El país de origen

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Más tarde la internaron en un colegio de monjas, que en aquella época era la mejor educación que podía darse a una niña en la Indias. Aunque nunca fue una beata, mi madre siempre mantuvo su fe católica, si bien su catolicismo se mezclaba con las formas más caprichosas de superstición indígena. Aprendió de una china el arte de cocinar de una manera y con un sentimiento que nunca aprecié en otras mujeres europeas. En su juventud, también fue poetisa, lo que significa que le gustaban la luz de la luna y las flores, así como la música y el baile; también leía poemas franceses, puede que de Lamartine, y se sabía de memoria el siguiente poema, que un joven había escrito en su álbum y que ella recitaba a veces con una mezcla de orgullo y placer: “Ne crains pas que le temps efface/L’amitié que je ressens pour toi…”15

(En realidad, decía ella, debería haber puesto “el amor”, en lugar de “la amistad”, pero el chico no se había atrevido a escribirlo.) Y acababa con el lamento de que todo acabaría borrándose: “Tout — excepté le souvenir”.16

En un baile celebrado en el Preanger, si no recuerdo mal, conoció a su primer esposo, un caballero como mi padre, igual de buen bailarín, aunque con sangre española en sus venas y con unos bigotes mucho más grandes. Estando ya casada con mi padre, aún conservaba una foto que debía permanecer siempre medio escondida en su ropero, pero que yo a veces atisbaba, en la que se veía de pie junto a su primer marido, con una peineta española en el pelo; gracias a esa foto pude comprobar que, en efecto, el hombre tenía unos bigotes muy grandes. Por algún motivo —seguramente porque a la sazón todavía no ganaba mucho dinero, puesto que trabajaba como simple empleado en una plantación— no le estaba permitido casarse con él y la “desterraron” a Java central, en casa de su tutor, residente de ahí. Este tutor era a su vez un ejemplo de hombre de verdad y, no obstante, un caballero; también él tenía un nombre francés: Barnabé.xxxv Era alto y corpulento, y tenía bigote y perilla del tipo que Viala llama “la grande connerie française”,17 al estilo del duque de Aumale y otros similares. También demostró ser todo un hombre porque, en diversas ocasiones, puso en su sitio al susuhunan de Solo, algo que conseguía de forma sutil al colocar el payung del comisario más alto o más bajo que el del sultán, o fingiendo distracción mientras recibía el saludo cuando, según el protocolo, le tocaba saludar primero al otro. La admiración que sentía mi madre por su tutor Barnabé era sin duda igual de grande que la que profesaba mi padre por su tío Marees, y vivir en casa de aquél debió de satisfacer con creces la necesidad de respetabilidad de mi madre.

Barnabé estaba casado con una prima de mi madre, mucho más vieja, otra Ramier, y puesto que los padres también se oponían a este matrimonio, él la había raptado, aunque todo se había llevado a cabo de forma muy honrosa y siempre en presencia de testigos. Aunque había sucedido más de diez años antes, él seguía sin ser la persona indicada para convencer a mi madre de que su amor era una locura. Conocí muy bien a su esposa, mi tía Luce,xxxvi que era la “marquesita” de la familia, muy frágil y delicada, con una tez exquisita y una cabellera que en aquella época era negro azabache, al igual que sus ojos. Al hablar de su difunto esposo, siempre decía: “Mi pobre gros-mari,18 hummm”. Entre los 14 y los 16 años viví con ella en Bandung —entonces ya era una anciana que tenía que someterse a continuas operaciones de estómago y que vivía con una hermana más joven—, y me pasaba noches enteras leyéndole en voz alta, casi siempre folletines como los de Dumas padre. Su hermana era más que piadosa, acudía con regularidad a la iglesia y me controlaba si yo no iba. Nunca había sido tan guapa como la tía Luce, pero la más guapa de todas era otra hermana, que había fallecido joven; ésa era incluso más guapa que una cuñada a la que apodaban la Rosa amarilla de Surabaya porque tenía sangre javanesa, algo que los miembros de mayor edad de la familia nunca le perdonaron. Aquellos franceses en Java, aunque procedieran de la isla de La Reunión, estaban emperrados en mantener la pureza de su raza, cosa que, por supuesto, resultó imposible. La madre de la tía Luce dejaba que la abrazaran todos sus nietos, salvo el hijo de la Rosa amarilla, al que sólo le permitía besarle la mano. La tía con la cual se crió mi madre, si bien ella misma estaba casada con un holandés, tenía exactamente los mismos prejuicios respecto al color de la piel, pero lo pagó más caro. Cuando tenía 60 años, le dijo a su hija menor que aún estaba soltera: “Ay, hija mía, en esta vida me ha pasado casi todo: tu hermano se ha casado con una negra, tu hermana con un medio indígena, sólo falta que te cases pronto con un chino y tendremos la colección completa”.

En vista de que el exilio de mi madre no surtía efecto, le permitieron regresar a Java occidental y contraer matrimonio —tenía entonces 19 años— con el hombre que había escogido. Al principio vivieron como viven las familias de los empleados de una empresa, tenían trato con el administrador, de vez en cuando acudían a una fiesta en Sukabumi, y daban muchos paseos en los jardines. Sin embargo, su marido no tardó en ascender rápidamente. Primero le dieron el puesto de administrador y más tarde se convirtió en uno de los hombres más ricos de Java occidental. En los años en que trabajaba de administrador, mi madre vivió el romance más delicado de su vida. Dos jóvenes franceses, que realizaban un viaje de estudios por nuestras colonias, llegaron a la plantación de té de su marido, donde, por supuesto, fueron recibidos con alegría. Uno de aquellos jóvenes, pese a ser un poco afeminado y corpulento, era asimismo un auténtico marqués y se llamaba Daniel de Méré.xxxvii Durante su estancia, no volvió a salir de la plantación; su compañero de viaje tuvo que visitar él solo el resto del archipiélago. “Tout ce que j’aurai vu aux Indes —dijo más tarde—, ce sont les yeux de Madeline.”19 Mi madre se llamaba Madeline —no Madeleine, recalcaba ella— y Daniel de Méré tenía una manera especialmente tierna no sólo de apreciar ese nombre, sino también de pronunciarlo, pues en sus labios casi sonaba como “Médeline”. Admiraba a mi madre de lejos y de cerca cuando se paseaba por el jardín vestida con un sarong, una kebaya y la melena suelta. Declaraba sin ambages que estaba perdidamente enamorado de ella, pero era tan respetuoso, que incluso el esposo con los bigotes le seguía teniendo afecto, y lo tuvo meses y meses de huésped en su casa. Finalmente regresó a Francia sin que se hubiese producido el menor choque. Desde París les escribía a ambos largas cartas, y su madre, que había oído tantas cosas deliciosas sobre Madeline, también les escribía; tampoco ella se andaba con secretos, y más tarde, cuando dejaron de llegar cartas de Daniel, su madre siguió escribiendo para contarles cómo le iba. Tras años sin querer oír hablar de otra mujer, acabó casándose por fin —más que nada para complacer a su madre— con una heredera americana, que le permitió vivir de acuerdo con el estilo para el cual parecía haber nacido. Tuvieron que pasar aún algunos años antes de que la madre escribiera: “Daniel commence seulement a aimer un peu sa femme”.20 Intento reproducir el acento que tenía mi madre cuando pronunciaba esa frase; más o menos en ­aquella época se interrumpió la correspondencia definitivamente. Cuánto me habría gustado poder leer las cartas de la marquesa de Méré, pero quizás aún más leer las de mi madre a la marquesa de Méré; sin duda estaban repletas de lo que ella llamaba poesía. A mi madre nunca le pasó por la cabeza la posibilidad de engañar a su esposo, ni siquiera con un marqués tan simpático y auténtico como aquél. Ella era feliz con su marido, sobre todo en esa primera época, cuando todavía no era rico. Le dio un hijo —mi hermanastro Otto, 12 años mayor que yo— y todo siguió yendo bien hasta que su temperamento medio español le jugó una mala pasada y empezó a engañarla con regularidad.

En aquella época se celebraban muchas fiestas en Sukabumi y carreras en Buitenzorg; mi madre aparecía en las fiestas con un vestido rojo y negro “que nadie más se atrevía a ponerse”; además tenía el papel de Cleopatra en un cuadro vivo que, al igual que otros dos, habían sacado directamente de Eline Vere,21 y que encantaba a todo el mundo, aunque algunos caballeros susurraban: “Cleopatra es demasiado pequeña”. Mi padre, por su parte, se lucía en las carreras; corría para la familia Kühne de Buitenzorg,xxxviii con un caballo que ya era considerado demasiado viejo, contra un precioso ejemplar de alazán que pertenecía a una familia inglesa, los Hall. Thistle contra Lonely. Después de haber corrido en última posición durante una vuelta y media, Thistle ganó de forma tan rotunda al alazán que la señora Hall se echó a llorar en su palco. Mi padre estuvo a punto de ser arrollado por las personas que querían llevarlo en hombros para celebrar el triunfo y todos coincidían en que el viejo caballo no habría logrado nada si el pequeño “Duc” hubiese montado al alazán. Fue entonces cuando volvió a encontrarse con mi ma-dre, a la que conocía de antes. Aunque la primera vez le había parecido pretenciosa y un poco gorda, ahora había adelgazado un poco y respondía plenamente a su ideal de mujer. Le hizo la corte, y como ella no lograba acostumbrarse a que su marido la engañara, él se la arrebató al marido y la convirtió en su mujer. Para conseguirlo, tuvo que romper un noviazgo secreto con una joven mestiza inmensamente rica con la que había querido casarse por dinero y por quien había renunciado a su amante, la amazona europea. La amante había llorado desesperadamente, y también él derramó lágrimas, pues de alguna manera la amaba; pero en aquella ocasión el amor autentico entró en su vida. Había prometido no casarse nunca antes de los 35 años y mantuvo su palabra. Sin embargo, su calculado propósito de casarse con una mujer rica —que había estado a punto de realizar— se frustró definitivamente. Ahora era el turno de su novia de echarse a llorar, y así lo hizo. Fue a verlo de madrugada a su aislada villa para comprometerse ella o comprometerlo a él, se arrastró de rodillas por la habitación donde él la recibió, pero mi padre no dio su brazo a torcer y, en aquella ocasión, ni siquiera derramó lágrimas. En esa historia, la vida imitaba hasta el extremo a las malas novelas.

 

Mis padres se casaron por amor, aunque también mi madre había cumplido ya los 30. Durante los 11 años que estuvo casada con su primer marido, todos los amigos de éste sabían que podían “festejarla”, pero nada más; en este caso, la fatalidad se unió con los encantos de mi padre e incluso el argumento de más peso —mi hermanastro Otto— quedó sin efecto. Su padre lo envió a estudiar a Holanda, pero yo nací en la casa de Gedong Lami que mi padre ya había heredado en aquella época. ¿Es posible que mi padre fuera amante de mi madre antes de que se casaran? Nunca se lo pregunté y no sé si me hubiese contestado la verdad. Sin embargo, recuerdo bien las cosas sabias que proclamaba mi padre en mi presencia sobre los celos: todo lo que sucedió antes de ti no es asunto tuyo, y cosas por el estilo. Es asombrosa la tranquilidad con la que el burgués ilustrado se toma a sí mismo por norma. El pasado está muerto; a partir de aquel momento llegué yo. Me inclinaría a considerarlo como un rasgo característico de una personalidad fuerte, si no estuviera seguro de que estas victorias sobre el pasado son muy fáciles para quien fue bendecido con escasa imaginación.

En poco tiempo mi padre adquirió fama como terrateniente, también en la región de Meester Cornelis. En Villa Merah —que se encontraba en la carretera de Buitenzorg— se había hecho notar en repetidas ocasiones. No sé si la servidumbre —que dio origen a tantas “situaciones rusas”— ya se había abolido en aquellos tiempos, pero los terratenientes que vivían un poco apartados o que tenían suficiente carácter para enfrentarse a funcionarios con sentido ético, vivían como príncipes. La escuela de Multatuli22 estaba sólo en sus comienzos. Mi padre, que era un “particular”, no hacía más que hablar con desdén del “desastre de las tendencias éticas”; dividía a los funcionarios en dos grupos: aptos e ineptos. Los primeros eran los que reconocían como necesaria la actuación caprichosa de los “particulares”; los segundos, según él, unos burócratas arrogantes que se creían muy por encima de los sadja particulares23 porque tenían un ribete en la gorra. La dificultad para el “particular” era mantener su autoridad en determinadas circunstancias si la policía sólo podía presentarse después de que le hubiesen robado o lo hubiesen asesinado. Durante un tiempo, las fincas privadas entre Buitenzorg y Meester Cornelis fueron atacadas por grupos de bandoleros.

Ya desde el principio mi padre tuvo que hacer frente a la rebelión en Villa Merah. Los nativos que vivían en sus tierras se negaban a pagar el alquiler que les exigía mi padre por sus tiendas. Mandó que los echaran y que cerraran las tiendas —o barracas, como las llamaba él—. Esa mis-ma tarde recibió la advertencia de su djuragan (capataz) de que el pueblo estaba a punto de abrirlas otra vez. Mi padre avisó al demang (jefe de la policía) más cercano, pero sabía que tardaría horas en llegar, así que fue al encuentro de los descontentos en compañía del djuragan. Llegaron más o menos al mismo tiempo a las barracas cerradas; por un lado mi padre y su capataz, y por otro, el pueblo. Los cabecillas empezaron a gritar, mi padre sacó la pistola del bolsillo, se plantó en medio de la carretera delante de las barracas y dejó bien claro que dispararía al primero que levantara una mano. La muchedumbre murmuró, titubeó y dio vueltas, hasta que finalmente se retiró. Al anochecer, cuando el demang llegó, se limitó a echarles un sermón.

Veinte años más tarde, quizá, mientras paseaba con mi padre por ­Bandung, nos llamó el propietario de una warung —aunque la tienda era tan bonita que la llamaba con razón toko— que casi se lanzó a los pies de mi padre y le preguntó si no era “tuan Dikruk”.xxxix Aquel nombre, que procedía de su época de terrateniente, sorprendió agradablemente a mi padre; aceptó la invitación del hombre para visitar su tienda y beber su cerveza Bock. Se llamaba Sarib,xl se había hecho rico a fuerza de trabajar duro, pero antes había sido uno de los habitantes de Villa Merah. Así fue como salió a colación el episodio de las barracas del que yo nunca antes había oído hablar: Sarib pertenecía entonces al bando de los descontentos. Más tarde regresé alguna vez a su tienda, mientras esperaba el tren a Cicalengka, puesto que había una estación allí cerca. Cuando me hablaba de mi padre, parecía contento de haber superado el temor que le infundía en otros tiempos, pero siempre lo hacía con respeto. Guardo en la memoria esta frase: “Kalu tuan Dikruk sudah plintir kumis, kita semua gemeter” [Cuando el señor Ducroo torcía sus bigotes, todos temblábamos].

Entre Villa Merah y Gedong Lami, mi padre administró durante algún tiempo una finca que había sido propiedad de un chino. Después de vender Villa Merah decidió arrendar esta finca que tenía fama de peligrosa. Su antecesor, el chino, cerraba a las seis de la tarde todas las puertas y ventanas y ya no dejaba entrar a nadie, fuera quien fuera el que llamara a su puerta. A mi padre le habían advertido que uno de los djuragans tenía conexiones con los bandoleros. El día en que puso en fila a los nativos que vivían en la finca para pasar lista y así conocerlos personalmente, se topó con el nombre Ali-Biman. El hombre que así se llamaba, un fornido malayo que estaba en cuclillas, se levantó, se acercó a mi padre que seguía sentado en el escritorio pasando lista y, cuando estuvo justo a su lado, se puso de puntillas y, mirándolo desde lo alto, le dijo con la voz desdeñosa del nativo que se cree fuerte, y pronunciando palabra por palabra:

—Yo soy Ali-Biman.

Mi padre, que reconoció al djuragan contra el cual le habían advertido, se levantó enseguida de un salto y, mientras casi le escupía en la cara, con los ojos a dos centímetros de los del hombre, le contestó:

—Y yo soy tuan Dikruk y hoy tenemos que conocernos bien el uno al otro, Ali-Biman. Yo sé quién eres, pero tú todavía no sabes quién soy yo; así que mírame bien y entiende que puedo aplastarte como a un piojo cuando quiera.

Hablando en malayo fluido y con esa última comparación que en ese idioma suena menos patética que en su traducción, logró dar con el tono adecuado. El hombre empezó a parpadear, luego hundió la cabeza entre los hombros y regresó a su sitio, donde volvió a sentarse en cuclillas.

Más tarde se evidenció que, en efecto, estaba involucrado en los robos. Mi padre lo declaró de antemano responsable de todos los pillajes que se produjeran en sus tierras:

—No soy de la policía y no tengo nada que ver con otras fincas, pero si pasa algo aquí, sabré encontrarte, Ali-Biman.

Nunca llegó a pasar nada; sin embargo, un día Ali-Biman desapareció. Mi padre recabó información sobre su paradero y se enteró de que había intentado entrar en casa de un árabe. El árabe se despertó y vio una mano que hurgaba en la habitación a través de las ranuras del tabique de bambú y, sin más, le hundió un pico en la mano. El intruso logró apartarla, aunque desgarrándola entre dos dedos. Algunos meses más tarde, Ali-Biman volvió a la finca de mi padre con la mano derecha vendada. Aseguró que había tenido que ausentarse de repente porque se había producido una muerte en su familia y, al final, se había quedado allí para ayudarles con la cosecha del arroz.

—¿Y qué te ha pasado en la mano?

—Me clavé la hoz mientras quitaba las malas hierbas.

—¿Y desde cuándo sostienes la hoz con la mano izquierda?

Ali-Biman sonrió. Mi padre volvió a repetirle que no era de la policía, pero que lo haría personalmente responsable si se cometía algún robo en su finca.

En cuanto llegó a vivir a la finca, mi padre dejaba las puertas y las ventanas abiertas por las noches y se sentaba a leer en el porche. Un día fueron a advertirle de que no lo hiciera, debido a la “mala gente”.

—Oh, no le tengo miedo —contestó—. Sólo temo a los tigres y a las serpientes.

Sin embargo, a veces veía sombras en el jardín y entonces disparaba al aire con una pistola. También compró algunos perros que recorrían la finca y que, como no los alimentaba demasiado bien, se comían las gallinas de los nativos. De vez en cuando aparecía alguno envenenado, pero mi padre anunció que por cada perro envenenado compraría otros dos. No eran animales de raza y, por consiguiente, eran muy baratos; llegó a tener 24 perros, tras lo cual cesaron los envenenamientos.

Otro incidente tuvo lugar con un hadji rebelde llamado Miing. Esto sucedió en la finca de Gedong Lami, poco después de mi nacimiento. Hadji Miing no quería ni trabajar ni pagar el alquiler; mi padre, que podía elegir entre ambas opciones, acabó insistiendo en que el hombre trabajara únicamente para darle placer a él. Eso produjo cierto regodeo entre los nativos. Cada vez que mi padre iba a verlo trabajar, hadji Miing le lanzaba miradas hostiles, y una vez que hizo un comentario al respecto —que sin duda mi padre provocó—, se le acercó de pronto con una hoz en la mano. Mi padre, que iba desarmado, entró apresuradamente en la casa, por lo que, durante breves instantes, hadji Miing tuvo la sensación de que lo había domado. Sin embargo, mi padre volvió a salir con un bastón de estoque y desde lejos empezó a gritarle:

—Creo que esto es más largo que tu hoz, pero podrás comprobarlo ahora.

Hadji Miing se refugió en la mezquita, donde no lo podía perseguir, pero acabó teniendo hambre y, entonces, lo pusieron a trabajar de nuevo. En aquellos tiempos mi padre se podía permitir el placer de pasarse días enteros viéndolo bregar bajo el sol, con el sudor chorreando por debajo de su turbante sobre su cara y con las manos destrozadas.

No estoy seguro de que, mientras escribo estas cosas, mi tono no deje traslucir esa especie de adoración al héroe que sin duda debía de sentir de niño por mi padre. Lo único que lo disculpa es que había tomado claramente partido y se consideraba un “particular”. Había nacido en las Indias y para él los nativos habían sido siempre criaturas serviles; estaba convencido de que tenía la razón de su parte y que ésa era la única manera de tratarlos: “De lo contrario se burlarán de ti y, en cuanto tengan ocasión, te escupirán a la cara”. Desde un punto de vista puramente práctico, puede que no le faltara razón. En cualquier caso, era temido, aunque a la vez respetado, por los habitantes de Batavia y Buitenzorg, porque les pagaba debidamente y porque sentían simpatía por el djago (gallo), aunque fuera europeo. No obstante, su forma de actuar no le sirvió de nada cuando más tarde se trasladó a las tierras de Sonda. Los sundaneses no se resistían en absoluto, se limitaban a odiarlo y a largarse. Mi padre se sentía impotente frente a ellos porque al final no conseguía que hicieran nada; le corroía la ira, y mi madre —que hablaba un sundanés fluido y que había vivido durante mucho tiempo con su primer marido en el Preanger— tenía que recurrir a su tacto para arreglar lo que mi padre había echado a perder. En la región de Sonda, mi madre se convirtió en la jefa y mi padre quedó reducido a un comparsa brutal e inútil.

Hay otra anécdota que refleja bien la lucha entre los “particulares” y los funcionarios en aquella época. Después de divorciarse de su primer marido, y cuando todavía era “novia” de mi padre, mi madre vivió con una hermana suya cuyo marido era un alto funcionario, asistente-residente24 de Meester Cornelis y, como tal, el aguafiestas para mi padre. Si bien estaban a punto de convertirse en cuñados y mi padre iba a cenar con ellos tres veces por semana, no se soportaban ni un segundo. El asistente-residente Frediusxli era, como mínimo, tan autócrata como mi padre, y protegía a un demang que, según el servicio secreto privado de mi padre, estaba conchabado con los bandidos y recibía gran parte de su botín. Una noche, los ánimos se enardecieron y se desató una terrible pelea antes de que acabáramos la sopa; el asistente-residente dijo recalcando sus palabras:

 

—Todos esos particulares son unos groseros.

—Muchas gracias —le contestó mi padre—, pero tú acabas de demostrar que los funcionarios no se quedan cortos al insultar a un invitado a tu propia mesa.

El asistente-residente lanzó su servilleta, dejó su plato de sopa y abandonó precipitadamente la habitación. Su mujer fue detrás de él para calmarlo, mientras que mi padre se quedó a solas con mi madre, y sólo se levantó de la mesa cuando hubo acabado de cenar. Más tarde, las circunstancias le dieron la razón y el demang fue arrestado y enviado a prisión por organizar robos y traficar con objetos robados. Mi padre escribió algunos artículos sobre ésta y otras disputas que fueron publicados como editorial en el periódico Bataviaasch Nieuwsblad.25 En aquel entonces ya estaba casado con mi madre y ya no ponía los pies en casa de su cuñado. Un poco más tarde, éste fue trasladado; en el periódico se dijo que Fredius, asistente-residente de Meester Cornelis, se despedía (o agradecía las felicitaciones) porque había sido nombrado residente de Besuki. Mi padre le hizo una visita a su amigo que trabajaba en el periódico y encargó imprimir el siguiente anuncio debajo de la noticia: “¡Oh, Besuki, prepárate que llega el azote!” Este tipo de chistes eran muy apreciados en los clubes de las Indias. La gracia de mi padre —que era considerado un tipo muy gracioso— se basaba totalmente en este tipo de juegos de palabras, que hoy en día se consideraría detestable, pero que todavía estaba de moda en París cuando mi padre estudiaba ahí. Era un hombre muy popular entre los oficiales y los terratenientes que sólo lo conocían superficialmente, aunque de niño sólo lo vi alegre cuando teníamos visita o cuando nosotros estábamos de visita en otra casa. Personalmente, me infundía tanto temor que no empecé a hablar un poco con él hasta cumplir los 17 años.

Puede que no sea del todo correcto; seguro que de niño me senté todas las noches en su regazo y que jugué con la cadena de su reloj, pero ése es el sentimiento que me invade cuando recuerdo aquella época. Hubo un tiempo —cuando tenía entre ocho y diez años, después de que mi padre me hubiese pegado unas cuantas veces con una descarga de cólera de la cual yo era quizá tan sólo el chivo expiatorio— en que me largaba en cuanto oía su voz. La relación con mi madre sin duda habría sido muy diferente si yo no hubiese vivido siempre con aquel temor que me causaba mi padre. Todavía siento la impotencia frente a él cuando rememoro la intensidad con la que, después de que me hubiese dado una reprimenda, yo mascullaba los insultos que me sabía: canalla, marrano, miserable, mala bestia, perro, degenerado, loco, cerdo, desgraciado, cabrón. Todas esas palabras se las había oído decir a él, salvo “loco”, que resaltaba como una rosa. Mi madre me oía a veces y entonces sacudía la cabeza y me decía: “No debes hablar así de tu padre”. Pero sabía tan bien como yo lo doloroso que era ese odio.xlii

12 Ladronzuelo. [N. de la T.]

13 ¡Matadle! ¡Es un prusiano! [N. de la T.]

14 Máximo órgano de consulta que debía asistir al gobernador general que presidía el Consejo. [N. de la T.]

15 No temas que el tiempo borre / la amistad que a ti me une. [N. de la T.]

16 Todo —salvo el recuerdo. [N. de la T.]

17 La gran idiotez francesa. [N. de la T.]

18 Maridote. [N. de la T.]

19 Lo único que vi en las Indias, fueron los ojos de Madeline. [N. de la T.]

20 Daniel no ha hecho más que empezar a querer un poco a su mujer. [N. de la T.]

21 Novela del escritor holandés Louis Couperus publicada en 1889. [N. de la T.]

22 Multatuli: seudónimo de Eduard Douwes Dekker (1820-1879), escritor holandés autor de la novela Max Havelaar (1860) en la que relata sus experiencias como funcionario colonial y en la que critica la explotación de la población nativa por parte de los holandeses. [N. de la T.]

23 Los colonos que no tenían ningún cargo público y eran “sólo” particulares. [N. de la T.]

24 Subresidente: funcionario holandés que administraba un departamento de la provincia o “residencia”. [N. de la T.]

25 Noticiero de Batavia. [N. de la T.]