El viejo

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—Comprendo, aunque parece incomprensible —dijo el inglés.

—Pues este personaje es lo que llaman ellos su padrino, el cual los saca de todas sus apreturas, y en cambio ellos le regalan, para que él a su vez cumpla con los que los han protegido, y hasta les guardan sus vidas y haciendas, y están siempre obedientes a lo que él les manda, porque contra el padrino, no se ha dado nunca el caso de que se rebelen, o le hagan traición.

—¡Qué país tan hermoso; pero qué desgobernamiento! —exclamó el inglés.

En esto llegamos a una estación, en donde presentóse la Guardia Civil, cuyo marcial aspecto pareció tranquilizar al inglés, el cual, antes de partir de nuevo el tren, preguntó:

—¿Son estos los gendarmes que matan ladrones?

—Estos son los que antes les ponían las peras a cuarto, pero ahora con esto del sufragio universal, y esos derechos particulares, que ni la justicia puede entrar en casa de ningún malhechor de noche, la gente anda alicaída, y sabiendo en dónde están los criminales, muchas veces se echan por otro camino , y los dejan campar por sus respetos.

—¡Eso dicen los reaccionarios! —exclamó colérico el sevillano—. El sufragio universal es la expresión de la soberanía nacional, y los derechos, no particulares, sino individuales, son los que todo hombre trae consigo por su propia naturaleza al venir a este mundo; pero claro está que se trata de los hombres honrados, y que se someten a las leyes; y la prueba es, que cuando un bandido comete grandes crímenes se dice que está fuera de la ley, y por consiguiente, fuera del derecho. Para que usted lo entienda, señor mío, la ley común son los derechos individuales, de los cuales se hacen indignos los que se salen de la ley común.

—¡Esta es la verdad! No me parece mal esa explicación —replicó el hacendado, y continuó—: Aunque lo cierto es que yo no entiendo de política, ni de reaccionarios, ni de accionarios pero lo que digo es lo que veo, y lo que veo es que antes no se cometían tantos robos, secuestros e incendios, como ahora.

—Tiene usted razón en eso —contestó el sevillano—, porque los hechos son innegables; pero la verdadera causa consiste en otra cosa.

—¡Consistirá en la consistidura! —exclamó el hacendado y continuó—: La causa es la mala administración de justicia, y la Guardia Civil ha perdido su antiguo arrojo, porque prende a los criminales y los jueces los sueltan al día siguiente, de modo que se burlan en las mismas barbas de los civiles. Si hubiera buenos jueces, no sucedería lo que está pasando, lo mismo en esta provincia de Jaén, que en las de Córdoba, Málaga y Sevilla.

—También es verdad eso, pero además hay otra razón, y es, que la gente por temor, se niega a declarar, y los jueces no les pueden probar nada a los criminales, sin que yo por esto niegue que también en muchas ocasiones los jueces son mortales, como los demás hombres, y los escribanos son más mortales todavía, y en fin, vamos viviendo y cada uno se las arregla como puede.

—Ahora sí que ha puesto usted el dedo en la llaga, paisanito —dijo el sevillano con aire zumbón—. Y por más señas, que lo ha puesto usted con mucho tiento; pero con mucha seguridad.

—¡Que viva la gente de mi tierra!

En esto abrió los ojos otro viajero, que hasta entonces había permanecido silencioso, y al parecer dormido. Era este un hombre de alta estatura y muy obeso, de cabellos entrecanos, rostro encendido como un tomate, y frisaba en los sesenta años. Tomó parte en la conversación entonces y dijo que era natural de Córdoba, que venía de Madrid de sus negocios, que había conocido a los niños de Écija, a José María, al Renegado, a Juan Caballero, a Zamarra, a Caparrota, a Cristóbal Navarro, a Castilleja y en fin, manifestó una tan bandoleresca erudición, que no pude menos de fijar mis ojos con interés en mi nuevo subordinado, que era hombre machucho y de seso.

—Caballeros —dijo el nuevo interlocutor—, he oído con sumo gusto las diferentes apreciaciones que han hecho ustedes de esta plaga del bandolerismo que hoy nos aqueja, pero ya he indicado que esta plaga no es nueva, si bien al presente ha cambiado de forma y adquirido más extensión que en las épocas pasadas.

»Ineludible ley del progreso —añadió con una entonación de ironía imposible de describir.

Mis compañeros de viaje permanecieron silenciosos, como aguardando que el cordobés continuase, y yo también confieso que me interesaron sus palabras y su aspecto, hasta el punto de que por segunda vez tomé parte en el coloquio, preguntándole:

—¿Quiere usted explicar esa ley del progreso, tratándose de los ladrones?

—Sí, señor, y la explicación es muy sencilla. En otro tiempo los salteadores de caminos andaban con su gente por breñas y vericuetos, cayendo como una avalancha sobre los viajeros, y una vez que los habían desvalijado, se retiraban a sus guaridas. Aquella gente tenía costumbres militares, disciplina, estrategia y gran respeto a su capitán, y cuando daban un golpe, sabían interceptar el camino, tomar las avenidas, adelantar avanzadas, en fin, parecían más bien, una banda de soldados merodeadores, que para conseguir el fruto de sus rapiñas exponían el pellejo y sostenían combates a campo raso, pero nunca se les ocurría andar con anónimos, ni secuestrar gente, como lo hacen ahora sin dar la cara, y hasta dentro de las mismas poblaciones. Los antiguos bandidos eran tan generosos y gastadores, como temerarios y amigos de la pelea, de modo que su vida solía ser frecuentemente, más que un tejido de crímenes, una historia de aventuras peligrosas y de inauditas hazañas. Mataban en el combate, en defensa propia, mas nunca para robar, siempre que no se les resistiese, pero en nuestra época, causa verdaderamente horror la cobardía y la crueldad de estos bandidos degenerados, que solo desean robar sin riesgo, desde su casa, y por decirlo así, sin aquella grandeza de alma de José María y de Diego Corrientes, que robaban a los ricos y socorrían a los pobres.

No dejó de producir cierta sensación en el auditorio, esta manera inesperada de considerar la cuestión del bandolerismo.

—Bajo ese aspecto —dijo el sevillano—, no debe extrañarse la gran popularidad que han alcanzado ciertos tipos, porque en efecto, es verdad lo que usted dice, relativamente a la gran diferencia moral de los ladrones antiguos y de los modernos, si es que en el robar caben muchas diferencias morales.

—Sí, señor, caben graduaciones morales muy atendibles para el legislador y para la autoridad pública, porque en la época a que yo me refiero, la mayor parte de los bandoleros famosos no lo eran tanto por perversidad, como por la desdicha de haber dado muerte a uno en riña, por celos, o por otras pasiones, de cuyas resultas, y por evitar la persecución de la justicia, o la venganza de los parientes de la víctima, se amontaban, y se veían obligados a robar para satisfacer sus precisas necesidades si voluntariamente no les daban. Esta es la verdad, y yo he conocido a uno, que fue sargento en la guerra de los siete años, que después fue guarda de campo, y vivió siempre como un hombre de bien hasta que tuvo la desgracia de verse obligado a saltarle la tapa de los sesos a un compadre suyo, que medio embriagado, se obstinó en matarle. Pues bien, la diversa sensación moral, y hasta la compasión y simpatía, que me inspiraba a mí este sargento, y que inspiraban casi todos los antiguos bandoleros, consiste, a mi parecer, en la consideración de que a cualquiera de nosotros, sin ser perversos, por un conjunto fatal de circunstancias, pudiera ocurrirle una desgracia semejante.

—Tiene usted muchísima razón, porque mientras vivimos en el mundo, nadie puede decir de este agua no beberé —contestó el sevillano.

—Sin embargo —dije yo terciando en la conversación—, no creo que ha explicado usted todavía lo de la ley del progreso.

—Ignoro si lo habré explicado bien; pero yo he querido decir que hay también una ley del progreso en el mal, y que si antes, los bandidos robaban con arrojo, y no mataban sin necesidad extrema, aceptando valientemente la responsabilidad y la infamia de su triste oficio, ahora, en vez del valor, tan simpático a los españoles, domina la repugnante astucia del crimen cobarde, que quiere gozar de lo ajeno, sin exponerse y con capa de honradez, porque más de cuatro asesinatos se cometen en la actualidad por el temor de ser descubiertos, pues quieren ser ladrones y no ser conocidos por tales. Además, añadió sonriéndose y dirigiéndose a mí:

—En otro tiempo, los ladrones robaban por su cuenta y riesgo, y sin más auxiliares que su trabuco y su valentía; pero al presente, como se ha predicado tanto el principio de asociación, parece que intentan aplicarlo a la organización del bandolerismo, y así es, que ya no se roba tanto en campo libre y a fuerza de puños, sino que en las ciudades, en los caseríos, en las ventas, y en todas partes, tiene usted hombres jóvenes, ancianos, mujeres y hasta niños, que forman el cuerpo de su espionaje, con señales convenidas, que les sirven de telégrafo, con diferentes jerarquías y funciones, es decir, con la división del trabajo, de que hablan los economistas modernos, erigida en el sistema, en una palabra, constituyendo una asociación particular contra la sociedad entera, y con una organización tan compacta y poderosa, en la que unos obran por interés, y otros por miedo, que ya es imposible resistir a su empuje, si no se adoptan enérgicas medidas y heroicos remedios.

»Creo, caballero, que he explicado, si bien con suma rapidez, la ley del progreso en el bandolerismo, que ha llegado a asimilarse perfectamente los principios modernos de la división del trabajo, de la asociación, de la organización, y de la concurrencia al fin común de todos los individuos, en la medida de sus fuerzas.

 

Yo no pude menos de darme por satisfecho de aquella explicación tan peregrina, en la cual pude advertir un no sé qué de irónico y burlón contra determinadas aspiraciones políticas, por más que, en el fondo , la opinión del cordobés no careciese absolutamente de fundamento. Sin duda, el sevillano hubo de hacer la misma observación que acabo de indicar, porque con voz trémula de ira, y con aire de neófito contrariado, exclamó:

—¡Qué profanación ha hecho usted, al atribuir a los bandidos la práctica de los principales dogmas de la democracia! Por fuerza, caballero, usted debe ser carlista.

—Soy partidario de las ideas absolutas, o lo que es lo mismo, de las ideas absolutamente ciertas y usted que es demócrata, según parece, será también partidario de la libertad absoluta.

—Sí, señor, que lo soy.

—Pues entonces, celebro mucho nuestra conformidad de opiniones —contestó el cordobés, con indecible socarronería.

—Es que yo había creído que usted tal vez pretendía atacar ciertas doctrinas...

—Nada de eso, amiguito, porque lejos de resultar de mis palabras un ataque a la democracia, ellas, por el contrario, prueban de la manera más evidente, que sus principios son tan necesarios en toda sociedad humana, que hasta los mismos bandidos no pueden prescindir de ellos.

Yo tuve que hacer un esfuerzo para no soltar la carcajada, al ver la redomada pachorra del cordobés, y el aire escamado e inquieto del sevillano.

El cordobés, con voz insinuante, continuó:

—No crea usted, como acaso lo está creyendo, que yo no soy sincero al decir lo que he manifestado. Todavía es usted muy joven, y comprendo y aplaudo su entusiasmo político, cualesquiera que sean mis opiniones; pero vuelvo a repetirle, que mis afirmaciones son tan serias como leales, y aun me atrevo a asegurar, que el mismo Cervantes en persona, si aquí estuviera presente, sería de la misma opinión que yo.

—¡Cervantes! ¡El gran Cervantes! —exclamó el inglés con un entusiasmo tan vivo y tan espontáneo, que conmovió profundamente hasta mi última fibra de español, al ver al extranjero, que durante largo rato había permanecido atento, pero callado, sin duda por no comprender bien los pormenores de la conversación, que rompió bruscamente su prolongado silencio, al oír el nombre de ilustre manco de Lepanto, reconociendo en él, sin vacilar, una de nuestras más esplendentes glorias.

—¿Recuerda usted aquel pasaje en que Cervantes elogia la legalidad y prudencia, con que el famoso bandolero Roque Guinart practicaba con los suyos la justicia distributiva? —preguntó el cordobés.

—Sí lo recuerdo, y tiene usted mil razones, porque además, el autor le hace decir a Sancho, que: «es tan buena la justicia, que es necesario que se use aún entre los mesmos ladrones».

—Celebro infinito que tenga usted tan feliz memoria, porque precisamente aludía yo a esas mismas palabras que usted ha citado; de modo, señor demócrata, que no hay motivo para amostazarse, pues en resumen, yo he venido a decir de la democracia exactamente lo mismo que Cervantes dijo de la justicia. Y como la democracia es la justicia universal...

—Pues es claro, clarísimo, como la luz del medio día —dijo el sevillano y continuó—: Pero volviendo a la cuestión de los ladrones, diré que su astucia, su cobardía y su actual organización, imposibilitan de todo punto su persecución y exterminio. Contra los antiguos bandidos, cuyos nombres eran conocidos de todo el mundo, tenía la sociedad más defensa, porque a su valor y constancia se oponían siempre de una manera ventajosa la constancia y valor de nuestros soldados, que salían a perseguirlos. Hoy los crímenes son muy visibles, caen sobre la cabeza de muchos individuos y familias, pueden sentirse sus lamentables efectos, pero los criminales son fantasmas que nadie puede ver, perseguir, ni alcanzar, porque ellos permanecen ocultos en la sombra. Contra este sistema, no vale ni la Guardia Civil, ni los jueces, ni los gobernadores, ni los mejores deseos del gobierno.

—Pues entonces —contestó el hacendado—, venimos a parar a lo que antes yo decía, respecto a que cada uno se las componga como pueda para su seguridad personal, atento que los particulares para nada pueden contar con la protección de las autoridades.

—Tampoco digo yo lo contrario —repuso el cordobés—, y en mi concepto, no queda más recurso que conformarse buenamente con esta plaga, como nos resignamos en el verano con el calor y en el invierno con el frío. En Córdoba estamos ya tan habituados a vivir con estos percances, que cada quisque toma sus precauciones por su cuenta, y después cada uno dice como el almanaque: «Dios sobre todo».

—¿Y qué hace ese gobernador de Córdoba? —preguntó el sevillano.

—¿Qué quiere usted que haga ? No es posible tampoco exigir a los hombres más de lo que permiten los tiempos. Hoy los gobernadores tienen tan mermadas sus antiguas atribuciones, que casi están reducidos a ser unos meros delegados del orden público. Si por añadidura, el gobernador es natural de la misma provincia, o tiene en ella cortijos, lares o ganados, todavía suben de punto los motivos generales de su inacción, o de su impotencia. Por otra parte, ¿se premia en España a los funcionarios, que en cualquiera línea, descuellan por su aptitud y por su celo? Los mejores solo pueden aguardar en este país desdichado el ser víctimas de la envidia, de la calumnia, y sobre todo, de la ingratitud sistemática del gobierno.

—Y además de todo eso que acaba usted de decir tan acertadamente —repuso el hacendado—, todavía es demasiado pedir a los hombres, el que expongan su pellejo a la venganza de los criminales, cuando están muy seguros de que no han de alcanzar ningún premio. Y en prueba de lo que digo, contaré brevemente lo que hace algún tiempo le ocurrió al mejor alcalde que ha habido en mi pueblo:

»Había allí un mocetón, que se había criado sin padre ni madre, sin oficio, ni beneficio, unas veces pidiendo y otras hurtando; el caso es, que comía, bebía y crecía como la espuma, sin que jamás se le hubiese visto coger un azadón, ni trabajar en ningún otro oficio, a no ser unos cuantos meses que estuvo de yegüero, sin duda porque es oficio de flojos, y por otras razones.

Muy pronto lo despidieron, porque raro era el día que no le faltaba algún caballo y luego se averiguó que las bestias se vendieron en Portugal, y que Gandaya, que así se llamaba el yegüerizo, había sido cómplice en el robo.

El alcalde, teniendo noticias, no solamente de aquel hecho, sino de otros muchos hurtos, que se habían cometido en el pueblo, lo llamó, lo aconsejó, lo reprendió, y por último, llevado de sus súplicas, lo dejó libre, con la condición de que se dedicase al trabajo.

»Prometiólo así Gandaya, que lejos de cumplirlo, se reunía con todos los rateros y algarines del pueblo y de la comarca.

»Sucedía que ni las bellotas, ni las aceitunas, ni las uvas, ni las frutas de las huertas, ni los ganados, especialmente de cerdos, nada estaba seguro de sus manos. El posadero debía de ser cómplice también, porque todos los tunos de alrededor concurrían a la posada más que nunca, desde que Gandaya se había hecho el capitán de toda aquella mala gente. Ya nadie podía tener cerdos en el ejido, porque los malditos rateros los quitaban lo mismo en el campo, que en las porquerizas, sin que les valiese el gruñir, pues les metían por el intestino un tubo de caña, y los pobres animales se quedaban mudos.

—¡También es industria! —exclamó el sevillano.

—Cada día se aprende algo —dijo el cordobés—, pero continúe usted su cuento.

—No es cuento, sino sucedido —replicó el hacendado—. Pues como iba diciendo, el alcalde, celoso por el bien de sus convecinos, tomó sus precauciones, y por fin logró coger a Gandaya y a dos de sus compañeros con las manos en la masa, y los condujo a la cárcel, instruyendo las primeras diligencias y dando parte al juzgado. El vecindario se hacía lenguas alabando la conducta y celo del alcalde, porque desde aquel día había desaparecido del pueblo toda la gente de mal vivir, y habían cesado los robos y hurtos de marras. Es de advertir, que aun sin este y otros importantes servicios que había prestado el alcalde, era muy querido de toda la población por su hombría de bien y por su laboriosidad, así en las obligaciones de su cargo, como en sus tierras, en donde trabajaba como un peón todas las horas que le quedaban libres, porque el alcalde, si bien tenía con qué pasar, era pobre y con siete hijos. Poseía un haza de tierra calma, y contiguo tenía un pequeño olivar, pero muy bien cultivado. Pues bien, caballeros; a los pocos días de sentenciar a presidio a Gandaya y sus cómplices, amaneció el olivar cortado por el pie. ¿Se reuniría gente para hacer esta obra infame en una sola noche?

—Vean ustedes cómo tengo yo mis razones para decir que hoy se aplica al mal el principio de asociación, que tan excelentes resultados podría producir para el bien —dijo el cordobés.

—¡Qué atrocidad! —exclamó el sevillano.

—Gracias que la cosa hubiera parado en esta obra de cafres. El alcalde sufrió este contratiempo resignado y tranquilo, rehusando con gran dignidad todos los ofrecimientos, que a porfía le hicieron los vecinos más acaudalados entre los cuales puedo contarme yo mismo, que le brindé con todo mi corazón mi dinero y mis haciendas, porque verdaderamente lo merecía.

Y al llegar aquí el narrador, se conmovió tan visiblemente, que sacó el pañuelo y enjugó una lágrima. Luego continuó:

—Pocos días después, regresando una noche a su casa desde el ayuntamiento, al volver una esquina, le dispararon un trabucazo a boca de jarro que le atravesó el pecho de parte a parte, y esta es la hora, en que todavía no se ha podido averiguar quién, o quiénes fueron los asesinos.

—¡Qué horror! —exclamaron todos—. ¿Y qué hizo el Gobierno? —Continuó el hacendado.

—Todavía no sabemos si en el Gobierno civil se ocuparon de esta desgracia. El ayuntamiento de mi pueblo recurrió a la Diputación provincial para ver el medio más hábil de socorrer a los huérfanos, y han contestado lo mismo que el gobernador, es decir, la callada por respuesta. En fin, les digo a ustedes, que esta infeliz familia hubiera ya perecido en la mayor miseria, si no fuese porque varios amigos del pobre alcalde, y yo entre ellos, le suministramos lo indispensable para que vivan.

—Ahí verán ustedes —dijo el cordobés—, la exactitud de mis observaciones. El premio y el castigo son las bases del orden moral y del buen gobierno.

—Tan es así, que desde aquella fecha hemos vuelto a las andadas con los algarines, rateros, y caballistas, porque desde entonces, todos los alcaldes, que se han sucedido, hacen la vista gorda, y más bien prefieren contemporizar con los tunos, que echarla de redentores, para que los crucifiquen, sin esperanza de premio.

En esto llegamos a la estación de Villa del Río, primer pueblo de la provincia de mi mando.

—Conversación real de Julián Zugasti en su viaje de incógnito a Córdoba. El Bandolerismo, estudio social y memorias históricas, tomo 1.

Paramos en aquella estación durante largo tiempo por culpa del cruce con otro tren ascendente. Cuando bajé del tren a fin de estirar mis extremidades, advertí que muchas miradas de viajeros iban destinadas a una pareja de la Guardia Civil que conducía a un hombre esposado de aterrador semblante y que, a todas luces, sería un malhechor avezado.

De manera indirecta y sin darme a conocer, me dirigí a los guardias y pregunté:

—¿Qué delito ha cometido ese hombre?

—Ninguno que sepamos, pero sabemos que es un criminal de tomo y lomo, y aunque no conozcamos delito, viene documentado en demasía —contestó uno de los guardias.

—¿Y qué significa que tiene exceso de documentación? —pregunté de nuevo al guardia.

—Pues es muy sencillo, señor. Es muy sospechoso encontrar a alguien con cuatro cédulas de vecindad con distinto nombre, aparte de la documentación de cinco personas más.

—Además —añadió el otro guardia—, sabemos quién es, y sabemos su nombre real y de sus fechorías. Y también sabemos que aparte de la cárcel, ha pisado presidio.

—En ese caso, y con esos antecedentes, creo que han prestado un buen servicio —respondí.

—Servicio inútil —respondió un guardia y continuó—: Porque hoy lo llevaremos a Montoro, y mañana lo encontraremos por ahí, y ustedes dirán, ¿qué hacen los jueces? Pues yo se lo diré. Nosotros prendemos y luego… —El guardia por no comprometerse terminó diciendo—: En fin, caballeros, que les sea grato el trayecto, nosotros debemos continuar.

 

A los pocos minutos, el revisor vocifera en todas direcciones que los pasajeros con destino Córdoba y Sevilla volviesen a sus departamentos y respectivos asientos. La estación de Villa del Río, idéntica a todas las demás, de ladrillo visto rojo y color claro alrededor de los accesos y ventanas, con los pilares de hierro fundido que sostienen el porche para dar cobijo a los usuarios que esperan en el andén, comienza a quedarse despejada.

Bien porque el tren que sube está cargando pasajeros, bien por el fin de la escena de la Guardia Civil con el malhechor, o bien por que el resto de personal allí presente sube al tren que me lleva a mi destino.

El caso es que la estación quedó desierta a excepción del personal de la misma y cuatro o cinco personas que veo desde la ventanilla de mi departamento.

Aquí, en este preciso instante es cuando decido seguir con mi anonimato todo el tiempo que el cargo que en Córdoba me espera me deje.

Llegué a la capital de la provincia a las siete de la tarde, que para ser marzo, hacía el mismo calor que a mediodía, y como vengo de otras latitudes, mi traje negro de paño también lo notó haciendo cuenta de que debía adquirir otro traje con telas más confortables. Hacía dos años que no pisaba estas tierras, aunque en otras circunstancias.

En la batalla del puente de Alcolea de lo que menos recuerdo es si hacía calor o frío, lo primero era que triunfase la Revolución, lo segundo salvar la piel, y el tiempo, el tiempo era trivial.

Me reconfortó ver que nadie me estaba esperando en el andén. Mi decisión de seguir en la sombra durante un tiempo pudo verse comprometida por el simple hecho de que en Córdoba hubiesen hecho caso omiso del telegrama que se envió días antes de yo partir y mis deseos de preservar mi anonimato hasta mi llegada y toma de posesión del cargo. Recuerdo las palabras de mi amigo y Subsecretario de Gobernación Segismundo Moret:

—Julián, amigo mío, respecto al telegrama que quieres mandar personalmente a la Diputación con los deseos de viajar de incógnito, deja en mis manos esa tarea. Haré que el ministro en persona mande ese despacho con el fin de que allá en Córdoba, tengan orden directa y no puedan sino más que obedecer, puesto que no sabemos dónde terminan o empiezan los tentáculos de ese enemigo al que, en nombre del gobierno legítimo, te vas a enfrentar.

Viendo que las órdenes se habían cumplido, como es natural en un país civilizado, esperé a que el mozo de estación atendiera mi equipaje, y tras darle instrucciones y unas monedas, me propongo a salir de la estación de ferrocarril y coger un coche que me llevase a la sede del Gobierno Civil.

El carruaje negro brillante tirado por un percherón color canela avanzaba a buen paso a lo largo de la Ronda de Puerta Gallegos, donde, a mi derecha, se estaba construyendo un excelso jardín. Giramos a la izquierda para internarnos en la Ronda de los Tejares y en su esquina con Puerta Gallegos, la plaza de toros.

El cochero, al ver que estaba observando la fachada de la plaza, me instruyó en su historia: que fue fundada en el año mil ochocientos cuarenta y seis con una capacidad de ocho mil almas, que en mil ochocientos sesenta y tres hubo un incendio que la destrozó por completo porque el graderío estaba construido en madera y en el año sesenta y seis terminaron las obras de restauración y que era una preciosidad.

Resumiendo todo este monólogo llegamos al final de Tejares, giramos a la derecha quedando el Campo de la Merced a nuestra siniestra mientras que el cochero espetó un —ya casi estamos, señor— mientras azuzaba al caballo con más bravura que maña.

—¿Iremos por calle Alfaros, o por Cardenal Toledo? —pregunté al cochero. No con el fin de esperar una respuesta, sino más bien para dejar la información suficiente de que, aunque era un forastero, conocía Córdoba, solo con el fin de evitar cualquier intento de treta hacia mi persona por parte del conductor. No por este en particular, pero famosas eran las triquiñuelas de este gremio, las cuales pude oír en mi anterior visita a la capital, donde los forasteros que llegaban, bien en tren o diligencia, aprovechando el desconocimiento, los cocheros se introducían en calles de dudosa reputación con el fin de provocar un robo, tanto al cochero como al pasajero, aunque, de sobra es conocido por los vecinos de esta tierra de que tales conductores estaban confabulados con los asaltantes.

—Por donde usted plazca, señor —contestó el cochero sin girar la cabeza.

—Alfaros —respondí.

Con la calle Alfaros a nuestras espaldas, ya en la Plaza del Salvador, giró a la derecha por la calle del Liceo, y tras recorrer cien metros, de nuevo giró a la derecha, paralelos a la calle Alfaros aunque en sentido contrario para que en escasos cincuenta metros encontrarnos con la entrada de lo que sería mi cuartel general, la sede del Gobierno Civil de la provincia de Córdoba.

El carruaje se detuvo en la misma puerta, me apeé, y esperé a que el cochero descargara mi equipaje y emprendiese su marcha una vez pagado el trayecto.

La puerta, grande, pero en armonía con el resto de la construcción, con dos guardias civiles entrados en años custodiando la entrada al edificio y perfectamente uniformados, me daban una bienvenida castrense y silenciosa. Uno de ellos me observaba con interés, y al devolverle la mirada, dando tres pasos, llegó a mi altura, y tras los saludos cordiales pertinentes, y comunicarle que acababa de llegar de Madrid, le entregué una carta lacrada, la cual pedí que tenía que entregar al subsecretario mientras yo esperaba en la entrada.

El guardia me invitó a cruzar el umbral, y me señaló un banco de madera donde podía sentarme a esperar mientras él desaparecía por una puerta pequeña para atender mi petición.

A los pocos minutos, sale el guardia por la misma puerta volviendo a su puesto y tras él, un oficial que se pierde en las entrañas del edificio con mi carta en una de sus manos.

La misiva no era más que el anuncio de mi llegada, y mis deseos de que incluso dentro del edificio el cual me encontraba, se me tratase como un invitado o huésped del propio subsecretario llegado de Madrid, hasta nueva orden.

Apenas diez minutos más tarde, aparecieron dos personas por el fondo del pasillo. El que iba delante, supuse que era el subsecretario, y el de detrás alguien de confianza, estaba en lo correcto.

— ¡Señor Julián!, ¡Me alegro de volver a verlo! —dijo eufórico el subsecretario, que incluso me sorprendió lo bien que fingía ese hombre ya que no nos habíamos visto nunca.

—¡Don Rafael! —exclamé con la misma pasión mientras abríamos los brazos para darnos un gran y fingido abrazo amistoso pero que hizo su efecto en el ayudante del subsecretario y los guardias que firmes en la puerta, en ese momento nos observaban.

—¡Estará cansado y hambriento del largo viaje! He dispuesto que se le prepare una estancia aquí, para que descanse y se recomponga. Le acompaño a su estancia —dijo Rafael mientras hacía un gesto a su ayudante señalando mi equipaje mientras nosotros dos tomábamos camino a la que sería mi estancia provisional hasta que finalizase mi anonimato.

Durante el itinerario, Rafael no paraba de preguntarme por temas triviales de Madrid y del gobierno, cuestiones que yo le respondía amistosamente y con simpatía.

Deduje que el ayudante que tras nuestros pasos subía los peldaños con mis pertenencias, nada sabía. Una vez llegados a mi estancia, situada en la tercera planta del edificio y depositado mi equipaje por parte del ayudante, el subsecretario le dio orden de que se nos dejase a solas y de que ya se podía ir a casa cerrando este la puerta tras de sí.

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