El país de origen

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III. Álbum de familia

Si es una locura querer relatar lo que vivimos en el presente, al menos puedo intentar rememorar para Jane lo que hubo antes de ella: la diferencia entre la autenticidad de las cartas y la inevitable falsificación de un diario personal radica únicamente en la sinceridad de los motivos.xvii Gracias al trabajo de biblioteca que realizo ahora con Viala, me siento atraído por las retrospectivas históricas, y debería empezar con algo así como una justificación desde el pasado, un hilo tendido entre Europa y “allá”. ¿Cuánto quedaría de inexplicable, incluso entre nosotros, si ese “allá” no fuera el país de origen? A pesar de todo, a pesar de los derechos aún más antiguos del “aquí”, de Europa. Buscar las Indias en Grouhy tal como hice fue un extraño regreso a contracorriente, después de que mi padre comprara la finca de Grouhy casi para demostrarse a sí mismo que tenía antepasados feudales en Europa.

Mi padre se limitó a colocar una armadura a modo de símbolo en el vestíbulo y pensó que su apellido francés y el nombre francés del pueblo se encargarían del resto. Sólo más tarde se dio cuenta de que su elección había sido completamente mala, y por motivos ajenos a la geografía y a la genealogía. Puede que se sintiera doblemente francés frente a la población valona, puede que se creyera un auténtico aristócrata borgoñón frente al conde belgaxviii con su aspecto de notario de pueblo poco fiable, ¿quién sabe? En cualquier caso, guardaba un asombroso parecido con Guy de Maupassant y sin duda tenía más pinta de “genuino francés” que yo, que en ese ámbito nunca abrigué demasiadas ilusiones desde que descubrí que los parisinos siempre me confundían con un rumano o un brasileño; y puede que me hubiese sentido por completo un joven indiano —colonial hasta la médula—, si el atavismo no hubiese introducido un hidalgo francés en mi interior.

Mi padre no conocía el opúsculo Familias euroasiáticas: origen y establecimiento de las estirpes europeas en las Indias Orientales Neerlandesas, de W.H. van der Bie Vuegen, archivero nacional en Batavia, en el que podía leerse:

El apellido Ducroo proviene de Du Crault; el primero de esta familia conocido en las Indias Orientales fue Jean-Roch, nacido alrededor de 1765. Cadete y artillero que luchó contra los ingleses en Ceilán, donde, en 1795, fue hecho prisionero de guerra, después de lo cual partió hacia Java. El 4 de marzo de 1807 otorgó testamento como capitán del Cuerpo de Ingenieros de Batavia. Los herederos universales fueron sus hijos adoptivos: Nikolaas, de 20 años de edad, y Louis, de 14, ambos cadetes del Cuerpo de Ingenieros. Sus tres hermanos residían en aquel entonces en Francia.

¡Cuán doloroso hubiese sido para mi padre enterarse de que los hijos de Jean Roch eran hijos adoptivos! Cuando finalmente regresó a Europa desde las Indias, estaba casi seguro de ser un conde, e incluso se desanimaba si le confesaba tener más simpatía por el título de vizconde o por el de caballero. Mi padre inició sus investigaciones durante el viaje de Marsella a París, en el Grand-Hôtel de Dijon. El portero del hotel era un mutilado de guerra sin piernas, pero con un rostro sonrosado e hinchado y un montón de medallas sobre el pecho, con aspecto de saberlo todo sobre las familias nobles de los alrededores. A pesar de la ortografía del nombre que parecía apuntar más bien a un origen del sur de Francia, mi padre estaba convenci-do de que éramos de procedencia borgoñesa porque, supuestamente, el escudo de nuestra familia aparecía en el Armorial de Bourgogne. Lo consultó en la Bibliothéque Nationale de París y consideró que lo que le había contado su padre era correcto; allí decía: “Du Crault — d’azur au chevron d’argent accompagné de trois tours d’argent”.5 Sin embargo, mi padre también quería descubrir posibles ancestros, pero sólo encontró algunos Du Crault con nombres añadidos y escudos de armas desesperantemente diferentes, con águilas y arpas sobre gules. Por diversión, le ayudé a buscar y encontré por casualidad algo que le dio nuevos ánimos. En los Archives de la Noblesse de France descubrí de repente el nombre que buscábamos en el margen de un artículo dedicado a una familia muy diferente… Un Gaudechart se había casado en Rouen, en 1488 (¡eso nos llevaba un buen trecho hacia las Cruzadas!), con la hija de un messire Louis du Crault; por desgracia no se incluía su título, aunque sí su escudo de armas, que era igualito al nuestro, salvo que en esta ocasión las torrecillas eran de oro. No obstante, la decepción que eso nos causó fue leve, puesto que nos consolamos con la idea de que quizá se tratara de una rama antigua. Otro descubrimiento me conmovió personalmente mucho más. Me topé con un certificado concedido a un tal Antoine du Crault que unos meses antes había servido a plena satisfacción en el Cuerpo de Mosqueteros, y firmado por el mayor héroe de mi juventud: D’Artagnan.xix En ese caso no había ni rastro de escudo de armas, pero, por extraño que parezca, el ver vinculado nuestro nombre al de D’Artagnan, aunque sólo fuera de esta manera, no me sorprendió en absoluto, sino que me colmó de una satisfacción en cierto modo esperada, pues sabía que en Europa me pasarían este tipo de cosas.

En una biblioteca de La Haya, mi padre entabló una relación con un especialista en investigaciones de esa índole. El hombre se puso manos a la obra. Viajaba mucho y, por consiguiente, cargaba a cuenta muchos gastos de viaje y otros gastos generales y cada tanto exigía una nueva “comisión”, para acabar descubriendo que nuestro Jean-Roch había nacido en Bulon, que bien podría ser Brûlon, y que en efecto no estaba tan alejado de Borgoña. Lo que nos contó sonaba erudito e incluso probable, sólo que en aquella ocasión ya no consoló a mi padre, porque el investigador nunca obtuvo respuesta a la carta que envió a Brûlon. La expedición encalló en este Brûlon, que al fin y al cabo no era más que una probabilidad, y no conseguimos tender un puente que nos llevara hasta los Du Craults franceses. Tuvimos que concentrarnos en los Ducroo holandeses que, en la época de mi bisabuelo, empezaron a escribir su apellido de otra forma. “¡Si al menos hubiésemos encontrado el maldito lugar de nacimiento de ese tal Chanroc!”, exclamó mi padre cuando decidió ya no enviarle más comisiones al investigador y apañárselas sin su corona de conde.

Sin embargo, habría sido un duro golpe para él saber que su propio abuelo, el coronel Louis, no era más que el hijo adoptivo de ese a quien él llamaba Chanroc. El testimonio del señor Van der Bie Vuegen llegó a mis manos sólo más tarde, a través de Graaflant, quien, fiel a sus antiguas simpatías por la Action Française,6 también se interesaba por mi familia. Yo mismo sentí vértigo cuando vi abrirse ante mí aquel inesperado horizonte. ¿De dónde procedían entonces nuestros ancestros? Pero, bien pensado, mi padre tenía un porte típicamente francés: macizo, sanguíneo, nervioso en sus movimientos; y el coronel Louis tenía un aspecto igualmente francés, con el pecho ancho de los Ducroo y su cara de simpático bulldog encima del cuello militar absurdamente alto de aquella época. Por consiguiente, aunque fuésemos bastardos, debíamos tener un origen igualmente francés. Escribí a Van der Bie Vuegen pidiéndole información; me contestó que no tenía más datos sobre los hijos adoptivos, pero pudo decirme que Jean-Roch de Batavia vivía a las afueras de la ciudad, que legó 25 florines a las iglesias reformadas del lugar, y que los tutores de sus hijos adoptivos eran Dominique Chevereux, teniente coronel de infantería, y Charles Legrévisse, capitán de artillería. Más tarde, leyendo las memorias de Dirk van Hogendorp, logré averiguar lo que le había sucedido a Jean-Roch en Ceilán, donde servía en un regimiento franco-suizo, a las órdenes de un coronel de Meuron. Dicho coronel residía en Europa y desde allí vendió su regimiento a Inglaterra; los oficiales y los soldados se negaron a aceptar el trato y se mantuvieron leales al gobernador holandés de Ceilán, pero éste opinaba que debía obedecer a su coronel y les obligó literalmente a pasarse a los ingleses. ¡Así que ése fue el “cautiverio” que tuvo que soportar el pobre Jean-Roch! No obstante, más tarde volvió a emprender rumbo hacia el este, compartiendo el mismo sino que muchos oficiales franceses que estaban al servicio de la Repúbli-ca Bátava: eran aliados de los holandeses, pero al mismo tiempo estaban dispuestos a luchar contra ellos en cualquier momento. Físicamente no puedo imaginármelo muy distinto a mi padre y a mi bisabuelo, aunque seguramente llevaba una peluca empolvada. Sin duda se sintió como un extraño ahí, fuera de Batavia, con sus camaradas, los otros dos didongs en uniforme, aunque puede que, a pesar de todo, se sintiera a gusto; seguramente murió ahí. El investigador de La Haya consiguió encontrar muy pocos datos sobre su primer hijo adoptivo, Nikolaas: sirvió en la caballería y cayó en combate. El segundo, Louis, dejó más rastros.

Aunque no fuera hijo de Jean-Roch, nació en 1793 en Ceilán. También él fue hecho prisionero de guerra por los ingleses y enviado a Inglaterra; eso sucedió en 1811, cuando conquistaron Java en un santiamén a pesar de la reputada valentía de nuestro general Janssens. Su hermano Nikolaas, seis años mayor que él, debió de perder la vida en la misma expedición militar, quizá en la famosa batalla de Meester Cornelis; Louis tenía entonces apenas dieciocho años. Un año más tarde, después de haber sido liberado, llegó a Holanda, país que seguramente todavía no conocía, y luchó contra los franceses durante los últimos años de Napoleón. Después le enviaron como capitán de vuelta a Java, donde se distinguió en la guerra contra Diponegoro.7 En 1825 era comandante en Magelang, lugar amenazado por los “bandidos”, que era el nombre que les dábamos a las tropas del príncipe javanés. El residente8 estaba ausente y la guarnición contaba con tan sólo 50 hombres y djajeng-sekars; no obstante, mi bisabuelo se mantuvo firme. Los agresores quemaron los puentes al sur de la ciudad y ocuparon una desa situada cerca del monte Tidar. Rechazaron una patrulla de reconocimiento y, cuando mi bisabuelo se apersonó en el lugar, “los bandidos luchaban impávidos y atacaban a los nuestros con una furia tan terrible que Ducroo consideró que era preferible iniciar la retirada”. Un jefe nativo, que parecía haber reconocido la autoridad holandesa como algo ineludible, acudió después en su ayuda con una tropa de lanceros; sin embargo, mientras tanto, mi bisabuelo se había recuperado, había vuelto a enfrentarse a los bandidos y “en aquella ocasión tuvo la suerte de conseguir dispersarlos causándoles pérdidas considerables”. Después mandó quemar los cañaverales donde se habían escondido los bandidos. Estos empezaron a salir de su escondite empujados por el humo “justo delante de nuestros soldados”, que los derrotaron y los volvieron a ahuyentar.xx A su regreso, el residente felicitó a mi bisabuelo, lo mencionó con honores en un informe y lo recompensó con la orden militar de Guillermo. Lo nombraron comandante y más tarde coronel; no sé qué pensó cuando su jefe, el barón De Kock, rompió su palabra de honor. Por otra parte, la historia guarda silencio sobre el hecho de que reprobara el examen de general porque, en la plaza de Waterloo de Batavia, desbarató por completo un gran desfile. Mi tía Tine, que de niña se sentaba sobre sus rodillas, decía de él que era “inconcebiblemente bueno”. Cuando se licenció, tenía el grado de coronel y permiso para seguir llevando el uniforme.

 

Se casó con una chica de Ámsterdam de buena familia llamada Lucretia Wilhelmina de Ronde.xxi Mi padre prefería que ese nombre se pronunciara con acento francés para mantener la pureza de la estirpe, pero hay motivos de sobra para suponer que Lucretia procedía de una familia oriunda de Holanda. Sin embargo, el hijo de ambos, Willem Hendrik Ducroo, mi abuelo, que hizo una excelente carrera en el poder judicial, contrajo matrimonio con una mujer rica de apellido francés, Lami,xxii hija de otro coronel. Éste era muy diferente del coronel Louis y no había perseguido bandidos en los cañaverales; el único hecho de armas que se le atribuía era el haber participado en la expedición militar a Rusia como recluta; sin embargo, también tenía sus cualidades estratégicas. Un retrato suyo muestra a un hombre con mucha panza debajo de un chaleco blanco, y una cara redonda y pequeña, con una expresión a la vez apoplética y espabilada. Sus dos hijas llegaron a ser inmensamente ricas porque él demostró ser un maestro a la hora de administrar la fortuna de su segunda mujer, no la madre de sus hijas, sino una viuda sin hijos que confiaba plenamente en él y que renunció a una vejez solitaria para convivir honorablemente con su señoría. Finalmente, su fortuna se repartió entre las dos hijas, y la mitad de esa parte nos llegó a los futuros Ducroo.

Las dos hijas eran mujeres extrañas, lo que significa que, de mayores, ambas perdieron la cabeza. De joven, la que se convertiría en mi abuela ya era famosa entre parientes y amigos por su espíritu satírico; residía en el barrio de Meester Cornelis y habitaba la casa en la que más tarde nacería yo y que llevaba el nombre de la familia, Gedong Lami. Siendo ya mayor, se rodeaba de niños nativos adoptados a los que encomendaba probar todos sus platos y bebidas porque vivía con el constante temor de ser envenenada. Tenía un rostro redondo con una mirada intensa y una lengua bastante brusca; heredó los rasgos de su padre y dicen que me parezco un poco a ella, algo que personalmente no creo, aunque no me disgusta porque es uno de los rostros más inteligentes de nuestro álbum de familia. Durante su vida fue infeliz y tuvo una serie de encontronazos con su esposo con quien, no obstante, engendró cinco hijos fruto de las reconciliaciones. Al final, él la dejó sola en su gran casa de Meester Cornelis y se mudó a la Koningsplein —la plaza real— de la ciudad y, más tarde, una vez que se hubo jubilado, se fue a vivir a Bruselas, donde se echó una querida. De joven, mi padre se topó en una ocasión con la querida en Bruselas cuando llegó una noche de improviso; no tenía ninguna opinión sobre su belleza o su encanto, algo que a mí me decepcionó cuando le oí contar la historia.

La hermana de mi abuela —la otra mitad de la fortuna— contrajo matrimonio con un joven oficial que más tarde llegaría a ser el famoso general Marees.xxiii Había dos hermanos Marees en el ejército: uno de ellos acabó con la vida de su superior durante un duelo cuando era teniente, dando así al traste con su carrera, mientras que el otro se distinguió, después de unos tímidos comienzos, sobre todo en las expediciones de Borneo y Sumatra, y más tarde todavía más como favorito del rey Guillermo III, quien no se cansaba de concederle medallas. Sin embargo, a la sazón, su esposa, que había compartido con dedicación una gran parte de su vida militar y era muy querida entre los soldados, apenas se dejaba ver; si de mi abuela decían que padecía confusión, a ella la etiquetaban sin rodeos como enferma mental. No cabe la más mínima duda de que procedemos de una familia que puede calificarse de rara. Tine, la hermana de mi padre, había heredado al menos el espíritu satírico de su madre, pero pese a su buen conocimiento de la naturaleza humana y a su pesimismo, perdía la cordura en cuanto salía a relucir el tema de la teosofía. Mi padre, que en su juventud fue un muchacho enérgico, impetuoso, autócrata, a la par que alegre, amante de las “mujercitas” y más cosas de este estilo, intentó más tarde entablar todo tipo de vínculos con el mundo del espiritismo, pero acabó —neurasténico y totalmente cansado de la vida— cometiendo suicidio. Pero me estoy acercando demasiado al presente. Lo que importa en este vínculo familiar es que también mi padre se casó con una mujer de apellido francés, uno de esos apellidos dobles que se supone proceden de la nobleza colonial, como cuando un señor Bonnet acaba convirtiéndose en Bonnet de la Colline y un señor Perrichon, en Perichon de la Plaine. La familia de mi madre era oriunda de la isla de La Reunión; mi nombre, Arthur, que no aparece entre los Ducroo, se lo debo a un tío de ese lado de la familia, cuyo apellido en la buena época de las Indias era muy popular en relación con los vinos y del que se hablaba siempre que se mencionaba su Cantenac. Según la descripción de mi madre, debió de ser del tipo de père noble.9 Con su gran barba blanca, se paseaba en coche de capota plegable a la hora en que todo el mundo salía fuera y en sus botellas de vino había mandado imprimir el siguiente lema: “Fais bien, laisse dire”.10 xxiv Mi madre ponía una voz solemne cada vez que rememoraba a ese personaje de su niñez, que a veces la llevaba en su paseo cotidiano en coche.

Sobre la mesa en la cual estoy escribiendo hay una foto de mi madre que delata claramente sus orígenes de la isla de La Reunión; se le ve rellenita y criolla, con un vestido oscuro con lazos en los hombros, el pelo encrespado y los ojos sensuales; tiene 28 años de edad y, sin embargo —tal como observó en una ocasión una mujer elegante en cuya casa yo vivía—: “En aquella época, 28 años equivalían a 40 de ahora”.

5 Du Crault: de azur con cheurón de plata acompañado de tres torres de plata. [N. de la T.]

6 Movimiento político fundado en 1898 que defendía la restauración de la monarquía en Francia. [N. de la T.]

7 Diponegoro (1785-1855), príncipe javanés —hijo ilegítimo del sultán Hamengku­buwono III— que lideró la revuelta contra los holandeses durante la guerra de Java (1825-1830). [N. de la T.]

8 Alto funcionario colonial holandés a cargo de una provincia (llamada “Residencia”). [N. de la T.]

9 Personaje digno e importante. [N. de la T.]

10 Vive y deja vivir. [N. de la T.]

IV. La muerte de mi madre

Para Graaflant, la muerte de mi madre fue un suceso de significado práctico.xxv Hacía tiempo que la había catalogado de egoísta, una vieja que no era capaz de imponerse límites ni siquiera desde el punto de vista material y que no tenía idea del daño mortal que me causaba. Graaflant me consideraba un hijo ejemplar a pesar de mis accesos de cólera, y le molestaba que me mantuvieran al margen de los negocios, que hasta pasados los 30 aceptara dócilmente una limitada paga mensual y me contentara con ello, mientras que mi madre no se privaba de nada, aunque ella misma opinara que estaba haciendo los mayores sacrificios. Y cuando exclamaba: “¡No me gusta tu madre!”, lo decía con convicción. A veces, yo tenía la sensación de haberla difamado delante de él; entonces, me apresuraba a defenderla una vez más y le recordaba a Graaflant las privaciones morales que sufría mi madre y la terrible sensación de abandono que la consumía. Él admitía que era triste, pero lógico; mencionaba a algunas otras mujeres abandonadas, entre ellas su propia madre, y eso no hacía más que confirmar su idea de que yo era un hijo demasiado sensible. Le sacaba de quicio la inevitabilidad con la que mi madre me hacía volver a su lado una y otra vez, enviándome un telegrama justo cuando por fin empezaba a sentirme un poco libre. Debió de suspirar profundamente aliviado cuando se enteró de que había muerto de una vez por todas. Me dio el pésame de pasada la misma noche, mientras estaba en su casa: “Al menos, ahora sabes a qué atenerte”, me dijo.

Lo supe al día siguiente por la tarde, para desconsuelo mío, y lo supe algo mejor una semana más tarde, después de haberme informado en el Banco en Ámsterdam.

En Holanda, Wijdenes intentó expresar con torpeza su emoción, o al menos su comprensión. Sabía —me dijo— lo que mi madre significaba para mí, a pesar de todo. Yo le había hablado alguna vez de la atmósfera que desaparecería por completo con su muerte. Si bien es cierto que mi madre y yo ya no teníamos nada que decirnos, cuando volvíamos a reñir —lo cual sucedía tan pronto expresábamos nuestras maneras de ver las cosas—, volvía a respirarse casi siempre la atmósfera de otros tiempos. Ella vivía en su dormitorio, en el lugar más pequeño donde había creado un ambiente acogedor. Su manera de sentarse en kimono sobre la cama o en el sofá lo decía todo. Mi madre tendría que haber regresado a las Indias; tendría que haber podido hablar por las noches con su babu de confianza, que le habría dado un masaje después de haberla ayudado a lo largo del día a preparar todo tipo de platos especiales. La soledad de mi madre era, en efecto, lógica, pero cuando ya no pudo salir de casa debido a su enfermedad, la situación se volvió desastrosa, porque carecía de otros recursos para entretenerse. Puede que de joven leyera a Lamartine o a Musset, pero después apenas conocí a nadie que tuviera tanto desinterés por la lectura, fuera del periódico, el libro de cocina y la guía médica para la familia. Cuando le señalaba la importancia que podía tener la lectura en una situación como la suya, me aseguraba que en la época de su primer marido había leído mucho; todavía se sabía tres títulos de memoria: Las mujeres que caen, La boca de Madame X y La amante enmascarada. Tres libros muy emocionantes, y el primero, además, muy profundo. Era la historia de una viuda joven y bella que, pese a que no podía olvidar a su difunto esposo, al final se había entregado a un pretendiente rico sólo por salvar a su hijo enfermo. Sin embargo, al regresar a casa la noche en que se entregó a él, encontró a su hijo muerto…

 

Le expliqué a Wijdenes el poco tiempo que tuve para sentir alguna emoción, pues las emociones habían quedado reprimidas por la llegada de los hombres de la ley. Había pasado apenas una semana cuando hablé con Wijdenes; ahora, dos meses más tarde, todo sigue igual. La falta de tiempo ya no me preocupa, pues me encuentro sumergido en una situación insoportable; para recordar a mi madre con emoción —lo conseguí una vez—, tengo que buscar a la madre de mi niñez. Estoy seguro de que esto no será permanente, que en algún momento podré volver a sentir sin dificultad lo que ahora me limito a constatar: lo triste que fue su último año de vida, sobre todo desde que me marché con Jane. El último telegrama lo envió la tía Tine: “Vengan los dos. Madre está moribunda”. Cuando llegamos, ya había fallecido. “Ya había muerto cuando enviaron el telegrama”, nos explicó el chofer mientras nos llevaba de la estación a la casa. Encontramos a la tía Tine sentada en la planta baja, con la nueva señora de la limpieza, una enfermera y la masajista.

—Me mandó llamar anoche y entonces me traje a la enfermera. A las 11 llegó el médico que no vio peligro alguno. A las tres empezó a sentirse mal, y a las tres y media todo había acabado, hijo mío…, después de una visión luminosa; ¡oh, Dios mío! No sé lo que vio, pero debió de ser precioso.

Su lucha contra la muerte había sido breve y suave; casi no quedaba resistencia en aquel cuerpo pequeño y debilitado. Aun así, había encontrado fuerzas para enfadarse porque el sacerdote no llegaba.

—Entonces yo le dije: “¡Vete! Vete en paz, has sido una buena persona. ¿No quieres ir arriba?”

Jane y yo entramos en su dormitorio, donde apenas una semana antes me había despedido de ella para regresar a Meudon. Estaba tumbada en la gran cama, la misma que tenía en Grouhy, en este dormitorio donde yo no la había visto suficientes veces como para captar del todo su atmósfera, donde quizá se había sentido más sola que nunca; y era verdad que ya no quedaba nada de ella. No era más que una muñeca de cera, de yeso húmedo, más gris que amarilla, con un pañuelo atado alrededor de la cabeza.

—Tan pequeña… —dijo Jane.

La enfermera nos había seguido, se inclinó sobre ella de repente y le quitó algo de espuma de la comisura de los labios. Había muerto con la boca abierta, y como ya no conseguían cerrarla, le habían atado el pañuelo alrededor de la cabeza para evitar que su mandíbula inferior se cayera una y otra vez.

Di media vuelta y fui a la habitación contigua que habían preparado para nosotros. Tuve que luchar contra el impulso de sollozar, intenso, pero breve. Al final había sucedido lo que mi madre siempre había temido: yo no estaba a su lado cuando murió. Para consolarla, le había dicho: “Al fin y al cabo sólo está a cuatro horas de aquí”, pero eso resultó no ser más que una de esas mentiras piadosas como las que se les cuenta a veces a los niños. Y, sin embargo, yo había acudido corriendo en más de 10 ocasiones al recibir un telegrama —a veces estando a más de 30 horas de distancia—, y nunca había resultado ser necesario. Incluso había visto su lecho de muerte en todas sus fases, en este mismo barrio siniestro de Bruselas: mediocre, pobre, horrible en invierno, y tan desangelado que todo el mundo lo evitaba. Los médicos ya la habían desahuciado: uno por su corazón, otro por un cáncer de hígado que creyó descubrir y del que más tarde se retractó. Por la noche, me había quedado junto a su lecho hasta derrumbarme mareado sobre mi propia cama, y había oído mi corazón pararse con el suyo repetidas veces. En esa ocasión no era más que una muñeca en la que yo no reconocía a mi madre.

Esa misma tarde se presentó el primer notario, el de la cabeza redonda de cerdo y el bienintencionado tuteo, que escupía al hablar, el idiota de Grouhy que no había podido disuadir a mi madre de redactar un testamento nulo, y que asentía con un sonoro “sí” a todo lo que le proponían, eso al menos cuando no lo repetía todo palabra por palabra.xxvi Adoptó una actitud paternal, se inmiscuyó sin que nadie se lo pidiera en las negociaciones con el agente funerario y prometió volver al día siguiente con dinero para el funeral. Además, estaban las discusiones con el sacerdote para celebrar una misa, las cartas y telegramas que había que enviar a las Indias, el torpe y febril ir y venir de personas que no se sentían en casa, a las que no se había pagado el salario del mes y que se habían subido al Pullman con el poco dinero que les quedaba.

Al día siguiente recibí la segunda visita del notario, esta vez en compañía de su colega de Bruselas que venía a remplazarle, un notario joven y elegante, de pelo engominado y raya en medio, pequeño bigote, ojos de granuja y mirada penetrante, que hubiese quedado perfecto en una de esas películas de gánsteres tan en boga hoy en día, de no haber tenido un aspecto tan innegablemente belga y un estilo tan mísero y vulgar como sólo puede tenerlo un oriundo de Bruselas.xxvii “Un charmant garçon”,11 opinaba el abo-gado de Namur que en Grouhy se había convertido más o menos en el encargado de los negocios de mi madre y al que, por lo tanto, habían ido a buscar.xxviii Vulgar, zafio, de cabeza grande y calva incipiente, gritón, pero, con todo, más humano que los otros dos, parecía irritado al oír que se declaraba nulo el testamento. Puesto que mi hermanastro había muerto en las Indias, sus hijos menores de edad debían ser nombrados coherederos. La declaración, firmada por Otto, en la que renunciaba a su parte de la herencia materna porque sabía que esta fortuna procedía de mi padre, tendría que haberla ratificado ahora, pero Otto había muerto cuatro meses antes. Así pues, yo no tenía derecho a tocar nada; había que precintar cuanto antes la herencia; con arreglo a la ley, había que repartir las acciones en el Banco de Ámsterdam y todo lo demás, excepto Grouhy, que ya figuraba a mi nombre. Los notarios podían adelantarme algo de dinero a la espera del momento en que pudieran romperse los precintos, pero en vista de que mis familiares estaban en las Indias, lo más seguro era que la cosa se prolongara durante mucho tiempo. Por consiguiente, me harían un préstamo, tomando como garantía Grouhy y no la herencia, pero me dieron poco dinero y encima a regañadientes, puesto que recordaron que Grouhy ya estaba hipotecada.

—¿Y de qué voy a vivir mientras espero que se venda Grouhy o se levanten los precintos?

—¿Eh…? —me contestaban moviendo los brazos y encogiéndose de hombros.

—¿Se dan ustedes cuenta de que vivo con mi esposa en Francia y que también he de mantener a mi primera esposa y a mi hijo que viven aquí en Bruselas? Con el dinero que me acaban de dar apenas podré pagar el funeral y despedir a los criados.

—Esto es muy desagradable, pero la ley…

Y el abogado se puso a gritar como si se sintiera ofendido personalmente por el caso:

—¡Ya sabía yo que sucedería esto! ¡Conozco a mi gran amigo, el señor Ducroo! ¡Está harto de esta situación! ¡Está totalmente desquiciado, porque no se le había pasado nunca por la cabeza que pudiera suceder algo así!

En efecto, nunca se me había ocurrido pensar que el notario con la cabeza de cerdo, que se mostraba tan dispuesto a decir que sí a todo y que ahora parecía estar tan bien informado sobre los hijos menores de edad de Otto, pudiera haberse olvidado adrede de indicarle a mi madre que su testamento era nulo, porque ahora provocaba un caso tan deliciosamente complicado que requería al menos la ayuda de otros dos colegas. Y el abogado que había redactado la declaración de Otto podría haber pensado antes que, en sí misma, esa declaración no tenía valor alguno… Los días se sucedieron como una pesadilla de continuos trámites prácticos. El entierro, con una misa a la que había que acudir; cartas de recomendación para el personal al que había que despedir; viajes a Namur y de vuelta en cupés de tercera entre gente que siempre ponía las mismas caras y que hablaba de la misma crisis, deliberaciones con el abogado sobre si debía aceptar la herencia a beneficio de inventario, algo que cada vez parecía más conveniente. Hasta que llegó, desde Holanda, la confirmación de lo que me temía: una enorme deuda en el banco fruto de los reintegros de dinero, mientras que las acciones que se habían dado en prenda habían bajado hasta un importe que apenas cubría la deuda. Si la economía mundial se recupera y las acciones vuelven a subir, la herencia no estará nada mal; si siguen cayendo, el banco no nos dará nada y los muebles ahora precintados servirán para pagar la deuda. Además está el alquiler de la vivienda que habrá que seguir pagando aunque la ley exija precintarla, algo que no beneficiará a nadie, y menos aún a los coherederos, en cuyo interés parecía tan necesaria la medida. “Lo bloquearemos todo, dejaremos que las acciones sigan cayendo, que el alquiler se acumule; cuando todo haya perdido su valor, culparemos a la crisis mundial, pero nuestra honestidad nos exige hacer nuestro trabajo como es debido, por supuesto a expensas suyas, nosotros que conocemos los procedimientos prácticos y legales.” Nunca antes me había sentido tan indefenso frente a una clase tan despreciable de personas que sabe cómo manejar las fórmulas legales, y como yo las desconocía todas, tenía la sensación de ser un niño pequeño que observa indefenso lo que pasa a su alrededor.