El desierto de Aena

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El desierto de Aena
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EL DESIERTO DE AENA


EL DESIERTO DE AENA

© Elizabeth Larchey

Diseño de cubierta: Dpto. de Diseño Gráfico Editorial La Calle

Iª edición

© Editorial La Calle, 2014.

Editado por: Editorial La Calle

C.I.F.: B-92.041.839

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ISBN: 978-84-16164-18-9

Nota de la editorial: Editorial La Calle pertenece a Innovación y cualificación S. L.

ELIZABETH LARCHEY


EL DESIERTO DE AENA

El sistema número 13


Editorial La Calle

ANTEQUERA 2014

Índice

Portada

Título

Copyright

Índice

Dedicatoria

EL DESIERTO DE AENA

A Roberto, porque sin él, nada de esto sería posible.

A mis voces, mis musas.

Myself,

not for anybody but me,

not for anybody else,

nobody else's way,

nobody else's dream.


Las dunas del desierto de Aena se extendían infinitas ante sus ojos, como si más allá del horizonte se presentara el fin del mundo. Pese a que ya no era un niño, ni creía en las leyendas que cobraron vida alguna vez por boca de los más temerarios aventureros, Dehnam seguía temiendo aquel lugar, y el hecho de que midiera casi un metro noventa y que fuera disfrazado de mujer no le facilitaba demasiado las cosas. Sin embargo, sabía que en aquellas dunas era donde se atrincheraban los mejores comerciantes y, sobre todo, los que traficaban con ahmas. Sin dejar de caminar, sintió cómo sus zapatos se llenaban de arena. Miró de soslayo al pequeño ser que iba andando a tan solo medio metro de distancia y una vez más se autoconvenció de que lo que ellos hacían era lo correcto, aunque en los últimos días realmente había comenzado a dudarlo.

Huir de Arasupía, un planeta rodeado por un sol mediano y cuatro lunas cuyos nombres jamás fue capaz de aprenderse, había sido un juego de niños comparado con el plan que debían llevar a cabo en aquel lugar. Aquello le hizo recordar el infierno que pasaron los seis primeros meses, hasta que lograron hacerse finalmente con una pequeña nave de carga, en aquella roca que solo era desierto. Continuó caminando hasta que por fin atisbó lo que llevaban horas buscando. Con la fuerza que otorga la costumbre, se enderezó e irguió la espalda para que el pecho que habían ideado a base de un viejo sujetador relleno de silicona pudiera cumplir su función a la perfección. A su lado, la réplica de morador del desierto se encogió para parecer aún más pequeño y quebradizo. En aquel momento, solo les importaba una cosa. Era hora de poner en marcha su plan.

El puesto se componía de apenas unos palos y unas telas, que hacían de toldo y de cortinas. El olor a sudor y a heces que emanaba del lugar era realmente asqueroso, pero no le quedaba más remedio que cumplir lo que aquel ser que caminaba a su lado le había ordenado. Si no, su precioso culo sería pateado sin ningún tipo de piedad. Tras echar un vistazo a los ahmas que exponía aquel vendedor ónix, comenzó a representar su papel a la perfección, tal y como lo llevaban ensayando más de una semana. Mirando al hombre como si fingiese un vago interés, giró ligeramente para ver cómo los ojos del ser que iba con él se habían quedado estáticos en un punto. Al ver que sus músculos no se relajaban lo más mínimo, siguió el camino que trazaba su mirada hasta que finalmente lo vio.

El ahma estaba maniatado y tirado en el suelo. Habría sido imposible no reconocerlo. Las raíces blancas asomaban bajo un tinte negro azabache que se perdía en algunos puntos del pelo, quedando ligeramente azulado. Sin embargo, no fue solo el detalle de las raíces blancas lo que lo hacía perfectamente reconocible, sino sus ojos. Sus enormes iris marrones estaban inundados de color rojo, que se fundía hacia la pupila. Un escalofrío recorrió su columna al ver que, pese al sofocante calor, aquel hombre estaba tiritando. Solo había un motivo por el cual alguien podría no sucumbir al insoportable calor de Aena, y no era precisamente alentador. No muy seguro de sí mismo, Dehnam dirigió sus ojos a su acompañante, quien asintió de una manera tan sutil que nadie se habría dado cuenta de que se había movido de su posición. Suspirando, se acercó decidido al comerciante y lo golpeó en el hombro para llamar así su atención, aunque realmente hubiera preferido acabar con él solo por ver las condiciones en que mantenía a aquellos hombres.

“Disculpe mis modales, madame. ¿Puedo ayudarla en algo?”. El aliento pútrido de aquel ser hirió sus fosas nasales, pero necesitaba mantener la compostura si quería que todo saliera bien.

“Necesito alguien que sea capaz de proteger mi casa por la noche. Ya sabe que últimamente está habiendo muchos robos en la zona centro. No quisiera tener que encontrarme con esos ladrones. Vivo sola, y he de guardar el dinero que he heredado de mi difunto marido, un piloto de la Alianza Planetaria, por si no lo sabía. ¿Qué me recomienda usted? Las malas lenguas dicen que los ahmas no solo son buenos guerreros sino también buenos amantes… ¿Cree que uno de esos seres podría satisfacer mis necesidades?”

Como siempre, el susurrante vaivén de la voz de aquel pequeño ser, camuflado en una capa negra que cubría todo su cuerpo, surtía el efecto deseado. Dehnam pudo ver cómo los ojos de aquella maloliente criatura se llenaban de codicia. Aquel gesto le indicó que ni siquiera se había dado cuenta de que no era su voz la que estaba escuchando, a pesar de que sus labios formasen esas mismas palabras. Hora de seguir con la función.

“Cualquiera de los ahma que ve aquí es capaz de satisfacer tanto con sus necesidades como con las mías. Estos bichos son insaciables. La gran ventaja es que su anatomía es compatible con la suya, y aunque no lo fuera, ellos lo harían posible. No por nada son tan cotizados, madame”. La sonrisa se dibujó amarga en los labios de Dehnam. ¿Qué diablos sabría aquel bastardo de los ahmas.

“Mmm... He visto uno que creo que podría servirme. Está allí, más alejado de los demás”. Muriendo de fiebre negra probablemente, pensó el joven.

“Ese es una auténtica ganga. Nadie lo quiere porque el muy bastardo se ha dado un potingue tan fuerte en el pelo que jamás se le quitará ese color a mugre que tiene. Pero un buen lavado de cara y estará listo. Además, entre usted y yo, madame, es un perro dócil, podrá controlarlo fácilmente”

La falsa sonrisa de Dehnam se ensanchó al tiempo que el ser oculto tras la capa se acercaba a su nueva adquisición. Sin quitarle el ojo de encima, vio cómo cruzó la verja que encerraba a los pobres esclavos y observó cómo uno de ellos miraba impotente al hombre caído.

Que alguien llegase hasta allí para llevarse a uno de ellos no era nada del otro mundo. Que lo hiciera una mujer que afirmaba ser rica, custodiada tan sólo por un morador del desierto que apenas le llegaba a los hombros, sí lo era. Movido por la curiosidad, el joven ahma se acercó hasta las verjas para escuchar la conversación. Que aquel santo bastardo que se alimentaba de insectos quisiera vender a Zaeder estaba a la orden del día. Que alguien fuera tan estúpido como para dejarse engañar de esa manera era tan improbable como el que alguien lo quisiera a él. Asustado, se lanzó contra la verja de su celda para impedir que aquel ser tocara a su hermano. Si alguien se llevaba a uno de ellos sabiendo a la perfección que estaba enfermo, seguramente no sería para curarlo y darle cobijo. El imaginar en su mente infinitas formas de tortura provocó que estuviera a punto de perder los estribos. Lo único que le quedaba en su miserable vida era el cariño que le profesaba su hermano. No podía permitir que lo separasen de él.

 

“¡Zaeder!”

La desesperación en el tono de voz de aquel ahma hizo que ambos girasen la cabeza para clavar sus ojos en él. Era joven, seguramente tendría la misma edad que Dehnam, pero había algo extraño en sus ojos. Un segundo más le bastó para ver que era un mestizo de ahma. No tenía ni idea de qué sangre de otra raza corriería por sus venas, pero era más que obvio que no era puro. No sabiendo qué hacer, el morador del desierto se acercó de manera posesiva al ahma agonizante. Lo último que necesitaban era levantar sospechas y que no les dejaran volver a su base.

Su agotado cuerpo comenzó a temblar en el mismo segundo en que aquella extraña criatura se acercó a él. Ver como Zehnon se ponía histérico ante su proximidad tampoco ayudaba a que él tratase de mantener la compostura. Cerrando los ojos para no ver a quien se acababa de posicionar a su lado, se dejó mover por él, para sentir apenas un segundo después como aflojaba ligeramente el agarre de sus muñecas. Extrañado por aquel comportamiento, abrió los ojos para ver casi al segundo cómo su hermano se arrojaba contra la verja de nuevo, llamando así la atención de todos los presentes.

“¿Le conoces?”

Apenas fue un susurro en su oído, pero pese al delirio que le provocaba la fiebre, estaba completamente seguro de que aquella criatura había hablado en su idioma.

“No queremos haceros daño.”

De nuevo, su idioma fluía de los labios de aquel ser. Perfecto, sin ningún tipo de acento extraño, como si lo hablase él mismo.

“Es mi hermano. Si realmente no vais a matarnos, llevadle a él y no a mí. Yo estoy muriendo de fiebre negra” “Lo sé, por eso te hemos escogido a ti, podemos curarte. Ahora sólo tienes que fingir que no te trato con gentileza, así que espero que sepas actuar al menos un poco. Dehnam, nos llevamos también al otro.”

La nueva orden recibida hizo que mirase extrañado al joven que había pegado a la verja, como si ésta fuera el hilo que le mantenía atado a la vida. No entendía por qué lo hacía, aunque tampoco había llegado a escuchar la corta conversación que había mantenido con aquel hombre. Sin embargo, él no tenía la autoridad suficiente para cuestionar cualquier orden que naciera de aquellos labios. Volviendo a su papel de mujer fatal, Dehnam se acercó a la verja y examinó cuidadosamente el cuerpo del joven. Era casi tan alto como él, y llevaba un tatuaje en el pecho con las palabras “mantén siempre la fe” escritas en ahmon. Con un ligero contoneo, se acercó al traficante que lo miraba extrañado. “¿Cuánto vale el del tatuaje? Creo que será un buen guardián en las horas nocturnas, parece más fuerte que el que se lleva mi sirviente.”

El gesto de duda del hombre no le gustó nada en absoluto, pero la esperanza que acababa de nacer en los ojos del ahma estaba taladrando su pecho. ¿Por qué diablos se le tenía que ocurrir siempre el plan b cuando él no podía oponerse?

“Puedo hacerle una buena oferta, madame. Nueve manon por los dos. Solo el sano cuesta ya ocho. ¿Qué me dice?”

“¿Conoce el planeta Arasupía?”, preguntó con una suave sonrisa en los labios.

“¿No es el que está en guerra por los metales preciosos? Creo haber oído que está en el Sistema Doce.”

“Ha oído bien”, respondió mientras veía cómo el morador se acercaba a la otra celda para liberar al joven. “¿Qué le parecería si, en lugar de manon, le pagase en arita turquesa?”

La sonrisa del hombre se ensanchó al tiempo que los hermanos se quedaban estáticos en el sitio. Encontrar arita turquesa en aquella roca conocida como Desierto Aena era prácticamente imposible.

“¿Podría verla primero?”

“Por supuesto”, respondió sonriendo con malicia. Para ellos, encontrar aquella piedra preciosa era tan sencillo como respirar. Al fin y al cabo, habían huido del único planeta en el que se encontraba. Con un ademán ensayado, Dehnam llamó al morador, quien se acercó a él mientras sacaba una bolsa pequeña color negro. Abriéndola ligeramente, se la acercó al traficante a la cara para que admirara la belleza de aquel tesoro. “Creo que con una piedra de estas será más que suficiente, cada una de ellas está valorada en mil manon.”

“Usted sí que sabe cerrar tratos, madame”.

Con otro de sus gestos ensayados, Dehnam sacó una diminuta piedra de arita turquesa y se la dio al vendedor. En el momento del cambio, siempre temía por su vida. Sin embargo, aquel iluso no iba armado y si hubiera que pelear, estaba seguro de que los esclavos no lo defenderían a él.

“Espero que volvamos a vernos pronto. Si estos hombres son tan buenos amantes como afirma, procuraré darle la fama suficiente a su barracón.” Al ver que el hombre no se molestaba en contestar, miró de soslayo al morador para ver como este ataba a los dos hombres juntos por las caderas para que caminaran a la par. Pese a no poder vislumbrar su rostro, sabía que seguramente estaría sonriendo. Habían conseguido arrancar de los brazos de la muerte a un pobre desgraciado y, por el mismo precio, habían sido capaces de sacar a otro de ellos de las garras del esclavismo. Pensando que aquel día no acabaría tan mal como muchos otros, echó a andar a través de la infinita arena. Lo único que quería en aquel segundo era alcanzar la nave de carga para poder llegar a la base y deshacerse de aquel horrible camuflaje.

Al contrario de lo que esperaban, en menos de media hora alcanzaron la pequeña nave que los transportaría a la base en la que habían conseguido refugiarse durante aquellos inacabables seis meses. El camino lo habían hecho en el más absoluto silencio, que tan solo era roto de vez en cuando por el estridente sonido que creaban las vainas al pasar a apenas unos metros de ellos. Una vez atisbaron el destartalado armazón metálico, Dehnam se adelantó para abrir las compuertas de manera manual ya que un par de días antes habían sufrido un cortocircuito que ahora impedía que funcionasen por control remoto. Una vez acabó su tarea, se acercó al joven ahma afectado por la fiebre negra y se lo colgó a los hombros como si fuera un saco inservible.

Sentir como lo levantaban hizo que temiera por su vida. No sabía quiénes eran aquellos seres, pero el que una mujer lo cogiese como si apenas pesase no era muy buena señal. Muerto de miedo, decidió que lo mejor en aquel tipo de situaciones era no oponer resistencia. Aunque no era él mismo quien más le preocupaba en aquel momento, sino su hermano. Zehnon no era como él. No era un ser pacífico que prefería tratar de solucionar las cosas con lógica, sino un guerrero entrenado para matar. Muchas veces Zaeder no era capaz de entender cómo un ahma mestizo tenía mucho más en común con aquella raza que él mismo.

El cambio brusco de temperatura hizo que todos sus pensamientos se disipasen. Al contrario de lo que hubiera esperado, aquel cacharro estaba perfectamente acondicionado para proporcionar un mínimo de comodidad a quienes lo utilizasen. Sin que le diera tiempo a controlar su propio cuerpo, comenzó a temblar de nuevo a causa de la fiebre. Pero antes de que pudiera llegar a trazar un segundo pensamiento, se encontró tumbado en una cama improvisada a base de trapos y mantas viejas. En silencio y con movimientos mecánicos, aquella mujer lo arropó con cuidado para desaparecer después tras la pequeña puerta que conduciría al puente de mando. No sabía qué estaba pasando, ni por qué le trataban así, pero lo único que pedía era que aquella especie de suerte no acabase nunca.

Cuando la puerta se cerró a su espalda, Zehnon no supo qué pensar. A su lado había un morador del desierto y, apenas unos segundos antes, la mujer extremadamente alta había desaparecido por un oscuro pasillo mientras cargaba con su hermano. Confundido ante todo lo que estaba ocurriendo, se sobresaltó al sentir cómo unas ágiles manos desataban las cuerdas que habían enredado en sus muñecas. En silencio, aquella criatura le indicó con las manos que lo siguiera, y apenas un par de minutos después, llegó a una habitación tremendamente desordenada en la que su hermano yacía tumbado y envuelto entre mantas. Al verlo allí tendido, su primera reacción fue echar a correr hacia él y abrazarlo con fuerza. Sabía que Zaeder estaba muy débil y que seguramente su estado empeoraría con el paso de las horas. El que las gentes de aquella roca poseyeran la cura para la fiebre negra no quería decir que fueran a compartirla con los esclavos.

“¿Cómo te encuentras, aheri?”

Ver que tan sólo levantaba la cabeza para tratar de sonreír consiguió partir su alma en dos. ¿Por qué siempre tenía que cargar él con el peso del mundo sobre los hombros incluso en momentos así?

“Se encontrará mejor de aquí a unas horas.”

La voz suave dibujando su idioma en palabras hizo que se pusiera de pie de un salto. Lo último que hubiera esperado era encontrar a más de ellos en aquel lugar. Sin embargo, el único ser vivo que había con ellos era el pequeño morador, que ahora se acercaba a su hermano con una extraña pistola en la mano. Paralizado por el miedo, Zehnon observó cómo aquella criatura se situaba de rodillas al lado de este para coger con cuidado su brazo. Con movimientos expertos, clavó aquella pistola en la piel al tiempo que Zaeder emitía un leve quejido.

“La fiebre empezará a bajarle en un rato. Con un poco de suerte, en dos días la infección habrá desaparecido. Es un medicamento muy potente.”

No supo qué decir al escuchar aquellas palabras. Movido por la curiosidad, trató de alcanzar los bordes de la capa negra que cubría el rostro de aquella criatura, pero antes de que le diera tiempo siquiera a rozarlo, esta se alejó de él ligeramente para sacar el mismo saquito de cuero negro.

“Será mejor que llevéis esto ahora que sois libres. Así no podrán haceros daño.”

Extrañados, los hermanos se miraron al escucharle hablar en el idioma diplomático que se empleaba en los Doce Sistemas, pero no dijeron nada al respecto. Antes de que les diera tiempo a admirar la belleza de la arita turquesa, unas manos se acercaron en torno a la garganta de Zaeder para atar alrededor de su cuello un collar del que pendía una pluma del mismo color que la piedra de arita.

“Ese es el símbolo del ejército real del planeta Ara…”

La criatura asintió al tiempo que se acercaba a Zehnon, y ambos hermanos agradecieron en silencio su suerte. Lo último que hubieran creído posible en su vida era que un nativo de aquel planeta los rescatase. Dócil, Zehnon se dejó marcar por un collar idéntico al que llevaba su hermano. Necesitando ver el rostro de la persona que los había salvado de una vida de sufrimiento y esclavitud, apartó la capa negra para sentir como todo su cuerpo se quedaba rígido al identificar el rostro de la persona que había ante él.

Una vez en el puente, Dehnam se quitó la peluca y las gafas de sol para arrojarlas lo más lejos posible de su vista. Con movimientos rápidos, se quitó el horrible vestido, que corrió la misma suerte que las dos prendas anteriores. Una cosa era tener que disfrazarse de mujer para sobrevivir y otra muy distinta que estuviera cómodo con aquel espantoso atuendo. Sin esperar órdenes, puso los motores en marcha y comenzó a conducir la pequeña nave a lo largo del desierto. Cuanto antes llegasen a su mísera pero segura base, antes podría respirar tranquilo.

El inconfundible vaivén del arranque de motores indicó a las tres personas que había en la habitación que se estaban moviendo, rompiendo con ello el hechizo al que había sucumbido Zehnon. Suspirando, Alexia volvió a camuflar su rostro bajo la gruesa capucha negra, aunque en aquel momento, que ocultase su identidad ya no tenía ningún sentido. Negando para sí, se deshizo de la capa y la dejó a un lado, sabiendo que los dos hombres que había en la habitación estarían analizándola de pies a cabeza. Al fin y al cabo, no todos los días un miembro fugitivo de la realeza de un planeta perdido en el último sistema estelar iba a salvar tu vida.

“¿Eres Alexia? ¿La princesa de Ara a la que dan por muerta?”

La suave voz de Zaeder inundó la pequeña habitación, haciendo que dos pares de ojos se clavasen en él.

“Sí, en carne y hueso. Y si me disculpáis, tengo que ir al puente a ayudar a Dehnam a pilotar este trasto. Sentíos como en casa. Creo que es mejor estar bajo las órdenes de una fugitiva, que ser esclavos de por vida.”

Antes de permitirles el lujo de contestar, Alexia abandonó la habitación, sabiendo que miles de dudas asaltarían la mente de aquellos dos hombres. La primera y principal, por qué ella era capaz de hablar en ahmon como si fuera una de ellos. Con la respuesta deambulando por su cabeza, llegó hasta el puente de mando, donde encontró a Dehnam vestido con unos cómodos pantalones y una camiseta negra de tirantes. Sin dejar un segundo de tregua a su agitada mente, Alexia se acercó hasta él y lo agarró por la nuca para besarlo con fuerza. Desde que habían abandonado su planeta de origen solo se tenían el uno al otro, y pese a que Dehnam hubiera sido en otra vida el amante de su melliza, ahora le pertenecía por completo.

 

“No pensé que me echaras tanto de menos, Alex”. Sonrió con malicia el piloto al tiempo que la sentaba en su regazo para que llevase ella la pequeña nave.

“Saben quién soy. Al que llaman Zehnon me descubrió en el dormitorio. No pensé que se atreviera a quitarme la capa.”

“La curiosidad es algo que no podemos controlar. Yo habría hecho lo mismo en su lugar. Un ahma nunca espera que las plegarias que lanza a su dios sean escuchadas. Lo último que esperarían habría sido ser comprados por alguien que fuera a ofrecerles cobijo.”

La lógica aplastante de su amante hizo que asintiera despacio. El que hubieran crecido juntos les daba la ventaja de conocerse el uno al otro mejor que a sí mismos, sin embargo, entre ellos no había rangos, no se encontraban separados por la barrera invisible que creaba el que ella perteneciera a la realeza y él al ejército imperial de Ahmas que un día el padrastro de la joven reclutó para que protegieran aquel pequeño planeta del que ahora ambos eran fugitivos.

El molesto sonido metálico de la puerta al abrirse hizo que Dehnam mirase hacia atrás para encontrar a un Zehnon dudoso, que no sabía si podía entrar o no en aquel lugar. Al ver las marcas que había en sus muñecas, se levantó despacio de la silla, dándole el tiempo necesario a Alexia para entender su siguiente movimiento, y se acercó hasta el joven para coger entre sus manos las suyas.

“Ahora eres uno de los nuestros. Nadie te volverá a hacer daño.” “¿Tú también eres libre?”, preguntó el joven dubitativo. “Sí, su padrastro nos dio la libertad a muchos de nosotros. Ella sigue ahora su ejemplo.”

No pudo evitar ver a la joven con otros ojos tras la breve explicación de aquel hombre. Despacio, se acercó hasta ella para sentarse en la silla que había a su lado. En su leve recorrido por aquel cuarto, divisó el vestido que antes había llevado la mujer y una peluca, tirados en el suelo, entendiendo con ello que la falsa viuda era aquel hombre. Una vez llegó junto a Alexia, clavó sus ojos en los de ella, que no lo miraban a él sino a la maltrecha carretera que se alzaba ante ellos, para descubrir que, efectivamente, no se trataba de un fraude. Rodeando su cuello se encontraba la misma pluma que ahora llevaban ellos, solo que esta era blanca y estaba enlazada de una manera que no sabía identificar a una arita turquesa. Pero pese a aquel significativo detalle, eran sus ojos los que delataban su procedencia. Todos los arita poseían un tercer párpado que se cernía sobre sus iris, otorgándole al ojo un extraño color azul gris carente de pupila. No muy seguro de sí mismo, Zehnon se acercó hasta la joven y acarició la corta melena tan blanca como la de ellos. Seguramente, lo último que querría era que más personas la reconocieran y quizás por eso trataba hacerse pasar por uno de ellos. Si no, no entendía por qué hablaba aquel idioma que podría meterla en más de un problema.

“Piensas tan alto que casi puedo leer tus ideas, Zehnon.” La voz de Alexia hizo que diera un respingo en su silla.

“Ya sabes mi nombre…”, susurró.

“Al que llamas hermano se refiere a ti con él. Aunque dudo que tengáis algún parentesco en común. No os parecéis en nada”, afirmó la joven aún con los ojos clavados en el monitor de vuelo.

“Su madre nos crió a los dos hasta que nos compraron como esclavos. Es la única familia que he conocido.”

Asintió despacio ante las palabras del joven sin mirarlo. No podía perder la concentración ni un solo segundo o podrían chocar con algo. Aquel cacharro aún cogía una velocidad maravillosa. Sumida en sus ideas, Alexia condujo la nave hasta la base donde ella y Dehnam vivían y, una vez alcanzó el hangar, aterrizó la nave con la maestría adquirida por la experiencia.

“Bienvenido a tu nueva casa, Zehnon.”

“¿Quién te enseñó nuestro idioma?”

“Mi padrastro vio que era más hija de él que de mi propio padre. Fue idea suya el que me criaran los ahma. Conozco todas y cada una de vuestras costumbres, además del idioma... Sinceramente, me siento más uno de los vuestros que de los míos.”

La sonrisa en los labios de Dehnam tras escuchar aquella declaración se llenó de orgullo. Había visto crecer a la joven y aprender tanto su idioma como sus costumbres a escondidas de su madre y siempre respaldada por aquel hombre al que acabó llamando padre sin serlo realmente. El recuerdo de los preciosos años vividos en Ara hizo que negase levemente con la cabeza. Si la codicia de la gente no hubiera sobrepasado los límites de la cordura, ellos seguirían en aquel planeta, sobrevolándolo con los cazas del ejército por pura diversión. Tanto ella como Dehnam eran niños del cielo, como los había denominado Reixat, y aquel pequeño detalle no variaría jamás. Ambos amaban con todas sus fuerzas el mero acto de volar. El instinto de supervivencia recorría sus venas y les convertía en unos magníficos pilotos capaces de liderar cualquier escuadrón por muy pequeño o dispar que este fuera. Con miles de ideas diferentes en la mente, Dehnam abandonó la sala de mandos y recorrió la nave en apenas unos segundos gracias a la velocidad innata de su raza. Cuando finalmente llegó al cuarto en el que habían acomodado al ahma enfermo, llamó suavemente a la puerta para cruzarla sin molestarse en esperar respuesta alguna.

Sentir que la nave se detenía hizo que en su estómago se arremolinase un extraño sentimiento que hacía demasiados años que no experimentaba. Esperanzado, se levantó del suelo y se afirmó fuertemente a la pared. Sabía que la pérdida casi total de fuerza que estaba sufriendo se debía a la rápida actuación de aquel medicamento. El escuchar que llamaban a la puerta hizo que tratase de incorporarse sin éxito. Apenas tenía fuerza para poder soportar su propio peso. Sin molestarse en contestar, seguramente no tendrían ningún tipo de pudor entre ellos a la hora de irrumpir en la intimidad ajena, Zaeder esperó a que quien quiera que fuese cruzase la puerta. Deseando que hubiera sido su hermano, observó como un ahma, casi una cabeza más alto que él, se acercaba hasta su cuerpo con determinación.

“Tranquilo, vengo a por ti. Ya hemos llegado a la base. No creo que tengas muchas fuerzas para caminar después de la vacuna contra el virus.”

Sin oponer resistencia, Zaeder se dejó caer hacia el cuerpo que había ante él. El hombre, que le resultaba vagamente familiar, pasó sus brazos bajo sus piernas y lo afirmó fuertemente contra su pecho. El olor que desprendía la piel de su cuello era suave, limpio. Nada comparado con el hedor que seguramente desprendería su cuerpo. Aunque el vivir en unas condiciones lamentables parecía una buena excusa para su estado horriblemente desaliñado. Muerto de vergüenza, se dejó llevar por aquel hombre para ver que, detrás de ellos, venían la princesa fugitiva y su hermano. Durante un momento, su mente trató de dibujar un solo motivo lógico para que un arita tratase de parecer más un ahma que alguien de su propia raza. Los arita eran personas pacíficas e inteligentes. Las últimas noticias que llegó a escuchar acerca de aquel planeta lo catalogaban como un extraño paraíso en el que el atardecer era eterno debido a su sol mediano y las cuatro lunas que lo rodeaban. Sin embargo, esos extraños ojos, cubiertos por aquella capa azul grisácea, seguramente esconderían más de un secreto. ¿Qué persona en su sano juicio se iría de su propio planeta cargando una fortuna incontable en forma de piedras preciosas? Seguramente, alguien con un pasado muy turbio o que sencillamente necesitase desaparecer. Con decenas de especulaciones cruzando su mente, observó cómo Zehnon admiraba la base por la que los estaban conduciendo. Pese a ser un lugar pequeño, contaba con los recursos con los que ellos soñaban: duchas, habitaciones, una despensa para almacenar las provisiones... Creyendo que sería capaz de romper a llorar de pura felicidad, se abrazó de manera inconsciente al hombre que lo cargaba, sintiendo cómo este le devolvía el gesto sin ningún reparo.

“Estás entre hermanos. No tienes que tener miedo de nada. Alexia es más de los nuestros que de los de su propia raza. Conoce nuestras necesidades mejor que nosotros mismos. Cualquier cosa que necesites, te será proporcionada.”

“¿Quiénes sois?”, preguntó aferrándose a él con fuerza.

“Fugitivos que no pueden volver a casa a menos que reúnan un ejército lo suficientemente poderoso para echar a los intrusos”. Tras sus palabras, todo en su mente cobró sentido.