El país de origen

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VIII. Gedong Lamilvii

No puedo ir a Bahía de Arena sin antes haber rememorado esa casa.

Era la casa más grande de Kampung Melayu, una de las pocas que realmente se merecía el nombre de gedong (casa señorial), y podía tener 100 años cuando nací. Mi abuela Lami había vivido en ella siendo una niña, y para mí eso equivalió durante demasiado tiempo a una antigüedad de 100 años como para cambiarlo ahora a la ligera. La alameda que había delante, y que desde la casa parecía la prolongación de la rampa de acceso, al otro lado de la ancha entrada que nosotros llamábamos el portal, todavía llevaba el nombre de la familia de mi abuela. Del mismo modo en que, en Cicurug, el viejo señor Kaffer era un hito en mis paseos, en Gang Lami, junto a la verja de su casa, había un viejo caballero al que siempre saludaba al pasar. Se llamaba Langkau y llevaba invariablemente la cabeza descubierta, con el pelo blanco y corto, tenía una cara redonda, bigote blanco, y un cigarro en la mano (algo sobre lo que Alima llamó mi atención), calzaba sandalias y vestía con pantalón corto y kebaya. Él me devolvía siempre el saludo con un movimiento de cabeza y una especie de gesto amable, y sólo más tarde, cuando yo ya iba a la escuela y seguía saludándole, caí en la cuenta de que en realidad no lo conocía.

Sin embargo, se había convertido para mí en la pareja de una anciana que venía a casa todos los días. Se trataba de la abuela de mi amiga Flora,lviii que me llevaba seis años y era la única niña europea, aunque fuera de piel oscura, con la que me dejaban jugar de forma regular. Esta anciana se llamaba tjang (abuela) Panel,lix era alta y caminaba bastante erguida, tenía un rostro color marfil lleno de arrugas, calzaba siempre babuchas, vestía ropa indonesia y fumaba los mismos cigarros negros que yo había visto en la mano del viejo señor Langkau. Ella los compraba con la misma avidez que Flora y yo los bombones helados, en una tienda china justo en la esquina de Gang Lami, frente a uno de los dos grandes pilares de nuestro “portal”. La tienda era una típica warung china, en la que uno podía comprar de todo: golosinas, cerillos, latas de conserva, velas, cigarros, macarrones y especias indias para la cocina, todo apilado y amontonado, entre auténticas edificaciones hechas con las cajas y los frascos con tapón de cristal. Aunque casi toda la tienda estaba abierta al exterior, dentro estaba a oscuras y cubierto de suciedad; una puerta abierta en la pared posterior daba acceso a una sala donde se podía ver una estampa china y un altar casero que siempre desprendía un olor a incienso chino, que en casa quemábamos para ahuyentar a los mosquitos. ¡Qué conservadores son los niños! Aquella tienda pertenecía a una anciana llamada nionia Anji, a la que ayudaba su hijo, un zopenco espigado, rapado y que ya llevaba una cola, con unos simpáticos ojos chinos y dientes prominentes. Flora y yo seguíamos diciendo que íbamos “a la tienda de nionia Anji” cuando la mujer llevaba tiempo muerta, había sido enterrada entre grandes muestras de dolor, y el hijo, que se llamaba Po Sen, nos entregaba como amo y señor los bombones que íbamos a buscar. Junto a aquella tienda, en una galería abierta, había un viejo europeo que se pasaba días enteros en una tumbona. Tenía una cabeza pequeña totalmente irreal, los ojos vidriosos y apenas rasgos en la cara: era nada más y nada menos que el padre del viejo señor Langkau y tenía ciento un años:

—¡Imagina, tiene cien años y encima un año más! —dijo Flora y, por supuesto, de algún modo se refería a que cada día se estaba muriendo en aquella galería.

Y un día murió, en efecto, pero nosotros ni nos dimos cuenta, pues cuando se lo llevaron no hubo muestras de dolor ni gente en ropa blanca, como sucedió con nionia Anji. Lo único que pasó es que de repente dejó de estar allí, como si por la noche hubiese ascendido hasta el cielo a través del techo.

Una vez cruzado nuestro “portal”, uno se hallaba frente a un lateral de la casa que estaba bastante apartado respecto a la calle; entonces había dos opciones: o bien girar a la derecha y seguir avanzando a lo largo de la verja hasta un pabellón que llamábamos el “pabellón delantero” y que parecía haber brotado del lateral, o bien seguir recto hasta llegar a una especie de glorieta que, en realidad, era la entrada delantera del edificio principal. Para acceder a esta glorieta totalmente abierta, a la que sólo una breve balaustrada y las palmeras en las macetas protegían de las miradas curiosas, había que subir tres anchos peldaños blancos. Junto a los dos peldaños inferiores habían colocado dos grandes bustos de mármol que representaban a un hombre con casco y barba (Áyax o Menelao) y una mujer o un muchacho, o por lo menos alguien de pelo largo y una mueca de dolor en el rostro (quizá fuera también el moribundo Patroclo). De niño me sentaba sobre los hombros de estas estatuas, y la figura femenina se tambaleaba bajo mi peso. Por supuesto, me imaginaba que era la esposa del hombre y no me sorprendía su expresión de dolor: “Las mujeres lloran a menudo”, seguramente pensaba.

A través de la glorieta se accedía al pasillo de la casa, un pasillo largo pero muy ancho que tenía el suelo de mármol. Antes de que empezara el pasillo propiamente dicho se accedía a una sala alargada que quedaba dividida en dos grandes habitaciones debido a la presencia del pasillo —o, mejor dicho, de la alfombra roja que se extendía de un extremo a otro—; estas dos partes estaban amuebladas de distinta forma. Las sillas y los sofás de la parte izquierda casi siempre estaban recubiertos por fundas; en cambio, nos sentábamos a menudo en la de la derecha, donde había un enorme ventanal que llegaba casi hasta el suelo, y que daba a la verja y a la calle. Allí había también más luz y los muebles eran más normales —si mal no recuerdo “un mobiliario vienés” de madera de caoba, o al menos sin el terciopelo de los muebles de la parte izquierda. Al principio del pasillo, y entre las dos estancias de esta sala delantera, había un arco cuya parte central estaba adornada con un signo de buena suerte: un estilizado trébol de cuatro hojas de color verde.

Distribuidas a lo largo de la sala delantera, sobre estanterías, había cuatro estatuillas de bronce de color marrón verdoso y siempre grasientas, que, suponía yo, representaban a cuatro jinetes cuyos nombres descifré sólo más tarde: Colón, Vasco de Gama, Camoens y Ariosto —tal transición de la náutica a la poesía no tenía nada de simbólico en nuestra familia—. Asimismo había grabados de Goupil: Le Puits qui parle, La Fête de la Chatelaine y otros por el estilo. Si no recuerdo mal, habían sido elegidas con más gusto que las monstruosidades que mi padre compraba en Bruselas, algunas de las cuales llegaron a Grouhy. Las cortinas eran de terciopelo grueso, con suntuosos pliegues, fieles al estilo de los amplios ventanales que debían adornar más que ocultar. En realidad, estas estancias eran los “salones” de todo el edificio, aunque sólo me percaté de ello más tarde, cuando empezamos a recibir a más invitados.

Las paredes del pasillo estaban cubiertas por todo tipo de adornos; a la izquierda, un grupo de platos de diferentes tamaños y orígenes, porcelana azul de Delft junto a porcelana china con profusión de ornamentos y de formato imponente, y piezas japonesas más pequeñas y sutilmente pintadas, con pájaros en pleno vuelo y otros motivos de animales. A la derecha, un enorme grabado que representaba a un hombre de bigotes puntiagudos que quería ponerle o quitarle un abrigo a una dama de 1900, mientras ambos personajes se miraban sonrientes; el caballero se parecía como dos gotas de agua al “tío” John Panel, primogénito de tjang Panel y padre de Flora (tenía el mismo mentón afilado y los mismos mostachos que él). Alrededor, también sobre estanterías, había estatuillas de colores: un moro de barba rizada y un saboyano con sombrero verde, ambos con su pareja femenina.

Al final del pasillo, donde el suelo seguía siendo de mármol, se abría otra sala que en realidad era la prolongación, pero que parecía dividida en dos, como al principio; allí también había una alfombra roja. A la derecha, una habitación clara, cuadrada, con el piano que mi madre tocaba por las noches; de las paredes colgaban algunas fotografías de gatos mirando a pájaros, así como las fotos de gala coloreadas de la Bella Otero y la Cavalieri. Por las noches, después de encender las lámparas de gas, reinaba un ambiente íntimo; yo me sentaba en el suelo, casi debajo del taburete del piano de mi madre, mientras ella tocaba todas las romanzas de los años en torno a 1900, los valses de Crémieux y Berger, Nuages Roses, Amoureuse, Réponse à Amoureuse, Quand l’Amour meurt, Quand l’Amour refleurit, Pourquoi ne pas m’aimer, Loin du Bal, Loin du Pays,35 y la que quizá más me emociona cuando la recuerdo: Sourire d’Avril,36 y un fragmento de un vals de Weber o Chopin (nunca logramos averiguar cuál de los dos) que, cuando lo silbo, me devuelve a Gedong Lami con la misma fuerza que la inolvidable canción de cuna Nina bobo. No puedo imaginarme que para Jane la canción de cuna Slaap, kindje, slaap37 sea tan conmovedora como para mí esa melodía extraña y exótica que me cantaba una vieja criada morena y que, en realidad, bien podría ser una adaptación de la vieja canción de cuna holandesa. Sin embargo, las adaptaciones indonesias están determinadas por el ritmo melancólico del nativo, por la atmósfera sofocante y las sombras del clima tropical. Mi madre tocaba sus romanzas y valses con sentimiento y casi sin cometer fallos, aunque tenía las manos tan pequeñas que no abarcaban una octava completa; en esos casos, su mano daba un pequeño salto con el que atrapaba en el último momento la nota que estaba a punto de escapársele. Mientras mi madre tocaba piezas sueltas leyendo la partitura o de memoria, yo hojeaba sus libros de música que casi nunca estaban sobre el piano; algunos de los grabados que contenían llamaban mi atención: un hombre con una gorra roja y mostachos colgantes junto a una gran maleta amarilla, un demonio con aspecto de murciélago sobre un fondo ardiente. Pero cuando mi madre accedía a mis ruegos y tocaba la música que acompañaba a aquellas imágenes, siempre me sentía decepcionado.

 

A la izquierda estaba el comedor, oscuro y fresco, con sillas oscuras y de formas curvadas, y, por supuesto, en las paredes, y de acuerdo con los criterios clásicos burgueses, sólo naturalezas muertas, pájaros muertos atados, a modo de altorrelieve de colores sobre escudos de madera. Por las noches esta estancia resplandecía por el cristal de las arañas, pero de día parecía oscura y apagada. Fue allí, alrededor de mi duodécimo cumpleaños, cuando tuve que escuchar las observaciones irritadas de mi padre sobre mis malos modales durante la comida, que casi siempre empezaban con una pregunta dirigida a mi madre: “No lo entiendo, ¿de dónde habrá sacado este muchacho semejantes modales? No puede haberlo visto con nosotros; ¡pero mira cómo sujeta el tenedor!” (yo siempre apretaba el tenedor con un dedo torcido, igual que hacía con mi portaplumas). Y poco a poco centraba su atención en mí y me daba una reprimenda mientras yo miraba la etiqueta de la botella de vino y rechazaba automáticamente la comida cuando Isnan entraba con un nuevo plato. Más tarde, cuando ya había cumplido 20 años y volvía del museo a las dos y media de la tarde, comía solo, y notaba doblemente lo fresca y oscura que era aquella estancia. Detrás había una despensa (sepén), donde el suelo de mármol daba paso a baldosas azules y amarillas. Allí mi madre sorprendió un día a Isnan escupiendo en la comida de Alima, que estaba enferma, y a quien él había recibido la orden de servir.

Al final de la alfombra roja había que bajar un escalón para entrar en el largo porche trasero. Allí, el suelo de mármol también daba paso a las baldosas amarillas y negras. El porche trasero era abierto, pero estaba separado del jardín por una balaustrada, con una repisa azulejada. La sostenía una hilera bastante grotesca de balaustres enanos, enlucidos de amarillo claro y lo suficientemente altos para que yo pudiera mirar por encima cuando tenía unos cinco años; estaban tan apretados unos contra otros, que ni siquiera podía pasar la cabeza en los lugares donde la separación era mayor. Allí estaban los muebles más sencillos, aunque era precisamente en ese porche donde nos sentábamos a menudo, sobre todo de noche, para gozar del frescor. Había una mesa alargada donde más tarde yo hacía los deberes; allí oí silbar con más fuerza el gas en los tubos de las lámparas, y la primera vez incluso que me dejaron encender la lámpara, con ese extraño estallido con que empezaba a arder la mecha y que ponía siempre en peligro el candil que estaba más o menos suelto sobre el cristal. Después, nunca más volví a mirar y a examinar como entonces un globo como los que colgaban alrededor de la mecha, como una segunda prenda, una especie de abrigo, unos globos color crema que contenían figuras lechosas en su interior, angelitos, guirnaldas, que me recordaban los cuentos de hadas y que, como todo lo que había en casa, me parecían fastuosos. Para que el porche no pareciera tan desnudo, a ambos extremos habían colocado dos palmeras en unas vulgares macetas de madera. De vuelta al pasillo estaba el despacho de mi padre (al que llamaban “la oficina”), que daba a la calle. Aunque de niño sin duda allí dentro arranqué hojas de las magníficas biblias de Doré que me daban para que las hojeara, y dibujé bigotes y barbas sobre las fotos de los amigos de mi padre, pese a que estuvieran ya sobradamente dotados, más tarde no me atrevía a entrar en aquella boca de lobo. Contra una pared había un gran armario que contenía ocho fusiles, y más tarde once; encima había dos cabezas de tigre, una grande y otra pequeña, que mi madre había heredado de su anterior matrimonio y que quizá habían sido abatidos por su primer marido; también había cabezas de bisonte de aspecto apagado, puesto que no eran cabezas disecadas como las de los tigres, sino simplemente una calavera blanqueada con unos cuernos más o menos gruesos y torcidos. En las paredes colgaban todas las fotografías y grabados de fin de siglo que quepa imaginarse: amazonas, bailarinas, actrices y otras bellezas, y un montón de fotos de la familia, no sólo en las mesas esquineras, sino también en el escritorio que había en el centro del despacho. Las parientes femeninas parecían rivalizar con las fotos compradas, con aquellas cabelleras sueltas, los bustos apretados y las cinturas de avispa. Sobre el escritorio todo parecía estar dominado por un caballo de bronce que se encabritaba por encima de los tinteros, y apoyado contra él había un Napoleón de porcelana, que yo consideraba bonito hasta que oí decir a mi padre que no estaba mal para ser un encendedor de cigarros, pero que con aquella cara, más que de Napoleón tenía pinta de Polichinela. Mi recuerdo más nítido de esta habitación es de la vez que me castigaron, por la noche, cuando reinaban la oscuridad y el silencio, sin nada que aplacara mi miedo, salvo el tic-tac de un reloj. Mi padre me había puesto en un rincón debajo de una horrible máscara japonesa roja, con ojos saltones, de la que él mismo me había contado que era el rostro de un asesino. Me quedé inmóvil, como si quisiera fundirme con la pared, yo que por las noches avanzaba siempre con miedo por el pasillo cuando pasaba delante de aquella habitación.

Al otro lado del pasillo había una habitación oscura que era el vestidor de mi madre, pero donde a veces mis padres hacían instalar la cama de matrimonio. Tenían una anticuada cama de madera, que había pertenecido a la abuela Lami, con muchos barrotes y paneles labrados, bolas de madera en la cabecera y anillos de cobre, y que casi siempre estaba en la kamar panjang, pero a veces en esta habitación. Allí, las bellezas que colgaban de las paredes iban más ligeras de ropa y lucían, casi sin excepción, largas melenas; incluso Cléo de Mérode se había desprendido de su diadema y de sus cintas para el pelo. Mi padre sentía especial predilección por las melenas. Más tarde, cuando ya había cumplido los 50, inició una colección de fotos de mujeres con mucho pelo, que recortaba de las revistas y luego retocaba a mano con lápices de colores; cuanto más gruesas las trenzas o más sueltos los bucles, más intenso era el color caoba que les daba. Mientras cursaba mis estudios de bachillerato empecé a coleccionar “estampas de Westminster” para él, eran retratos de mujeres que regalaban con los cigarrillos; después de llevar unas cuantas a casa, perdí todo interés por ellas, pero mi padre no me dejó tranquilo hasta que completé la serie entera de cien retratos.

La atmósfera de todas las estancias oscuras era opresiva, por muy agradable que pudiera ser el frescor. Un día, mi padre yacía enfermo en una de aquellas habitaciones cuando el médico de cabecera, un antiguo médico militar, le dijo en tono autoritario que era preciso que se operara. Entonces oí que mi padre le contestaba:

—De eso nada, maldita sea, no lo permitiré mientras esté en mis cabales. —Y dirigiéndose a mi madre—: De lo contrario, ocúpate tú de mantener apartados de mi cuerpo a esos tipos con sus cuchillos, ¡quiero morir de muerte natural!

Mi madre tuvo que acompañar apresuradamente al médico hasta el pa-sillo para evitar alterar más a mi padre, que se curó en cuestión de pocos días sin que fuera necesaria una intervención quirúrgica. Sin embargo, también hubo una época en que mi padre languidecía en las tumbonas, porque todas las noches se despertaba de un sobresalto, a las dos en punto, como si lo llamaran. Creía que se volvería loco, no tenía ganas de nada, en resumidas cuentas, parecía que estaba recibiendo un anticipo de su posterior neurastenia, contra la cual todos los médicos europeos se sentían impotentes y ni siquiera lograban explicarla como una enfermedad. Entonces, el jefe de Cicurug le envió a mi madre una hadji que tenía fama de saber contrarrestar la magia negra. La mujer rezó encima de un cuenco con agua en la que flotaban siete especies de flores, y se paseó por el jardín en busca del mal. Entonces, debajo de un árbol de bungur encontró un muñeco enterrado con la cabeza atravesada por alfileres oxidados, de acuerdo con el rito de la magia negra, que también era usual en la corte italiana y francesa del Renacimiento. La solución del misterio resultó ser la siguiente: por orden de algunos chinos descontentos porque no habían conseguido unas tierras en las que mi padre había puesto sus miras, lo “llamaban” cada noche a las dos en punto, lo cual explicaba que se despertara con sobresalto; luego maltrataban su efigie con la intención de volverlo loco. Aunque sólo fuera gracias a la “contrasugestión”, la hadji logró su objetivo: después de ver cómo enterraban al muñeco, mi padre durmió de un tirón toda la noche y la neurastenia desapareció. Fue una de las razones que impulsó su afición por lo oculto y alimentó su biblioteca sobre espiritismo. Por otra parte, mi padre creía que no era la primera vez que había tenido ese tipo de roces con los chinos. Años antes, cuando todavía estaba soltero, había tenido un pleito con los herederos de un viejo chino por una casa que se encontraba en sus tierras. La noche anterior a que se resolviera el pleito —que él estaba seguro de ganar—, mi padre se hallaba tumbado reflexionando cuando, de repente, sintió que sacudían con tanta fuerza la cama que los herrajes sonaron. Mi padre saltó de la cama para mirar qué había debajo, pensando que uno de sus perros podía ser la causa, pero después de encender muchos cerillos no vio nada.

—Entonces también pensé que podía ser aquel viejo canalla —dijo— que de esta manera venía a demostrarme su descontento.

Entre los dos dormitorios de mis padres —éste más oscuro y la clara kamar panjang— se encontraba la estrecha habitación donde yo dormía de niño con Alima y donde otra vieja criada, Bogèl, hija de dos esclavos de mi abuela, nacida en aquella casa, me contaba cuentos antes de dormir. Mi madre le había dado la orden de no asustarme nunca con el momóh (ogro), pero sus cuentos estaban llenos de jinns, de setans, de hombres y mujeres crueles, y a veces los dos mirábamos intranquilos a nuestro alrededor mientras ella me contaba un cuento sentada a mis pies. Había un cuento terriblemente conmovedor de una pobre princesa, hijastra de una reina con dos hijas a las que regalaba pulseras de oro. Un día, cuando la princesa le pidió unas pulseras, su madrastra le contestó: “¡Aquí las tienes!”, y le cortó las muñecas, por lo que tuvo pulseras rojas. Así fue reuniendo joyas alrededor de los tobillos, rodillas, codos, un cinturón, un collar, y el cuento seguía y seguía sin que a mí se me ocurriera que la princesa tendría que haberse muerto ya. Los cuentos de Bogèl eran los más bonitos que yo conocía; en este sentido, Alima no podía hacerle sombra. Bogèl era una mujer alta de pelo blanco, pero rostro terso. Creo que fue en mi quinto cumpleaños cuando mis padres invitaron a un grupo de niños europeos del barrio y encargaron un organillo: los niños se pusieron a bailar enseguida al son de la música, también Flora, que ya era una de las más mayores. Yo miraba con los ojos como platos a una niña pequeña con una tupida melena de pelo rizado que se llamaba Nike y que a veces había visto pasar por la calle. Mi padre me tomó de repente de la mano, me puso delante de ella y me dijo que tenía que sacarla a bailar. Me negué en redondo, pues no me imaginaba nada peor que tener que dar saltos en medio de todos aquellos niños desconocidos y precisamente con aquella niña. Sin embargo, había algo aún peor: el enfado de mi padre. Y, en efecto se enfadó; me agarró por “el pellejo del pescuezo”, como decía él, me arrastró por todas las habitaciones, lejos de la fiesta que siguió sin mí, y me dejó plantado en un rincón de la kamar panjang, donde Bogèl estaba cerrando las ventanas. En aquella época todavía teníamos ventanas correderas que había que maniobrar con cuidado, una tarea que se alargaba bastante. Mi padre estaba tan enfadado que ni siquiera advirtió la presencia de Bogèl y regresó enseguida a la fiesta. Bogèl se quedó conmigo, y como le parecía inconcebible que me castigaran el día de mi cumpleaños, me contó un cuento que hizo que me olvidara de la fiesta con limonada y organillo. Sólo sentí de nuevo inquietud cuando Flora vino a buscarme, puesto que encima tenía que pedirle perdón a mi padre por haber aguado mi cumpleaños.

 

La kamar panjang daba al río y lo único que la separaba de éste era un pedazo de jardín del ancho del pabellón trasero, que casi estaba construido encima del río. El Ciliwung fluía en lo profundo, y para llegar hasta el agua había que bajar por un pequeño barranco, algo que parecía imposible porque la ladera estaba recubierta de arbustos y porque allí tiraban todo tipo de desechos, latas, pedazos de vidrio y cosas por el estilo. En el borde superior se alzaba nuestro árbol de angsana, que era medicinal, por la que podría haber merecido el nombre poético de “árbol del sufrimiento del mundo”; si se hacía una muesca profunda en su corteza, brotaban lágrimas pegajosas y rojas como la sangre, de sabor agrio, pero excelentes para curar las heridas en la boca y la garganta. Al otro lado del río había un kampung, que quedaba oculto tras los altos árboles, desde donde nos gritaban a veces los niños indígenas. En ocasiones, en la temporada de banjir, el agua corría rápido, mientras que, en otras, fluía tranquilamente, pero siempre formando pequeños remolinos, y aunque el agua era casi siempre de color ocre claro, en época de banjir se volvía espesa y adquiría un tono marrón rojizo debido a la tierra que transportaba. Desde nuestro jardín podíamos ver justamente cómo el río hacía un recodo; era emocionante ver aparecer o desaparecer detrás de la curva los praos con los nativos que normalmente no remaban, sino que se impulsaban con una vara larga. Más tarde, cuando ya me atrevía a nadar en el río, solía hacerlo por la tarde, cuando mis padres dormían, y lejos de casa, donde los sirvientes habían abierto un sendero que conducía hasta el río para poder bañarse ellos.

De niño sentía un vago temor de que los bandidos pudieran salir del río a pesar del barranco. En aquella época, el tongtong (un tronco hueco que se golpeaba para dar la voz de alarma) sonaba casi todas las noches. Había dos tipos de tongtong: el amok o alarma en caso de homicidio, y el tongtong en caso de incendio; los sirvientes oían enseguida la diferencia; yo no. Para mí todo tenía que ver con los bandidos que perpetraban muchos robos, sobre todo en la región de Buitenzorg. El asistente-residente de Meester Cornelis era un anciano llamado Hartelust que, según los periódicos, siempre llegaba justo cuando los bandidos se habían marchado; el comisario se llamaba Calmer y el inspector Shilling; y los periódicos se burlaban de ellos con un típico juego de palabras indiano: los bandidos asesinaban y robaban a sus anchas, mientras el comisario Calmer no perdía la calma y el inspector Shilling no valía ni un chelín. A menudo, cuando oía sonar el tongtong, me metía entre las sábanas hecho un ovillo, a veces cuando eran apenas las ocho o nueve de la noche; sólo la presencia de mi temido padre lograba mantener doblemente bajo control mi miedo. Algunos años más tarde, cuanto tenía cerca de ocho años, mi padre alquiló Gedong Lami a un asistente-residente que era un viejo amigo suyo y que puso fin a los disturbios.lx Nosotros dormíamos en el pabellón del lado del río, que podía ser realmente siniestro, sobre todo de noche. En los árboles altos que había en la otra orilla se podía oír, a veces durante una noche entera, el grito de una lechuza; era cada vez un toque corto, pero indeciblemente melancólico que me infundía un miedo mucho más profundo que el tongtong. A veces también se oía el sonido chillón del ave nocturna que, según los nativos era una kuntianak, una mujer embarazada que murió al caerle un fruto que le hirió en la espalda, y que luego se convirtió en fantasma y se reía en la noche porque se había vuelto loca. Era en la época en que estábamos a punto de volver a Bahía de Arena y el asistente-residente se acababa de instalar en el edificio principal; yo estaba encantado con su presencia porque en el jardín, y por todas partes, se paseaban agentes de policía nativos; aunque los trataran como simples sirvientes, yo consideraba que, con aquellos uniformes, incluso el de menor categoría era más importante que nuestro Isnan que, en cierto sentido, era un jefe. Poco antes, una familia china entera había sido asesinada en una casa de campo. Se contaban historias terribles sobre el suceso, como que habían podido salvar a un niño de pecho al que encontraron junto al cadáver mutilado de su madre jugando con la sangre de ésta. En lo más profundo de la noche nos despertaron unos golpes en la puerta: era el asistente-residente que se disponía a salir y que venía a pedirle prestado un revólver a mi padre. Yo consideraba que aquello era un auténtico trabajo de hombres y lamentaba que mi padre no lo acompañara; y aunque lo propuso, desistió al ver la preocupación de mi madre.

El jardín de la parte delantera parecía no tener fin; había pocos árboles frutales, salvo del lado del río, donde se levantaba un bosquecillo de árboles pala, de nuez moscada, pequeños, nudosos y negros, siempre rodeados de frutos y hojas caídas entre los que se podía esconder una serpiente. No me dejaban ir allí a menudo, a pesar de lo mucho que nos divertía a Flora y a mí recoger los frutos caídos. Lo que más recuerdo de este jardín es la vez que estuve allí, tumbado en la hierba con Flora y una amiga suya que me parecía muy guapa, una chica de 17 años quizá y que para mí era la mujer perfecta, pese a su melena suelta. Recuerdo que estaba entre las dos chicas vestidas con sus bébés (unos vestidos holgados para andar por casa), y que era como si Flora ya no existiera para mí; tan fuerte y mágica era la atracción que sentía por el bébé de la otra muchacha. Creía que ella había venido para verme a mí y no a Flora, y las dos hacían lo posible para mantenerme en mi error. El jardín propiamente dicho se convertía en una llanura de hierba. Hacia el lado de la calle estaba el árbol de bungur, que repartía pequeñas flores rosadas por la hierba y debajo del cual había estado enterrado el muñeco clavado de alfileres. Era un árbol majestuoso, alto, frondoso, con una copa de color verde claro; allí, los sirvientes veían aparecerse a veces el fantasma de un árabe, un hombre corpulento con barba, emperifollado, mientras que en el bosquecillo de palas habían visto, a lo mucho, la figura de una pequeña hadji.

De todos los sirvientes, el que más espíritus veía era Yung. A la sazón ya era anciano, y cuando mis padres salían de noche, él se sentaba en la acera y los esperaba fielmente dando cabezadas junto al busto de Áyax. Mi madre había traído consigo al criado Isnan, un sundanés que ya estaba con ella durante su anterior matrimonio, y Yung era un anciano servidor de la época de soltero de mi padre; ya entonces se quedaba despierto noches enteras cuando mi padre se iba al club, y no tenía rival a la hora de preparar los bisteces. Cuando lo conocí ya tenía bolsas debajo de los ojos y un rostro sin barba, flácido y no obstante terso, pero cuando se sentaba en la acera poseía cierta dignidad europea; habría podido ser un ex funcionario colonial, y sin turbante parecía un residente jubilado. Caminaba con dificultad, puesto que tenía elefantiasis en un lugar que todos los niños señalaban riéndose, incluso su propia prole se lo decía sin recato: “¡Pa Yung kondor!”lxi ­Aquella misma enfermedad hacía que se le escaparan pequeñas cantidades de orina sin darse cuenta, por lo que a veces propagaba un olor desagradable por toda la casa sobre el cual había que llamarle la atención. Mi padre se portaba bien en este sentido; no despedía al viejo Yung y le decía en tono amistoso: “¡Venga, Yung, ve a cambiarte de ropa!”