El país de origen

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En otras ocasiones, por ejemplo cuando me peleaba con Alima, mi madre se dedicaba a quitarnos la razón una vez a uno y otra al otro, supongo que para no alterar el equilibrio o la buena relación que debía seguir existiendo entre nosotros. Yo no comprendía nada de nada cuando me tocaba el turno de estar equivocado. En unas cuantas ocasiones tuve que pedirle disculpas a Alima, aunque sabía que, más tarde, ella recibiría una reprimenda. Ahora me sigue pareciendo muy poco probable que mi madre le diera sin más la razón a un sirviente.

Si bien la vieja Alima era mi ángel de la guarda, mi posición de niño rico parecía exigir que tuviera también una niñera europea, a la que llamaban “señorita”. Hasta los nueve años tuve siete señoritas. Sólo una resultó ser del todo europea, Bertha Hessing, la sexta en la serie; las demás eran mestizas, a veces un poco más blancas, a veces casi totalmente “negras”. La primera se llamaba Minet Badongijbe, y sólo la conozco por lo que me contaron de ella. No se quedó mucho tiempo en casa porque se suicidó a causa de un amor desgraciado. Alima me contó que bebió desinfectante porque la había abandonado su novio. Por fortuna no lo hizo en casa, murió en el hospital, kassian. Mi madre decía que era una chica encantadora —lo cual en sí ya es una prueba de que su estancia con nosotros fue necesariamente breve—, tenía una cara amable, pero era bastante negra.

La segunda era una “nona blanca” llamada Jeanne Ende. Era aquella señorita bizca que rompía tantos platos. Sólo sé que estaba con nosotros en Cicurug y que yo me paseaba con ella y con Titih, la hija de koki Sipa, que a la sazón era una chica de unos 16 años, muy guapa para ser una nativa, delgada y con la piel amarilla en lugar de morena, como si fuera china. La casa de Cicurug no era más que una especie de casa de campo mucho más pequeña que la de Gedong Lami; cuando la rememoro, siempre la asocio a una atmósfera de felicidad vacacional, quizá fuera allí donde se inició mi existencia consciente. Tenía un nombre melodioso: Tingalsari; estaba situada en lo alto, dominando la carretera, y para llegar a la calzada (la famosa gran carretera de Daendels)31 había que bajar por una escalera serpenteante cuyos escalones estaban formados por grandes piedras. Una mañana, mientras salíamos de la casa, me caí en la escalera y me hice daño en la mano. Era la primera vez que veía mi propia sangre, y me asusté tanto que olvidé llorar. La señorita bizca se arrodilló y me suplicó que me callara. Titih recogió rocío del que cubría la hierba y en un instante borró la sangre, sólo quedó un granito redondo. Acto seguido se apresuraron a levantarme y a proseguir el paseo. Un poco más lejos, apostado a un lado de la carretera, estaba siempre el viejo Kaffer delante de su fábrica con la gorra puesta. Cuando llegué a su altura y lo saludé, me olvidé de mi herida. Más tarde me asombré de que la señorita hubiese conseguido ocultarle el incidente a mi madre. Por supuesto, poco después la despidieron, pero eso era inevitable.

La casa tenía dos pequeños pabellones donde a veces bebíamos té, y una glorieta en el jardín junto a los arrozales. Ya he descrito las vistas del monte Salak en la visión que tuve más tarde y con la que, en realidad, empecé este recuerdo. La propia casa me parecía estar llena de puertas plegables; creo que el criado Isnan podía abrir y cerrar toda una fachada de puertas plegables, como yo solía hacer con algunos libros de estampas que se desplegaban convirtiéndose en una valla.

Un día vino a fotografiarme un alemán gordo.l Me vistieron con un traje europeo que nunca me ponían y una bufanda escocesa, me hicieron sentar en una esquina de la silla. Se me ve ahí sentado, con cara triste e irritada, y las piernas balanceándose. En realidad irradiaba un profundo recelo, como sólo un niño puede contemplar el mundo, con plena intensidad y quizás un presentimiento.li Es la foto que más me gusta de mi niñez, pues me veo como un niño muy pequeño, pero no el niño rico bueno en el que me convirtieron en otras fotos, con el pelo cepillado y los pulcros trajes de marinero.

Un buen día, en Cicurug, vino a alojarse a casa una familia que en Gedong Lami tenía fama de indeseable (aunque puede que fuera más tarde): la enorme señora Mollerbeeklii con sus dos hijos. El mayor de ellos, Bernard, ya era demasiado grande para mí, pero el segundo, Tjalie, se convirtió en el organizador de todos nuestros juegos.liii Mientras su madre competía con la mía en la preparación de galletas indonesias, él, con ayuda de Titih, ponía patas arriba una habitación, colocaba un diván de pie para convertirlo en una especie de teatro y cantaba canciones procedentes de la ópera nativa llamada bangsawan, hasta que venía mi madre para gritarle que se estuviera calladito. Se sabía todas las canciones indonesias tocadas con organillo europeo y las cantaba a pleno pulmón, mientras los demás cantábamos el estribillo: “Ayun-ayun en el alto cocotero” y el resto. La que más me conmovió fue una del drama Niai Djasima, una de esas piezas basadas en un asesinato real: niai Djasima, mantenida por “tuan W.”, provoca el deseo de un nativo, Samiun, que le vende joyas o con quien mantiene alguna relación comercial a espaldas de su tuan, que acaba por matarla. Los primeros versos de la canción que Tjalie siempre entonaba a pleno pulmón, dicen así:

Hé Samiun, berani sekali

Bunun Djasima perkara peniti!

(Eh, Samiun, cómo te has atrevido

a matar a Djasima por un alfiler.)

Un día, mientras comíamos las galletas que habían preparado nuestras madres, llegó un vendedor ambulante que, entre todo tipo de baratijas, tenía diversas oleografías alemanas baratas, como las que se vendían mucho entre los nativos de aquella época: de generales de los boers, de la familia imperial alemana, de otros jefes coronados y de temas religiosos. Los jóvenes Mollerbeek se abalanzaron sobre las láminas y sembraron el suelo con ellas.

Su madre les compró muchos retratos del emperador alemán con su inolvidable mostacho, solo o con su familia alrededor, y uno de un potentado turco con barba y un fez rojo. Dado que los Mollerbeek habían arrasado casi con todo, mi madre sólo pudo comprarse un Jesucristo con un corazón ardiente y perforado y, a pesar de ello, con la expresión más dulce en un rostro rodeado de bucles. A mí me compró una lámina que mostraba a un niño precioso visto de perfil, también de pelo rizado, que rezaba mientras alzaba la vista hacia una mujer con un velo azul; quizá fuera también el niño Jesús y la virgen María, quizá fuera la propia María de niña con su madre Ana; nunca lo supe con certeza aunque conservé esta lámina durante mucho tiempo. En otra ocasión le mostré a Tjalie una estampa de una revista ilustrada que recogí del suelo, en la que se veía a un anciano con un capelo, pero con el pelo revuelto y barba, la boca abierta y los dientes apretados, de pie en el estribo sobre un caballo que galopaba entre dos hileras de árboles. Le pregunté si podía leer la leyenda.

—¡Ah! —dijo de inmediato—, ¡esto es un setan! (un fantasma, satán).

Yo ya conocía la palabra, pues se la había oído pronunciar a los criados, pero me sobresalté al verla vinculada a la estampa. Pensé que todos los setans tenían ese aspecto y que también se paseaban de esa guisa por las Indias; me daba la impresión de oír al viejo en la carretera, entre las dos hileras de árboles, por las noches, cuando afuera soplaba el viento.

Con Tjalie y con los demás europeos hablábamos en malayo. Cuando empezaron a enseñarme a hablar holandés, al principio me negué con ­desprecio.

—Ahora tienes que aprender a decir: “mesa”.

—Ah!, bukan, ah: medja.32

Sin embargo, todavía me faltaba mucho que aprender en malayo. Un día vi a unos hombrecillos que caminaban de pie o en cuclillas en unos abiertos vagones de carbón del mismo tren en el que una vez vi alejarse a mi madre. Cuando le pregunté al criado Isnan qué hombrecillos eran esos, me contestó:

—Binatang (animales).

Me imaginé que aquellas personas quizá se llamaran así por el oficio que ejercían. Un día en que se alojaba en casa una vieja hadji que me hizo entrar en su cuarto y me dio limonada de frambuesa diciéndome que era el agua de la fuente de Zamzam en la Meca, el tren pasó de largo y yo grité alegremente:

—¡Mira, los binatang!

—¿Los binatang? —me preguntó ella extrañada—. ¿Dónde?

Cuando le señalé a los hombrecillos, seguramente se sobresaltó por mi presuntuosidad de niño rico europeo:

—¿Cómo te atreves a decir algo así? —exclamó en tono de severo reproche—. ¡Esos no son binatang, son manusia!

—¿Manusia? —le pregunté inseguro, pues llevada por su seriedad había usado una palabra demasiado erudita para decir “persona”, que yo conocía por el término mucho más usual de orang.

—Pues claro que sí, manusia —repitió ella.

Entonces asumí que ése era el oficio correcto que practicaban los hombrecillos que podían caminar sobre los vagones de carbón.

Otro amigo de infancia era el hijo del criado Isnan, que se llamaba Munta y que no tenía igual a la hora de hacer arreglos en casa y de descubrir nue-vos juegos, pero al que no recuerdo de aquella época. Más tarde se casó con Titih, que a partir de entonces quedó enterrada en las dependencias y dejó de jugar conmigo. El día de su boda, y de acuerdo con una costumbre del país, le limaron los dientes. Yo, que no estaba enterado, pasé delante de una habitación abierta en las dependencias y la vi de repente: Titih echada en el suelo con la cabeza en el regazo de una vieja que había acudido allí especialmente para la ocasión. Un pañuelo le cubría los ojos y gemía, daba la impresión de estar inconsciente, y la vieja, con sus instrumentos en la mano, me sonreía como invitándome a entrar. No sólo me asusté muchísimo, sino que me fui corriendo a ver a mi madre y me puse hecho una furia. Creo que entonces ya le tomaba a mal a Munta que se casara con mis amigas. Era un auténtico donjuán en su especie, y más tarde volvió a casarse con una de mis compañeras de juego, después de que mi madre lo pillara con ella en una habitación, la hermosa Itjah, hija de nuestro jardinero y con la misma piel amarilla que Titih; al parecer, el amarillo atraía a Munta. Más tarde, cuando “se deshizo” de ella, Itjah se casó con un jefe mandur, un hombre ya viejo, y en ambas ocasiones me debatí entre mis sentimientos de rencor y soledad, preguntándome por qué me parecían tan terribles esos matrimonios, si yo ni siquiera estaba enamorado de esas chicas. Cuando se casó Titih, puede que yo tuviera cinco años, y cuando se casó Itjah, nueve cuando mucho. A Itjah al menos ya le pude decir en tono ofensivo que me parecía ridículo haberla visto verter agua de un hervidor sobre el dedo gordo del pie de su esposo; le pregunté si pretendía hervirle los dedos, y puesto que ella tampoco comprendía o podía explicar el ritual, se hizo la ofendida. Este es el tipo de compensaciones a las que recurre uno más tarde para curarse de los agravios.

 

Una vez, un chino rico que vivía en Cicurug invitó a mis padres a una representación de las primeras películas que llegaron a las Indias; todos los dueños de plantaciones de los alrededores hicieron acto de presencia en compañía de sus esposas. Al empezar la película, se apagaban las luces, pero he olvidado ese detalle, y en mi recuerdo las luces permanecían encendidas. Yo veía ese hormiguero de europeos, sólo había europeos en la calle, y me extrañaban los enormes rostros en primer plano y miraba atentamente a los hombres con barba. Pero de repente desarrollé un complejo de castidad, como se diría ahora. Fue cuando apareció en escena una mujer que se desvestía en una casa de baños y que se disponía a meterse al agua en traje de baño mientras, a lo lejos, se acercaba remando un hombre con una gorra. Aquel espectáculo era demasiado para mí, pues creía que la señora se desvestiría por completo antes de entrar al agua.

—¡Ay, no, Tut no quiere seguir mirando, Tut quiere irse a casa! —decía yo mientras le tiraba a Alima de la mano.

Y no hubo nada que hacer, Alima tuvo que acompañarme a casa ­mientras los dueños de las plantaciones y sus esposas se desternillaban de risa.

A mi manera, era casto en otro sentido. No quería en absoluto que alguien entrara en la habitación mientras Alima me desvestía. Más tarde, en Gedong Lami, me parecía terrible que, estando de paseo, me abordaran niñas mayores que me tomaban en brazos y me besaban. Había una en especial, una niña gorda y morena, que siempre me abrazaba armando mucho escándalo y que me resultaba especialmente antipática; Alima y yo la llamábamos nona Gembrot (señorita Hinchada). Fue ella la que me devolvió de inmediato la sensación de ser un niño cuando a mis padres no se les ocurrió nada mejor que dejarme salir a la calle con un vestido; Gembrot se acercó a mí corriendo y gritando: “¡Noni! ¡Noni!”, por lo que al llegar a casa le expliqué con amargura a mi madre que yo era un sinyo, y que por consiguiente no quería que nunca más me vistiera como una noni.

En aquel entonces ya estaba allí mi tercera niñera: Koba Verhaar. Ella me contaba bonitas historias y me llevaba a la cochera, donde a veces permanecíamos un día entero metidos en un coche que olía a humedad, hasta que mi madre empezaba a preocuparse porque no nos veía por ningún lado. Los coches, que sólo sacaban de vez en cuando, estaban apretados unos contra otros, por lo que había que trepar a uno para llegar al siguiente. En medio de todos estaba la calesa, muy estrecha y maloliente, pero dorada y acolchada. Todo estaba recubierto por un dedo de polvo, pero yo me conocía esos coches mucho mejor que después los automóviles: había una calesa, un américaine, un landauer, un bendy y un milor.

Mi madre me contó más tarde que Koba Verhaar nos fue arrebatada por un apuesto sacerdote que siempre venía a hablar con ella. “Ella se figuraba que tenía inclinaciones religiosas, cuando en realidad sospecho que estaba enamorada del cura”, añadía mi madre. El hombre se llamaba Van der Kuil,liv y aunque mi madre era católica, le negaba la entrada a la casa o, mejor dicho, le pedía a mi padre que le negara la entrada. Yo había sido bautizado por un sacerdote llamado Schets, cuyo nombre siempre era pronunciado con gran respeto por mi madre; sin embargo, el nombre Van der Kuil supuso para mí la primera señal de que también podían existir los sacerdotes malos. Le había dado a mi señorita una historia bíblica con estampas, que ella me leía a veces, pero cuando se fue, se llevó consigo el libro. Le pedí a mi madre que me lo comprara, lo que para ella debió de confirmar mi naturaleza religiosa. Pero todas las historias bíblicas que encontró o que me mostró más tarde, tenían otras estampas o no me satisfacían, y por ello me convencí en silencio de que la señorita Koba se había largado con las únicas historias bíblicas auténticas. Nunca tuve mucha vena religiosa: hacía mis oraciones religiosamente porque mi madre me había dicho que dios lo veía todo y se enfadaría si no rezaba. Pero mis historias preferidas en los libros eran la de David y Goliat, Jonás en el vientre de la ballena y Sansón con el león, que al final derribaba todos los pilares. La historia de Jesús me parecía bonita, pero como lo puede ser un cuento dramático. A partir del momento en que me explicaron que era el hijo de dios y casi tan poderoso como él, y que oí hablar de sus milagros, no me cupo la más mínima duda de que, de haberlo querido, habría hecho caerse muertos allí mismo a todos los romanos, y sentí instintivamente que había tenido su merecido y que, por consiguiente, aquello no era asunto de otro.

—¿Y qué sientes ahora al leer cómo le azotaron? —me preguntó mi padre una noche, y yo no comprendí a qué se refería. (Debía de tener unos ocho o nueve años.)

—Cuando yo tenía tu edad —prosiguió—, sentí que querría haberle ayudado, que habría querido luchar por él.

Eso me extrañó, aunque ni siquiera me atrevía a pensar que mi padre pudiera estar equivocado. “Quizá podría haberlo salvado —debí de pensar—, pero bien mirado ¿para qué? Si aquel hombre de los milagros hubiese querido salvarse, habría bajado de la cruz por su propio pie, ¿no?” Matar a todos los romanos con una sola palabra y bajar de la cruz sano y salvo eran, para mí, cosas que pertenecían al ámbito de la taumaturgia nativa, en la que creían todos mis compañeros de juego, pero en sí no las consideraba hazañas ni admirables ni simpáticas. Cualquier saïd (árabe que desciende de Mahoma) podía, según ellos, matar a una persona normal con una simple maldición, y estos saïds no me atraían en absoluto.

Koba Verhaar fue reemplazada por la señorita más morena de todas las que tuve, casi una negra con pelo crespo, y por la que me sentí más íntima y rápidamente atraído. Se llamaba Lotje Kroone y se ganaba a todo el mundo gracias a su gran sencillez y calidez, pero no se quedó mucho tiempo porque estaba a punto de casarse cuando vino a vivir con nosotros. Cuando se marchó sin despedirse, y yo me di cuenta de que me habían engañado, sentí por primera vez un dolor desgarrador. Mis padres me habían dicho que Lotje había salido un momento y que volvería por la noche; es la estúpida esperanza de los adultos que piensan que un niño lo habrá olvidado todo en cuestión de unas cuantas horas. No había forma de consolarme, no quería ver a Alima y me revolqué por el suelo como un niño indígena has-ta que apareció mi padre. Siempre había sentido la amenaza de aquella boda y no comprendía por qué la señorita Lotje no se quedaba conmigo después de casarse, como lo había hecho Alima. Sucedió en Sukabumi, en una casa de alquiler (la casa de Turpijn)lv que tenía papel adhesivo de colores en todas las ventanas. El resto mostraba un aspecto gris y despintado, pero gracias a aquellos colores, que yo no había visto nunca antes, me parecía preciosa. En la casa había un libro francés con reproducciones de xilografías anticua-das y oscuras que representaban viejas torturas y ejecuciones. Para consolarme, me daban el libro para que lo hojeara. En una de las estampas volvía a haber un hombre con barba, maniatado y medio en el agua, con los dientes apretados y alguno que otro instrumento de tortura en la cabeza. De inmediato reconocí en él a un setan; y luego, transportando la imagen a aquel que me hizo sufrir al apartar a la señorita Lotje de mi lado, me fui llorando hasta mi madre y le dije:

—De acuerdo, no hace falta que la señorita vuelva, pero si ese setan viene aquí algún día, papá tiene que matarlo.

Sólo sentí algún consuelo después de que mi madre me prometiera, en nombre de mi padre, que lo haría.

En el papel adhesivo de la casa de Turpijn había unos animales fabulosos llamados hipogrifos; eran de color dorado sobre escudos azules. Mi padre me dijo cómo se llamaban y me explicó que aquellos animales no existían, ni siquiera en Europa. El propio papel adhesivo, que convertía los cristales corrientes en algo precioso, me quedó grabado en la memoria como algo muy especial. Más tarde, en Gedong Lami recubrimos todos los cristales con papel adhesivo y había de todo: lirios rojos y blancos, tulipanes morados y dorados —los tulipanes era más bonitos, porque estaban menos estilizados, eran los primeros tulipanes que yo veía, incluso en una representación— y una imitación de vitral, pero no hipogrifos. Escribo esto porque, en contra de toda lógica, me resulta imposible creer que aquellos hipogrifos fueran menos importantes que los acontecimientos que se producían en mi vida; los hipogrifos envolvían el dolor que me causaba la marcha de la señorita Lotje.

Fue en aquella época cuando me puse enfermo y vino a verme el médico con la perilla. Mi padre se había ido a Sukabumi en viaje de negocios; quería pedir información en la Administración colonial sobre unos terrenos que se encontraban cerca de la costa sur del Preanger. Un inspector33 procedente de esa zona le había aconsejado que abriera allí una fábrica de arroz. Si un barco de la marina mercante estaba dispuesto a recoger de vez en cuando una carga, podría hacerse inmensamente rico. Aunque mi padre era el propietario de Kampung Melayu y ya era bastante rico, puede que se aburriera; la cuestión es que el plan le gustó, y mi madre, que de joven había pasado mucho tiempo en el campo con su primer marido y no se acobardaba en absoluto ante circunstancias como aquélla, le alentó a seguir adelante y le dijo que lo acompañaría si realmente creía que la empresa valía la pena. De este modo nos fuimos a Bahía de Arena. A la sazón, yo apenas tenía seis años. Realizamos el viaje por barco: el Speelman (llamado así por un gobernador general, pero que para mí se fundió con un personaje de Prikkebeen.34 La intención era continuar el viaje desde Sukabumi, pero resultó muy difícil transportar a todo el equipo de trabajadores que mi padre quería llevar consigo sin sufrir pérdidas por el camino. En Sukabumi desertaron de repente tres personas: un joven capataz europeo llamado Charles Mesters,lvi Munta y su esposa Titih. Sin embargo, el padre de Munta, nuestro criado Isnan, fue tras ellos y los obligó a regresar cuando estaban a punto de subirse a un tren en un apeadero. Todavía recuerdo el alboroto que causó la noticia en casa, y la cara de desgraciado de Charles Mesters cuando volvió a entrar por la puerta cual ladrón detenido. Se decía que Munta se había dejado persuadir porque estaba enamorado de Titih. Mesters era un muchacho que no servía para nada bueno, hermanastro desatendido de un conocido nuestro que había alquilado un pabellón en Gedong Lami. Antes de que mi padre lo contratara como capataz, le habían dado un bautizo católico en nuestra casa, algo que a mí me resultó misterioso e incluso un poco angustiante. Se había pasado tardes enteras conmigo en el césped y, por consiguiente, estaba familiarizado con él; era un muchacho callado de rostro estrecho y ojos saltones, y parecía salido de una correccional. Quizá fuera un poeta en su género. Había ideado un plan fantástico para hacerse rico con Munta y Titih, en lugar de ir con nosotros a Bahía de Arena. Mis padres eran totalmente insensibles a semejantes fantasías; mientras Isnan, el padre de Munta, sacaba a éste de la habitación, mi madre y mi padre descargaban toda su cólera sobre Charles Mesters; lo llamaron de todo, y “perro ingrato” fue el menor de los reproches. Yo lo escuchaba todo temblando; ya sabía con qué facilidad mi padre golpeaba a los nativos, y esperaba en silencio que no le pegara a Charles, porque era europeo y porque durante tardes enteras había estado sentado conmigo en el césped. Se limitaron a echarlo; cruzó el jardín y se subió solo al carro en el que media hora antes habían llegado los tres. Nunca más volví a oír hablar de él aparte del comentario de que era un “chico malo”.

 

El Speelman nos llevó de Tandjeong Priok a Bahía de Arena. La mayor parte del viaje tuvo lugar de noche y supe por primera vez lo que era el mareo. En el mismo camarote que yo, sin poder ayudarme porque ella misma estaba tan mareada como yo, se encontraba mi nueva señorita. La habían contratado en el último momento porque yo necesitaba una niñera, por consiguiente, la primera relación íntima que compartimos fue el mareo que a mí me resultaba tan inexplicable, en aquel extraño decorado del pequeño camarote que se mecía, con un ojo de buey, dos literas, y fuera, el golpeteo del agua y la noche muy cerca de nosotros. Mi madre, que también sufría de mareo, no se dejó ver. Más tarde, Isnan me contó lo que había sucedido aquella noche. Mientras los empleados dormían en la cubierta, él y mi padre se habían turnado para montar la guardia, mi padre con una pistola en el bolsillo, y él con un fusil cargado, porque todo el dinero de mi padre estaba allí, en la cubierta, metido en unos cuantos bidones de petróleo. Para pagar a los culis en un lugar tan recóndito, debieron necesitar varios miles de florines de plata; sin embargo, la historia tiene un regusto fantasioso, que sin duda es achacable a Isnan.

28 Wit-en-rood: blanco y rojo en neerlandés. [N. de la T.]

29 De Haan significa “el gallo”. [N. de la T.]

30 Mamá Lima. [N. de la T.]

31 Daendels: gobernador general de las Indias Orientales entre 1807 y 1810 que ordenó la construcción de la gran carretera que recorre Java de parte a parte y que cobró la vida de miles de personas. [N. de la T.]

32 ¡Ah, no! ¡Mesa! [N. de la T.]

33 Funcionario que ocupaba el último escalón de la jerarquía de funcionarios holandeses en las Indias.

34 Mijnheer Prikkebeen [El señor Prikkebeen] fue la primera historieta holandesa de J.J.A. Goeverneur que se publicó en 1858. [N. de la T.]