Dulce dueño

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»—Algún bufón. Hazle entrar. Prepara un cáliz de vino y unas monedas.

»Trifón entró hiriendo el pavimento de jaspe pulimentado con su báculo de nudos. Al ver a Catalina se detuvo y, en vez de inclinarse, la miró atentamente, dardeándola con ojeadas de fuego al través de las peladas cejas que le comían los párpados rugosos.

»—Siéntate —obsequió Catalina—, habla, di de amor lo que sepas. Por desgracia no será mucho.

»—Es todo. Vengo de la escuela de amor, que es el desierto.

»—¿Eres uno de esos solitarios? En efecto, tu piel está recocida y baqueteada al sol. De amor entenderás poco, aun cuando, según dicen, no sois aficionados a contaminar vuestra carne con la furia bestial de los viciosos, lo cual ya es camino para entender. El amor es lo único que merece estudiarse. Cuando razonamos de ser, de identidad, de logos, de ideas madres…, razonamos de amor sin saberlo. Oye… ¿No quieres pasar al caldario antes de comunicarme tu sabiduría? Mis esclavas te fregarán, te ungirán y te compondrán ese pelo. Siempre que viene un sofista, le fregamos.

»—Yo no soy un sofista. Vivo tan descuidado de mi cuerpo como los cínicos, pero es por atender a la diafanidad y limpieza de mi alma. El cuerpo es corruptible, Catalina. ¿No has visto nunca una carroña hirviendo en gusanos? ¿A qué cuidar lo que se pudre?

»—Como quieras… Háblame desde alguna distancia…

»—Catalina —empezó preguntando—, ¿por qué no te has casado con ninguno de tus pretendientes? Los hay gallardos, los hay poderosos.

»—Tu pregunta me sorprende si en efecto entiendes de amor. No basta que mis procos o, mejor dicho, algunos de mis procos sean gallardos, dado que lo fuesen, que sobre eso cabe discusión. Sería necesario que yo encarnase en ellos la idea sublime de la hermosura. ¿No acabas de decir que el cuerpo se corrompe? Mis pretendientes están ya agusanados y aún no se han muerto. Yo sueño con algo que no se parece a mis suspirantes. No sé dónde está ni cómo se llama. De noche, cuando boga diana al través del éter, tiendo los brazos a lo alto, donde creo ver una faz adorable, cuyo encanto serpea por mis venas.

»—Pues eso que buscas, princesa, yo te lo traigo.

»En vez de mofarse, Catalina se volvió grave.

»—Dime tu nombre, Padre —exhaló, casi a su pesar.

»—Trifón, el penitente.

»—¿Cristiano?

»—Sí.

»—¿Santo, como dicen?

»—No. El mayor de los pecadores. Bajo la piedra en que vivo hay un nido de escorpiones enconados y así tengo a mis pasiones, sujetas y aplastadas por la penitencia. Pero allí están, acechando para hincar su aguijón.

»—Seas santo o bandolero, adorador de Cristo, de Serapis o de la excelsa belleza, que es la única verdad…

»—¡No blasfemes, Catalina, pobre tórtola triste que no encuentra su pareja, que gime por el amado!

»—Digo que seas quien fueres, para mí serás la misma encarnación humana de Apolo Kaleocrator, si me haces conocer la dicha de amar.

»—¿Eres capaz de todo…, ¡de todo!, por conseguirla?

»—¿Quieres tesoros? ¿Quieres una copa de unicornio llena de mi sangre?

»—La copa… Pudiera ser que la quisiese… no yo, sino tu amante, el que vas a conocer presto. ¿Ves mi fealdad? Infinitamente mayor es su hermosura. Y déjate de raciocinios, de Plotino y de Platón. Amar es un acto. Yo te llevo al amor y no te lo explico. No te fatigues en pensar. Ama.

»—Sobre ascuas pisaría por acercarme al que he de amar. ¿Será también un príncipe? Porque varón de baja estofa, para mí no es varón.

»—Es un príncipe asaz más ilustre que tú.

»—Eso, solo Maximino César! —se ufanó Catalina.

»—¡Maximino, ante él… hisopo al pie del cedro! Mañana, a esta misma hora, sola, purificada, vestida humildemente, saldrás de tu palacio sin ser vista y caminarás por detrás del Panoeum, hasta donde veas una construcción muy pobre, una especie de célula que llamamos ermita. El lugar estará solitario, la puerta franca. ¿Entrarás sin miedo?

»—No sé lo que sea temor.

»—Allí, dentro de la ermita, aguardarás al que has de amar en vida y más allá de la muerte. A aquel cuyos besos embeodan como el vino nuevo y en cuyos brazos se desfallece de ventura. Al que en la sombra, con recatados pasos, se acerca ya a tu corazón…

»Catalina cerró los ojos. Un aura vibrátil y palpitante columpiaba la fragancia de los jardines. Parecía un suspirar largo y ritmado.

»Cuando abrió los párpados, había desaparecido el penitente».


«La princesa pasó la noche con fiebre y desvelo. Vio desfilar formas e ideas madres, los arquetipos de la hermosura, representados por las maravillosas envolturas corporales de los dioses y los héroes griegos. Apolo Kaleocrator, árbitro de la belleza, apoyado en su lira de tortuga, inundados los hombros por los bucles hilados de rayos de luz; Dionisos, con el fulvo y manchado despojo del tigre sobre las morenas espaldas tersas y recias; Aquiles (a quien deseó frecuentemente Catalina haber conocido ante Troya, envidiando a Briseida, que tuvo la suerte de vestirle la túnica) y el pío Eneas, el infiel a la mísera reina africana… ¿Sería alguno como estos quien la aguardase en la ermita?

»Que el solitario fuese un malhechor y la atrajese a una celada, no lo receló Catalina ni un instante. Podría acaso ser un hechicero: acusábase a los cristianos de practicar la magia. Sin duda, para resistir así el martirio, poseían secretos y conjuros. Quizás iban a emplear con ella el filtro del amor… ¡Por obra de filtro o como fuese, la princesa ansiaba que el amor se presentase! ¡Amar, deshacerse en amor, que el amor la devorase cual un león irritado y regio! Siguió las instrucciones de Trifón exactamente. Se bañó, purificó y perfumó como en día de bodas; se vistió interiormente tunicela de lino delgadísimo, ceñida por un cinturón recamado de perlas; y encima echó la vestimenta de burdo tejido azul lanoso que aún hoy usan las mujeres fellahs, el pueblo bajo de Egipto. Calzó sandalias de cuerda, igual que las esclavas, mullendo antes con seda la parte en que había de apoyar la planta del pie. Un velo de lana tinto en azafrán envolvió su cabeza. Así disfrazada y recatada, salió ocultamente por una puerta de los jardines que caían al muelle y se confundió entre el gentío. Costeado el muelle, torció hacia la avenida de las esfinges, cuyo término era la subida especial del Panoeum o santuario del dios Pan, montañuela cuya vertiente opuesta conducía a la ermitilla, emboscada entre palmeras y sicomoros».

—Oiga usted —zumbó Polilla—. ¿Sabe que me va pareciendo un poco ligerita de cascos la princesa? Si no la declarasen ustedes santa…

—Don Antón —amenazó Lina—, o me deja usted oír en paz o le expulso ignominiosamente.


«A un lado y a otro de la monumental avenida alineábanse, sobre pedestales de basalto, las esfinges de granito rosa de dimensiones semicolosales. A los rayos oblicuos del sol muriente, el pulimento del granito tenía tersuras de piel de mujer. Las caras de los monstruos reproducían el más puro tipo de la raza egipcia, ojos ovales, facciones menudas, barbillas perfectas; el tocado simétrico hacía resaltar la delicada corrección del melancólico perfil. Hasta la cintura, el cuerpo de las esfinges era femenino, pero sus brazos remataban en garras de fiera, cuyas uñas aparentaban hincarse en la lisura del pedestal. Dijérase que se contraían para desperezarse y saltar rugiendo. Sintió Catalina aprensión indefinible. Respiró mejor al acometer la subida espiral que conducía al Panoeum, entre setos de mirto, el arbusto del numen, que de trecho en trecho enflorecían las rosas de Hathor Afrodita, encendidas sobre el verdor sombrío de la planta sagrada. La brisa de la tarde estremecía los pétalos de las flores y el espíritu de Catalina temblaba un tanto, en la expectativa de lo desconocido.

»Pasó rozando con el templo y descendió la otra vertiente. Detrás del santuario asomaba una colina inculta, y en un repliegue del terreno se agazapaba la ermita humilde; una construcción análoga a las del barrio de Racotis, de adobes sin cocer y pajizo techo. En la cima una cruz de caña revelaba la idea del edificio. La reducida puerta se abría de par en par. Catalina la cruzó; allí no había alma viviente. En el fondo, un ara de pedruscos desiguales soportaba otra cruz no menos tosca que la del frontispicio, y en grosero vaso de barro vidriado se moría un haz de nardos silvestres. La princesa, fatigada, se reclinó en el ara, sentándose en el peldaño de piedra que la sostenía. Rendida por el insomnio calenturiento de la noche anterior, anestesiada por la frescura y el silencio, se aletargó, como si hubiese bebido cocimiento de amapolas. Y he aquí lo que vio en sueños:

»Subía otra vez por la avenida de las Esfinges, pero no al caer de la tarde, sino de noche, con el firmamento turquí todo enjoyado de gruesos diamantes estelares. Bajo aquella luz titiladora, los monstruos semihembras, de grupa viril, parecían adquirir vida fantástica. Estirándose felinamente, se incorporaban en los zócalos y crispaba los nervios el roce de sus uñas sobre la bruñida dureza del pedestal. Sus caras humanas, perdiendo la semejanza, adquirían expresión individual, se asemejaban a personas. Catalina, atónita, reconocía en las esfinges tan pronto a sus pretendientes desairados como a los sofistas y ergotistas que discutían en su presencia. Allí estaban Mnesio, Teopompo, Caricles, Gnetes, sus contertulios, erizados de argucias, duchos en la controversia, discípulos del Peripato algunos, los más de Platón. De sus labios fluían argumentos, demostraciones, objeciones, definiciones, un murmurio intelectual que resonaba como el oleaje; marea confusa en que flotan las nociones de lo creador y lo increado, lo sensible y lo inteligible, las substancias inmutables y los accidentes perecederos; ven conjunto, al fundirse tantos conceptos en un sonido único, lo que se destacaba era una sola palabra: amor.

 

»Y las otras esfinges, que tenían el semblante de los desairados procos, murmuraban también con tenaz canturía: amor; y sus ojos chispeaban, y sus garras se encorvaban para iniciar el zarpazo, y gañían bajo y lúgubre, como chacales en celo, y un aliento hediondo salía de sus bocas, y su cuarto trasero de animales se enarcaba epilépticamente. Catalina emprendía la fuga y la hueste de fieras, a su vez, corría, galopaba, hiriendo la arena y soliviantándola con sus patas golpeadoras. La desatada carrera de los monstruos, su jadear anheloso tras la presa era como el desborde enfurecido de un torrente. No podía acelerar más su huida la princesa: angustiada, apretaba contra el pecho sus vestiduras, en las cuales ya dos veces había hecho presa la zarpa de las esfinges. “Me desnudarán —calculaba—, y cuando caiga avergonzada y rendida, se cebarán en mí…”. El horror activaba su paso. Los pies, rotas las sandalias, se herían en los guijarros, se deshonraban con el polvo; y en medio de mi espanto, aún desploraba Catalina: “¡Mis pies de rosa, mis pies pulidos como ágatas, mis pies sin callosidad! ¡Se me estropean, ay, pies míos!”.

»Paralizado de fatiga el corazón, iba a desplomarse, cuando se le ofreció un asilo, la boca de una cueva… la ermita. Débil lucecilla ardía dentro. Catalina se precipitó… y creyó en una pesadilla. Detrás no había nadie: ni rastro de los monstruos. Solo se veía, a lo lejos, la blanca mole marmórea del Panoeum, y por dosel el cielo claveteado de luminares, a guisa de manto triunfal.

»Ancha inspiración dilató los pulmones de Catalina. Su sangre circuló rápida, deliciosamente distribuida por los casi exánimes miembros. Una luz difusa comenzó a flotar en el aire; la cueva se iluminó. La luz que creía era como de luna cuando al nacer asoma color de fuego, reflejando aún los arreboles solares. Y en el foco más luminoso, abriéndose paso, surgieron dos figuras: una mujer y un hombre. Ella parecía de más edad, pálida, marchitos y entumecidos los párpados por el sufrimiento; él era garzón, y a su juventud radiante acompañaba belleza portentosa. Catalina, juntando las manos, le miró con enajenamiento. Ni había visto un ser semejante, ni creía que pudiese existir. Curiosa en estética, solía ordenar que le presentasen esclavos hermosos, no con fines de impureza, sino para admirar lo perfecto de la forma en las diversas razas del mundo. Los comparaba a las creaciones de Fidias, a los sacros bultos de las divinidades, y comprendía que por modelos así se forjan las obras maestras. Pero el aparecido era cien veces más sublime. A la perfección apolínica de la forma reunía una expresión superior a lo bello humano. Desde sus ojos miraba lo insondable. Emitían claridad sus cabellos partidos por una raya, irradiando en bucles color de dátil maduro, y la majestad de su faz delicadísima era algo misterioso que se imprimía en las entrañas y salteaba la voluntad. El mozo debía de ser un alto personaje, como había dicho Trifón; más alto que el César. Sus pies desnudos se curvaban, mejor delineados que los del Arquero. Sus manos eran marfil vivo. Y Catalina, postrada, sintió que al fin el amor, como un vino muy añejo cuya ánfora se quiebra, inundaba su alma y la sumergía. Tendió los brazos suplicante. El mozo se volvió hacia la mujer que le acompañaba.

»—¿Es esta la esposa, madre mía?

»—Esta es —afirmó una voz musical, inefable.

»—No puedo recibirla. No es hermosa. No la amo…

»Y volvió la espalda. La luz lunar y ardiente se amortiguaba, se extinguía. Los dos personajes se diluyeron en la sombra.

»Catalina cayó al suelo, con la caída pesada del que recibe herida honda de puñal. Poco a poco recobró el conocimiento. Se levantó; al pronto no recordaba. La memoria reanudó su cadena. Fue una explosión de dolor, de bochorno. ¡Ella, Catalina, la sabia, la deseada, la poderosa, la ilustre, no era bella, no podía inspirar amor!».


«Salió de la ermita y caminó paso a paso, ya bajo la verdadera luz de Selene: había anochecido por completo. Las esfinges, inmóviles sobre sus zócalos de negro basalto, no la hostilizaron; solo la impusieron la majestad de su simetría grandiosa. Costeando el muelle, donde cantaban roncas coplas los marineros beodos, se deslizó hasta el palacio. Las esclavas acudieron, disimulando la extrañeza y la malicia con servil solicitud. Aprestaron el baño tibio, presentaron los altos espejos de bruñida plata. Y la princesa, arrancándose el plebeyo disfraz, se contempló prolijamente. ¿No era hermosa? Si no lo era, debía morir. Lo que no es bello no tiene derecho a la vida. Y, además, ella no podía vivir sin aquel príncipe desconocido que la desdeñaba. Pero los espejos la enviaron su lisonja sincera, devolviendo la imagen encantadora de una beldad que evocaba las de las deas antiguas. A su torso escultural faltaba solo el cinturón de Afrodita, y a su cabeza noble, que el oro calcinado con reflejos de miel del largo cabello diademaba, el casco de Palas Atenea. Aquella frente pensadora y aquellos ojos verdes, lumínicos, no los desdeñaría la que nació de la mente del aguileño. ¿No ser hermosa? El príncipe suyo no la había visto… ¡Acaso el disfraz de la plebe encubría el brillo de la hermosura! Era preciso buscar al aparecido, obligarle a que la mirase mejor; y para descubrir dónde se ocultaba, hablar a Trifón, el solitario.

»Con fuerte escolta, en su litera mullida de almohadones, al amanecer del siguiente día, la hija de Costo emprendió la expedición al desierto. Su cuerpo vertía fragancia de nardo espique; su ropaje era de púrpura, franjeado de plumaje de aves raras, por el cual, a la luz, corrían temblores de esmeralda y cobalto; sus pies calzaban coturnillos traídos de Oriente, hechos de un cuero aromoso; y de su cuello se desprendían cascadas de perlas y sartas de cuentas de vidrios azul, mezcladas con amuletos. Ante la litera, un carro tirado por fuertes asnos conducía provisiones, bebidas frías y tapices para extender. En pocas horas llegaron a la región árida y requemada, guarida de los cenobitas. Cuando descubrieron a Trifón, le tomaron al pronto por un tronco seco. Un pájaro estaba posado en sus hombros y voló al acercarse la comitiva.

»Catalina ordenó distanciarse a su séquito; descendió y se acercó, implorante, al asceta.

»Vengo —impetró— a que me devuelvas lo que me has quitado. ¡Dame mi serenidad, mi razón! ¡El dardo me ha herido y no sé arrancármelo! Dime dónde está él e iré a encontrarle entre áspides y dragones. Si no le parezco hermosa, haz por tus artes de magia y tu sabiduría que se lo parezca. O hazme morir, pues con la vida no puedo vivir ya…».

Se interrumpió a sí mismo el narrador, advirtiendo:

—Esta frase que atribuyo a santa Catalina, es la madre santa Teresa de Jesús quien se la atribuye primero en unos versos que la dedica y donde se declara su rival «pretendiente a gozar de su gozo».

—Pues yo recuerdo —asintió Lina— otra poesía de Lope de Vega, si no me engaño, dedicada a la misma Catalina Alejandrina… ¡No es nada lo que pondera el Fénix a la hija de Costo!

Una palma victoriosa

de tres coronas guarnece,

por sabia, mártir y virgen,

cándida, purpúrea y verde...

—Hay una glosa —advirtió Carranza— que la llama «segunda entre las mujeres…». ¡Oh!, santa Catalina de Alejandría es una fuente de inspiración para el arte. Desde Memmling y Luini, hasta el Pinturiccio que la retrató bajo los rasgos de Lucrecia Borgia, y el desconocido autor de esta prodigiosa placa, los cuadros y los esmaltes y las tallas célebres se cuentan por centenares…

—¡Claro, la imaginación desatada! ¡Una mujer guapa y que disputaba con filósofos! —criticó Polilla—. En fin, siga usted, amigo Carranza, que ahora viene lo inevitable en tales historias: la conversioncita, los sayones, el cielo abierto, un angélico que desciende, a estilo Luis XV, portador de una guirnalda con un lazo azul…

—Polilla, es usted un espíritu acerado e implacable —aseveró Lina—. Solo le ruego que nos deje seguir escuchando.


«Permanecía Catalina a los pies del solitario, arrastrando, entre el polvo seco, su ropaje magnífico. Su seno, en la angustia de la esperanza, se alzaba y deprimía jadeando. Trifón la contempló un instante y al fin, con penoso crujido de junturas, descendió del asiento. Buscó entre sus harapos la ampollita de aceite y, ejecutando movimiento familiar desvió, el pedrusco bajo el cual vio Catalina rebullir, en espantable maraña, la nidada de alacranes. Alzando los ojos al cielo metálico de puro azul, el penitente pronunció la fórmula consagrada:

»—Ven, hermanito…

»Un horrible bicharraco se destacó del grupo y avanzó. Catalina le miró fascinada, con grima que hacía retorcer sus nervios. La forma de la bestezuela era repulsiva y la princesa pensaba en la muerte que su picadura produce con fiebre, delirio y demencia. Veía al insecto replegar sus palpos y erguir, furioso, su cauda emponzoñada, a cuyo remate empezaba la eyaculación del veneno, una clara gotezuela. Ya creía sentir la mordedura cuando de súbito el escorpión, amansado, acudió a la mano raigambrosa que Trifón le tendía, y el asceta, estrujándolo sin ruido, lo mezcló y amasó con el óleo.

»—Abre tus ropas, Catalina, y aplica esta mixtura sobre tu corazón enfermo —mandó imperiosamente.

»Catalina, sin vacilar, obedeció. Trifón se había vuelto de espaldas. Al percibir el frío del extraño remedio sobre la turgente carnosidad, su cerrazón saltó como cervatillo que ventea el arroyo cercano. Bienestar delicioso, en vez de fiebre, notó la princesa, y como si se desenfilase su luenga sarta de perlas índicas, lágrimas vehementes de amor fueron manando a lo largo de sus mejillas juveniles. Por un instante, aquel entendimiento peregrino, adornado con tantas galas sapienciales, se embotó y apagó y solo el corazón, liquidándose y derritiéndose, funcionó activo.

»—Soy cristiana —protestó sencillamente, comprendiendo.

»Corrió Trifón al pozo donde colmaban sus odres los peregrinos que venían a consultarle; hizo remontar el cangilón que se rezumaba, y tomando agua en el hueco de la mano, la derramó sobre la cabeza inclinada de la virgen, profiriendo las palabras:

»—En el nombre…

»Aún no había descruzado las palmas Catalina cuando el solitario anunció:

»—Vuelve mañana a la misma hora a la ermita. Allí estará Él.

»—¿Y le pareceré hermosa?

»—Tan hermosa que se desposará contigo.

»Una corriente de beatitud recorrió las venas de Catalina. El misterio empezaba a revelarse. Platón se lo había balbuceado al oído y Cristo se lo mostraba resplandeciente.

»—¿Qué debo hacer para agradar a mi Esposo, Trifón? —interrogó sumisa.

»—Hallar en él a la hermosura perfecta; en él y solo en él. Y si llega el caso, proclamarlo sin miedo. Ve en paz, Catalina Alejandrina. Cuando vuelvas a ver a Trifón, será un día radiante para ti.

»A paso tardo, la princesa regresó adonde aguardaba su séquito. Extendidos los tapices, el refresco esperaba. Frutos sazonados y golosinas con miel y especias tentaban el apetito. Ella picó un gajo de uvas, sin sed.

»—Refrescad vosotros… Todo es para vosotros…

»Al balanceo de la litera se durmió con sueño de niña, sin pesadillas ni calenturas. Aletargada, la trasladaron a su lecho de cedro incrustado de preciosos metales. Al despertar, reconstituida por tan gustoso dormir, su primera idea fue de inquietud. ¿Sería cierto que iba a ver al Esposo? ¿La juzgaría hermosa ahora? ¿No proferiría, con igual desdén que la vez primera, en aquella voz que rasgaba las telillas del alma: no es hermosa, no la amo?

»Por la tarde, vuelta a disfrazar, siguió la conocida ruta. Las Esfinges, impenetrables, no crisparon sus uñas graníticas. Su enigmática quietud no estremeció, cual otras veces, a la princesa, que las suponía sabedoras y guardadoras del gran misterio. Ascendió ágilmente por la espiral del Panoeum. Las rosas de Hathor se deshojaban, lánguidas del calor del día, y en el centro de un círculo de mirtos, especie de glorieta, el dios lascivo se erguía en forma de Hermes obsceno, por el cual trepaba una hiedra. La leche y la miel de las ofrendas tributadas por los devotos en libación goteaban aún a lo largo del cipo. Catalina, que nunca había dado culto a los caprípedes ni a la Afrodita libidinosa, sintió con violencia la náusea de aquel santuario, se encontró llena de menosprecio hacia los dioses carnales y hasta superior a sus antiguos númenes.

 

»Apretó el paso para salir del Panoeum y refugiarse en la ermita. Estaba abierta…

»¡El penitente la había engañado! ¡Su Esposo no venía!

»Con la faz contra el suelo, en tono de arrullo y de gemido, le llamó tiernamente: “Ven, ven, amado, que no sé resistir. Quien te ha visto y no te tiene no puede resignarse. Herida estoy y no sé cómo. Se sale de mí el alma para irse a ti…”. Así se dolió Catalina hasta que el sol se puso. Cuando la rodeó la obscuridad, se desoló más… No se oía sino el cantarcillo de una fuente cercana, donde solían bautizar ocultamente los cristianos a sus neófitos. Al ser completas las tinieblas, alzó un momento los ojos; fulguró una claridad dorada y vio a la mujer. Pero no la acompañaba el garzón divino de los bucles color de dátil: traía de la mano a un pequeñuelo que, impetuosamente, se arrojó a los brazos de la princesa, acariciándola. El niño, eso sí, era un portento. En su cabeza se ensortijaba oro hilado y cardado. Su boquita de capullo gorjeaba esas ternezas que cautivan, y sus labios frescos corrían por las mejillas de Catalina, humedeciéndolas con una saliva aljofarada. Ella, trémula, no se atrevía a responder a los halagos del infante. Entonces la mujer avanzó, se interpuso, y teniendo al niño en su regazo, cogió la mano derecha de Catalina y la unió a la de él en señal de desposorio. El niño, que asía un anillo refulgente, miraba a su madre con inocente encantadora indecisión. La madre guio la hoyosa manita y el anillo pasó al dedo de la novia. Terminada la ceremonia, el infante volvió a colgarse del cuello de la princesa, a besarla halagüeño. Un deliquio se apoderó de las potencias de Catalina y las dejó embargadas. El rapto duró un segundo. La hija de Costo se encontraba sola otra vez.

»Sin saber por qué, se alzó, echó a andar hacia la ciudad. Palpitaban miríadas de estrellas en el firmamento terciopeloso y sombrío; soplos cálidos ascendían de la tierra recocida por el asoleo. Y ni en el Panoeum, donde otras noches parejas impuras surgían de entre los arbustos; ni en la prolongada avenida, con su doble inquietadora fila de monstruos, cuyas enormes sombras se prolongaban; ni en los muelles, cercanos a lupanares y tabernas vinarias, encontró Catalina persona viviente. Caminaba como al través de una ciudad abandonada por sus moradores.

»En su lecho, la princesa concilió un sueño aún más reparador y total que el de la noche anterior. Uno de esos sueños, después de los cuales creemos haber nacido nuevamente. La vida pasada se borra, el porvenir viene traído por la alegría mañanera. Un rayo solar, dando a Catalina en los ojos, hizo centellear en su dedo el anillo de las místicas nupcias».


«No había transcurrido mucho tiempo desde la expedición de Catalina al desierto cuando el César asociado Maximino el Dacio —residente en Alejandría porque en el reparto del imperio entre Licinio, Constantino y él había correspondido Egipto a su jurisdicción— celebró una fiesta orgiástica. Asistieron a la cena altos personajes de la ciudad, tribunos militares, poetas, sofistas, mozos alocados de la buena sociedad de entonces, cortesanas y sacerdotisas de Hathor.

»Después de las primeras libaciones, mientras servían en copas de ágata el néctar de la Tebaida, ese vino de Coptos que produce una exaltación entusiasta de los sentidos, preguntó el César qué se contaba de nuevo en su capital; y el sofista Gnetes, cretense de nacimiento, exclamó que era mala vergüenza que dejasen al divino emperador tan atrasado de noticias, sin saber que la princesa Catalina pertenecía ya a la inmunda secta de los galileos.

»—¿Catalina, hija de Costo? ¿La hermosa, la orgullosa? —se sorprendió Maximino.

»—La misma. No conozco apostasía tan indigna, ¡oh César! Porque, en su culto a la belleza y a la ciencia, Catalina estaba consagrada a la Atenea y al Kaleocrator. No ha renegado de ningún pequeño numen campestre y familiar, sino de los grandes dioses. Tú, divo —añadió afectando rudeza—, que tanto entiendes de hermosura pues nos enseñas hasta a los estudiosos, estás obligado a informarte de lo que haya de cierto en este rumor. Las divinidades altas te tienen encomendada su defensa.

»Intrigaba así Gnetes, porque más de una vez había envidiado amarillamente la sabiduría de la princesa, y aunque feo y medio corcovado, la suposición de lo que sería la posesión de Catalina le había desvelado en su sórdido cubículo. Por otra parte, todos los conmilitones de Maximino le pinchaban y excitaban contra los galileos, pues habiendo llegado a ser uno de los placeres y deportes imperiales el presenciar suplicios, si no se utilizaba a los nazarenos para este fin, podría darle a César el antojo de ensayar con algún amigo y convidado. Los martirios eran más divertidos que las luchas de la arena, y cuando se trata de una altiva beldad, hay la contingencia de poder verlas, arrancadas sus ropas a jirones por el verdugo…

»Maximino quedaba silencioso, reflexionando. Pensaba en Catalina; no tanto en su belleza, como en su fama de ciencia y de exquisitez en la vida, y en mi energía y resolución, dotes que la hacían curiosa y deseable. Acordábase de la historia de la perla que fue de Cleopatra y de las probables aspiraciones de Catalina a encarnar el sentimiento patriótico de los egipcios. Y acudían a su mente las noticias de los tesoros de Costo, de sus simpatías entre los serapistas, de sus continuos viajes a provincias lejanas, donde tal vez conspirase contra los emperadores asociados. Todo esto lo confirió consigo mismo, sin dignarse contestar al chismoso pinchazo del sofista. Habían hecho irrupción en la sala del festín las bailarinas con sus crótalos y sus túnicas sutiles de gasa, y se escanciaban ya otros vinos: el de Mareotis, aromoso; los de Grecia, sazonados con pez; los de Italia, alegres y espumantes. Una hora después, el César, en voz incierta, llamaba a su confidente Hipermio y le daba una orden. Hipermio se encogía de hombros. Tenía establecido el propio Maximino que no se obedeciesen las disposiciones que pudiese adoptar en la mesa mientras el espíritu de la vid corría por sus venas y tupía con vapores su cerebro.

»A la mañana siguiente, el César repitió la orden. Tenía ya despejada la cabeza, aunque dolorido el cuero cabelludo y revuelto el estómago. Un tedio entumecedor le abrumaba y, como sufría, no le era desagradable la perspectiva de hacer sufrir. Sin embargo, bajo el instinto cruel latía un designio político, dictado por el continuo recelo que le infundía la ambición firme y consciente del temible Constantino, su socio.

»—Redacta —ordenó a su secretario— un edicto para que sean ofrecidos sacrificios públicos a los dioses. Es preciso que vayan extinguiéndose las viejas supersticiones egipcias y atarles corto a los adoradores del Galileo, que andan envalentonados y nos desafían. Que sepan que Alejandría pertenece a Maximino.

»—¡A quien Jove otorgue el imperio entero! —deseó Hipermio, que estaba presente y conocía lo que soñaba César.

»—¿No te di anoche esta orden misma?

»—Sí, Augusto; pero ya sabes…

»Maximino frunció el ceño y secamente pronunció la fórmula:

»—¡Cúmplase!

»En todas las esquinas de las calles, en medio de las plazas, se elevaron altares enramados de hiedra y flores, donde se degollaban con aparato becerras, cabras, novillos y hasta cerdos. Los sacrificadores y los hierofantes andaban atareadísimos. Parte del pueblo se regocijaba porque, además de la perspectiva de los cristianos que se negarían a sacrificar y serían torturados, se celebraban ya todas las noches, en el Panoeum, priápeas sacras, y las sacerdotisas, representando ninfas, y los sacerdotes, envueltos en pieles de chivo, daban el ejemplo de torpezas que divertían a la gentuza. Sin embargo, no pocos fieles a Serapis y a la gran Isis veían con reprobación estas mascaradas repugnantes, y los cristianos, horrorizados anunciaban fuego del cielo sobre la ciudad. Muchos, sin miedo, resistían el sacrificio o pasaban erguidos sin dar señal de respeto a los númenes; y las cárceles empezaron a abarrotarse de presos. El César sentía la falta de unidad: tres Alejandrías, en vez de una Roma, le preocupaban. ¿Irían a sublevársele? Ordenó que se soltase a la mayor parte de los encarcelados y preguntó ansiosamente: