Dulce dueño

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»—¿Y la princesa Catalina? ¿Cumple el decreto?

»—No, Augusto —satisfizo Hipermio—. Delante de su palacio no hay altar a pesar de que se le ordenó que lo construyese, con la riqueza que tan espléndida morada exige.

»—Es preciso que hoy mismo se me presenten aquí ella y su padre.

»—César…, en cuanto a su padre, no creo que pueda ser acatado tan pronto tu mandato porque se ha ausentado, nadie sabe adónde, después de decir que, aun cuando sus creencias son las del antiguo Egipto, gustoso sacrificaría a Apolo, porque le considera igual a Osiris y, como él, representa el principio fecundador. La que se ha llegado resueltamente es la princesa.

»—¿Se ha negado, eh? Pues que sea conducida aquí. Deseo hablar con ella y cerciorarme de que su alto ingenio no la ha librado de caer en las supersticiones del populacho judío.

»Cuando entró Catalina en la magnífica sala peristila donde el César daba sus audiencias, él la contempló, como se mira la joya que se codicia, sin atreverse a echarle mano aún. Venía la hija de Costo regiamente ataviada: su túnica sérica, del azul de las plumas del pavor real, estaba recamada de gruesos peridotos verdes y diamantes labrados, como entonces se labraban, en la forma llamada tabla. Sus pliegues majestuosos realzaban la figura dianesca, lanzal y erguida que, lejos de inclinarse humilde y bajar los ojos como la mayoría de las cristianas, se enhiestaba con la altiva nobleza del que se siente superior, no solo a la vida común, sino al común destino. La inteligencia destellada en la blanca y espaciosa frente, en los verdes dominadores ojos, en la boca grave, pronta a dejar efluir la sabiduría. Sobre el reducido escote, pendiente de la garganta torneada, la célebre perla de Cleopatra Lágida tiembla, pinjante, sostenida por un hilo delgado de oro. Una diadema sin florones, toda incrustada de pedrería, semejante a las que más tarde lucieron las emperatrices de Bizancio, recuerda la alta categoría de la princesa. Un velo de gasa violeta pende del atributo regio y cae hasta el borde del ropaje. Su calzado, de cuero árabe con hebillaje de plata, cruje armoniosamente a la euritmia del andar.

»—César, aquí estoy. Deseo saber por qué me llamas.

»Maximino, indeciso, señaló a un escaño. Catalina recogió su velo, se envolvió en él y se sentó tranquila.

»—Me han dicho, princesa, que te has hecho galilea hace poco tiempo.

»—Te engañaron, emperador… —Después de breve pausa—: Yo era cristiana ya, desde hace años. Lo era por mis ideas platónicas, por mi desprecio de la sensualidad y la brutalidad. Era cristiana porque amaba la Belleza… En fin, Augusto, creo que te aburriría si te expusiese teorías filosóficas. Espero tus órdenes para retirarme.

»—No soy tan docto como tú, princesa —ironizó el César, mortificado—, pero sé que, cuando se está bajo las leyes de un imperio, hay que acatarlas, porque de la obediencia a la ley nacen el orden y la fuerza del Estado. Cuanto más elevadas sean las personas, más estrecho es el deber para ellas. Y, con toda tu ciencia y tu erudición, hoy, delante de mí, sacrificarás una primorosa becerra blanca.

»—Maximino —se afianzó ella, arreglando los pliegues del velillo—, yo, en principio, no me niego a nada que mi razón apruebe. Supongo que esto te parecerá muy justo. Convénceme de que Apolo y la Deméter son verdaderos dioses y no símbolos del sol, de la tierra, de cosas materiales… y sacrificaré.

»—Catalina —insistió Maximino—, ya te he dicho que no soy un retórico ni un sofista y no he aprendido a retorcer argumentos. El combate sería desigual.

»—No se trata de ti, ¡oh, Augusto! Te respeto, créelo, tal cual eres. Me ofrezco a discutir, a presencia tuya, con cuantos filósofos te plazca. Si les venzo, César… ¡prométeme que adorarás a Cristo! Hazlo, ¡oh, Dacio!, si quieres reinar largos años y morir en tu lecho.

»—Convenido, Catalina. ¡Tú igualarás a Palas Atenea, pero algún sabio habrá en el orbe que sepa más que tú!

»—Sabe más que todos Aquel que llevo en el corazón.

»—¡Dichoso él! —Y la sonrisa del César fue atrevida, mientras eran galantes y rendidas sus palabras.

»El amor propio envenenaba, en el alma de Maximino, la flecha repentina del deseo humano. Hijo de un obscuro pastor de Tracia, siempre le había molestado ser ignorante. Quisiera poseer la inspiración artística de Nerón, la filosofía de Marco Aurelio, la destreza política de Constantino. Despachó correos que avisaron en Roma, Grecia, Galilea y otras apartadas regiones a los retóricos y ergotistas famosos. La recompensa sería pingüe.

»Y fueron llegando. Los más venían harapientos cubiertos de mugre y roña, y hubo que darles un baño y librarles de parásitos antes de que el César los viese. En cambio, dos o tres latinos drapeaban bien sus mantos cortos y alzaban la limpia testa calva, perfumada con esencia de rosa. Unos habían heredado el arte sutil de Gorgias y Protágoras, otros guardaban celosos el culto del Peripato, la mayoría estaba empapada en Platón y Filón, y no faltaban adeptos del antiguo cinismo, la doctrina que pretende que de nada humano debe avergonzarse el hombre. Al saber que se les convocaba para justar con una princesa virgen y encantadora, alguno se enfurruñó temiendo burla, pero el mayor número se alborozó y se dejó aromar la barba gris y ungir la rasposa piel. La opinión de Alejandría empezaba a imponérseles, pues en la ciudad, por tradición, se creía que la mujer es muy capaz de discurso.

»El día señalado para el certamen, Maximino hizo elevar el solio en el patio más amplio de su morada y mandó tender velarios de púrpura y traer copia de escaños. El sillón de Catalina estaba enflorecido y pebeteros de plata esparcían un humo suave. El César, galante, se prometía una fiesta que distrajese su tedio y una querida a quien sería grato domeñar. Porque, seguro de la derrota de la doncella, proyectaba vengarse con venganza sabrosa.

»Antes de que se presentase el Augusto, los sabios se alinearon a la izquierda del trono; ocupó su puesto la guardia pretoriana; se dio entrada al pueblo, contenido por una balaustrada de bronce, y por la puerta central apareció el César, trayendo a Catalina de la mano. Se oyó ese murmullo de admiración, que resonaba entonces como ahora. Catalina no debía de ser de la secta galilea, cuando no había renunciado a su fastuoso vestir. Quizás para dar mayor solemnidad a su pública confesión de la fe, venía más ricamente ataviada que nunca, surcada por ríos de perlas que se derramaban por su túnica blanca con realces argentinos, como espumas de un agua pálida. Su velo también era blanco y coronaba su frente ancho aro todo cuajado de inestimables barekets o esmeraldas orientales, traídas del alto Egipto, cerca del mar Rojo, donde según la leyenda, las habían traído los Arimaspes pigmeos, luchando con los feroces grifos que las custodiaban en las entrañas de la tierra. Lucía en su garganta la perla de la reina de Egipto, y al pecho, la cruz. Los ojos imperiosos y serenos de Catalina, más lumbrosos y glaucos que las esmeraldas, recorrían el concurso, queriendo adivinar quién de aquellos, herido por el dardo de la gracia, iba a seguirla hacia Jesús. Y su mirada de agua profunda parecía elegir, señalando para el martirio y la gloria.

»Antes de empezar la disputa, se esperaba la orden del emperador. Maximino alzó la mano. Y salió primero a la palestra aquel envidioso Gnetes, el denunciador de Catalina.

»Habló con la malicia del que conoce el pasado del adversario y lo aprovecha. Recordó a Catalina su culto de la hermosura y alegó que la forma es superior a todo. Insinuó que la princesa, idólatra de la forma, buscaba en las líneas de los esclavos las semejanzas de los dioses. Esta fue una untura de calumnia que preparó el terreno para que la hija de Costo resbalase. Un murmullo picaresco zigzagueó al través de la concurrencia; varios cristianos, que entre ella habían tomado puesto, fruncieron las cejas, indignados. Gnetes, en un período brillante, increpó a Catalina por haberse apartado del culto de Apolo Kaleocrator, árbitro inmortal de la estética, padre del arte, que sobrevive a las generaciones y las hechiza eternamente. Y en arranque oratorio, señaló a la blanca estatua del numen, un mancebo desnudo, coronado de rayos.

»Catalina se levantó a refutar brevemente. Ella, que siempre había profesado la adoración de la belleza, ahora la conocía en su esencia suprasensible. No desdeñaba al simulacro apolínico, pero sabía que Apolo Helios era el sol, mero luminar de la tierra, criatura de Dios, perecedero y corruptible como toda criatura. Si el mito solar tenía otras infames representaciones en las procesiones itifálicas, al menos la de Apolo era artística, era lo noble, lo sublime de la estructura humana. En este sentido, Catalina no estaba a mal con el numen.

»Los sabios cuchichearon. No podían, bastantes de ellos, desconocer ni negar la doctrina platónica. En la conciencia filosófica el paganismo oficial era cosa muerta. Pero en el gentío, los paganos gruñían con terror maquinal: ‘¡Ha blasfemado del divino Arquero!”.

»Gnetes, sin embargo, no acertaba a replicar. En el fondo de su alma él tampoco creía en el numen de Apolo, aunque sí en su apariencia seductora y en la energía de sus rayos. Y la verdad, subiéndosele a la garganta, le atascaba la voz en la nuez para discutir. Empavorecido, reflexionaba: “¿Acaso pienso yo enteramente como Catalina?”. Y se propuso disimularlo, fingiendo indignación ante la blasfemia.

»Salía ya a contender el egipcio Necepso, empapado en Filón y Plotino, y cuya fama emulaba a la de Porfirio, el que había publicado los Tratados del maestro. Ocurrió entonces algo singular: Catalina solicitó permiso para adelantarse a los razonamientos de Necepso y tomando la ofensiva expuso las mismas teorías del filósofo, encontrando en ellas plena confirmación del cristianismo. Limitándose a atenerse a las enseñanzas de Plotino, mostró a este insigne pensador desenvolviendo la idea de la Trinidad, de la divina hipóstasis, en que el Hijo es el Verbo; y expuso su doctrina de que el alma humana retorna a su foco celestial por medio del éxtasis y de la contemplación.

 

»—Tú, como yo, Necepso —urgía Catalina—; tú, discípulo de Plotino, has sido cristiano ignorando que lo eras. Por la médula con que te nutriste vendrás a Cristo, pues el entendimiento que ve la luz ya no puede dejar de bañarse en ella.

»Al hablar así, bajo el reflejo del velario purpúreo, se dijera que envolvía a la princesa un fluido luminoso que una hoguera clara ardía detrás de sus albas vestiduras. Maximino la miraba, fascinado. ¡No, no era fría ni severa como la ciencia la virgen alejandrina! ¡Cómo expresaría el amor! ¡Cómo lo sentiría! ¿Qué pretendían de ella los impertinentes de los filósofos? Lo único acertado sería llevársela consigo a las cámaras secretas, frescas, solitarias del palacio imperial, donde pieles densas de salvajinas mullen los tálamos anchos de maderas bien olientes.

»Necepso, entretanto, se rendía. “Si el cristianismo es lo que enseñó Plotino, cristiano soy” confesaba. Catalina se acercó a él, sonriente, fraternal.

»—Cristo te coge la palabra… Acuérdate de que le perteneces… Ora por mí cuando llegues a su lado…

»Ya un centurión ponía la mano dura y atezada sobre el hombro del egipcio y le arrastraba hacia el altar de Apolo, ante el cual un viejo de barbas venerables, coronado de laurel, columpiaba el incensario y se lo brindaba a Necepso. A la señal negativa de este, dos soldados le amarraron y le llevaron fuera, a la prisión. Terminada la disputa pública, se cumpliría el edicto. Necepso sería azotado en la plaza hasta que se descubriese al vivo la blancura de sus huesos.

»Proseguía el certamen, pero el caso de Necepso había difundido cierta alarma entre los sabios. Unos temían ponerse en ridículo si eran vencidos por una mujer; otros temblaban por su pellejo si no acertaban a rebatir y pulverizar a la docta Catalina, ducha en la gimnasia de la palabra y recia en el raciocinio. Algunos, al contemplarla, olvidaban los argumentos que tenían preparados. Ninguno deseaba entrar en turno de pelea. Lo que hicieron varios fue —sin atacar a la princesa ni al cristianismo— desarrollar sus teorías y exponer la doctrina de sus maestros. Y desfilaron los tanteos de la razón humana para descubrir la ley de la creación y la que rige el mundo moral. Amasis, que venía de Persia impregnado de doctrinas hindúes, encomió la piedad con todos los seres, pues en todos hay algo de Dios; y Catalina le demostró que la caridad cristiana amansa al alacrán y le hace hermano menor nuestro. Un partidario de Zoroastro habló de Arimanes y Ormuz, principios del mal y del bien, y de su eterna lucha; y la princesa describió a Cristo, sobre la montaña del ayuno, venciendo al demonio. Un filósofo que se había internado más allá de las cordilleras del Tíbet, en busca de sabiduría ignorada, puso en las nubes a cierto varón venerable llamado Kungsee o Confucio, muy anterior a Cristo, que profesó altas doctrinas de justicia y moralidad y ordenó que se ayudasen mutuamente los hombres; y la virgen, que conocía bien a Confucio, recordó sus máximas, probando que su sistema no pasaba de ser un materialismo limitado y secatón. Y un hebreo, procedente de Palestina, de la secta de los esenios, en arranque invencible de sinceridad, gritó volviéndose hacia el concurso: “Rabí Jesuá-ben Yusuf, que era santo, se ha reducido a completar la admirable doctrina humanitaria de nuestro gran Hillel. No hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti. He aquí la verdad, y esto no tiene refutación posible”. Catalina asintió con la cabeza.

»La concurrencia espumarajeaba y hervía como mar revuelto. El triunfo de la hija de Costo era visible. Los cristianos, entre el hervidero, se estrechaban la mano a hurtadillas. Los serapistas, patrióticamente, se regocijaban del revuelco a los númenes extranjeros. Aún faltaban los sofistas griegos, muy numerosos; pero hallaban el terreno mal preparado. Expuestas en aquella solemne ocasión, sus ideas sobrado simplistas, o rebuscadas y retorcidas, insólitas, sin ambiente en Alejandría, parecían bichos deformes que salen de su guarida a calentarse en la solanera. Habituados bastantes de los que escuchaban a elevadas metafísicas, fruncían el entrecejo y castañeteaban los dedos en señal de menosprecio al oír que un discípulo de Tales salía con la antigualla de que la substancia universal es análoga al agua, y uno de Anaxímenes se desgañitaba afirmando que era idéntica al aire, y otro de Heráclito sostenía que cada cosa es y no es, y el de Anaxágoras repetía que todo está en todo. Algo hastiados ya de la prolongación de la disputa, hirieron impacientes el pavimento de mármol con los pies, cuando mi pitagórico adelantó que los números son la única realidad, y un eleático sostuvo que el todo está inmóvil; que el movimiento no existe. Un secuaz de Gorgias llegó más allá, aseverando que no existe cosa ninguna. Y solo se escuchó con señales de aprobación a un mancebo ateniense, el único mozo entre los mantenedores del certamen. Su habla era grave y dulce; sus facciones poseían la regularidad de las testas heroicas, en los camafeos. Seguro de sí mismo, con labio untado de ática melosidad, habló de Sócrates, del excelso mártir, y encareció su enseñanza y su vida. Recordó que Sócrates había demostrado la existencia de Dios y su providencia y que, después de proclamar la ley moral, por no renegar de ella había muerto. Trazó el cuadro de aquella muerte ejemplarísima y describió al justo, tranquilo, entreteniendo en conversaciones sublimes los treinta días que tardó en regresar la fatal galera, nuncio de su última hora, y la calma augusta con que bebió la verde papilla ponzoñosa, seguro de legar la energía de su vida interior al género humano. Catalina escuchaba estremecida de inspiración, radiante de ardorosa simpatía. Por primera vez durante todo el certamen, el escalofrío de la belleza moral la estremecía de entusiasmo. ¡Sócrates! Uno de sus antiguos cultos… Sin embargo, su espíritu de análisis agudo, penetrador, surgió en la réplica. Rehaciendo la biografía del amigo de Aspasia, la comparó a la de Cristo. Sócrates, en su mocedad, había sido escultor y nunca perdió la afición a la perecedera belleza de la forma. Al extravío del mundo pagano, a lo nefario que clama por fuego del cielo, no había sido tal vez ajeno Sócrates. Su noble alma no había sabido elevarse sobre el sentido naturalista de lo que le rodeaba. ¡Oh, si Sócrates hubiese podido conocer a Cristo, llorar con él, seguir sus pies evangelizantes! Y transportada, exclamaba la princesa: “¡Habrá muerto Sócrates como un justo; pero Cristo, mi señor y el tuyo y el de cuantos quieren tener alas, murió cual solo los dioses pueden morir!”.

»El ateniense bebía las palabras de la filósofa. Sin analizar lo que hubiese de verdad en sus afirmaciones, las sentía hincarse en su espíritu como cortantes cuchillos de oro. Atraído, salió del lugar que le correspondía y se aproximó, juntando y alzando las manos lo mismo que si implorase a las divinidades implacables y terribles. Catalina le enviaba la irradiación de mar misterioso y de hondas aguas de sus pupilas y adelantaba hacia él, murmurando:

»—¡Cristo es tu Dios, amado hermano; Cristo te ha sellado con su sangre de fuego!

»Maximino, colérico, dio una orden. El mancebo, con sencilla firmeza, hizo señales negativas al requerimiento de incensar. No estaba aún del todo seguro de adorar a Cristo, pero ansiaba, ante la princesa, realizar también él algo bello, con desprecio de las miserias de la carne. Le ataron como a Necepso y le sacaron fuera. Mientras pudo, volvió la cabeza para mirar a su vencedora.

»No extinguido aún el rumoreo intenso, el abejorreo de emoción en el auditorio, salieron a plaza los moralistas prácticos y los ironistas, que atacaron a los cristianos burlándose de sus ritos, costumbres y creencias. Mal informados o con podrida intención, propalaban especies absurdas. Uno emitió que en las asambleas de los galileos se adoraba una cabeza de jumento, y otro relataba, lo propio que si los hubiese visto, ciertos conciliábulos de galileos y galileas, donde, apagadas las luces, se cometían torpezas indescriptibles. No faltó quien fustigase la cobardía de los cristianos, que se negaban a formar parte del ejército; y un bufón, con chanzoneteo burdo, juró que solo los esclavos podían profesar una religión que manda besar el suelo y postrarnos ante quien nos apalea. El concurso, ya perdido el respeto a la presencia del César, se alborotó, descontento del giro bajuno y soez que tomaba la discusión, golosos de buen decir y de sutilezas brillantes, protestaban. Así es que cuando Catalina —también irónica, cubriendo la espada de su indignación bajo su bordado velo virginal— les acribilló con burlas elegantes, con centelleos de ingenio, con sátiras que tenían la gracia juguetona del acero de Apolo al desollar al sátiro hediondo y chotuno, ya no se contuvieron los oyentes, y sus aclamaciones sancionaron la victoria de la princesa. “¡Salud, salud a Catalina!”, se oía repetir. Y los cristianos, envalentonados, enloquecidos, añadían: “¡Salve, doctora, maestra, confesora! ¡La Santa Trinidad sea contigo!”. Algunos de los procos, que en primera fila esperaban la derrota de su orgullosa pretendida, acababan por contagiarse, y pugnaban contra la valla de bronce, ansiando sacar en triunfo a Catalina, en hombros, entre vítores.

»El emperador, de quien nadie se acordaba, alzó el pesado cetro. Era la señal de que la prueba había terminado y la orden para que la guardia despejase el recinto. Descendió Maximino los peldaños del estrado, tomó de la mano a la princesa y por la puerta del fondo la hizo entrar en el palacio, llevándola hasta una sala interior. El séquito, respetuoso, se había quedado atrás. El César convidó a Catalina a sentarse en el sillón leonino, a cuyo alrededor despojos de pantera y tapices de plumas emblandecían el pisar. Dio luego una palmada y esclavos silenciosos trajeron hielo, frutas, cráteras de vinos viejos y una composición de anís, azafrán y zumos de plantas fortalecedoras, especie de cordial que Maximino usaba cuando se sentía exhausto.

»—Bebe, princesa —dijo rendidamente, permaneciendo en pie ante la hija de Costo—. Las fuerzas humanas tienen un límite. Yo te veía y me parecías cervatilla blanca resistiendo a las dentelladas de los canes. Te he admirado y reconozco que derrotaste a los sabios del mundo entero. Eres fuerte, eres docta y, sin embargo, no desconoces la virtud del donaire por la cual se esparce el alma. Catalina, el emperador se inclina ante tu entendimiento portentoso y tu encanto que trastorna como este vino de la Mareótida que te ofrezco.

»Por hacer mesura, Catalina humedeció en la copa sus labios.

»—No estoy cansada, César. Estoy alegre y mis pies se despegan del suelo. He vencido.

»—Has vencido —replicó él con embeleso, libando a su vez en la copa por ella empezada—. No cabe negarlo.

»—Tres conquistas, por lo menos, he hecho para Cristo. Necepso, el socrático ateniense, y… y tú. Porque no habrás olvidado nuestro convenio. Y ante todo, que Necepso y el discípulo de Sócrates no sean llevados al suplicio.

»—Oye, Catalina… —Maximino acercó un escaño y se llegó al velador de ágata que soportaba el refresco—. Escúchame, que en ello nos va mucho a los dos.

»Catalina apoyó el codo en la mesilla y en la palma de la mano la cabeza, aureolada de esmeraldas. Maximino comprendió que le atendían religiosamente.

»—Tú, princesa, puedes prestar servicio incalculable a ese numen que adoras. Un servicio que todas las generaciones recordarían, hasta el último día de la especie humana. Para que confíes en mí, he de abrirte mi pecho. Descreo de nuestros dioses. Acaso en algún tiempo tendrían fuerza y virtud; pero ahora noto en ellos signos de caducidad. Los oráculos chochean. Yo he consultado las entrañas de las víctimas, y o mienten o inducen a error. Los del Galileo sois muchos ya, Catalina; sois más de los que creéis vosotros; advenís. El que se apoye en vosotros, podrá afianzar el poder imperial completo, como en los tiempos gloriosos de Roma.

»La virgen escuchaba, con todas sus facultades, interesadísima.

»—Catalina, cuando te miraba ayer, pensaba en tu forma, en las apretadas nieves de tu busto, en el aroma de tu cabellera. Hoy pienso en que eres fuerte y sabia y en que el hombre a quien recibas puede descansar en ti para la voluntad y el consejo. Yo tengo momentos en que me siento capaz de adueñarme del mundo; pero, según Helios avanza en su carrera, desfallezco y anego mis ansias de engrandecerme en el vicio y en la sensualidad. Necesito un sostén, una mano amada que me guíe. Mi socio Constantino está fortalecido por el apoyo de su madre. Yo no tengo a nadie; a mi alrededor hierven los traidores, que si les conviene me apuñalarán o me ahogarán en el baño. Desconfío de todos porque conozco sus vicios, iguales a los míos. Tú eres incapaz de felonía. Unido a ti seré otro; recobraré la totalidad del poder que hoy reparto con Licinio, el árbitro de Oriente, y Constantino, el hijo de la ventera, a quien aborrezco. ¡Y, ejerciendo ya el poder sumo, extinguiré la persecución, toleraré vuestros ritos, como hace él, que es ladino y ve a distancia! Hasta tomaré la iniciativa de que se le erija al profeta de Judea un templo tan esplendoroso como el Serapión. Tú pondrás la primera piedra con tus marfileñas manos. Y si quieres más, más todavía. Dicen que para ser de los vuestros hay que recibir un chorro de agua pura en la cabeza. No quedará por eso. ¿Ves adónde llego, Catalina? ¿Ves cuál servicio se te ofrece ocasión de rendir a tu numen y a los que como tú siguen su ley? ¿No es esto mejor que sufrir por él la centésima vez, sin eficacia, garfios y potro?».

 

—En Dios y en mi ánima juro —no pudo reprimirse más Polilla, que no se desahogaba lo bastante con garatusas y balanceos de cabeza— que su majestad don Maximino era en el fondo buena persona y hablaba como un libro de lo que hablan bien. Ya verán ustedes cómo su alteza doña Catalina va a salir por alguna bobaliconería, porque estas mártires no oyen razones…


«Catalina, un momento, suspendió la respuesta. Se recogía, luchaba con la tentación poderosa, ardiente. Su ancha inteligencia comprendía la importancia de la proposición. Más de tres siglos heroicos habían madurado y sazonado al cristianismo para la victoria, y acaso era el momento de que se atajase la sangre y cesasen las torturas. La lucha continuaría, pero en otras condiciones, y Catalina se veía a sí misma en una cátedra, en la abierta plaza pública, enseñando la verdad, confundiendo herejías, errores, supersticiones y torpezas; o en el solio, cobijando bajo su manto de Augusta a los pobres, a los humildes, a los creyentes, a los antiguos mártires que saldrían del desierto o de la ergástula a fin de que sus heridas por Cristo fuesen veneradas por la nueva generación de cristianos ya victoriosos y felices… En el ensueño íntimo de Catalina surgía el templo a Jesús Salvador, doblemente magnífico que el Serapión, del cual se decía que estaba colgado en el aire y en cuya sala fúnebre subterránea yacían los restos del blanco buey idolatrado. Acaso fuese posible purificar el mismo Serapión, expulsar de allí al numen bovino y elevar en su cuna la Ortiz. Una palabra de Catalina conseguiría todo eso. Por ella, el César cristianizaría al Imperio inmenso y, realizándose las profecías, confesaría al señor toda lengua y le rendiría culto toda gente, desde las frígidas comarcas de Scitia hasta los arenales líbicos. ¿Quién impedía?

»Lo impedía un anillo que un niño había ceñido a su dedo, y una especie de latido musical, que allá dentro, más adentro del mismo corazón, repetía, lento, suave, como una caricia celeste:

»—Eres hermosa… Te amo… Eres mía, mía…

»—Maximino… —articuló pausadamente—, me avengo gustosa a lo que me ofreces: seré tu consejera, tu amiga, tu hermana, tu socia. Pero… en cuanto a ser tu mujer… tengo dueño y dueño tan dulce y tan terrible que no me permitirá la infidelidad. Tengo Esposo —y, moviendo el dedo, hizo fulgir el anillo.

»—¿Te burlas, princesa? Haces mal, porque Maximino te ha hallado como nunca volverá a hablar a nadie. ¿Acaso no eres virgen?

»—Virgen soy y seré.

»—Serás mi emperatriz. Ya te he dicho que por ti iré hacia tu profeta crucificado. Mil veces he sentido que los dioses de Roma no me satisfacen. Quizás prefiero a Serapis. Preferiré, sin embargo, al tuyo. Pero tráeme la fe entre tus labios. La suma verdad está en lo que amamos, en lo que exalta en nosotros la felicidad. ¿Otro sorbo, princesa?

»—César… —insistió ella rechazando la copa—, no sé si me creerás; yo, aunque tengo dueño, te amo también a ti; amo a tu pobre alma obscura que ha entrevisto un rayo de claridad y vuelve a cegar ahora. Líbrate de la horrible suerte que te aguarda. Tu porvenir depende de tu resolución. No pasará mucho tiempo sin que Cristo tenga altares y basílicas en el imperio y en toda la tierra. El emperador que realice esta transformación vivirá y vencerá y su nombre llenará los siglos. El que se oponga no morirá en su lecho y acaso morirá de su propia mano. ¡Cuidado, Maximino! La suerte va a echarse. Conviértete, pide el agua, pero sin exigirme nacía, sin disputarle a Jesús su prometida. He sido tentada, pero resistiré.

»Maximino palideció de cólera. Decadente hasta en la pasión, no tenía ni el arranque brutal necesario para estrechar a la princesa con brazos férreos, para estrujarla con ímpetu de fiera que clava las garras, hinca los dientes y devora el resuello de su presa moribunda. Un vergonzoso temblor, un desmayo de la voluntad lacia y sin nervio le incitaba a la crueldad, a la venganza de los débiles y miserables.

»—Basta, princesa; no te disputo ya al esposo imaginario a quien llamas e invocas. No soy mi faenero del muelle, ni un soldado de la hueste tracia, y no te amarraré con soga a un lecho de encina, para ultrajar tu escultura maravillosa. A Maximino también se le alcanza algo de exquisiteces, sobre todo cuando no ha sepultado su razón maldita en el jugo de las vides y en el peligroso hondón de las ánforas. Has visto a un Maximino Daya que solo existió para ti. Respeto en ti, ¡oh, Catalina!, el mismo respeto con que te hice proposiciones: respeto tu zona virgínea, tu anillo milagroso de desposada. Pero respeto también la ley y he de cumplirla.

»Palmoteó tres veces. Algunos hombres de su guardia se presentaron.

»—Que vengan los sacerdotes de Apolo. La princesa tiene que incensar al numen. Si no obedece a la ley, que sufra su peso».


«Catalina, penetrada de gozo repentino, segura ya de su ruta, se enderezó y se envolvió, erguida y altanera, en el albo y argentado velo. El César se retiraba poco a poco; en el incierto avance de sus piernas se descubría la indecisión del ánimo. Una exclamación compasiva de la virgen espoleó su vanidad. Encogiose de hombros; hizo con la siniestra el ademán del que arroja algo lejos de sí y se alejó a paso activo, desigual, airado. Minutos después dio órdenes. Aquella noche, festín. Y los mejores vinos, y las saltatrices y meretrices más expertas.

»Entre los sacerdotes, que todavía la trataban con sumisa cortesía, Catalina volvió al extenso patio en cuyo costado se erguía la imagen del dios. La organización estética de la naturaleza de Catalina se reveló en su actitud ante el simulacro. Generalmente, los cristianos, al encararse con las efigies de los dioses de la gentilidad, hacían gestos de repulsión y reprobación. Entonces como ahora, existían los incomprensivos y los que comprenden con finura. La princesa no apartó los ojos, antes al contrario, pareció admirar breves momentos la obra maestra de Praxíteles, considerando que aquella escultura era nobilísima representación del cuerpo humano, hecho a imagen y semejanza del creador y bajo cuya envoltura se ocultó y padeció la divinidad de Cristo.

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