El país de origen

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Los espíritus incordiaban a menudo a Yung, sobre todo cuando le tocaba cerrar las ventanas. Nos contó que una noche, mientras estaba junto a una de las ventanas que daban al bosquecillo de palas, se le apareció una cara justo delante de la suya, y aunque ya no sabía exactamente qué aspecto tenía, recordaba que su propia cabeza se había vuelto dos veces más grande.lxii

En la época de mi abuela, el pabellón de la parte delantera de la casa había sido una especie de gudang (almacén) con un piso; ese piso se había ido llenando poco a poco de murciélagos, atraídos sin duda por frutos que había en el almacén, por lo que llamábamos a esa parte del edificio “la casa de los murciélagos”. Sus ventanas eran estrechas y negras y estaban provistas de rejas; desde la calle habría podido pensarse que allí tenían encerrado a un loco. Poco después de nacer yo, mis padres reconvirtieron el almacén en un pabellón sin piso y con porche. A partir de aquella época Yung veía menos fantasmas, pero seguía evitando esa parte de la casa como si fuera la más peligrosa. Más tarde se instaló allí un joven y atractivo indiano de pequeño bigote respingado, que hablaba un inglés fluido (trabajaba para una empresa inglesa) y tocaba el violín: el señor Frank Robertson (tenía también un nombre inglés).lxiii Era hermanastro del joven Charles Mesterslxiv que había recibido el bautizo católico en nuestra casa y que, no obstante, se había portado tan mal. A veces venía a hacer música con mi madre y nos parecía muy simpático a todos. Aunque era mucho más joven que ella, la fusión de la música de ambos parecía repercutir demasiado en su ánimo, por lo que mi madre consideró finalmente que era preferible suspender las veladas musicales. Estaba prometido a una joven indiana del barrio, a quien las veladas musicales en nuestra casa ponían muy celosa. Una noche, mientras estábamos sentados en el oscuro porche delantero, vimos acercarse un sado del que salió tjang Panel y le dijo asustada que su futura suegra quería hablarle. Él se metió precipitadamente en la casa, pidió que le dijeran que no estaba, e incluso se le vio dispuesto a meterse en la gran cesta de la colada. Después, entre risas, supimos que tjang Panel se había prestado a gastarle una broma junto con mi madre, y todo el mundo se divirtió con la cara pálida del señor Robertson y su apresurada retirada; yo también, aunque sin comprender el significado profundo de la broma. Más tarde rompió de improviso su noviazgo para casarse con la enfermera que había asistido a mi nacimiento y que le llevaba unos años, pero que era una europea de pura sangre de cabello negro azabache y piel blanca. Ella se vino a vivir con él en el pabellón y allí tuvieron a su primer hijo cuando nosotros estábamos en Bahía de Arena. Más tarde, Frank Robertson dejó la empresa inglesa y se estableció por su cuenta para dedicarse a reclutar culis sin contrato para las demás islas de las Indias, tras lo cual emigró como hombre rico a Europa para regresar después a las Indias, arruinado, como si realmente pesara una maldición sobre aquel dinero.

Me resulta imposible separar el ambiente de la casa de este tipo de anécdotas, pues juntos configuran el mundo en el que crecí. Tjang Panel es una pieza de Gedong Lami, del mismo modo que lo es el árbol de bungur o la kamar panjang. Tjang Panel constituía en sí misma un vínculo con el mundo exterior; entraba en casa de todos hasta que se peleaba con ellos. Su único lujo era un cigarro y, para conseguirlo, vendía de puerta en puerta todas las historias del barrio. Venía a ver a mi madre, que no leía nunca y que, por consiguiente, se aburría cuando no llevaba la casa, y le hacía más compañía de lo que estaba dispuesta a admitir. Tjang Panel se traía a veces a otra amiga, y lo único que la asustaba era la furia de mi padre que siempre le reprochaba que fuera a su casa únicamente para ver a su esposa. Tjang Panel también tenía enemigas: “Figúrese, esta mañana, cuando iba al pasar, me encontré con la señora Cohen; estaba sentada en un sado, igual que yo, y entonces me miró, pero yo tiré mi cara”.38 Un intermezzo dramático en el que ella representó un papel tuvo lugar mientras yo guardaba cama con sarampión y mi padre estaba a punto de irse por primera vez a Bahía de Arena para explorar el terreno. Mi padre se había ido con un medio árabe, llamado Umar, que le gustaba porque el hombre podía convertir unos cacahuates comunes y corrientes en un potente purgante, simplemente pronunciando un maleficio, tal como nos había demostrado en una ocasión utilizando como conejillos de Indias a nuestros criados. En aquella época teníamos a una chica de servicio que en realidad era europea, pero que estaba casada con un nativo. Se llamaba Lies y, según tjang Panel, tenía una mulut busuk (boca podrida), lo cual significaba que siempre hablaba mal de la gente. Sin embargo, una noche Lies fue a ver a mi madre para suplicarle que hiciera volver al señor, pues había oído con sus propios oídos cómo Umar se había confabulado con el segundo hijo de tjang Panel, Sinyo Dirk (que era nuestro capataz), para asesinar al señor: Umar lo apuñalaría en el prao y lo arrojaría al mar. Mi madre quedó muy conmocionada y telegrafió a mi padre diciéndole que regresara de inmediato. Él recibió el telegrama en Pelabuhan Ratu cuando estaba a punto de recorrer la última etapa del viaje en prao. Mi madre hizo venir a Dirk Panellxv y oí sus gritos que llegaban hasta mi habitación de enfermo:

—¡Si quieres volver a hacer algo así, Dirk, prométeme al menos que le perdonarás la vida a mi hijo!

Dirk daba vueltas, avergonzado; mi padre volvió a casa asombrado y de mal humor, todo quedó en agua de borrajas y nunca se supo exactamente lo que había pasado realmente. La última ronda se disputó entre tjang Panel y Lies. A nadie se le ocurrió que pudiera haberse tratado de una conversación en broma que Lies se hubiese tomado en serio y todos los participantes en el complot cayeron en desgracia. Poco después, Lies fue víctima de ataques de histeria y quería pasearse en cueros por la casa. Un día en que yo acababa de regresar de un paseo, vi cómo, en medio de un gran alboroto, los jardineros la retenían, la levantaban y cargaban con ella hasta la habitación. También Lies tuvo que abandonar la casa. A mi madre no le cabía la menor duda de que todo aquello era obra de Umar. Sin embargo, cuando nos fuimos a Bahía de Arena, Dirk volvió a ser contratado como capataz, y tjang Panel, que había declarado a Lies como su “enemiga mortal”, seguía gozando invariablemente del favor de mi madre. Más tarde, cuando le tocó el turno a ella de caer en desgracia, mi madre se dio cuenta, de repente, de que tenía un brazo torcido debido al reumatismo, y por esta razón la comparaban con Kombayana, un personaje salido del wayang, un intrigante ministro al estilo del Polonio de Hamlet.

En la mayoría de los casos, cuando había pelea, Alima me sacaba de allí rápidamente; ella misma rehuía el vocerío y hacía lo posible por no recibir nunca una reprimenda; y si le daban una, no decía ni una palabra para que todo acabara cuanto antes. “Era un alma sensible”, decía mi padre con energía, quizá sin saber hasta qué punto era su alma más sensible que las de todos los demás habitantes de la casa. Me hacía recortar estampas y conseguía hacerme comer cuando yo no quería, poniéndoles nombre a los diferentes bocados: “Ésta es nona Dientje, ya sabes, aquella niña tan bonita que por las mañanas siempre va a la escuela; si la dejas en el plato, se pondrá a llorar”.

Un día, el jefe del barrio (bek), un chino llamado Yam Seng, trajo un caballo a casa; entonces me pusieron un uniforme, una gorra de piel, me colgaron un sable de hojalata de la cintura y me montaron a caballo para que el mozo de cuadras me sacara de paseo. Yo no cabía en mí del orgullo y saludaba a todos los soldados con los que me encontraba que, por supuesto, me devolvían el saludo. Alima estaban tan ilusionada como yo; en aquella época estaba convencida de que yo llegaría a general y caminaba detrás del caballo con una cara a medio camino entre la risa y el llanto. Por desgracia, al día siguiente hubo que devolver el caballo, puesto que sólo era prestado, y mi padre ya tenía demasiados caballos en las cuadras como para comprar uno más. Más tarde, bek Yam Seng fue asesinado por un viejo chino menesteroso que le debía dinero y a quién él había perseguido sin piedad. Yo conocía muy bien al jefe del barrio, era un hombre corpulento y astuto que siempre nos traía regalos. A mí me dio, entre otras cosas, una caja con jabones de las más diversas formas. El viejo chino le cortó el pescuezo mientras iban juntos en un sado, y luego arrojó su cuerpo a la calle. Fue a caer justo delante de un cine ambulante que daba una función en una tienda de campaña; el cine se vació en cuestión de segundos y todo el mundo pudo contar más tarde cómo el jefe del barrio había yacido en la calle en un charco de su propia sangre. El tongtong resonó, y la noticia llegó enseguida a nuestra casa: “¡Han asesinado a bek Yam Seng!”, e Isnan dijo: “Así se explica que ayer hubiese una aureola alrededor de la luna”.

Mi padre estaba ausente y mi madre, tjang Panel, Flora y yo, así como todas las sirvientas, cerramos la casa apresuradamente y nos metimos juntos en una habitación. Poco importaba que el asesino se hubiese entregado mucho antes a la policía; más bien intentábamos convencernos unos a otros de que el viejo chino era en realidad un hombre pobre y bueno, al que habíamos visto pasar a menudo delante de casa. Nunca antes me había impresionado tanto un asesinato y la visión del jefe de barrio ensangrentado, el mismo que me había enviado un caballo, no me abandonó en toda la noche.

 

Perpendicular al porche trasero se encontraban las dependencias que, en realidad, constituían un único bloque, y al lado había un almacén con un piso; en la planta baja se guardaba el material de construcción y la cal, tablas de madera y baldosas, y la planta superior estaba llena de muebles viejos, y una capa de carbonilla recubría el suelo de madera. Para llegar ahí había que subir una escalera empinada, y para mí era un auténtico acontecimiento y una ocasión que había que aprovechar cada vez que alguien iba allí con un gran manojo de llaves. En la oscuridad del “desván del carbón” yo avanzaba con sumo cuidado y tenso de curiosidad. Había de todo, viejos retratos, abanicos, libros, incluso los libros de estudio de mi padre que nunca había sacado de los baúles. En las habitaciones del servicio, sucias y sofocantes, que no siempre estaban ocupadas, se podía jugar muy bien al escondite; luego, cuando jugábamos a los “mosqueteros”, la escalera hasta el desván era un lugar excelente para defender y atacar con nuestras espadas de bambú.

El jardín trasero daba a las cuadras. Al principio, mi padre tenía muchos caballos, pero su número se fue reduciendo después de volver de Bahía de Arena. Recuerdo una época en que la antigua cuadra estaba habitada por Yung, su mujer Djahara y su prole. Delante de las cuadras había un árbol de karet —no sabría decir si era un árbol de caucho enano, pues no tengo suficientes conocimientos de botánica— con un tronco corto y macizo, ramas gruesas e irregulares, de las que brotaban ramitas serpenteantes; era el árbol en el que más fácil resultaba trepar y donde debí de practicar por primera vez. Además, sus ramas gruesas eran ideales para sentarse a leer sin temor a caerse. El suelo alrededor del árbol estaba sembrado de semillas alargadas que se podían hacer reventar, y bajo la presión del aire se abría entonces una membrana transparente. Desde aquel lugar ya no quedaba mucho hasta la calle; y si se había entrado por la glorieta, se había dado la vuelta completa alrededor de la casa.

Si uno regresaba cruzando el jardín hasta el porche trasero con las pequeñas columnas amarillas, pasaba primero delante del pozo y luego de las lilas que de noche propagaban su aroma por todo el jardín. Las noches de luna eran más bonitas en la parte delantera del jardín, junto a la glorieta, entre las palmeras y con la luz reflejada en el agua de lluvia que se almacenaba en dos grandes conchas que había allí y que Flora llamaba “los delfines”. Pero el olor de las lilas en el jardín trasero era otro elemento de la noche tropical. Siempre que lo vuelvo a oler, recuerdo aquella parte de nuestro jardín en Gedong Lami y me veo de pie, entre los arbustos y mirando las pequeñas columnas. De la calle llegaba a veces música keroncong, que hacían los hermanos mayores de los niños con los que no me dejaban jugar; eran los buayas (holgazanes, tunantes y, literalmente, cocodrilos) de familias mestizas contra las cuales me advertían los Mollerbeek y los Leerkerk.lxvi Sin embargo, su música también encantaba a mi madre. Cuando mis padres se referían a ellos, utilizaban un tono condescendiente y ligeramente desdeñoso: “Esta noche se ha celebrado un bodorrio en casa de los Sersansi”. Ellos mismos se lo tomaban con humor: “¿Dónde se han metido los chicos? ¡Seguro que están buayando otra vez!” La música keroncong tiene un origen portugués, e incluso los apellidos de aquellas familias tenían a veces resonancias de la Europa meridional, y nadie logrará convencerme de que no son atractivos, así como tampoco podré reírme de su música que los conocedores desprecian y tildan de distorsión barata. Debería haber nacido en otro lugar o sentirme más europeo de lo que me siento para perder la sensibilidad por la sensual atmósfera de seducción de aquel punteo nocturno de guitarra con canto, y no sé lo que más me gusta, si los nombres de Rosario y Quartero, pertenecientes a los buayas más famosos, o los de Latuperissa, Tuanakotta, Tehupeiori, de sus rivales amboneses. Reproduzco aquí una copla que, cantada, me resulta tan conmovedora como Sourire d’avril al piano:

Terang bulan, terang bulan di kali

Buaya timbul, di sangka mati.

Djangan pertjaja mulut lelaki

Berani sumpah, tapi takut mati.

[Claro de luna, claro de luna sobre el río,

un cocodrilo flota en el agua, parece muerto.

No creas nunca la boca de un hombre,

se atreve a jurar, pero teme a la muerte.]

¿Con qué cosas venidas de fuera de Gedong Lami puedo equiparar todo esto? Quizá con el año nuevo chino de hace mucho, cuando todavía era un niño, cuando todo el barrio crepitaba por los fuegos artificiales y en nuestro jardín también salían despedidos los cohetes, cuando antes del anochecer desfilaban bandas enteras con dragones, los barong-saïs que escupían fuego y los liongs. De niño miraba con respeto también a los djenggés, los altos andamiajes sobre los cuales se columpiaban las niñas disfrazadas, maquilladas y ataviadas como princesas, extrañamente iluminadas desde abajo por las antorchas. Sin embargo, poco a poco sentí cómo se alejaba de mí el bullicio chino y las princesas en los andamios se convirtieron en niñas más pequeñas que yo; puede que la muerte de esta ilusión llegara con una representación de tjokèk, cuyo sonido vulgar, monótono, estridente y falto de melodía se mantuvo durante tanto tiempo, horas y horas, que acabó disolviéndose para mí de lo ridículo que era. “Los nativos tienen razón al despreciar a estos chinos”, debí de pensar entonces. Por una noche de músi-ca keroncong, mi corazón de joven indiano está dispuesto a regalar una serie de refinadas representaciones chinas. Non mi tocca, il mio cuor non ci si trova.lxvii Lo que más me conmueve en el recuerdo es el cumplido, en los versos malayos del hombre que con unas gafas azules presentaba a una de aquellas bandas, o que hacía bailar al final de una cuerda a un compañero disfrazado de oso, aunque en realidad aquellos eran parásitos indígenas de la noche de fiesta china.

Los estridentes sonidos de las ronggèngs, que en sí son excesivos para el ánimo europeo, no son tan ensordecedores, y sobre todo no tan endemoniados, como los que eran capaces de producir los chinos en la música que yo escuchaba. En las Indias, todas las mujeres cantaban por la nariz y con voz chillona, incluso las que cantaban como soprano en una orquesta de keroncong. Sólo alguna que otra nona, guiada por su instinto europeo, evitaba dejar escapar los sonidos por la nariz; sin embargo, las cantantes de Batavia cantaban así adrede, como si quisieran competir con las chinas.

Pero todavía estoy en el jardín trasero junto a las lilas; ante mí, el porche con las columnas, a mi derecha el largo cobertizo de las dependencias. ¿Yo? Más bien el pequeño Ducroo que he plantado allí. Por las noches, en la cocina ardía a veces una sola luz, una llama de gas ondeante sin mecha; y, al lado, en cuclillas en el suelo, veo a Isnan dándole vueltas a la heladora. Era domingo por la noche, porque entonces siempre había helado de vainilla. Cuando ya iba a la escuela, el sábado por la noche era feliz pensando en el domingo; el domingo por la tarde, cuando se ponía el sol, me invadía la melancolía al pensar en el siguiente día de escuela. Sin embargo, había un punto de luz, un último placer, el helado poco antes de irme a la cama.lxviii Isnan, en cuclillas junto a la puerta de la cocina, sujetaba la heladora entre las rodillas. Entre él y yo había una tempayan (tinaja de agua) alta y redonda; siempre me apoyaba en ella para mirar en su interior. En el agua de lluvia que había dentro coleteaban unos pequeños alfileres que más tarde se convertirían en mosquitos, o al menos a mí no me cabía duda de que esos bichos saldrían del agua con alas para picarnos en el dormitorio, aunque nunca lo consulté en un libro.

Un día, mi padre se hallaba junto a la tempayan y disparaba a los gorriones con una escopeta para comprobar si no había perdido la práctica del tiro. “¡Recógelos!”, me ordenó de repente, y empecé a recoger los pequeños cadáveres, muerto de miedo, luchando contra la compasión y el asco. Mi padre quería endurecerme, como si unos años más tarde yo no fuera a volverme cruel armado con mi propia escopeta. Finalmente, mi madre me llamó y me apreté a ella con fuerza mientras rompía en sollozos: “¿Por qué tiene que matar papá a esos pobres pajarillos?”

Más tarde, cuando me regalaron una escopeta de aire comprimido, empecé a dispararle a las cicaks (lagartijas) que corrían por las paredes de casa, so pretexto de que el urogallo que teníamos en una jaula necesitaba alimento. Se caían casi con cada disparo, y se quedaban tiradas boca arriba, pequeñas y viscosas; yo dejaba que otros las recogieran. Cuando aquel juego dejó de divertirme, sólo les disparaba a la cola, porque sabía que, de todas formas, les volvería a crecer. La lagartija corría apresurada, mientras la cola permanecía colgada de la pared con un perdigón y rebotaba con gracia. Yo, por supuesto, creía que disparaba como Bala franca o Mano firme.39

Más vale que deje para más tarde mis recuerdos sobre los alrededores, después de regresar de Bahía de Arena. Todo lo que he relatado hasta ahora sólo forma parte de la casa. Puede que a otra persona le parezca una especie de inventario, un mero plano. Estéticamente debería ordenarse de otra forma y así puede dar la impresión de que haya escrito estas páginas con un cartel de “¿No olvida usted nada?” colgado encima del escritorio.lxix En realidad, es la desventaja de una memoria demasiado buena. He callado sobre cien detalles que podría haber rememorado con facilidad. Esta manera de relatarlo es la que me resulta la más natural y, bien mirado, no encuentro mejor argumento.

35 Nubes rosas, Amada, Respuesta a la amada, Cuando muere el amor, Cuando florece el amor, Por qué no amarme, Lejos del baile, Lejos del país. [N. de la T.]

36 Sonrisa de abril. [N. de la T.]

37 “Duerme, niño, duerme”, canción de cuna holandesa. [N. de la T.]

38 Traducción literal de Buang muka. [N. del A.]

39 Personajes de novelas de Gustave Aimard (1818-1882). [N. de la T.]

IX. Bella en el divánlxx

Finales de abril. He contestado la carta de un agente inmobiliario de Bruselas que quiere intentar vender Grouhy y que dice haber estado relacionado con mi madre. Este hombre tiene puestas sus esperanzas en que, debido a la persecución de los judíos en Alemania, alguno que otro capitalista huido del país quiera poseer un “objeto de lujo” como éste. He decidido despedir al abogado de Namur que se mantiene tan distante (en cambio, al principio, cuando todavía creía que la herencia sería importante, se moría de ganas de acompañarme al Banco en Ámsterdam).

Me he ido a París con una sensación de alivio —febril y no obstante real— y he comido con Jane en casa de los Héverlé. Bella Héverlélxxi está en tan avanzado estado de gestación que se acusa de horrenda —algo que contradecimos con energía, pues al ser una mujer pequeña, la deformación está llena de buen gusto—, y se pasa el día tumbada en el diván y cubriéndose la cintura con los faldones de la bata. Por un momento habla con seriedad del niño, pero luego recupera su habitual tono alegre y fluido, que hace que Jane a veces no la entienda, para hablar de sí misma y de sus amistades. Viala y Manou la visitaron la semana pasada; hacía tiempo que no la veían y se quedaron asombrados al encontrarla en ese estado. Héverlé se había topado poco antes con Viala y, al preguntar éste por Bella, le había contestado sin darle importancia: “Oh, en estos momentos está redonda, pero eso acabará pronto”. Viala sacó entonces la conclusión de que habían tenido un pequeño accidente y que iban a ponerle remedio; Manou había pasado por algo parecido hacía poco. Parecía costarles mucho aceptar la idea de que Héverlé fuera a ser padre y que la inteligente Bella deseara un hijo.

 

“Nunca vi a una mujer ponerse tan pálida al recibir la noticia del próximo parto de otra como la dulce Manou aquella vez”, nos cuenta Bella.

¿Un deseo reprimido? —me pregunto de inmediato—. ¿Será el ejemplo de Bella una justificación para Manou cuando insista en ser madre si vuelve a producirse otro accidente? Bella llevaba años deseando un hijo; puede que Manou haya hecho suya la visión desesperada del mundo que tiene Viala a este respecto, sin basarse en nada real salvo en su temor al dolor. Por otra parte, el remedio le resultó también doloroso, aunque se llevó a cabo en una fase temprana. No es impensable que, para evitar el dolor, la próxima vez opte por dejar nacer al niño, pues algo así entra plenamente dentro de la lógica del sentimiento.

Es el instinto maternal, el derecho indiscutible a la maternidad, incluso en estos tiempos, e incluso entre las intelectuales que en principio están contra la guerra, contra la vida, incluso contra la condición humana.

—Es absurdo tomarse el derecho de reproducirse a costa de otro —afirma Héverlé.

Son palabras que las mujeres respaldan hasta que un día, el misterioso instinto les habla más alto. En el caso de Viala, la resistencia es todavía más real y tiene menos fundamento intelectual que en el caso de Héverlé. Además, para engendrar a un niño en estos tiempos uno ha de tener un ­sentimiento de seguridad muy engañoso. Los únicos niños que nacen todavía, opina él, son los que se deja nacer por puro aturdimiento, aunque hayan sido concebidos por error. Sin embargo, Bella ha disfrutado de su embarazo, dejando de lado los principios y las ideas generales, deliciosamente indefensa frente al dominio de lo físico —“como si alguien viviera su vida por ella”—, contemplando los nuevos derechos de su propio cuerpo con un interés soñador.

Mientras se ríe, Bella nos cuenta una historia muy diferente; esta vez tiene que ver con una virgen. Ya la he oído hablar de ese tema. En la manera en que habla de las vírgenes hay algo que me recuerda mi antiguo afán de ser “europeo y no víctima”. A ella le gustaría dar la impresión de que la virginidad no tiene ninguna importancia y que más bien es algo despreciable; que, en esencia, una mujer inteligente nunca es virgen, por lo menos no a partir del momento en que ha comprendido algunas cosas; y, por consiguiente, que se trata, cuando mucho, de una primera vez necesaria desde el punto de vista fisiológico. Ella eligió a Luc, y él a ella; pero por su juventud debieron sentirse atormentados por la falta de experiencia. La cadenciosa risa de Bella, que sin duda podría justificarse plenamente por su auténtico sentido del humor, suena a veces falsa. No se debe únicamente a esa tendencia que tienen los parisinos de ver siempre el lado cómico de la vida y de su omnipresente temor a parecer ingenuos; en este caso hay una necesidad de tragedia que uno siente en la atmósfera que se respira en casa de los Héverlé y que Bella parece querer desactivar con su risa. En el caso de Héverlé, se delata por la manera en que transforma una y otra vez la palabra en verdades generales; en el caso de ella, se delata en esa risa que relaja su rostro, pero que, cuando vuelve a ponerse seria, le deja una mueca, a la vez cargada y cansada, alrededor de los ojos y de la boca. “La tragedia judía”, diría Bella de sí misma. Bella siempre habla de su carácter judío como si fuera totalmente evidente, aunque a mí me cuesta recordarlo. A pesar de su aspecto judío, para mí es del todo parisina.

—Todas las noches, cuando se pone el sol, cierro las ventanas y me hago un ovillo para olvidar la hora; estoy melancólica, perdida, me siento como un trasto tirado, hasta que anochece por completo.

Lo dice sin perder la sonrisa, sobre todo si está presente Héverlé. Pese al manifiesto sentido de éste por lo humano en cada persona, la risa de Bella domina mucho más en presencia de Héverlé. Es como la excusa de alguien que, aunque es inteligente, se siente sometido a la crítica de una inteligencia más fuerte, como si el matiz de su intuición femenina le impidiera tener pleno derecho de hablar.

—Prefiero que nos cuentes algo de la época en que eras virgen —le digo.

—¡Oh, pero Arthur, primero estuve prometida como dios manda! Tenía un novio formal que contaba con la plena aprobación de mi familia, y yo no sentía nada por él; todo muy clásico. De golpe me pareció insoportable y se lo dije. Él me soltó un sermón sobre sí mismo, me preguntó si estaba enfadada con él, y cuando le hube dicho que no, me pidió en matrimonio. Le contesté que todavía no había pensado en eso. “¿Es que hay otro?”, me preguntó, y al ver que le contestaba de nuevo negativamente, dejó por zanjado el asunto; como ya no estaba enfadada y no tenía a otro, entre nosotros todo estaba bien. Yo no podía verlo así, pero tampoco podía alegar nada contra esa lógica. A partir del día siguiente empezó a traerme siempre flores y bombones. Así que nos comprometimos y yo sufría mucho porque él, por ejemplo, nunca logró aprender a besarme como es debido. Se esforzaba, eso sí, pero no lo consiguió nunca. Con él daba la impresión de que besar fuera algo terriblemente difícil. Cuando por fin decidí cortar con él, le escribí una carta en verso que debo de tener aún por algún lado porque, afortunadamente, se me ocurrió a tiempo que él no entendería nada y acabé por reescribirlo todo en prosa. ¡Así era yo siendo virgen! Sí, y después de cortar lo pasé mal, no tanto por él, sino por todas esas pobres flores y bombones…

—¿Y entonces llegó Luc? (Me sigue costando llamar Luc a Héverlé, incluso cuando hablo de él con Bella.)

—Sí, pero no fue enseguida. Entre tanto hubo otro. Pero aquello no fue un noviazgo de verdad; por aquel entonces mi familia ya no tenía nada que decir. Aquel hombre era muy inteligente, pero tenía tendencias sádicas, y como yo no estaba en absoluto a su altura, me vejaba todo lo que podía, me dejaba siempre bien claro que yo no era más que una mujer vulgar y corriente, cargada de vanidad femenina y privada, como todas las mujeres, de inteligencia para comprender los temas importantes; que no me conocía a mí misma, que lo necesitaba más que él a mí, y cosas por el estilo. Y además era algo más joven que yo. Sin duda debo de serte simpática por eso, Arthur, porque incluso siendo tan joven y virgen, nunca deseé estar con hombres mayores. Y después de que hubiese sufrido tanto, llegó Luc, que resultó ser aún más inteligente, pero sin pizca de crueldad. Al principio, no me fiaba en absoluto de él. ¡Al fin y al cabo estaba convencida de que los hombres inteligentes siempre tenían que ser terriblemente crueles! Así que, cuanto más inteligente parecía Luc, más pensaba yo que debía de tener algo que ocultar: “Cuando esté seguro de mí y deje de esconderse, seguro que resulta ser un monstruo de crueldad”, pensaba yo. Cuando nos íbamos juntos de viaje, me sorprendía día tras día de que no cambiara nada en nuestra relación. Y encima no era mayor que yo. Descubrirle ha sido quizá lo más inteligente que he hecho en mi vida.

“Sin duda —pienso yo—, y no sólo inteligente: más que eso.”

Bella concluye:

—Sin embargo, en aquella época Luc no era tan amable como ahora. Cuando uno ronda los 20 años y es inteligente, no es en absoluto simpático.

Y yo, ¿no era simpático a esa edad? Era incapaz de ceder, porque no quería serle infiel al personaje que me había propuesto ser en la vida, pero reventaba de ganas de consagrarme a algo o a alguien, aunque fuera alguien tan superficial como Teresa. Acababa de llegar de las Indias y tenía 22 años, si bien en muchos sentidos, y de acuerdo con las normas europeas, no aparentara más que 18. Había elegido a Teresa porque me tomaba en serio todas sus pretensiones artísticas y sus éxitos a la hora de granjearse la consideración mundana, porque gracias a su perfil noble, sus párpados oscuros y esa pizca de gracia italiana, enseguida encarnó para mí a la mujer y la novia europea sobre la que sólo había soñado. Teniendo en cuenta únicamente las cualidades raciales, Teresa no había sido una mala elección, pero como persona era lamentable. Sin embargo, yo no tenía puntos de comparación, sólo disponía de mi testarudez para oponerme a todo lo que ella representaba e implicaba inevitablemente. Era justo lo opuesto a mi amor por Jane, si es posible razonar algo así. Si me he vuelto más “amable” con 10 años más, será únicamente porque ahora dispongo de puntos de comparación, porque comprendí con mayor claridad que Jane era lo contrario de las mujeres que había conocido antes de que llegara ella.