El país de origen

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El precintado de los muebles fue todo un espectáculo con aquel juez de paz de barba de chivo que parecía sacado directamente de un vodevil, con un secretario judicial y un oficial de notaría cuyo instinto carroñero contrastaba duramente con la seriedad de su atuendo. En total eran cinco hombres que, precedidos por los dos notarios, irrumpieron en la habitación ahora vacía donde había fallecido mi madre para proceder a abrir armarios y cajones con un manojo de llaves; se llevaron los abrigos de pieles, y se quedaron examinando el joyero y la caja con el dinero hasta que llegó el herrero que habían mandado llamar a toda prisa para que los forzara. El senil oficial de notaría amenizó la espera contándonos una historia sobre una familia de gatos que les obligó a precintar una casa en tres ocasiones para complacer a la protectora de animales… Acto seguido, Jane, los criados aún presentes y yo tuvimos que jurar que no habíamos sustraído nada de la herencia.xxix

Puede que sea demasiado duro con estos personajes; es posible que el asco que sentía mientras corría hacia el tren fuera exagerado, y sin duda lo era el que sentí cuando los dejé hacerse cargo de la custodia de las joyas. La correspondencia que mantuve con ambos notarios fue breve, y espero que el disgusto fuera mutuo; después, lo dejé todo a cargo del abogado. Desde que firmé el beneficio de inventario, él responde mis cartas (que, admito, no están escritas de acuerdo con las fórmulas habituales) en un tono casi como si quisiera librarse de mí. Sigo creyendo que es un hombre honrado; en Grouhy nos aportó a veces una ayuda considerable, pero la situación ha agudizado mi recelo y mis falsos conocimientos de la naturaleza humana; en lo más profundo de mi ser comprendo ahora al pobre desgraciado que ya no ve la ley, sino sólo a sus representantes, que mata a un agente judicial porque realmente ya no puede más.

Durante una de las últimas conversaciones que mantuve con mi madre —en la semana de Navidad cuando fui a visitarla por última vez—, me lanzó el reproche encubierto que me hacía desde que yo estaba con Jane:

—Comprendo que no puedas venir más a menudo porque ahora estás con una mujer a la que quieres profundamente. Yo ya no te estorbaré mucho más; fíjate bien en lo que te digo: el año que viene enterrarás a tu madre. Sólo entonces empezará tu vida de verdad, cuando recibas el dinero que ahora todavía necesito. Siempre ruego a Dios dejarlo todo solucionado para ti y también para el pobrecito de Guy.

Le contesté haciendo acopio de toda la calma que todavía me quedaba (el día anterior habíamos tenido una escena):

—Le repito, madre, que nunca incluyo su muerte en mis planes de futuro. Y, además, calculo que de todas formas ya no debe de quedar nada de dinero.

Y realmente no habría quedado ni un céntimo si hubiese vivido unos cuantos años más. Y resulta que nuestras previsiones se cumplieron precipitadamente: mi madre murió, en efecto, al año siguiente, en la madrugada del 3 de enero, y los notarios se encargaron de hacer realidad mi profecía.

Suzanne, con quien mi madre discutió hasta el último momento, la colocó en el ataúd; incluso acudió al entierro, aunque Jane y yo caminábamos juntos detrás del féretro; no la vi durante la misa, sino en el cementerio, donde dio un paso adelante mientras bajaban el ataúd a la cripta.

—¿Qué karma la une a tu madre, hijo mío? —me preguntó mi tía Tine, al tiempo que meneaba la cabeza de arriba abajo—. ¿No resulta extraño que haya sido precisamente esta criatura la que la haya colocado en el ataúd?

Suzanne nos había acompañado hasta el cementerio, entre la masajista y el chofer. Extraña mentalidad la suya, con o sin karma. Todas las noches iba a visitarla un rato en las dos habitaciones baratas que ella había llenado de muebles procedentes de Grouhy, y donde me sentía miserable sólo porque en todos los rincones me sentía observado por una foto mía. Le hablaba a Guy de su abuela que había muerto dos casas más allá, en el mismo barrio siniestro al que ella se había mudado sólo para verlo cada día, y cuando murió, Guy estaba más encariñado con ella que con su propia madre. De repente, Guy no quiso que le contara nada más al respecto, parecía desgraciado y se echó a llorar diciendo que le daba miedo. Le expliqué con calma que su abuela había muerto y que, por lo tanto, no volvería a verla nunca más. Él asintió, se separó de mí y le pidió a su madre que viniera a oír la radio.

—No seas así, Guy —le dijo Suzanne al día siguiente—, no debes olvidar a la abuela.

Se lo dijo cuando estaban junto a la puerta y se disponían a salir, entonces Guy salió corriendo y echó a caminar calle abajo, negándose a mirar la puerta de la casa donde había muerto su abuela.

—Sí, sí —dijo—. No me lo digas, ya lo sé.

Parecía rehuir instintivamente a la muerte. Cuando lo volví a ver un mes más tarde y le pregunté si recordaba a su abuela, me contestó con mucha calma:

—Sí, claro.

Llegados a este punto, quiero relatar otra escena que tuvo lugar justo el día de Navidad, no para sentir más tarde un débil remordimiento, sino más bien como prueba de cómo una parte de mi ser se inflamaba de inmediato cuando me venía a la memoria algo de la ponzoñosa atmósfera que impregnaba Grouhy. Y era como si, en cuanto hube salido de ahí, necesitara desahogarme y reaccionar con violencia, quizá debido al contraste. Estaba sentado en la cama, junto a mi madre, y ella me hablaba de la dama de compañía austriaca a la que acababa de despedir; por enésima vez en su vida se las había visto con una serpiente, la causa de todo el mal, una mujer endiabladamente falsa sobre la cual no me contaría nada, pero qué alivio haberla echado de casa, y cosas por el estilo. Y entonces, por supuesto, enumeró algunos ejemplos de la mencionada falsedad: una estupidez tan repugnante, una falta de comprensión tan completa, un egoísmo tan absurdo, que yo, al recordar a la desaparecida Frieda tal como era realmente, tal como la conocí durante años —una mujer de abnegada dedicación que se pasaba las noches en blanco, con los nervios destrozados—, no pude evitar señalar sus rasgos positivos, y me dejé llevar por mi entusiasmo. Le supliqué a mi madre que, “por su propio interés”, no viera a las personas primero como ángeles para luego tener que denostarlas como víboras. De repente, ella dio unas cabezadas con aire lastimero y me pidió algo de agua con voz cascada. La fui a buscar, asustado; sin embargo, cuando después de tomarla la escupió casi por completo, me di cuenta de que hacía teatro y lancé el vaso al suelo haciéndolo añicos.

—¡El día de Navidad! —exclamó ella enseguida.

—Sí, madre, el día de Navidad —le respondí—. A fin de cuentas quiero verla muerta y, por tanto, he venido especialmente en Navidad para matarla. —Estaba fuera de mí de cólera y grité—: ¡Estupidez! ¡Maldita estupidez! ¡Siempre la misma maldita estupidez!

El ataque se le pasó en cuestión de segundos. Más tarde, cuando volví a sentarme a su lado, me tomó de la mano:

—Quiero que sepas que nunca te guardo rencor, aunque te comportes así conmigo.

Y yo, que no tenía el más mínimo remordimiento, le contesté:

—Usted, madre, debería saber mejor que nadie que si me comporto de esta manera es porque me he visto orillado poco a poco a ello.

Aun así, le acaricié la mano y poco después atraje su cabeza hacia mí.

Sin embargo, nuestra despedida la mañana que me marchaba se estropeó porque el chofer llegó unos minutos tarde. Eso puso a mi madre de mal humor, y justo cuando se disponía a darle una reprimenda, la abracé apresuradamente y llamé al chofer para que bajara conmigo por la escalera.xxx

11 Un muchacho encantador. [N. de la T.]

V. La prehistoria de mis padres

Marzo. Sigo sin tener noticias de Bruselas ni del abogado, ni siquiera de Graaflant. Es como si fuera lo más natural del mundo que una parte de mi destino se decida allá, sin que yo esté al corriente de lo que pasa. Pero me he resignado y ahora me he puesto a “escribir para ahuyentar la amenaza del futuro”.

Me gustaría relatar la historia de mis padres, al menos algunos fragmentos de su vida antes de que yo los conociera. Sin embargo, me temo que me resultará inevitable mentir. ¿Cómo podría ser de otra forma? Sabemos siempre demasiado o demasiado poco de nuestro padre y de nuestra madre; aunque intentemos verlos de forma objetiva, igual que observamos a otras personas, nos enfrentamos a ellos juzgándolos cínicamente, o bien con excesiva indulgencia. Esto último es lo normal; lo primero podría ser una reacción consciente o inconsciente contra esta indulgencia, pero sigue siendo una falsificación frente a otra desde el punto de vista de la verdad histórica.

No puedo decir que no los haya oído hablar nunca de sí mismos, pero mis padres eran de esas personas —y hay muchas de ese tipo— que, aunque les guste hablar de sí mismas, nunca cuentan nada esencial, no por pudor, sino porque se les escapa lo esencial. Sólo después de la muerte de mi padre pude hablar en confianza de él con mi madre. Ella lo consideraba un hombre, un hombre de verdad, con su tupido cabello, su bigote y su lunar; un hombre pequeño, pero a la vez corpulento, y dulce y caballeroso con las mujeres. Mi madre decía que, por muy simpático que fuera un hombre, ella nunca podría quererlo si era vulgar. Mi padre era un bailarín y un jinete excelente y, pese a su baja estatura, era rápido y fuerte. De chico sabía hacer el doble vuelo gigante en la barra fija y era el mejor con todas las armas. Más tarde, en la región del Buitenzorg, ganó muchas carreras de caballeros. Con 25 años tenía una amante europea —algo que todavía no era muy habitual en las Indias—. Ella resultaba llamativa, llevaba el pelo corto y lo acompañaba a caballo por la carretera que conducía a Batavia. Aunque a la sazón su madre ya le había regalado la finca de Villa Merah,xxxi los amigos mayores de mi padre lo consideraban demasiado joven para mantener a una mujer europea. Su cuñado estuvo incluso a punto de soltarle un sermón al respecto, pero calló en el acto cuando mi padre le preguntó si llevaba la cuenta del dinero que él le había prestado hasta entonces. A buen entendedor, pocas palabras.

 

En aquellos días en las Indias, la palabra “amante” debió de estar rodeada de un halo de misterio, aunque en realidad se trataba de una chica joven y saludable de ojos claros, mirada descarada y una gran boca enfurruñada. Sin embargo, en casi todas las fotos que mi padre tenía de ella aparecía vestida de amazona, y en algunas debía de ir acompañada de un anterior dueño, puesto que se aprecia el porche de una casa de campo colonial con tres hombres a caballo colocados en fila a un lado y, al otro, ella junto a su caballo, látigo en mano; en otra foto se le ve sentada junto a uno de los tres caballeros en un coche de caballos, mientras los otros dos están sentados en la acera y recalcan la diferencia de posición con una botella y copas. Mi padre seguramente la conquistó con los caballos, como ahora en algunos círculos se conquista a una mujer con un automóvil. Pero su amo y señor debía de haberla abandonado, puesto que no pudo pagar las joyas que le había comprado a un árabe. El árabe era joven y descarado y una noche fue a sentarse en una mecedora que había en el porche de su casa diciendo que esa vez no se iría sin que ella lo indemnizara de una u otra manera. Mi padre, que ya la visitaba y que había entrado en la casa por el jardín trasero, la encontró asustada e indignada y se presentó como el hombre blanco que llega de improviso: “¡Lárgate de aquí, maldito árabe!”, le soltó y tuvo el placer de ver cómo el acreedor desaparecía en dos segundos de la mecedora. Más tarde volvería a encontrarse con el mismo hombre cuando éste era jefe del barrio árabe y caballero de la orden de Oranje-Nassau, “un notorio canalla”, según dijo, que en efecto acabó siendo mencionado en todos los periódicos en relación con un escándalo en el Ayuntamiento. En lo que respecta a la amante de mi padre, después de haberla defendido de forma tan caballerosa, se la llevó consigo. De modo que ella cabalgaba mucho con él, se mostraba en todos lados con gran disgusto de las señoras casadas y decentes, y se atrevía incluso a más: un día acompañó a mi padre para dejarse fotografiar desnuda en el famoso estudio de fotografía Charles y Van Es. El joven fotógrafo encargado de hacer las fotos sin duda se sonrojó, aunque la nitidez de la foto no delataba nada de su desconcierto, y más tarde la contemplé con creciente emoción, pese a que estaba desgarrada a la altura de los pechos. No obstante, un día aquella mujer le dijo a un criado, refiriéndose a mi padre con quien estaba peleada: “Itu blanda” (algo así como: ¡pedazo de holandés!). Él le propinó una tremenda paliza en presencia del criado. Sin embargo, según me contó mi madre, cuando más tarde vio los moretones en sus muñecas y en sus hombros, lloró de remordimiento y nunca más volvió a tratar de semejante forma a una mujer.

En la intimidad, mi padre debió de ser un hombre sensible, incluso sentimental y melancólico. El final de su vida lo demuestra. Sin embargo, no se abandonaba, o sólo lo hacía para sacar a la luz su lado malo: el de un autócrata irascible o, lo que es casi peor, el de un “tipo gracioso”. Recuerdo que de niño lo oí clasificar tan a menudo a sus amigos en las categorías de tipo gracioso o soso, que durante mucho tiempo creí que ser gracioso era la mayor virtud para un varón. Sea como fuere, cuando aparecía en una fiesta, “el pequeño Duc” era recibido con alborozo, tanto en el club de Batavia, como en las casas solariegas del Buitenzorg y del Preanger. En una gran fotografía de una fiesta en un jardín, en la que aparecen más de cien hacendados con sus esposas —los conquistadores del siglo xix de Insulindia en su pose más favorecedora—, se ve a mi padre en primera fila con un tambor entre las rodillas. Puesto que le gustaba la música, pero no tocaba ningún otro instrumento, había intervenido en la interpretación de Unter dem Doppeladler tocando el tambor. Y aunque mi padre era bajito y afrancesado, en Batavia y en Buitenzorg era tenido por un auténtico caballero. En una ocasión, durante una carrera entre caballeros, hizo que descalificaran a un jockey profesional diciendo: “Si esto también es un caballero, entonces yo no lo soy”. Siempre le gustó la ropa de calidad, incluso cuando era un hombre viejo y vivía en Bruselas. Al morir dejó 17 pares de zapatos que me iban demasiado chicos porque él tenía los pies aún más pequeños que los míos. Existe un retrato suyo de esa época gloriosa de las Indias, tocado con una gorra escocesa, un abrigo negro cerrado, un pantalón ceñido, botas de caña alta y, en la mano, un látigo plegado en dos. (“Realmente, esto ya no tiene nada de humano”, dijo Jane.)

No nació en la gran casa de mi abuela, donde yo vine al mundo, sino en la que tenía su padre en la Koningsplein. Puede que sus padres hubieran tenido una de esas reconciliaciones durante las cuales engendraban a sus hijos. Su padre, el juez —¿o fue su madre?—, debía de poseer ya entonces una caballeriza con caballos de monta, puesto que cuando mi padre la visitó a los siete años de edad, una pesada tabla le cayó sobre el pie y le amputó dos dedos. Lo único que dijo mientras los dedos colgaban del pie, fue: “¿Me volverán a crecer pronto?” Y cuando le aseguraron que sí, se despreocupó del asunto, demostrando la valentía que yo siempre esperé de él, a la edad que fuera. Más tarde, aprovecharía la falta de esos dos dedos para que le declararan inútil en la milicia. Se aficionó a los caballos desde muy joven y, en cuanto regresó a Europa, compró un caballo de carreras que era relativamente barato porque tenía un carácter difícil. Así pues, una tarde lo dejó dar vueltas alrededor de un árbol al que estaba atado hasta que quedó totalmente apretado contra el tronco y luego lo azotó hasta que el caballo empezó a “tiritar como un perrito faldero”. Él mismo se desplomó después en la hierba de puro agotamiento y se quedó media hora sin aliento. Después, el caballo y él fueron “buenos amigos”.

Al cumplir 10 años, lo enviaron a Holanda para que acudiera a la escuela, y se fue a vivir con su tío, el general Marees. Más tarde se enorgullecería de haber sido criado en el seno de la familia de este tío, tan condecorado que el rey Guillermo III casi había tenido que inventar nuevas medallas para ponérselas. En el álbum familiar había una gran colección de primos y primas, todos hijos del general, y algunos retratos del propio general, poco más que un rostro —he de admitir que bastante noble en su género— sobre un pecho repleto de estrellas de diversos tamaños. La siguiente hazaña había causado una gran impresión a mi padre: mientras capitaneaba una expedición en Borneo o Sumatra, los habitantes del kampung envenenaron varias veces las fuentes en las que solían beber sus soldados. Entonces, el general cargó los cañones con algunos de los notables de la comarca y, apuntando al kampung, disparó los cañones destrozando a los notables, y eso, añadía mi padre, sin siquiera esperar la autorización de Batavia. He encontrado una carta suya, escrita con ocasión de la boda de mi padre, que contiene varias frases curiosas:

En todas las ocasiones importantes de su vida, lo recuerdo, como cuando era usted un mozalbete y le acogí en mi casa como a un hijo… Espero que la mujer que haya elegido le dé lo que esperaba de ella: felicidad, placer, amor y, sobre todo, satisfacción… Su tía está bastante bien, aunque bien es cierto que sigue sufriendo una enfermedad en su mente que la aparta de nuestra vida en común, pero sabe controlarse delante de conocidos y extraños y, por consiguiente, no deja traslucir nada… Mis hijos están bien y tienen éxito en sus negocios.

De los años escolares de mi padre sólo sé que realizó un gran recorrido sobre patines de no sé dónde a no sé dónde (dos localidades de Holanda). Más tarde estudió en París, en la École Nationale Agronomique. De aquella época conservaba muchos ferrotipos de él y sus amigos, y él era casi el único sin barba. Sus compañeros de estudios, todos ellos menores de 25 años, solían llevar barba y aparentaban más de 30. Tenía también un amigo holandés con barba al que llamaban Barboteur12 porque se llamaba Morbotter. Ese detalle se me quedó grabado en la memoria seguramente porque me parecía un francés muy “gracioso”, sobre todo porque añadía siempre que el Barboteur se ponía furioso cada vez que lo llamaban así. Ni él ni mi padre estudiaban mucho en París. Después de dos años, mi abuelo fue a verle desde Bruselas y sacó a su hijo del instituto; lo colocó de voluntario en una fábrica de Lille, porque no podría introducirse en las plantaciones de las Indias sin haber seguido una formación previa en Europa.

En Lille, mi padre tenía una novia que se llamaba Matilde (la llamaba “Matílde”, marcando la i) y que puede que fuera la mujer más guapa de Lille. Una tarde que estaba con ella en un café, la ofendió un hombre que, a instigación de una rival, le pidió su “tarjeta” mientras ella pasaba delante de él. Mi padre, que iba justo detrás de ella, contestó en su lugar propinándole al tipo un golpe —que él calificó de “bomba”— desde lo alto, por lo que al otro “se le hundió el sombrero hasta la nariz”. Cuando se lo hubo quitado, siguió a mi padre, quien, una vez fuera del café, lo agarró del cuello y lo empujó contra la pared con una mano, mientras con la otra la emprendió a puñetazos hasta que los separaron. Las respectivas mujeres, que al principio hicieron ademán de participar en la lucha armadas con sus paraguas, desaparecieron en cuanto llegó la policía, y el señor del sombrero también logró escabullirse. Pero los dos agentes agarraron a mi padre por las axilas y se lo llevaron a la comisaría. Puede que fuera porque no se expresaba bien en francés debido a la excitación o porque se le notaba más el acento, el caso es que la muchedumbre gritaba: “Assommez-le! C’est un prussien!”13 (el incidente tuvo lugar hacia 1880, es decir, poco después de la guerra franco-alemana). En la comisaría constataron que no era ningún prussien, sino que tenía un nombre francés muy corriente, y cuando indicó haber nacido en Java, el comisario demostró tener un gran interés por la geografía y lo dejó marchar, no sin antes disculparse por la rudeza de los agentes. (Eso sucedía en una época en que la cortesía francesa aún no era una leyenda.) Por supuesto, mi padre se fue directo a casa de Matilde, con quien pasó una noche deliciosa, según él “porque precisamente una mujer así aprecia mucho que la defiendas”. Algunos días más tarde, cuando un regimiento de soldados pasó delante de ella en la calle, Matilde reconoció a su ofensor en la persona de un subteniente con un ojo a la funerala.

Nunca vi ningún retrato de Matilde, ni siquiera en ferrotipo; sí los de otras dos amigas de mi padre llamadas Blanche y Valentine. Ninguna de las dos me parecía guapa, del mismo modo en que nunca me parecían bellos los retratos de actrices con los que mi padre forraba las paredes de nuestra casa. Eran retratos de Paris la Nuit de aquella época, cuando una mujer tenía que ser una hembra al ciento por ciento, con busto, caderas, cabellera, brocado, cintas y encaje. Pese a mí mismo, sigo considerando a ese tipo de mujer como la más auténtica, y me sigue atrayendo más que el ideal de belleza andrógina de nuestros tiempos, pero los especímenes de bellezas que colgaban de nuestras paredes —placas enormes y coloreadas de Lina Cavalieri y de la Bella Otero, de Gilda Darthy y Cléo de Mérode—, no me decían gran cosa. Suponía que todas aquellas mujeres famosas eran bellas, igual que suponía que los grabados románticos de Goupil —que también llenaban nuestra casa— eran artísticos, ricos y hermosos. Eran nuestros “cuadros”, como se dice en las Indias; todavía recuerdo lo ricas y sorprendentes que me parecían más tarde las personas que tenían un cuadro de verdad en casa; no acababa de creer que fuera auténtico y que sólo hubiera un ejemplar en todo el mundo.

Cuando mi padre regresó de Europa con 22 años de edad, parecía decidido a introducir su París en las Indias y, para diversión de todos y a pesar del calor sofocante, realizó sus primeras visitas vestido con chaqueta y sombrero de copa alta, que allí se reservaba, además, como distintivo especial de los miembros del Consejo de las Indias.14 Después, durante un tiempo breve, fue empleado en una plantación de azúcar en Java oriental, pero su carácter independiente no tardó en causarle problemas, y su madre, que aunque siempre reñía con él lo consideraba su preferido, lo dejó regresar a Batavia y le regaló la finca de Villa Merah en la zona de Buitenzorg; fue allí donde mantuvo a su amante europea. No se cansaba nunca de ir a Batavia, en coche de caballos o a caballo, para bailar en el club. Entre sus amigos había muchos oficiales. En una ocasión, mi padre envió a su amante enferma a casa de uno de ellos, un médico militar que tenía la orden de Guillermo. Además de atenderla, éste le hizo proposiciones deshonestas que, como es debido, ella contó luego a mi padre. Más tarde, estando en la terraza del club junto al médico y otros oficiales, mi padre narró la historia como si viniera de uno de sus amigos; hizo mucho hincapié en la confianza que ese amigo suyo había depositado en el médico con la orden de Guillermo y, acto seguido, preguntó qué pensaban de semejante persona. El médico guardó silencio, pero los otros oficiales soltaron unánimemente: “¡Eso es a lo que yo llamo un canalla!” —y cosas por el estilo—. El médico se marchó, pálido y callado, y después no volvió a saludar nunca más a mi padre. Uno de los oficiales le reprochó más tarde que le hubiese puesto en situación tan embarazosa delante del médico. Cuando mi padre le preguntó si había cambiado de opinión respecto a que el médico era un canalla, él dijo que no, pero que, siendo como era su amigo, le había disgustado habérselo dicho a la cara.

 

Otro amigo de mi padre era el famoso oficial de caballería Veersema, cuyo asesinato fue uno de los mayores escándalos de Batavia y sirvió de fuente de inspiración de novelas con títulos como Sangre caliente o Drama en el trópico.xxxii La sangre caliente era, en este caso, la de una dama algo indolente de la Koningsplein que, según mi tía Tine, tenía una voz monótona y ceceosa, aunque no por ello dejaba de ser una ninfómana casada con un noruego al que ya había engañado muchas veces cuando el oficial de caballería se convirtió en su amante. El oficial iba a verla a altas horas de la noche al salir del club y ella —que no compartía alcoba con su marido, sino que dormía en un pabellón independiente— lo recibía con champán frío. Pero ya fuera porque el oficial no daba suficiente propina al personal que debía permanecer despierto para recibirle o porque la dama se había abandonado alguna vez en los brazos del criado —una vergüenza indecible para una mujer europea de la Koningsplein que, además, en este caso ponía en juego los sentimientos del criado—, el caso es que una noche el esposo noruego, que como de costumbre yacía borracho en su cama, se despertó al oír unos fuertes golpes en su puerta y vio al criado que le susurraba:

—Señor, levántese, hay un ladrón en el pabellón de la señora.

Acto seguido, el jardinero y el propio criado, armados con machetes y acompañados por el esposo todavía medio borracho, se dirigieron al pabellón; el oficial saltó por la ventana y echó a correr hacia la plaza, donde los dos criados le dieron alcance y, puesto que estaba desarmado, la emprendieron a machetazos con él hasta que cayó al suelo gravemente herido. El marido borracho llegó dando traspiés, encendió una cerilla y sólo entonces se dio cuenta de que el ladrón era uno de sus camaradas del club.

—Pero, hombre, Veersema, ¿eres tú? —dijo adormilado.

—Por el amor de Dios, remátame, no me dejes aquí tirado —suplicó el oficial, que yacía en un charco de sangre y sólo llevaba puesta la camisa.

El esposo, sin embargo, se retiró, y unos transeúntes tuvieron que trasladarlo al hospital. Mi padre acudió desde Villa Merah para ver a su amigo, pero éste había muerto aquella misma mañana y el médico del ejército le desaconsejó estropear su recuerdo contemplando el cadáver desfigurado. El oficial de caballería era un hombre alegre y gentil, delgado, de pelo rubio y sonrisa encantadora. Era tan querido por sus hombres que, la tarde siguiente de su muerte, diversos soldados y suboficiales europeos fueron a la casa de la Koningsplein. Después de haber pasado media hora en la calle gritando “¿dónde está esa mujer?” y “¿dónde está esa puta?”, y después de haber pedido al esposo que se mostrara, irrumpieron en la casa, pero la encontraron vacía. Hicieron añicos todos los jarrones y espejos. Les hubie-se gustado ver sobre todo a “esa mujer”, pero mi padre se la había llevado a Villa Merah, en un ebro —un coche de alquiler común y corriente, aunque con cuatro ruedas en lugar de dos, y más lento y elegante que el sado, que es aún más corriente—, y habían tardado horas en hacer el recorrido. Aquella mujer le resultaba profundamente antipática, según mi padre. Durante el trayecto ella apenas habló, y lo que dijo era tan tedioso y frío como siempre,no porque contuviera sus emociones, sino simplemente porque aquel caso le resultaba sumamente desagradable y en aquellos momentos empezaba a temer por su reputación. Se alojó en su casa durante una semana porque no se atrevía a regresar a la Koningsplein, y después partió lo más rápido que pudo hacia Europa. Su foto figuraba en nuestro álbum, pero nunca conse-guí arrancarle a mi padre suficiente información sobre ella como para satis-facer mi curiosidad. Era una mujer rubia de labios bastante carnosos y ojos oscuros, en quien yo descubría siempre algo romántico, pese a la antipatía de mi padre, hasta que mi tía Tine rompió el encanto señalándome el detalle de su monótono ceceo, añadiendo, además, que era sumamente estúpida.

Mi padre, por su parte, tenía mucho éxito con las señoras que vivían en la Koningsplein y en otros lugares de la ciudad. A mi madre no le cabía la menor duda de que eso era cierto, y en Grouhy abordamos el tema en una ocasión porque, en cambio, ella no podía comprender en absoluto que una mujer pudiera ver algo en mí. Cuando era una chica joven, e incluso después, mi madre tenía mucha fama por su encanto y sus éxitos, así que maté dos pájaros de un tiro cuando confesé que yo, por mi parte, tampoco lo comprendía, y que como hombre me veía incapaz de sentirme atraído por mi madre y, de haber sido mujer, por mi padre. Nos dijimos todas estas cosas una hermosa mañana sentados a la abundante sombra de un árbol del jardín, no porque quisiésemos herirnos mutuamente, sino realmente por la necesidad de sincerarnos.

El nombre de soltera de mi madre era Ramier de la Brulie.xxxiii Su padre era el menor de los hermanos y el más ingenioso; se embarcaba una y otra vez en empresas comerciales que fracasaban con regularidad. En la isla de La Reunión se casó con una mujer tísica que lo acompañaba en todos sus viajes y que le dio cuatro hijos, aunque ella no tenía más de 28 años cuando murió. Mi madre nació en Malaca poco antes de que sus padres se mudaran a Java, adonde anteriormente ya se había trasladado la familia de su padre. Éste murió cuando ella tenía dos años. La crió una hermana de su padre que estaba casada con un holandés; mi madre conoció a su abuelo francés, así como al tío de barba blanca que de niña la llevaba a veces a dar un paseo. El abuelo les pedía a mi madre y a sus primas que se pusieran en fila, colocaran un dedo sobre su caja de tabaco y cantaran: “J’ai du bon tabac dans ma tabatière”.xxxiv Mi madre cantaba otra canción que le había enseñado el abuelo —J’irai revoir ma Normandie— y que había que cantar alargando mucho las últimas sílabas, por lo que yo acabé asociándola con bañarse y con cuartos de baño frescos de las Indias, porque en malayo-holandés bañarse se decía mandiën.