El país de origen

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VI. Principalmente Viala

Abril. Ahora que por lo pronto he acabado mi trabajo en la biblioteca y Viala ya no me necesita, puedo olvidarme de París y concentrarme en los alrededores de Meudon.xliii Jane ya no podrá satisfacer su pasión por los bosques pelados en la nieve, pues se diría que la primavera nos ha pillado por sorpresa. Después de las últimas nevadas hemos tenido de repente dos días cálidos llenos de sol. Jane trabaja con las puertas y las ventanas abiertas; yo, como todos los días, voy hasta la oficina de correos, pero ahora disfruto del paseo lento y tranquilo.

Anteayer por la tarde estuve con ella buscando sitios que en otoño me habían recordado a las Indias: edificios blancos y aislados, una determinada perspectiva de una verja recubierta de vegetación, un muro con una puerta vieja, todo el edificio en sí, pero visto al final de una calle, desde una curva o por entre los árboles. Me resulta difícil explicarle qué es lo que, en algunos paisajes, alamedas o casas, hace que me detenga de repente y diga: “Las Indias…” Es posible que la iluminación tenga mucho que ver y que, por extraño que parezca, las casas que en otoño me recordaban a las mansiones de las Indias, ahora, bajo la intensa luz del sol, pierden cualquier semejanza. La similitud de la luz recalca precisamente las diferencias y ya no veo un edificio aislado en medio de un jardín, sino el carácter de la propia edificación, austero y real, en comparación con lo que era para mí hace poco. En cambio, un poco más abajo había un pequeño y anticuado hotel que mantenía viva la ilusión; igual que me había sucedido con una pensión suiza en Cassarate, o con algunas casas de Hilversum cuyas sillas de mimbre pueden verse desde la calle. Aquí también había sillas de mimbre en un estrecho porche y, en el centro, dos columnas feas y superfluas y, por consiguiente, muy parecidas a las de las Indias. Nos detuvimos allí a tomar un café, el primero de esta zona que era bebible. La casa tenía una terraza y, detrás, un gran jardín escondido, todavía desnudo, pero que se adivinaba delicioso en verano y llevaba un bonito nombre: La Feuilleraie.

Ayer hizo otro día precioso. Caminé hasta la oficina de correos recorrien-do la estrecha callejuela que desemboca justo al lado, el Sentier des Balysis,eso sí que me seguía recordando muchísimo las Indias, una calle apartada,uno de esos pequeños callejones en los que viven los euroasiáticos más pobres, y de vez en cuando algún nativo entre ellos. A la izquierda un muro,a la derecha setos —los llamados paggers— y arriba tejados por debajo de los cuales la hiedra cuelga de las columnas, ventanas viejas con celosías,igual que allá, incluso una farola morisca con las mismas puntas de cobre y los cristales de colores, como la que una vez trajo a casa mi padre de una subasta. Si abría los brazos a izquierda y derecha, mis manos estaban a tan sólo un palmo de la pared y del seto. Durante unos segundos permanecí quieto en el callejón, fijándome en mi sombra que se extendía justo delante de mis pies. Fue uno de esos momentos en los que se adquiere conciencia de la propia presencia, en los que uno se desprende del yo interno para colocar al individuo, a la persona, en el decorado. Cuando estaba en Bruselas me sucedió en varias ocasiones que, mientras cruzaba una plaza en la que no tenía nada que hacer, de repente me asaltara la idea: “¿Qué estoy haciendo aquí, en Bruselas, en lugar de estar en Bandung?” Sin embargo, lo que me sucedió ayer era distinto; era una conciencia que surgía con mayor lentitud y más deseada, como cuando le dan a uno un susto y no respira de golpe, sino que se obliga a respirar profunda y pausadamente, en contra del ritmo de su corazón asustado.

Regresé paseando lentamente desde la oficina de correos; al llegar al jar-dín que hay junto a la iglesia, todo lo que me recordaba a las Indias desapareció y sólo quedó la calma de un pueblo francés. Llevaba conmigo La vida de Henri Brulard26 y volví a leer el principio, en esa ocasión fijándome no en las similitudes, sino precisamente en las diferencias entre ese “yo” del libro y yo mismo. Todo aquel que siente algo por Brulard (y si no lo siente es imposible leerlo mucho tiempo) se identifica con él. Me lo imaginé caminando a la luz del sol y fijándose en su sombra, como hacía yo mientras pasaba lentamente por delante de la pequeña iglesia de vuelta a casa, con mi sombrero de fieltro bastante alto, mi abrigo desabrochado y con las exageradas proporciones que adopta mi sombra, a veces comprimida, otras alar-gada, podría haberse parecido a la suya. Sin embargo, me fijaba precisamente en las diferencias: su dandismo, su amor por el “mundo”, su deseo, ya desde joven, de vivir con una actriz, las ansias, nunca del todo superadas, de conseguir una medalla. Además, yo no podría escribir de esa forma —tan deliciosamente despreocupada—, con su indiferencia por las repeticiones, disculpándose por el uso de la primera persona, pero sin tener en cuenta lo que es importante o no para el prójimo (no conozco palabra más presuntuosa que este “importante” en algunas circunstancias), divirtiéndose en llevar las cuentas y utilizando a veces mensajes medio cifrados.

Llegué a casa con la intención de empezar en seguida a redactar la historia de mi vida, pero fue en vano. De repente se apoderó de mí una sensación de agotamiento, de incapacidad de considerar algo que no fuera el presente, acompañada por el tormento que me producía un artículo que todavía tenía que escribir para el periódico; me obligué a volver cuatro veces al escritorio para acabar el trabajo, de cualquier modo.

Aunque Vialaxliv hace lo que puede por ocultárnoslo, en realidad no nos necesita para escribir el libro que quiere publicar con nosotros: una antología poética escrita por médicos y farmacéuticos para una clientela especial. En estos momentos se limita únicamente a redactar las pequeñas biografías académicas necesarias para el libro, y trabaja duro porque sabe lo importante que es para nosotros esta edición. En otros tiempos le ayudé algunas veces, cuando decían que yo era rico y él se ganaba el sustento de la misma forma que ahora. Su última publicación fue todo un éxito,xlv y espera menos de la actual, aunque lo suficiente como para vivir algunos meses de ella, y está dispuesto a darnos la mitad de sus ganancias a cambio de un trabajo mínimo.

Aparte de Wijdenes, que compró una parte de mis libros, Viala es el único de mis amigos que en mi actual situación me ha ayudado con algo más que buenas palabras e intenciones. Graaflant me da la amistad espontánea que uno podría desear; su casa siempre está abierta, su empatía es tan sincera y la solidaridad entre personas como él y yo se ha vuelto tan natural con el paso de los años que no establecería una distinción entre su ayuda y la de Viala, si no tuviese que tener en cuenta los resultados prácticos. (Este punto de vista al que todavía tengo que acostumbrarme, es una de las bajezas a las que me obliga mi nueva existencia.) Graaflant parece cansado y tiene mala cara; tiene la presión alta y, cuando no recibo noticias suyas durante un tiempo, me preocupa que pudiera estar gravemente enfermoxlvi —otra característica de mi nueva situación—, cuando el motivo de su silencio podría muy bien ser que por fin ha puesto en práctica la decisión que ha anunciado 10 veces de ahorrar en sellos.

Resulta extraño pensar que —desde que se han ido dos o tres de mis amigos— Viala es mi amigo más viejo en Europa. Durante años fue más que eso para mí, un ejemplo a seguir, una persona cuya pureza se podía tomar una y otra vez como punto de referencia. Así que también me siento un poco incómodo, tanto por él como por mí, cuando lo visito estos días, y me pregunto si tendrá en cuenta lo que opino sobre su contribución en mi vida o lo que espero de él.

Por otra parte, en otros terrenos me da la impresión de estar representando un papel: soy más afectado, más burgués, mucho menos indiferente y rebelde de lo que parezco cuando hablo con él. Se trata de un viejo papel que representamos desde hace ya 10 años uno con el otro; yo le hablo como creo que él quiere que le hable, al Viala que fue en otro tiempo para mí, un Viala que, a lo largo de estos 10 años, la vida se ha encargado de demostrar una y otra vez que no puede ser en absoluto. Es posible que, en parte, nos dedique tanta energía y optimismo debido a mi admiración por el viejo Viala.xlvii Se ha convertido en el responsable, en el jefe de esta empresa que puede fracasar como cualquier otra cosa en estos tiempos y que para él significaría una derrota muy superior a sus fuerzas. Y se ha embarcado en esta empresa no por obligación (podría haber esperado un momento más propicio), no sólo porque sea noble y sienta el impulso de devolverme el favor, sino porque él, al igual que yo, quizá no pueda desprenderse del todo del papel que representábamos antes, cuando yo era el simpático y joven ricachón y él una persona que fue arrojada demasiado pronto a la vida, decepcionada de antemano y que, no obstante, intentaba siempre evadir enérgicamente todas las leyes que la sociedad impone al ciudadano de a pie. No cabe la menor duda de que, en aquella época, Viala era un anarquista sincero, pero yo lo idealizaba mucho.

Cada “no” de Viala a la vida, por muy desilusionado y pasivo que pueda parecer, esconde un orgullo positivo. Su rebeldía adquiere tintes de masoquismo cuando trabaja hasta caer enfermo y lo hace voluntariamente, cuando acepta una serie de tareas desagradables que podría eludir. Si hay alguien que experimente continuamente el choque de sentimientos contradictorios, ése es Viala. No quiere ser un “amargado” ni está dispuesto a reconocer su extrema sensibilidad; sus arrebatos contra la sociedad, que él calificaría de intensos o amargos, no concuerdan con la resignación que aparenta en ocasiones, y pone todo su sentimiento en cada uno de sus actos, sea quien sea la persona a la que dedique su interés en ese momento. Puede que hable poco de sí mismo para no tener que explicar estas contradicciones ni ser demasiado consciente de ellas. Desde hace algunos años se aleja a propósito de todo lo que es intelectual. ¿De qué le sirve analizar una y otra vez, y con cierta satisfacción, que la vida es un desastre, si de todas formas eso le resulta evidente desde hace mucho tiempo? “Hagas lo que hagas —dice Héverlé—, Viala seguirá pensando que es trabajo de presidiarios. Para ti, la inteligencia es una necesidad, para él ya no.” Aunque Viala siga considerando de todo corazón a Héverlé como una de las mejores personas que ha conocido nunca, se ha apartado de él, seguramente debido a esa intelectualidad que tanto caracteriza a Héverlé.

 

En la medida de lo posible, evito abordar con él temas que parezcan intelectuales o, mejor dicho, los disfrazo, hablando de ellos en un tono de claro desparpajo, como si no me los tomara realmente en serio. Las pocas veces que reacciona, tengo la impresión de que su inteligencia sigue siendo tan aguda como siempre; lo que pasa es que debe de estar realmente harto del juego. (A veces soy capaz de imaginar claramente el momento en que yo mismo también me hartaré.) Cada vez aprecia más a las personas exclusivamente por su valor humano, por cualidades morales que son ignoradas como tales sólo por quienes han conservado un temor pueril por la palabra. Durante nuestro primer encuentro en casa de Héverlé, le confesé a Guraev que volvía a juzgar a las personas a partir de valores morales, a partir de una cierta dignidad, porque todas las relaciones entre amigos se fundamentan en esa dignidad; y mientras se lo decía, pensaba sobre todo en Viala. Guraev citó después a cierto pensador que siempre decía: “La dignidad de mi culo”.

—Es un argumento excepcionalmente sólido para las damas que van a misa los domingos —observó Héverlé—, pero para nosotros quizá habría que encontrar algo más sólido. Ducroo tiene razón, aunque ni él ni yo sabríamos decir en qué consiste esa dignidad. Pero todos sabemos qué es lo opuesto: lo indigno, cobarde y vil.

Guraev hizo un ademán de aprobación, aunque sin dejar de sonreír. Hace un momento, cuando califiqué a Viala de noble, en realidad citaba de nuevo a Héverlé: “Viala est essentiellement noble”,27 dice Héverlé en ese tono informal con el que se toca de pasada algo que se da totalmente por supuesto.

Cuando salimos de noche con Viala, primero al restaurante y luego a un café, el grupo siempre se divide en dos: por un lado él y yo, y por otro Jane y Manou. Él parece estar plenamente convencido de que con una mujer se habla a un nivel intelectual inferior que con el hombre. Puede que considere que todas las mujeres tienen el mismo nivel intelectual que Manou, o puede que no quiera exponerse al control que la inteligencia natural de ella pueda ejercer sobre él: “Tú que siempre andas diciendo esto… y, sin embargo, esta noche…” Al principio pensé que Jane y él entablarían una mejor comunicación, pero ahora me he resignado a que eso nunca sucederá. Jane no es en absoluto una persona que incite a otro a hablar si no es por alguno que otro leve gesto y por su manera de escuchar; Viala se mantiene fiel a su convicción o a su programa. Por otra parte, estoy seguro de que Jane le resulta simpática, que la considera prácticamente como una más de sus camaradas, y que estaría dispuesto a darlo todo por ella, aunque sea una mujer y no la conozca desde hace mucho.

Desde que está casado, todo el mundo opina que Viala ha cambiado. No ha dudado ni un momento en asumir la doble carga que supone un matrimonio, a pesar de que apenas tenía suficiente para él; si es cierto que este tipo de circunstancias son suficientes para cambiar a alguien, no hace falta buscar otra explicación. Un golpe de suerte les permite a veces realizar un viaje corto, pero en otros momentos no saben cómo pagar la vivienda:

—Pero todos estos líos acaban solucionándose por sí solos —me dijo en tono alentador.

No hay nada más adorable que la cara seria de Manou, tan radiante y tan frágil, los labios ligeramente fruncidos, la mirada baja y los suaves rizos que caen sobre su frente cuando se esfuerza por mantener nuestro ritmo mientras copiamos en la biblioteca. Escribe lenta y aplicadamente, con letra pequeña, una tarea que ha realizado todos los días durante meses, cuando Viala no tenía más fuente de ingresos que la publicación de un texto del siglo xvii. Seguramente la quiere como se quiere a un compañero de armas que es a la vez compañero de juegos; aparte de ser su mujer, tiene que satisfacer todos los instintos infantiles que se han mantenido despiertos en él y que a veces le permiten divertirse durante horas y reírse con ganas, aunque las cosas vayan mal.

Todo esto me parece estar lleno de lagunas, pero más doloroso sería si intentara completar estas páginas con medios artificiales para obtener una imagen acabada y perfecta que me satisficiera. Es como si tuviera que escribir cosas sobre Viala que no tengo derecho de desvelar, ni siquiera las que he descubierto “a través de mi propio análisis”, como si se tuviera el derecho de divulgar un secreto arrancado en una confesión. Preferiría averiguar en qué se basa el sentimiento de perfecta hermandad que me une a Viala más que a otras personas, sin importar lo mucho o lo poco que nos decimos de realmente importante. Y no sólo porque haga tanto tiempo que somos amigos, sino porque algo se ha mantenido real pese al papel que creo representar. No podría decirle a Viala que soy un burgués, pues no me creería y aseguraría que tengo muchísimo más de anarquista,xlviii pero esa idea suya es tan errónea como su empeño en considerar a Héverlé un aventurero, un revolucionario, un político si se quiere, cualquier cosa menos un escritor. Aunque la esencia en sí sea correcta, una vez abandonadas todas las poses, incluso la de la “autocrítica”, negar lo que Viala quiere ver en sus amigos constituye igualmente una deformación de la realidad.

—¿Por qué hay personas que se empeñan en que Héverlé sea un aventurero? —le digo dando un rodeo—. ¿O que casi le toman a mal que no sea un tipo de dos metros de estatura con cara de animal y manos peludas? Como si fuera realmente humillante ser un escritor de talento. Y por su relación con la revolución, hace más por la causa escribiendo que lo que haría como hombre de acción, lo cual equivaldría seguramente a que se convirtiera en algo tan asqueroso como un político profesional. ¿Se da cuenta la gente de que un político es realmente mucho peor que un escritor? Y hoy en día los aventureros o los homosexuales son muy populares entre las personas que guardan algún tipo de relación con el mundo del arte…

—Lo que no acepto —replica Viala— es que precisamente el talento castre a un hombre sin que éste se dé cuenta. Si tus libros son tan bonitos que el enemigo puede acabar admirándolos o concediéndote premios por ellos, entonces todo se acabó, habrás quedado reducido a las letras respetables, entonces sólo trabajarás para mayor honor y gloria del arte nacional. No es que la política me parezca mejor que a ti, pero hay algunas fases de la resistencia que son lo único humanamente digno, que se clasifican en el apartado “política”, por así decirlo. Nunca me he afiliado a un partido porque me repugnan los líderes, incluidos los comunistas aquí, en este país, pero para ser justos quizá tengamos que admitir que esos pobres diablos son víctimas de su destino si, al final, ni siquiera son capaces de pensar fuera de la legalidad de su organización, si se convierten en burócratas de la revolución al no poder formar parte del gobierno. Quizás hagan lo que puedan, ¡pero sólo pueden dar lo que tienen! La culpa de que se conviertan en esto, después de pasar unos años en la política, es de la situación, y ni siquiera puedes decir que habría que cambiarla, pues ellos aseguran que esperan que cambie para cambiar ellos a su vez. En realidad, todo esto me tiene sin cuidado, nunca me he hecho ilusiones acerca de los líderes. Tampoco tengo ganas de leer acerca de cuál es la dignidad, la tarea, la esencia y todo lo demás del proletariado. Cada vez que alguien me lo explica, por muy bien que lo haga, pienso que no hay nada como mi propio sentimiento de ser proletario, de haberlo sido siempre, con esa pestilencia que llevas encima desde la infancia. Los únicos proletarios que realmente me inspiran simpatía son los que pagan con una existencia miserable sin comprender nunca por qué; los que nunca harán arte y a quienes de poco sirve el arte con el que otro demuestra que los comprende y que comprende su destino. Nadie me devolverá nada de mi juventud, que también fue arruinada.

—Una enfermedad sin cura, pues si lo piensas bien —opina Héverlé—, todo se basa en un malentendido entre Viala y dios.

26 Autobiografía novelada de Stendhal. [N. de la T.]

27 Viala es, en esencia, noble. [N. de la T.]

VII. El niño Ducroo

La historia de mi infancia empieza con algunas fechas y algunos hechos exactos transmitidos por la memoria de los mayores. El primer documento es un ejemplar amarillento del periódico Bataviaasch Nieuwsblad en el que se anuncia mi nacimiento; en la portada un comentario acerca de la guerra: “El cerco que los bóers mantienen en torno a Ladysmith se estrecha cada vez más…” Nací el día de Todos los Santos de 1899, un jueves a las dos menos cuarto de la tarde. Doce años antes, el nacimiento de mi hermanastro Otto había sido un parto difícil para mi madre y, dada su edad cuando estaba embarazada de mí, debía cuidarse, por lo que el médico decidió “mantenerme pequeño”, lo cual significó que mi madre siguiera durante meses una dieta especial para frenar en la justa medida el desarrollo óseo de mi cuerpo nonato. No creo que ese método siga utilizándose hoy en día, pero por lo visto conmigo consiguió el resultado deseado. Al nacer pesaba alrededor de dos kilos y medio, y es un milagro que haya superado la estatura de mis progenitores. Sin embargo, mi nariz era tan extraordinariamente grande —quizá porque allí había más carne que huesos— que mi padre se asustó, preguntó al médico si se me iría y de quién podía haber heredado tamaña nariz. Mi nacimiento tuvo lugar en la kamar panjang (habitación larga) de Gedong Lami, en el edificio principal junto al río.

Pese a las precauciones tomadas durante el embarazo, mi madre tardó en recuperarse y estuvo mucho tiempo enferma. Más tarde creía recordar que se había mantenido con vida a base de vino tinto con hielo. El médico era, según ella, un “encanto” de hombre, y se llamaba Wittenrood, nombre que la enfermera pronunciaba siempre separando las sílabas “wit-en-rood”.28 Mi madre no tenía leche para amamantarme y yo no toleraba la de lata ni la de vaca ni la de polvo. Al cabo de dos días pensaron que me moriría. Mi padre había enviado mensajeros a recorrer sus tierras en busca de una nodriza que pudiera amamantarme, pero no se presentó ninguna, quizá por el miedo que les infundían él y su casa, o porque eso les daba una oportunidad para perjudicarle. Obligaron a dos o tres madres jóvenes a presentarse, pero estaban tan sucias y tan poco dispuestas a colaborar, que por mi bien pensaron que era preferible no presionarlas más. Por fin, cuando ya estaba lívido y muerto de hambre, y mis padres me miraban desolados, apareció una nativa llamada Niah, del pueblo Kebon Dalem —“una mujer alegre con una leche deliciosa”, según la descripción de mi madre—, que estaba amamantando a mi hermana de pecho, Chemplo. La recuerdo vagamente por haberla visto después y también por una foto: tenía un rostro bonachón, pero animal, con ojos somnolientos y una boca prominente. Más tarde también volví a ver a mi hermana de pecho —una niña de unos ocho años que se parecía a su madre como dos gotas de agua—, quien me trató con aduladora educación. Yo tenía cuatro meses cuando llegó mi fiel Alima.

A los 18 meses, mientras permanecía con mis padres en Sukabumi, estuve a punto de morir a causa de unas fiebres repentinas e intensas. Fue durante la erupción del Kelut; a lo largo de todo el día estuvo cayendo una lluvia de cenizas sobre la ciudad. Mis padres se hospedaban en casa del patih, cuya esposa era una buena amiga de mi madre. Me veían morir y creían no poder hacer nada por mí; el médico había declarado que era meningitis. Cuando pensaban que ya no había nada que hacer, mi madre y la esposa del patih me pusieron una lavativa. En pocas horas la fiebre había remitido, y cuando el médico regresó aquella noche y le sonreí amablemente, se apresuró a declarar que aquello era un milagro. Sin embargo, esto que acabo de explicar es curiosamente inexacto; tan falso como el recuerdo. Lo que me contó mi madre al respecto se fundió en mi mente con la historia de otra enfermedad que también padecí cuando estábamos en Sukabumi. Un médico con una barba rubia rematada en punta, y que se llamaba De Haan29 (ya sólo el nombre me causaba impresión), me dio a beber limonada purgante, cuyo sabor era a la vez bueno y malo, pero que escupí antes de que hubiera hecho efecto. Recuerdo que tenía un dolor de cabeza punzante, que había un continuo ir y venir de mujeres nativas y que, en este caso, mi madre no estaba nunca de acuerdo con el médico y le hacía todo tipo de reproches cada vez que venía a verme. Sin embargo, este episodio tuvo lugar cuatro años más tarde, en 1905, cuando estábamos a punto de irnos a Bahía de Arena.

 

Aun suponiendo que en este caso pueda decir “yo”, no puedo hacer lo mis-mo en el primer episodio, que nunca viví conscientemente. Cuando un adulto se refiere a sí mismo de niño diciendo “yo”, es como si en cierto modo adulterara la verdad y no temiera cometer otra adulteración. Esta vez, por motivos técnicos, me sentiría inclinado a hablar durante capítulos enteros —antes de cumplir los 16— del “pequeño Ducroo”. Eso resultaría inexacto para localizar los recuerdos, pero dejaría más clara la relación entre mi yo actual y el niño por largo tiempo perdido que era a la sazón. Sin embargo, la literatura infantil en primera persona, aunque tenga un tono muy puro —o al menos se lo parezca a los adultos—, siempre está plagada de equivocaciones. Por consiguiente, es preferible utilizar la forma más sencilla.

¿Cuáles fueron mis primeras impresiones o, mejor dicho, las que registré como tales posteriormente? La puerta de una habitación interior oscura que daba acceso al kamar panjang estaba abierta, al otro lado había luz, y alguien me llevaba en brazos de un lado a otro de la habitación oscura, pero pasando siempre delante de la puerta luminosa. Era la menuda y delgada Alima quien me cargaba, y en aquel entonces yo ya advertía el contraste entre el cuerpo de Alima y la corpulencia de mi madre, que quizá me había llevado poco antes en brazos. Mientras intentaba dormir apoyando la cabeza en su pecho dentro de un slendang (un pañuelo para llevar a los bebés), ella cantaba: “Dung-indung, si Tutut bobo…”, una pequeña variación en cuanto a música y letra de la famosa nana Nina bobo. “Si Tutut duerme” —Tutut, así me llamaban ya entonces—. Y ella era Ma Lima.30 Lo pronunciaba recalcando la última a, como una e átona que incluso sonaba impertinente. Alima aparecía también en otra canción:

Burung kakatua

Mentjlok di djendela.

Ma Lima sudah tua,

Gigi-nja tinggal dua.

(El pájaro cacatúa

se posa en la ventana.

Ma Lima ya está vieja,

sólo le quedan dos dientes.)

Y en otra canción, que solíamos cantar en Cicurug, y que era aún más triste y melodiosa:

Ular kili, ular kumbang,

Kumbang-nja djamur.

Ma Lima gedé utang,

Di tagih, mabur.

(Dos especies de serpiente,

las manchas de una son como el moho.

Ma Lima tiene muchas deudas,

cuando se las reclaman, ella se larga.)xlix

No quisiera olvidarme de estas dos canciones, pues son lo más conmovedor de mi niñez. El que Ma Lima aparezca en las dos y representando un papel tan cómico no me provocaba risa, pues en realidad eran tonadillas trágicas, llenas de melancolía que había que cantar en las despedidas. Cuando tenía cuatro años y estábamos en Cicurug, me amenazaron varias veces con separarme de Alima. Su marido venía a visitarla desde Batavia y me hacía creer que se la llevaría con él. Se llamaba Djimbar y tenía un rostro serio con un mostacho canoso; no era un nativo cualquiera, por ejemplo un criado, sino algo así como un capataz, caminaba con un bastón y mi madre lo ­trataba con respeto. Cuando venía a vernos, siempre me traía alguna ­cosilla, por lo que sus visitas no me desagradaban; además me infundía respeto, aunque no me fiaba de él porque siempre podía llevarse a mi Ma Lima. Una noche, en Cicurug, se desató un conflicto: Alima lloraba y Djimbar se marchó enojado. Ella me había elegido a mí definitivamente. Mi madre me contó que le dijo:

—¿No irás a abandonar al pequeño Tutut, verdad Alima?

A lo que la criada, que ya no era joven, contestó:

—No, señora, no tema.

Aquella misma noche, hecha un mar de lágrimas, dejó marchar a su distinguido marido. Años más tarde volvió a llorar cuando le llegó la noticia de su muerte; sin embargo, no fue al entierro. Su hija Djamisa vino a buscar algo de dinero para pagarlo. Alima se lo dio y le habló en un tono ceremonioso que no le había oído utilizar nunca.

Guardo una pequeña foto en la que se nos ve a Alima y a mí; yo ya era un poco más alto que ella. La foto debió de tomarse un año antes de su muerte. Más tarde, mi madre mandó ampliar una foto suya de una época en que yo todavía no la conocía conscientemente; además la ampliación era mala, pero según mi madre aquella era la cara de Alima cuando empezó a prestarnos sus servicios.

—No tires nunca esta foto —me dijo mi madre—. Esta pobre mujer abandonó a su marido y a su familia por ti.

Cuando pienso en ello, ese “abandonar” me parece una explicación demasiado fácil. Si no recuerdo mal, Djimbar había tomado a una segunda esposa más joven. Sea como fuere, aquella foto nunca pudo remplazar los rasgos que guardó mi recuerdo, aunque, en realidad, lo más probable es que la recuerde tal como era cuando yo tenía unos trece años.

El propio recuerdo altera el orden cronológico, colocando algunas cosas en épocas más remotas. De este modo, puedo haber colocado dos juguetes en la misma “primera época”. Uno de ellos era un juguete mecánico en el que unos perritos con abrigos de vivos colores trepaban a un palo verde; el otro lo encontré una mañana sobre mi cama, después de que me hubieran explicado por primera vez que, aquella noche, iba a recibir la visita de san Nicolás; era un arlequín que decía “pet, pet” cuando Alima le apretaba la barriga. Estoy seguro de que ambos juguetes datan de la época en que vivíamos en Gedong Lami. Quizá de antes es una foto mía junto a un cisne: se me ve en pantalones cortos, las piernas al aire y bien separadas, los grandes ojos negros y el gesto serio, en absoluto asustado por el cisne que, por cierto, no era de verdad. Un niño a la vez dulce y valiente, claramente hijo de “tuan Dikruk”, a quien me parezco en esa foto más que nunca.

¡Qué niño tan mimado debía de ser ya entonces! Bastaba que me echara a llorar para que mi madre acudiera corriendo como si me hubiese ocurrido un tremendo accidente. Durante toda mi infancia oí a mi madre despotricar contra los sirvientes, sobre todo en la cocina, contra koki Sipa, y cuando se enfadaba, su voz se volvía aguda y chillona: “El falsete, ya vuelvo a oír ese falsete”, decía mi padre en tiempos menos lejanos. Pero por mucho que le molestara oírla gritar así al personal, él siempre salía a ayudar a su nionia tan pronto oía su voz, y en cuanto él aparecía, se esfumaba cualquier posible resistencia de los pobres nativos. Sin embargo, un día que yo lloriqueaba para que viniera mi madre que estaba con él, mi padre se presentó junto a mi cama por propia iniciativa —no lo recuerdo del todo conscientemente, aunque es de suponer que en aquella ocasión surgieran mis primeros “sentimientos” hacia él— y no sólo me dio un par de bofetadas que resultaron demasiado fuertes para el bebé que yo era todavía, sino que parecía dispuesto a ahogar mi llanto debajo de una almohada, pero mi madre se lo impidió. El incidente desquició por completo a Alima. El trato que recibí me sorprendió tanto que más tarde lo recordé como una especie de juego rudo, en el que me utilizaban de arma arrojadiza, aunque creo recordar que, después, mi madre y Alima me aplicaron —creo que con mucha ostentación delante de mi padre—, una mezcla refrescante de bedak (polvos) y ginebra en los lugares en los que él me había pegado hasta dejarlos al rojo vivo.