ¡Pero qué maravilla!

—La propietaria de un café se ha interesado por mis paisajes del mundo... ¿recuerdas que sacaba las ideas de esas enciclopedias tuyas de ciudades?

Mi padre siempre ha adorado viajar, de hecho, es lo que más le gusta de su trabajo, pero antes de tenerlo, no podía permitirse ir a todos esos lugares exóticos que veía en la televisión y en los libros, por eso empezó a coleccionar enciclopedias de ciudades del mundo, prometiéndose que alguna vez los visitaría en persona. Yo también pasé horas mirando esos libros, cuando él no estaba y me quedaba sola, pensando que algún día podría acompañarle. Si iba a hacerlo, debía conocerlo todo de aquellos lugares, por eso, leía y releía una y otra vez esos tomos. Después, empecé a dibujar sus imágenes. Al principio eran bocetos que dejaban mucho que desear y después, con más práctica, volví a inmortalizarlos en el lienzo. Es por eso por lo que siento que, si esto es real, es gracias a mi padre, a pesar de que estaba de viaje, siempre me dejó la esperanza de que podría visitar todos esos lugares a través de sus imágenes.

—¡Sí! Desde bien pequeña con esos enormes tomos... —el tono de su voz me hace soltar una carcajada, pero más me emociona cuando se vuelve tan enternecedor como siempre—. Me alegro mucho por ti, Sammy.

—Eres al primero al que tenía que invitar, porque yo...

—¿Invitarme? Oh, Sammy, cuánto lo siento, pero no voy a poder ir.

De pronto, todo se rompe. Me siento como si hubiera expuesto un lienzo con mi mejor obra, hecha con todo el sentimiento y alguien la hubiera rajado de arriba abajo. Y es que, en realidad, casi puedo sentir cómo, en efecto, dentro de mí algo se rompe. Trago saliva, intentando contener las lágrimas. Sabía que era demasiado bueno, que volver a lo que éramos antes era complicado y que una buena noticia y una llamada de teléfono no supondría ningún cambio. Lo sabía cuando ha descolgado, ¿cómo he podido olvidarlo a medida que hablábamos?

—¿Qué? Pero... ¿por qué?

—Mañana mismo voy de viaje a Turquía y no vendré hasta pasado un mes y después tengo que preparar el viaje a Japón. Supongo que, a la próxima, ¿no?

Su tono sigue siendo alegre, a pesar de que acaba de romperme el corazón. A pesar de que una lágrima ya desciende por mi mejilla, él no capta cómo mis palabras tiemblan. Él siempre tan positivo, tan feliz. Una mala noticia nunca podría tumbarlo y creo que por eso me siento tan terriblemente mal porque yo me haya echado a llorar. Él no lo siente, yo debería ser igual, pero nunca se me ha dado demasiado bien ocultarme tras una sonrisa de papel.

—Supongo —es lo único que puedo añadir.

En esta ocasión, mi padre suspira, consciente de que no me he tomado su negativa como el hecho de no poder asistir a la exposición.

—No te disgustes, Sammy —intenta consolarme, aunque es evidente que se le da esto tan mal como a mí disimular la tristeza—, te enviaré mis mejores deseos y un regalito que te compré en el Cairo la última vez que estuve, espero que no se fastidie con el viaje.

—No importa, papá, ya me lo darás cuando nos veamos en navidad.

 

Durante un segundo, espero otra negativa. Quizá un «Oh, lo siento, Sammy, es que pasaré la navidad en Cancún» o un tajante «No sabía que vendrías por navidad, se nos ha olvidado por completo contar contigo». Últimamente es como me siento, como si mi propia familia se hubiera olvidado de mí, si ya no existiera o como si el hecho de vivir lejos hubiera erosionado nuestra relación, aunque cuando me fui de Barcelona, ya germinaba la semilla de este horrible sentimiento.

Pero, por suerte, en esta ocasión mi padre me deja un halo de esperanza:

—Claro que sí, no te preocupes, anda... Mis mejores deseos para ti, pequeñaja, espero que salga todo bien.

Escucho voces al otro lado del teléfono e imagino que mi padre está en la oficina, por lo que está buscando las palabras para colgar y volver al trabajo. Por mi parte, no puedo contener más el tembleque en mi voz que me evidencia, así que supongo que lo mejor es seguir la corriente de su despedida.

—Ya nos veremos entonces.

—¡Un abrazo!

Y me cuelga, sin dejarme tiempo para añadir nada más. Pero no hay nada más que añadir. Niego con la cabeza, tratando de apartar estos pensamientos de mi mente. Ya tenía que haber imaginado que mi padre no vendría, que no le daría importancia a algo tan simple como una exposición en un café. Ni siquiera sé si imaginó lo importante que es esto para mí.

A él nunca le terminaron de convencer las ideas que brotaron en la cabeza de su hija cuando le dijo, con tan solo seis años, que quería ser artista, que pintaría cuadros y que los colgarían en museos, en mansiones y hasta en la misma Moncloa. Siempre consideró que mi futuro estaba junto a él, en la empresa en la que trabaja.

No podría comprender lo mucho que necesitaba esto, una oportunidad. Lo inmensamente feliz que me hace que, por una vez, mi trabajo sea reconocido.

Por eso, me obligo a que no duela, o, al menos, lo intento, pues cuando vuelvo a abrir el grifo de la ducha y el agua que escurre por mi piel, se mezcla con las lágrimas que también descienden, de nuevo, por mis mejillas.

Бесплатный фрагмент закончился. Хотите читать дальше?