Las miradas múltiples

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1.5 Géneros

La mayoría de las películas regionales son de ficción; pero también se han realizado documentales, experimentales y de animación. Dentro de la ficción los géneros más abordados son el fantástico (especialmente en su variante del horror), y el melodrama. Hay, además, películas de realismo social (algunas sobre el conflicto armado interno), comedias, policiales, filmes de artes marciales y de temática religiosa. En algunos casos encontramos mezclas de géneros. En todos aparece la violencia como un elemento destacado.

1.5.1 Horror10

Ayacucho es la región donde se ha producido la mayor cantidad de películas del género de horror. Estos filmes constituyen textos complejos donde confluyen convenciones del cine de Hollywood con personajes de la tradición oral andina, y la representación de vivencias y temores relacionados con la historia reciente del país. Los monstruos más frecuentes en los filmes ayacuchanos son jarjachas, pishtacos y condenados. Los dos últimos (pishtacos y condenados) aparecen también en películas de otras regiones (Puno y Junín). En las películas ayacuchanas encontramos además a la uma (o cabeza voladora de bruja) y el aya tullu (fantasma de huesos deformes e insepultos). En una película puneña aparece el Kharisiri. Asimismo, hay filmes con seres fantásticos amazónicos (el Tunche y el Chullachaqui).

El jarjacha (qarqacha, qarqaria o jarjaria) es un monstruo andino que toma la forma de un animal (generalmente una llama), emite un sonido característico (“jar-jar-jar” o “qar-qar-qar”), ronda de noche, inmoviliza a sus víctimas (con un escupitajo) y les devora el cerebro. El jarjacha es en el día un ser incestuoso que habita dentro de la comunidad. Aparece en filmes como: Qarquacha, el demonio del incesto (2002), de Mélinton Eusebio; Incesto en los Andes: la maldición de los jarjachas (2002) y La maldición de los jarjachas 2 (2003), de Palito Ortega Matute; Sin sentimiento (2007), de Jesús Contreras Matías; Jarjacha vs. Pishtaco: la batalla final (2011), de Nilo Escriba Palomino; Jarjacha 3 (2012), de Palito Ortega Matute, y El demonio de los Andes (2014), reedición de Jarjacha 3, de Palito Ortega Matute. Su aparición nocturna, la transformación que opera en sus víctimas, a quienes condena, y el modo ritual de ejecutarlo, han dado motivo a que algún autor haya encontrado semejanza entre el jarjacha y Drácula (Cano, 2010). Al respecto, en Qarqacha, el demonio del incesto, de Mélinton Eusebio, las imágenes azuladas de un cementerio nocturno y la de una mujer arrastrando un ataúd por la calle de un pueblo al atardecer, mientras las ventanas de las casas son cerradas por temerosos vecinos, parecen inspiradas en la iconografía cinematográfica del conde rumano.

El pishtaco, también llamado nakaq o ñakaq, es un degollador que extrae la grasa de sus víctimas. Suele atacar de noche, se esconde debajo de los puentes, puede ser blanco, mestizo o indio. Se cree que la grasa que sustrae la destina a la fabricación de las campanas de las iglesias, pues tendría un acuerdo siniestro con las órdenes religiosas. Según algunos testimonios viste una sotana con capucha. Juan Ansión (1987) señala que, a diferencia de otros monstruos andinos, el pishtaco o nakaq no es un ser sobrenatural, sino un sujeto urbano, de Lima o inclusive del extranjero, que saca la grasa de la gente del campo. Para Ansión (1989, p. 177) la grasa extraída por el pishtaco o nakaq sería una representación del plustrabajo que es arrebatado a los campesinos por la gente que los explota. El pishtaco aparece en las películas ayacuchanas Pisthaco11 (2003), de José Antonio Martínez Gamboa; Nakaq (2003), de José Gabriel Huertas; Sin sentimiento (2007), de Jesús Contreras Matías, y Jarjacha vs. Pishtaco: la batalla final (2011), de Nilo Escriba Palomino, y en la película huancaína Sangre y tradición (2005), de Nilo Inga Huamán.

Una variante del degollador es el personaje del Kharisiri, presentado por el puneño Henry Vallejo en su filme El misterio del Kharisiri (2004). Especie de brujo con capacidad de transformarse en animal, que hace pactos con un espíritu maligno a quien le ofrece sacrificios humanos, el Kharisiri del filme de Vallejo extrae la energía de su hechizada víctima, la periodista Mariela, quien, aunque es rescatada antes de que la sacrifiquen, sufre de un malestar continuo para el que no hay remedio de la ciencia y que la va acercando a la muerte. A diferencia del pishtaco común, esta criatura sería un monstruo interno, no externo a la comunidad. En El misterio del Kharisiri se invierte la amenaza del pishtaco tradicional: no es un ser urbano que roba la grasa de los campesinos, sino un individuo rural que sustrae la energía de una citadina.

El monstruo de mayor aparición en las películas fantásticas de terror regionales es el condenado. El cuerpo muerto de ciertos individuos readquiere “el alma que no es admitida en los sitios a los cuales va destinada, por razón de ciertas culpas juzgadas de gravedad excepcional” (Morote Best, 1988, p. 137). En algunos de los filmes ayacuchanos, el condenado –quien suele vestir hábito franciscano– aparece vinculado al jarjacha. En Qarqacha, el demonio del incesto, de Mélinton Eusebio, el jarjacha muerto vuelve al mundo como condenado, atacando a vecinos desprevenidos. En La maldición de los jarjachas 2, de Palito Ortega Matute, el jarjacha convierte en condenados a sus víctimas, quienes empiezan a deambular con apariencia de seres vivos para comer los sesos de otros pobladores. Esta condición de muertos vivientes devoradores de cerebros los asemejan a los zombis caníbales del cine de horror occidental que presentó por primera vez George Romero en Night of the Living Dead (1968).

En Supay, el hijo del condenado (2010), de Miler Eusebio, el niño jorobado –quien es fruto de una relación incestuosa– es ejecutado por el pueblo de la misma manera en que lo fue su padre; luego, retorna como condenado, matando a sus enemigos y devorando sus vísceras. En la segunda parte de este filme, La tumba del Supay (2013), padre e hijo condenados se levantan de sus tumbas para cobrar nuevas víctimas. Otro condenado vengador, pero que parece inspirado en The Crow (1994, Alex Proyas) es el de la película puneña Condenado en la pequeña Roma (2007), de Edwin J. Vilca Yávar, que comprende –además– escenas evocadoras de wésterns italianos.

Una variante del condenado es “el condenado por amor”: aquel enamorado que jura amar a su prometida más allá de la muerte, y regresa como condenado a buscarla para arrastrarla consigo al más allá. Aparece en varios cuentos del valle del Mantaro recopilados por Pedro S. Monge (1993), y Morote Best (1988) lo describe dentro de los relatos de “huida mágica” (pp. 115-128). Protagoniza los filmes Condenado de amor (Puno, 2001), de Ramiro Díaz Tupa, y Te juro amor eterno (Junín, 2010), de Luis Gonzales y Leonidas (León) Cáceres, con guion de Nina Peñaloza. En este último, el condenado adquiere rasgos de zombi caníbal. En El Aya Tullu (2010), del ayacuchano Julio Oré Oriundo, encontramos también a un espíritu maligno enamorado, cuyos huesos deformes permanecen insepultos.

La uma (o cabeza voladora de bruja), mencionada ya en la Crónica de Guamán Poma, inspira la película ayacuchana Uma, cabeza de bruja (2005), de Lalo Parra, y la puneña La casa embrujada (2007), de Joseph Lora.

Según el antropólogo Raúl Castro, entrevistado por José Carlos Cabrejo (2010), las películas de terror regionales representan sociedades donde existe anomia debido a un “terrible conflicto” (Ayacucho) o a una transformación constante, pero sin “supervisión o gerencia por parte de un Estado central” (Puno). Los filmes expresarían la percepción de corrosión moral y falta de legitimidad de las autoridades en esos lugares, así como la necesidad de justicia. Castro dice:

De algún modo estos filmes reflejan una especie de compensación, pues subliman una serie de insatisfacciones, propias de un desorden social en las regiones, a través de sanciones que vienen sobrenaturalmente, desde otro mundo, lo que genera aquel equilibrio que no existe en la realidad. (Cabrejo, 2010, p. 53)

En los filmes ayacuchanos, sin embargo, se observa que frente a la anomia no solo se confía en un castigo sobrenatural a sus causantes, sino que es necesario retomar ciertos ritos y conocimientos ancestrales para combatirla (los implementos para atrapar e inmovilizar a los jarjachas, por ejemplo), así como formas de organización que excluyen al Estado que se ha revelado ineficiente (las rondas para atrapar pishtacos).

En nuestra opinión, habría en los filmes de horror ayacuchanos un simbolismo más concreto aún. Representarían la vivencia del terror experimentado durante el conflicto armado interno de los años 1980-2000, que tuvo como principal escenario a Ayacucho; un terror que tendría tanto agentes externos (simbolizados por los pishtacos) como internos (los jarjachas), y que se teme vuelva a emerger (los condenados, aquello que no está aún definitivamente muerto). Asimismo, se aludiría en estos filmes a la manera como fueron combatidos los enemigos en esos años, mediante los comités de autodefensa civil.

El personaje de Cirilo (encarnado por el actor Edwin Béjar), protagonista de La maldición de los jarjachas y La maldición de los jarjachas 2, aparece en filmes anteriores de Palito Ortega Matute: Dios tarda pero no olvida 1 (1997), Dios tarda pero no olvida 2 (1999) y Sangre inocente (2000), películas que se refieren al conflicto armado interno. En Dios tarda pero no olvida, los padres de Cirilo (aún niño) son asesinados por Sendero Luminoso, y en el tercero, Cirilo (ya adolescente), su tío Alfonso y su amigo Pepito deben huir de las fuerzas armadas que los persiguen injustamente. Es significativo cómo el terror que sufre la población por el enfrentamiento entre Sendero Luminoso y las fuerzas del orden en los primeros tres filmes de Palito Ortega Matute, es reemplazado por el que generan los monstruos fantásticos surgidos del interior mismo de las comunidades en los dos siguientes. En los filmes de horror ayacuchanos, los jarjachas connotarían, pues, al enemigo que emergió del seno mismo de la comunidad durante el conflicto armado interno. Debe recordarse que, por lo menos en las comunidades sureñas de Ayacucho, los cabecillas senderistas eran personas del lugar (Theidon, 2004).

 

El informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) da cuenta de enfrentamientos dentro de las mismas comunidades entre miembros de diferentes generaciones, e inclusive entre familiares cercanos, por razones de adhesión u oposición a Sendero Luminoso. Situaciones estas que dieron pie a delaciones y que se hallarían representadas simbólicamente también en La maldición de los jarjachas, donde un joven denuncia a su padre como jarjacha. El informe de la CVR apunta que las delaciones contribuyeron a crear una atmósfera de desconfianza entre los pobladores (Comisión de Entrega de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2004, p. 355). Por cierto, en todas las películas ayacuchanas sobre jarjachas reina la desconfianza entre los habitantes de un mismo pueblo, pues cualquiera puede ser un monstruo oculto.

Las alusiones al conflicto se hallarían, también, en los filmes sobre degolladores. Cabe recordar que en plena época del conflicto armado interno se generó en Ayacucho el rumor de la reaparición de los pishtacos, lo que Ansión (1989) interpretó como “una desconfianza radical hacia el mundo exterior” (p. 9). En Sin sentimiento, el pishtaco tiene rasgos occidentales y no viste hábito de monje como en los relatos de la tradición oral sino luce cabello corto, mochila, botas y cuchillo militares. En Pisthaco, la comunidad poseída por un fuerte sentimiento de vulnerabilidad decide hacer rondas, a semejanza de algunas comunidades andinas durante el conflicto para defenderse de senderistas foráneos que podían entrar a sus tierras. El pishtaco en estas películas representaría al agente de las fuerzas del orden que llegaban de afuera, o al senderista citadino o proveniente de otra comunidad. Theidon (2004) ha explicado cómo algunas comunidades ayacuchanas fueron “externalizando” al senderista, construyéndolo como un otro foráneo, ya fuese adjudicándole rasgos somáticos monstruosos o describiéndolo como un “gringo” (p. 183). Esta construcción imaginaria del senderista no es muy diferente a la de los pishtacos de los filmes mencionados.

El condenado representado en los filmes ayacuchanos tendría, como el jarjacha y el pishtaco, relación con el conflicto armado interno. Analizando las representaciones que algunos artistas plásticos limeños hicieron de la violencia de las décadas de 1980 y 1990 (en particular Eduardo Tokeshi y Jaime Higa, que vinculan en una pieza el fardo funerario prehispánico, los cadáveres envueltos en plástico de los periodistas asesinados en Uchuraccay, y la forma de una semilla), Buntinx (1995) destacó que el término malki tiene las acepciones de “momia”, “feto” y “semilla” en el quechua antiguo, y que la figura del fardo funerario se vincula tanto con la muerte como con la resurrección mítica. La vuelta de lo enterrado puede adquirir caracteres siniestros, representar –en palabras de Buntinx– un “lento pero salvaje despertar de latencias y conflictos largamente adormecidos, muchos de ellos fratricidas” (p. 83). En los filmes de terror andinos (y especialmente los ayacuchanos) ese temor a la emergencia de lo oculto bajo la forma de condenados parecería tener motivos en la violencia política de años atrás. Cabe acotar que la Comisión de la Verdad y Reconciliación constató, años después de concluido el conflicto armado interno, el temor de personas y colectividades a un “hipotético rebrote de la violencia” (Comisión de Entrega de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2004, p. 355).

En La maldición de los jarjachas, de Palito Ortega Matute, el jarjacha se apellida –precisamente– Mallqui, advierte cuando lo están ajusticiando que ellos (los jarjachas) nunca morirán y, en cambio, regresarán para “matar a todos”. Como hemos visto, los muertos suelen regresar en los filmes andinos bajo la forma de condenados, y en algunos casos para cobrar venganza. Una de las últimas escenas del mismo filme muestra un cementerio con tumbas que llevan inscritos apellidos repetidos (de presuntos parientes incestuosos, es decir, jarjachas), lo que parece significar que serán muchos quienes emerjan de sus sepulturas como condenados.

Es pertinente acotar que algunos directores ayacuchanos (como Miler Eusebio) respaldan la interpretación de que estos filmes aluden a la violencia política de las décadas pasadas, pero otros (como Piero Parra) la rechazan.

En películas ayacuchanas recientes se aprecia, también, la representación de otro tipo de miedos. Hace varias décadas, en un texto ya clásico, el crítico británico Robin Wood (2003, pp. 63-84) llamaba la atención sobre cómo las películas norteamericanas de horror representaban los temores ocultos de una sociedad conservadora que reprimía la energía creativa y la sexualidad de niños, púberes y mujeres, entre otras poblaciones sometidas a la norma heteropatriarcal. El niño de La profecía (The Omen, 1976, Richard Donner), la adolescente de El exorcista (The Exorcist, 1973, William Friedkin), y la mujer de Cat People (1942, Jacques Tourneur), por ejemplo, adquirían en los filmes citados el carácter de monstruos.

Dos películas ayacuchanas muy exitosas, Supay, el hijo del condenado, de Miler Eusebio, y Bullying maldito, la historia de María Marimacha (2015) de Mélinton Eusebio, presentan, respectivamente, a un niño y a una adolescente que son estigmatizados y ultrajados por una comunidad por apartarse de la norma. Ambos retornan a la comunidad, después de una muerte real o simbólica, convertidos en monstruos vengadores que se ensañan especialmente con figuras autoritarias masculinas (el alcalde del pueblo en el primer caso y el líder de la pandilla juvenil, en el segundo).

1.5.2 Melodrama

El melodrama surge históricamente como un espectáculo basado en el exceso y dirigido a un público urbano de origen campesino que busca una orientación moral en un mundo en transformación (Martín Barbero, 1991; Brooks, 1995). No es casual que el melodrama sea el género más abordado por los cineastas de Juliaca (región Puno), una de las ciudades peruanas con importante migración rural y con más alta tasa de crecimiento en las últimas décadas (Bordas, 2009, p. 232); crecimiento que ha originado profundos cambios no solo económicos, sino también sociales, psicológicos y éticos en la población. Juliaca no es, sin embargo, la única ciudad donde se realizan melodramas; los hay también en Ayacucho, Huancayo y Cajamarca.

Un gran tema del melodrama es el de la filiación. Aparece en filmes sobre niños abandonados y perdidos, bastardía, padres desconocidos e hijos pródigos. La representación de la niñez desamparada es frecuente en los melodramas puneños. Quizá el mayor éxito comercial del cine altiplánico sea El huerfanito (2004), de Flaviano Quispe Chaiña. Tuvo un extenso recorrido por provincias, e inclusive estreno comercial en Lima, como hemos señalado en páginas anteriores; copias en DVD de la película siguen vendiéndose en los mercadillos piratas. La orfandad también se halla presente en los filmes puneños Niños pobres (2009), de Julián Miranda, y Marcados por el destino (2009), de Óscar Gonzales Apaza. La primera película del ayacuchano Palito Ortega Matute, Dios tarda pero no olvida (1997), puede ser considerada también un melodrama de este tipo; aunque cercano al cine social (el protagonista queda huérfano a causa de que Sendero Luminoso asesina a sus padres), la estructura es claramente melodramática, así como el final consolador: después de sufrir hambre y maltratos, y de vencer a la tentación del delito, el niño es rescatado por un sacerdote que lo lleva al templo.

Jesús Martín Barbero (1991) ha escrito que el verdadero movimiento de la trama en el melodrama es “del des-conocimiento al re-conocimiento” (p. 131). El reconocimiento en los melodramas de filiación se presenta de dos maneras: es lo que busca obtener el hijo bastardo del padre; pero es también a lo que arriba el hijo pródigo al final de merecidos sufrimientos: reconocer a los padres que antes ha rechazado. El motivo de la bastardía y el deseo de reconocimiento se hallan en El hijo del viento (2009) de Flaviano Quispe Chaiña, donde un niño campesino huye de su casa para buscar a su padre, a quien no conoce. Hijos pródigos hallamos en los filmes juliaqueños Triste realidad (2004) y Lágrimas de madre (2004), de Fredy Larico, que muestran a humildes madres de origen campesino padecer la incorporación de sus hijos a pandillas urbanas. Cuando los hijos se arrepienten, ya es muy tarde. Algo similar ocurre en la exitosa Madre. Una ilusión convertida en pesadilla (2009), del huancaíno Daniel Núñez Durán, donde un hijo contrito llega a destiempo al sepelio de su madre, a quien ha causado dolor con su mal comportamiento. El filme ha tenido una secuela dirigida por el mismo Núñez (El vástago y su promesa. Madre 2, 2010), y varios imitadores. Pero no solo hay madres que padecen, también existen padres sufrientes. En Lágrimas y carcajadas (2007), del chotano Elmer Mejía Tantaleán, un padre hace grandes esfuerzos para criar a sus hijos, quienes no corresponden a su cariño y abnegación. El ayacuchano Marcelino Huamán narra, en Cántaro, el hijo desobediente (2010), la historia de un joven rebelde con una escena final muy parecida a la de Madre. Una ilusión convertida en pesadilla, pero en este caso referida al entierro del padre. Cántaro… ha tenido también considerable acogida del público; se han realizado ya dos secuelas del filme. Tanto Madre. Una ilusión convertida en pesadilla como Cántaro… son melodramas cristianos respaldados por iglesias evangélicas.

En el 2011, Daniel Núñez Durán, inspirado directamente en la Biblia, y con clara influencia del melodrama hindú, dirigió El hijo pródigo, donde narra la partida de un joven que desprecia la vida que lleva en su hacienda al lado de su padre, y viaja a la ciudad, donde termina como un alcoholizado mendigo y se une a una corte de los milagros formada por otros desamparados. Al final, el personaje retorna arrepentido a la hacienda paterna con todos sus amigos indigentes, y es recibido con amor. El retorno al ambiente bucólico del campo supone un regreso a la virtud, pues la ciudad representa el vicio. El eje vicio-virtud es fundamental en el género.

La ciudad es, en el melodrama, lugar de perdición y ámbito del vicio, engaño y confusión; pero también de movilidad social. En los melodramas rurales, el personaje citadino (o el nativo del campo que regresa con modos urbanos) puede ser agente del mal o factor de renovación. En ambos casos pone en riesgo la estabilidad de costumbres y valores. En Amor en las alturas (2008), del juliaqueño Percy Pacco, el héroe y su familia son apartados por un villano envidioso e hipócrita de su pueblo y terminan en la mina La Rinconada, ámbito infernal. En Casarasiri (2010), del también juliaqueño Joseph Lora, el joven citadino que maneja una moto es un malvado. En la huancaína Te juro amor eterno, de Leonidas Cáceres y Luis Gonzales, el hijo del hacendado, que estudia medicina en la ciudad y retorna en sus vacaciones al campo, se enamora de la hija de un peón y atenta con ello contra el rígido orden social. Tanto en Casarasiri como en Te juro amor eterno la resolución de la trama es conservadora: en Casarasiri, tras descubrirse la perversidad del villano, se celebra una ceremonia de bodas tradicional entre dos jóvenes oriundos de la comunidad; en Te juro amor eterno, el relato sufre un giro radical y el género cambia de melodrama a fantástico: el joven galán, tras morir trágicamente, se convierte en un condenado por amor (con comportamiento de zombi caníbal) y persigue a su amada, para terminar arrastrado por unos demonios al infierno; la trasgresión social es castigada.

 

No obstante, también hay melodramas rurales de amores contrariados por causas sociales donde la instancia narrativa genera simpatía por la pareja trasgresora; tal es el caso de la películas cajamarquinas El amor de Hupashi (2012), del chotano Obed Díaz Tapia, y Coraje (2004), de Héctor Marreros, esta última con una estructura narrativa más cercana a la de la tragedia. Melodrama juvenil que alerta sobre los peligros de alejarse de la virtud es Trampas de tu lado oscuro (2013), del chiclayano Óscar Liza, sobre una estudiante universitaria que desea tener experiencias intensas y es violada por un profesor quien, después, descubre que la chica es su hermana. El melodrama de adicción lo hallamos en Vicio maldito (2000), de Germán Guevara, donde el protagonista se vuelve alcohólico, pero al percatarse de que ha estado a punto de provocar la muerte de su esposa, decide rehabilitarse. En Marcados por el destino, del puneño Óscar Gonzales Apaza, la lucha es contra la enfermedad mental, y el reconocimiento tiene lugar después de que el protagonista (maltratado de niño y aquejado de esquizofrenia) ocasiona la muerte de su querida hermana. El melodrama bélico se manifiesta en La promesa (2013), del huancaíno Juan Carlos Ambrosio, ambientado en la guerra del Cenepa: un joven jura a la madre de su mejor amigo que protegerá a este aun a costa de su propia vida, como en efecto sucede; la escena final muestra el feliz reencuentro de madre e hijo gracias al sacrificio del héroe. El énfasis estilístico y actoral, la estructura con caída, sufrimiento, reconocimiento y final consolador que afirma valores establecidos, permiten calificar a todos estos filmes como melodramas.