La batalla por el buen cine

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4. Claudia Cardinale: se apodera del cetro dejado por Gina y Sophia pero quiere ser también gran actriz

Antiguamente, cuando un hombre no era correspondido por la mujer a quien creía amar, se dedicaba a la poesía, se pegaba un tiro, enamoraba a otra, escribía un tratado sobre metafísica, componía una sonata, se metía a monje o la idealizaba platónicamente para siempre.

Hoy día entra a una sala cinematográfica y transfiere su amor a su actriz preferida o a la que comienza a preferir en ese momento.

Esto no resulta nada difícil, porque con toda probabilidad su amor imposible, aunque no se asemeje físicamente a dicha actriz, se viste igual, pesa lo mismo y se ha contagiado espiritualmente de la personalidad de la estrella.

Por su parte la mujer, que consciente o inconscientemente ha adoptado este mimetismo fílmico, vive a través de la actriz todo lo que ella no puede o no se atreve a vivir, y además con música de fondo.

En la oscuridad de la sala, el hombre solitario en su butaca y la mujer rodeada de amigas o parientes, se olvidan de su gris monotonía cotidiana, prudente y respetable, y lanzan hacia la pantalla el ávido anzuelo de sus ansias, que, sin responsabilidad jurídica ni moral, cobra una vida más rica que la que pueden imaginar; chata, es verdad, pero cinemascópicamente amplia.

Desde que el cine levantó un periscopio que permitió observar por sobre la superficie de la burguesía, la burocracia y el obrerismo, el fascinante horizonte aventurero de lo que no se tiene ni se hace, surgió una dinastía femenina que, sabiéndolo o sin saberlo, asumió la responsabilidad de corresponder los amores de los hombres frustrados en la realidad, y de prestar a las mujeres su valor maquillado para que se escapen, durante hora y media, de sus escuálidas jaulas.

Además de los peinados, el vestido, el dibujo de los labios y la longitud de las pestañas, las actrices han hecho variar de época en época y desde muy profundo, el tipo femenino.

Con más efectividad que cualquier campaña pedagógica, una personalidad cinematográfica puede educar a toda una generación con cuatro películas. Y desde hace sesenta años las mujeres de la pantalla vienen educando a las mujeres de la calle y el hogar, mostrando a los hombres por añadidura lo que dichas mujeres pueden y deben ser.

Estas generaciones de muñecos de celuloide que parecen haber nacido por generación espontánea en una butaca de plaza, cierran los ojos para besar al enamorado o a la enamorada, porque así han visto que se hace en las películas, y porque de ese modo pueden metamorfosear dicho acto en la parte culminante del filme que vieron ayer.

Pero lo dicho no es más que el análisis subjetivo de una realidad multi-tudinaria. El hecho es que ha habido, hay y habrá millones de hombres y mujeres, de toda edad y raza, que unánimemente adoptan el común denominador sexual de la estrella del momento. Y este fenómeno, juicios aparte, merece ser contemplado, ya que no vivido.

Todos, desde el filósofo más hermético hasta el analfabeto más parlanchín, saben cuál es la estrella cinematográfica del momento. Lo saben y han visto su imagen.

Estas brujas del ecran son, aunque se diga lo contrario, profundamente distintas entre sí. Tan profundamente distintas que ahora nos parece orgánicamente imposible que Pola Negri haya hecho latir otro corazón que el suyo, que por otra parte latía sin intervención de ella. Y dentro de veinte años nuestros nietos se morirán de risa de Sophia Loren.

Pero a nosotros, Sophia Loren no nos da risa, ni mucho menos. Inclusive tenemos que aceptar que es una gran actriz. Y en este detalle tenemos el compendio de todo un tratado sociológico sobre la mujer contemporánea.

¿Por qué no le bastó a Sophia Loren con lo mucho que tenía, y tuvo que mostrar su gran capacidad histriónica? ¿Nos gusta, acaso, a los hombres de hoy la mujer capaz, intelectual, profunda, más que los hombres de antaño?

No lo creo, pero no vamos a entrar ahora en un análisis de este enigma. Solo vale la pena que veamos el distinto itinerario que, en pocos años, describen las mujeres que deciden convertirse en grandes estrellas.

Marilyn Monroe, Gina Lollobrigida y Sophia Loren, iniciaron el camino de mostrar, con más o menos habilidad sus atributos físicos, y terminaron por emprender la ardua lucha de volverse actrices, o de mostrar que lo eran.

En cambio Claudia Cardinale, la última sensación del cine italiano, está empeñada en hacer el camino al revés. Disimulando, mal por expuesto, su maravillosa anatomía, quiere imperar en el universo fílmico entrando por la puerta angosta y llena de sinsabores de la actuación.

La hemos visto en Rocco y sus hermanos y Maldito embrollo, y ahora es la figura principal de una de las obras de la muestra de cine italiano que se está exhibiendo en Lima: La muchacha de la valija, dirigida por Valerio Zurlini.

Y aquí tenemos un detalle típico de la distinta actitud de la Cardinale: logra ser dirigida por realizadores de primera línea. Ni Pietro Germi ni Luchino Visconti se conforman con una exhibición de curvas; y ella parece saberlo. La Loren tuvo que ser revelada por la mano férrea de Vittorio De Sica.

Claudia Cardinale nació en 1939 y nunca pensó en ser actriz. Tenía, y tiene, pasión por los discos, con los que ha hecho una colección formidable. Dicen que le gusta escribir poesías, pero ella afirma que son malos versos y no deja que nadie los lea. La aplaudimos.

Mide un metro sesenta y nueve y pesa cincuenta y siete kilos. Su cuerpo pertenece al estilo un tanto opulento de las italianas, pero sin ninguna exageración. Su rostro denota una especie de tristeza detrás de todos los gestos, y toda ella revela un ardor contenido, una especie de sensualidad íntima, que no es para ser mostrada, sino para ser entregada al hombre escogido en el momento escogido. Parece una mujer para ser adivinada.

Esta mujer, que muy bien puede convertirse en la sucesora en popularidad de la Lollobrigida y la Loren, no encarna, sin embargo, el aparente tipo femenino del siglo.

Es verdad que no existe nunca lo que podría llamarse un tipo femenino de todo un siglo, pero nada más anacrónico que el tipo que encarna Claudia Cardinale, si se le considera desde la posibilidad de que se haga universal.

Por eso resulta fascinante la personalidad de esta muchacha. Si efectivamente logra imponerse como actriz, sin despojarse de sus características psicológicas, y logra de paso meterse en los sueños de los hombres y las actitudes de las mujeres, nos estaría ofreciendo una oportunidad casi didáctica de comprobar, casi de primera mano, el tremendo poder del cine.

Recordamos una escena de Maldito embrollo, el excelente filme de Pietro Germi. El inspector ha descubierto al asesino y se lo lleva, dejando sola a su mujer, cómplice parcial del delito. El papel de esposa del asesino está a cargo de la Cardinale.

Y en ese momento, sin una palabra, la mujer lanza al policía una mirada de animal adolorido. No es un reproche, ni hay en ella ningún conflicto moral; solo se trata de la mirada de una hembra dejada sin macho, al causante de esta incomprensible situación.

Pero si bien la personalidad de la Cardinale está en contradicción con la cotidiana mujer contemporánea, tenemos que reconocer que su cuerpo está suficientemente dotado como para, en un momento dado, ocupar el sitial anatómico que parecen querer abandonar Gina y Sophia.

Y en esto sí que es contemporánea. Calculadoramente tapa todas las salidas. Si su coeficiente dramático no llega a ser satisfactorio, acudirá a la proporción algebraica entre el perímetro del busto y de la cintura; y queda muy en pie la excitante posibilidad de que ambas cosas impriman su sello en toda una generación.

(7 Días del Perú y del Mundo, 30 de agosto de 1961, pp. 15-17)

5. Nace una cinemateca

Hoy, primero de octubre, es una fecha histórica en la vida cinematográfica local. Después de arduos esfuerzos, la Asociación Cultural Cinematográfica coloca la primera piedra de la Cinemateca Peruana. Y no en una ceremonia, sino en un acto sin precedentes en ese campo artístico.

En el amplio local de la avenida Bertolotto, en San Miguel, la mencionada Asociación realiza en estos momentos una gran Feria del Cine, a beneficio precisamente de la Cinemateca, y en la que, al mismo tiempo, informará al público sobre las dos primeras películas adquiridas por dicha institución.

Pero la Feria no es solamente eso. En primer lugar funcionarán, durante todo el día y hasta que acuda el público, tres salas de proyección donde se ofrecerán seis programas fílmicos de alta calidad, incluyendo cintas adecuadas para niños.

Simultáneamente, en los amplios jardines de dicho local, funcionarán diversas atracciones para grandes y chicos. Habrá rifas de objetos costosos, juegos, comida criolla, ponys para los niños y un sorteo de estupendos arreglos de plantas ornamentales. Además, se sortearán dos pasajes ida y vuelta a Miami.

Todo lo anterior, que hasta cierto punto se asemeja a tantos proyectos benéficos, tiene en este caso la valiosa originalidad de su fin: la Cinemateca Peruana. Y no obstante tratarse de una finalidad cultural y de un campo que parece especializado y limitado, los miembros de la Asociación Cultural Cinematográfica se las han arreglado para obtener la colaboración de infinidad de firmas comerciales, las que, al conocer el proyecto, se han interesado en él y han prestado su apoyo.

¿Qué es, pues, este proyecto? ¿Qué es una cinemateca?

Una cinemateca es una especie de biblioteca, donde, en lugar de libros, se conservan copias de las mejores películas producidas en todo el mundo durante el curso de la vida de este arte de nuestro siglo.

 

Las cinematecas se originaron en las mismas empresas productoras, que forzosamente tenían, y tienen, que conservar un archivo de los negativos de los filmes que producen.

Pero esto satisfacía solamente el aspecto comercial del asunto. Hubo un momento en que se hizo evidente que el cine era un arte. Por supuesto, solo un mínimo porcentaje de las películas producidas en el mundo caen dentro de esta clasificación; pero era urgente conservar esas películas para que no desaparecieran.

Muchas veces las productoras quebraban, y seguirán quebrando, y en el caos consiguiente los archivos desaparecían, y desaparecen, arrastrando consigo copias y negativos de verdaderas joyas de la cinematografía. De ese modo, se han perdido para siempre numerosas obras de arte.

Así fue como nació la conciencia de la necesidad de cinematecas no comerciales. Actualmente, hay, por fortuna, numerosísimas cinematecas en todo el mundo, casi todas muy bien organizadas que cumplen papel sumamente importante en la vida cultural de los pueblos.

Aquí, en Lima, la formación de una cinemateca ha sido reclamada, e intentada, desde hace mucho tiempo. Hasta el momento las dificultades han vencido; pero hoy parece que la Asociación Cultural Cinematográfica ha encontrado el camino a seguir.

En un país como el nuestro, donde aún no existe una industria fílmica de importancia, la creación de una cinemateca es muy difícil, y no habiendo nada que ofrecer en cambio se reduce a comprar, donde sea, copias de los filmes que interesan. Esto no es una tarea rutinaria, pues las empresas productoras, antes de vender una copia, exigen pruebas de que se trata de una entidad no comercial.

Como se sabe, los distribuidores de películas, al comprar la copia de una, solo adquieren un derecho a explotarla durante cinco años, al cabo de los cuales tienen que quemar dicha copia.

En estas condiciones no puede existir ninguna cinemateca. Por esta razón, las instituciones culturales que se dedican a este tipo de actividades cinematográficas, no pueden explotar comercialmente las copias de filmes que adquieren, a fin de poder conservarlas a perpetuidad.

Desde hace cerca de un año, la Asociación Cultural Cinematográfica ha llevado adelante, en forma ininterrumpida, un Festival Permanente de Cine Selecto, todos los martes en el Leuro, con el auspicio del Municipio de Miraflores.

Dicho Festival continuará, a partir del próximo martes, en el cine San Antonio, porque ha sido tal la afluencia de público que el familiar local de la avenida Benavides resultaba estrecho.

Y he aquí otra de las finalidades de la Cinemateca: hacer conocer al público la enorme diferencia que existe entre el cine y el gran cine. La Asociación se ha esforzado en sostener esa tarea, y lo ha conseguido con el material que se puede obtener aquí, pero una tarea tan importante no puede ser cumplida plenamente con una limitación tan seria. De allí la necesidad de formar el archivo de filmes selectos.

En la Feria Cinematográfica que se realiza hoy, la Asociación ha querido demostrar al público lo que se puede hacer en este terreno. El amante del cine puede, por ejemplo, pasar todo el domingo en el local de dicha Feria y escoger entre Las noches de Cabiria, el gran filme de Federico Fellini; Los olvidados, de Luis Buñuel; Cadenas de roca, de Billy Wilder; Indiscreta, la estupenda comedia de Ingrid Bergman y Cary Grant, y la muestra de las últimas películas del genial realizador canadiense Norman Mc Laren. Los niños también podrán disfrutar de películas especiales para ellos.

Se trata de un día completo dedicado al cine, y el buen cine por añadidura.

Posteriormente, ya con películas propias, la Asociación iniciará una intensa campaña de divulgación del buen cine en colegios e instituciones culturales, para lo cual ya ha adquirido un costoso equipo de proyección de 16 mm. Otra tarea más para la Cinemateca.

Pero debajo de todos estos detalles yace la principal razón de ser de la Asociación: facilitar al público el acceso a los grandes filmes, no solo de antaño, sino también de hoy.

Un ejemplo:

En la primera función, en el San Antonio, el martes 3 de octubre, numerosos aficionados al buen cine en Lima, podrán ver una película que nunca ha sido proyectada en forma completa aquí: Los hijos del paraíso, de Marcel Carné.

Pero eso no es todo. Hace poco llegó a Lima Nazarín. Esta obra maestra de Luis Buñuel, en su pre-estreno y, debido a diversas circunstancias, pasó inadvertida. Ahora la Asociación ha solicitado y obtenido de la distribui-dora la autorización para presentarla al público de Lima como lo que es: un filme excepcional.

Exactamente lo mismo hará con otro gran filme: El general de la Rovere, de Roberto Rossellini, en el que Vittorio De Sica realiza, quizá, la mejor actuación de su carrera de actor. La avant premiere de esta gran obra estará a cargo de la Asociación.

Esta es precisamente la misión orientadora de la Asociación, en la que la Cinemateca es instrumento valioso e indispensable. No solo mostrar películas de primer orden de otros tiempos, sino advertir sobre los próximos estrenos de películas de alta calidad.

Nazarín, por ejemplo, obtuvo el Gran Premio en el Festival Internacional de Cannes de 1959; y El general de la Rovere mereció igual distinción en el Festival de Venecia del mismo año. Son, pues, dos películas que marcan época.

Cuando, por primera vez, se alzó una voz, a comienzos del siglo, afirmando que el cine era un arte, nadie quiso escucharla. Poco después, René Clair hacía la misma afirmación, pero no hablando ni escribiendo, sino realizando una serie de las mejores películas que se han filmado jamás. Este argumento, por supuesto, fue más convincente y duradero.

Hoy, la Asociación Cultural Cinematográfica no quiere decir ni argumentar que una Cinemateca Peruana es vitalmente necesaria para la cultura del país: Prefiere probarlo mediante un proyecto ya puesto en marcha.

(7 Días del Perú y del Mundo, 1 de octubre de 1961, pp. 18-19)

6. El eterno retorno

El hombre no sabe que su mujer lo ha abandonado. Llega a su casa, la busca, encuentra una carta, la abre, se sienta junto al fuego y comienza a leerla. Lentamente cae el telón.

El efecto dramático de esta escena sobre el público, que sabe lo que dice la carta y va sintiendo lo que va sintiendo el personaje al leerla, se ha conseguido sin emplear uno de los elementos principales del teatro, que es la palabra, y sin embargo es un recurso eminentemente teatral.

El soldado avanza por el campo de batalla. Súbitamente es herido, se detiene, cae. Y mientras cae se ve un primer plano de su cara, otro de la cara de su novia, de su madre, de su hermana, y finalmente vuelve su rostro muerto. Esto es cine, y solo puede ser cine.

Pero ambas escenas tienen algo en común: la búsqueda genial de un medio de expresión que sea el propio del arte empleado.

Y aquí está sintetizada, quizá, la solución del problema, aparentemente insoluble, de la diferencia entre cine y teatro. El arte es búsqueda, y no puede seguir siendo aquello si deja de ser esto.

Intentar hacer arte utilizando logros obtenidos a través de una búsqueda ajena, es hacer, tal vez, algo muy bonito, pero que no tiene nada que ver con aquello de lo que estamos hablando.

Intentar hacer arte en el cine utilizando los resultados del teatro y disfrazando esto con la sutileza de que ambas cosas son lo mismo, es una pérdida de tiempo provocada por una pereza innata o una incapacidad total.

Cada arte es un fragmento de un idioma universal que no puede ser captado por nosotros en forma integral. Identificar un fragmento con otro es amputarnos una vía de acceso a la gran fuente, de la que aprehendemos chispazos con diferentes partes de nuestro ser. Así como el perfume nos impresiona a través del olfato, y el sabor a través del gusto, cada arte nos llega a través de una posibilidad de captación de nuestro ser, que no puede ser excitada sino por ese medio de expresión.

La posibilidad del hombre es infinitamente mayor que su actualidad, y un instrumento de ampliación lo constituyen las artes. Por eso es tan importante determinar si el cine es un arte, o simplemente una forma nueva de otra arte, porque si bien es verdad que todas tienen un subs-tractum común, admitir lo segundo es limitar su característica esencial de búsqueda por un solo canal.

La pregunta es casi tan antigua como el nacimiento mismo del cine, cuya paternidad reclaman ingleses, norteamericanos, alemanes, italianos y franceses.

Pero es indudable que a estos últimos (los hermanos Lumière) se debe la creación del espectáculo cinematográfico, primer paso hacia el arte cinematográfico, que es lo que nos interesa en estos momentos.

Paradójicamente, los Lumière ni creyeron ni previeron el camino que iba a tomar su descubrimiento. Pensaban que era una curiosidad popular con grandes posibilidades comerciales. Y así filmaron su primera película: “La salida de los obreros de los talleres Lumière en Lyon-Monplaisir”.

El 28 de diciembre de 1895 la mostraron al público por primera vez, junto con otras nueve películas cortas. Era esto: se abre una puerta cochera y sale un grupo de obreras y obreros a pie y en bicicleta; cruza un perro. Eso era todo. Tuvo un éxito comercial tremendo, pero nadie adivinó que “eso” era el germen informe del gran arte del siglo veinte.

Y cuando algunos se dieron cuenta de esto era, por desgracia, demasiado temprano, como lo pensaba René Clair. No se había hecho aún suficiente cine y ya se quería hacer arte. Se cayó, por un lado, en un abstraccionismo un tanto pictórico, y por el otro, en un matrimonio optimista con el teatro y la literatura.

Así comenzaron las dificultades germinativas del nuevo arte, que todavía no terminan, con su clásica secuela de indiferencia, oposición indignada o simple ignorancia.

Dejando de lado el abstraccionismo surrealista, que tenía el mérito de contener una búsqueda de algo nuevo, el cine teatral y literario creó un estilo que, durante muchos años imprimió en los públicos, una determinada manera de “ver cine”, que se ha venido trasmitiendo de padres a hijos.

Inclusive hubo casos, como Marcel Pagnol, que hicieron cine sin quererlo y aun afirmando que no estaban haciendo cine. Pagnol no creía en el cine, decía que solo era teatro con ventajas que no daba la escena. E hizo magnificas películas. En Angela, por ejemplo, filmada en 1935 en sus propios estudios, hay una escena de dos hombres sentados en una noria que gira, que constituye una de las escenas más puras de la expresión cinematográfica. Es decir, que el cine como medio de expresión artístico se imponía hasta sobre la ignorancia de sus realizadores. Había nacido y ya no podía ser detenido.

Pero podía ser degenerado y deteriorado. Y lo fue. Las búsquedas no suelen ser comerciales y desde que Lumière había descubierto un magnífico negocio, el teatro y la literatura proporcionaban la materia prima, y la técnica aportaba los recursos para hacer casi cualquier cosa, no había nada más que buscar, salvo el dinero.

Entonces, cosa curiosa, el cine se apartó del teatro. Porque el teatro sí era, oficialmente arte, y allí se continuaba la búsqueda. Y como esto era muy inquietante, era mejor buscar una fórmula comercial. Nació ese engendro que se llama cine comercial.

El público, que había comenzado a ir al cine por curiosidad y que había continuado yendo para encontrar monstruosas adaptaciones de obras teatrales, terminó buscando una distracción.

Y distracción le dieron a través de miles y miles de kilómetros de celuloide. La relativamente reducida producción de los pioneros del arte cinematográfico quedó sepultada bajo esta montaña de filmes musicales, de comedias bobaliconas, de tecnicolor, cinemascope, superscope, totals-cope y cinerama. Pero el impulso generado de búsqueda en un nuevo arte no murió.

Entonces, cada vez que alguien quería reiniciar el itinerario artístico, obligaba al cine a dar media vuelta hacia el teatro que era el arte que quedaba más cerca. Esto se interpretó como un retorno del cine al teatro cuando en realidad era el eterno retorno a su fuente de origen, con un ligero desvío en el camino.

Esto resultó más evidente al comprobarse, con gran alarma de los defensores del teatralismo, que el cine estaba influenciando el teatro. Ya no se decía solamente que tal o cual película era teatro filmado, sino también que tal o cual drama era muy cinematográfico. El cine había ganado la batalla y tenía, por fin, carta de ciudadanía.

 

Daremos un ejemplo, que constituye, además, todo un símbolo del proceso, en todo sentido. La muerte de un viajante de Arthur Miller, es una obra que, vista en el teatro, resulta sumamente cinematográfica, y vista en su adaptación cinematográfica impresiona por su teatralidad. Solamente la salva su profundo y vigoroso lenguaje dramático, válido a través de cualquier expresión artística.

Parecería que Miller no hubiera estado seguro de lo que estaba haciendo al escribirla, y hubiera querido realizar, en un alto nivel y sin subordinar una parte a la otra, un matrimonio imposible, como el suyo propio con Marilyn Monroe.

A pesar de la aparente confusión de la evolución del cine, ya los investigadores han sabido desentrañar el laberinto y aislar el germen del arte a todo lo largo de su vida. Pero dos cosas permanecen aún: el alejamiento del gran público de esta verdad, y la búsqueda de los realizadores.

A pesar de ser el arte más nuevo, la búsqueda ha sido tan intensa, que en pocos años se han alcanzado niveles que en otras artes tomaron siglos. Y estamos precisamente en un momento de gran ebullición cinematográfica. Los directores europeos, y algunos norteamericanos, han comprendido que si bien “todos los caminos conducen a Roma”, cada camino tiene su propia belleza, su original recorrido y sus viandantes.

El cine, por supuesto, no ha llegado todavía a hablar con su voz en el tono más alto; pero tampoco lo han hecho el teatro ni ningún arte. El día que esto suceda, será porque ya no hay más artes. O más hombres.

(7 Días del Perú y del Mundo, 8 de octubre de 1961, pp. 16-17)

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