El país de origen

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Estas reflexiones no las hice en el diván de Bella, sino ahora, mientras escribo. Allí sólo pensé que era una lástima encontrarse siendo tan jóvenes, cuando hay que compensar más tarde la falta de un pasado, de experiencia, cuando uno se siente insatisfecho hasta que la vida le ofrece algo interesante. ¡La victoria sobre lo interesante! Es una victoria que siempre exige un precio. Y cuando uno ha pagado ese precio, ¿acaso se siente satisfecho el corazón? ¿No hay al menos la sensación de que el pasado no tiene nada que ver con él? Entre las cosas que me ha enseñado mi relación con Jane —las cosas reales, no las románticas que conocemos tan bien de antemano—, ésta es la principal de todas: que la cronología es una falsedad; uno paga tributo al pasado, si no es que al futuro. La única manera de no pagar por una experiencia interesante es negándola de antemano; para salir victorioso hay que pagar siempre. Los Héverlé no podían negar de antemano la experiencia, ni por los conocimientos de lo humano que necesitaba Luc como escritor ni por el deseo de tragedia de ambos. Y no obstante, Héverlé dice:

—En este sentido no soy francés, pues siempre he creído más en l’amour-passion que en l’amour-gôut.40 Sin embargo, esta terminología ha quedado anticuada, y el criterio del siglo xx ya no excluye la infidelidad puramente sexual; se pueden imponer condiciones, pero los argumentos se rebaten rápidamente. Si le preguntara a Bella, que es una mujer tan de su época, ¿por qué han de engañarse las parejas?, ella tendría la respuesta lista de antemano: “No se engañan si se lo cuentan todo el uno al otro”, y ni qué decir tiene que, tratándose de este tipo de problemas, la libertad de la mujer —que al fin y al cabo es un logro reciente— es bastante más importante que la de su viejo tirano, el hombre. Bella es capaz de decir: “A veces las mujeres son infieles por el bien de sus maridos, para hacerles creer que ellos también son realmente libres”.

Tendría que decirle que el engaño no tiene nada que ver con él, sino con ella misma, pero puede que me equivocara, pues, a fin de cuentas, ¿qué sé yo de ella? ¿Acaso es la mujer que yo quisiera que fuera porque sólo quiero considerar auténticas a este tipo de mujeres? Me gustaría ponerme en el lugar de una mujer sin tener en cuenta la moral o mis instintos posesivos, pero mi fuente de información —que es un sucedáneo de sentimiento— nunca titubea; cuando quería a Teresa, estaba poseído por su forma de ser; su manera de ser encantadora reprimía en mi interior la posibilidad de reconocer cualquier otro tipo de encanto. Lo mismo me sucedió de nuevo con Jane, pero sólo Jane, en los 10 años después de Teresa, y la ausencia de esta obsesión me parecen ahora suficientes para demostrar la imperfección de un amour-passion.

—¿Qué harías si Jane te fuera infiel?lxxii —me pregunta Bella riendo. Y, aunque no dudo ni un instante de sus buenas intenciones hacia mí, su viejo camarada, por debajo oigo resonar su concepción de la vida: que algo así no sería malo, pues nos enseñaría qué es realmente una persona. Y entonces le contesto:

—¿Lo consideras necesario para mí o para ella?

Por un momento su risa desaparece:

—Necesario, lo que se dice necesario, no… —para luego volver a la carga—: Pero este tipo de cosas suceden…

—Después de enterarme, no aguantaría mucho tiempo.

—¿Y qué harías entonces?

—Vaya, Bella, vas a obligarme a confesarte que no soy un esposo que “sabe vivir”. Mi amigo Wijdenes diría: “¿Por qué tienes que hablar de algo así antes de que suceda?”

—Eso me tiene sin cuidado, ¿qué dices tú?

Al decirlo frunce tanto el ceño que intento responderle en serio, no como si se tratara de un emocionante juego de mesa.

—¿Si Jane me engañara? Por supuesto, dependería de con quién, si con un fantasma o con un donjuán. Según las fuerzas físicas del señor en cuestión, decidiría si necesito una pistola o un látigo para perros, uno de esos preciosos látigos para perros como el que le vi elegir en una película americana a un marido engañado. Si fuera con un negro o con un masajista, puede que prefiriera disparar, pero lo más seguro es que me marchara y me imaginara, aunque resultara no ser verdad, que mi amor por ella se había ahogado en el asco. Creo que acabaría haciendo realidad esta ilusión, aunque no ganara nada con ello y mi vida siguiera siendo una miseria. Si fuera con alguien realmente superior, en tal caso es evidente que debería marcharme por muchos motivos a la vez…

—En todos los casos, entonces, no te quedaría más alternativa que marcharte —declara Bella—. Jane no ha perdido en ningún momento el derecho de jugar al juego que ella elija.

Jane no dice nada y nos mira a uno y a otro con cara de divertirse y, seguramente, también con la sensación de que su preferencia real se sustraería a cualquier control. Está junto a Bella en el diván y mantiene las largas líneas de su cuerpo más encogidas que de costumbre. Cuando no está realmente descansada, como ahora, su estrecho rostro, de rasgos a la vez afilados y suaves, adquiere cierta rigidez y resulta dramático, pero de repente sonríe por el modo en que la mira Héverlé, y entonces me acuerdo del verso de Vigny que parecía escrito para ella: “… ton pur sourire amoureux et souffrant”.41

—Creo que todas estas hipótesis son rematadamente falsas y que no es posible determinar de antemano una reacción, sea cual sea —precisa Héverlé—. Si de repente Jane sintiera la imperiosa necesidad de acostarse con negros, puede que Ducroo empezara a mimarla como se mima a una niña enferma. Pero el argumento de Bella es descabellado y, por la presente, lo declaro nulo y sin valor. Ducroo conservará siempre el derecho de jugar su juego como a él le plazca, así que si considera preciso sacar el arma de fuego… Una cosa es segura en un caso como éste, el deseo de matar es real.

No lo escucho realmente, quizá porque en el fondo sigo dándole vueltas a la indiferencia de Bella frente a la virginidad. En este sentido, puedo estar satisfecho de que Jane no añore las experiencias interesantes que no tuvo. Pero esto, en sí mismo, demuestra que no conseguiré creer en la indiferencia con que las mujeres modernas hablan del tema. Lamento tener que confesar que, para mí, siguen teniendo razón quienes afirman que la primera experiencia constituye para la mujer un “pecado”.lxxiii Es la herencia cristiana, la moral burguesa que se fundamenta en la hipocresía del cristianismo. Que así sea. Recuerdo demasiado bien el regusto moral de mis primeros contactos carnales como para que no me parezca monstruosa la falta de moral en una virgen. Si es preciso, estoy dispuesto a olvidar los aspectos técnicos de aquella primera vez —si fue brutal o magistral, carnicera o indolora como con un buen dentista—, pero no esto. Quisiera pedirle a Bella que se explicara, que pusiera al descubierto su rencor, o lo que sea exactamente. Hay mujeres que no pueden perdonar a su pareja ni a sí mismas el haberse encontrado, esa primera vez, en un estado de inferioridad física.

Pero la conversación ya ha rebasado ese punto y se ha centrado en el derecho de la mujer a ser infiel y todo lo que ello implica.

—Lo que uno puede esperar del otro es que no sea capaz de serle infiel —intervengo—. Al menos para mí, esto es lo único que cuenta.

Bella aparta la vista, pensativa.

—Se ha quedado totalmente confusa —dice Héverlé en tono burlón— al oír al único de sus amigos decir en voz alta que a su mujer le esperan todo tipo de desgracias si se acuesta con otro.

—Es decir, si amas a una mujer, ya no puedes irte a la cama con otra, ¿es eso lo que quieres decir, Arthur?

—En efecto. Y suponiendo que fuera capaz de hacerlo, me resultaría de-sagradable, porque al mismo tiempo me llevaría también a mi mujer a la cama.

Después se me ocurre que ésa sería una respuesta excelente para darle a una mujer que se presentara como candidata. A Bella, la idea de esa mujer invisible en la cama debe de resultarle, cuando mucho, divertida. ¡Como si no hubiese suficientes mujeres que considerarían especialmente atractiva la idea! En otras ocasiones, Bella me había contado historias emocionantes de sus amigas, que se llamaban invariablemente Alice.lxxiv Me habló de una Alice que estaba dispuesta a irse enseguida con cualquiera a la cama y que luego era capaz de abordar a un semidesconocido en la calle para recordarle detalles de sus momentos de intimidad; tenía que conocerla sin falta, pero nunca tuve ocasión de hacerlo. También me contó de otra Alice que había engordado terriblemente y había perdido sus dientes, pero que vivía con un barón polaco que había servido en la Legión extranjera y que a veces le tenía miedo cuando se peleaban porque Alice había disparado tres veces contra su anterior marido durante una riña; a ésta la llegué a conocer y no la he olvidado. Sin embargo, cuando nos conocimos, no quiso hablar de la historia de los disparos. Había una tercera Alice que, una vez a la semana, pasaba la tarde entera con el hombre que había sido su gran amor, que aún lo era, pero que no quería seguir siéndolo; así que, para no perderlo del todo, ella le preguntaba por sus aventuras y gozaba todo lo que podía de esa tarde que le consagraba su antiguo amante.lxxv Con esta Alice creo que estuve esperando a Bella durante media hora, al menos si no se trataba de otra, pues he olvidado si era rubia o morena, guapa o fea. “¿Le hiciste la corte mientras esperaban? —preguntó Bella—. ¿No? Eres casto, Arthur, aunque descortés…”

 

Y, por último, había una tal Gina que padecía hambre de lo pobre que era, pero siempre llegaba alegre a casa de su amante, que era riquísimo, y nunca le pedía dinero, pese a que él se lo habría podido dar fácilmente. No lo hacía por vergüenza u orgullo, sino sencillamente porque en una ocasión acordaron que en su relación nunca hablarían de cosas materiales. Durante años me imaginé a esta Gina —que venía de Roma— como una mujer de aspecto anticuado y romántico, esbelta, con la piel mate y una melena negra. Hace algún tiempo, mientras Jane y yo nos disponíamos a marcharnos de casa de Bella, nos la encontramos en la puerta. Era una mujer flaca, con un perfil afilado y pelo color caoba, un caoba tirando a carmín, con un acento y unos movimientos que eran todo, salvo italianos, que bien podrían haber sido polacos, yugoslavos, húngaros, checos o cualquier otra cosa en esa dirección. ¿Qué hacía Bella con todas aquellas amigas? Es capaz de etiquetar con dos trazos certeros a una mujer que le molesta cuando considera que Héverlé se interesa sin fundamento en ella; él habla de las amigas de ella con el tono condescendiente y paternalista de quien se encuentra frente a una colección de bobas inofensivas, y es casi seguro que Bella piensa exactamente eso de ellas. Si le preguntara por qué demonios las mantiene como amigas, ¿me contestaría: “Es por mi lealtad judía”? Si se trata realmente de lealtad —algo que se puede aplacar de vez en cuando con una “historia graciosa”—, lo apreciaría como pocas otras cosas. Éste es un punto de conflicto importante entre Jane y yo, esta lealtad equivocada hacia amistades que en realidad han envejecido, una forma de lucha contra la decadencia. ¿Qué motivo fundamental tengo para renunciar a una persona que en una ocasión acepté plenamente y que sólo ha cambiado —no ha disminuido, o al menos no ha disminuido respecto a mí, a mis necesidades o a mí mismo “cuando me tomo en serio”—, mientras ella no renuncie a mí? Suena casi demasiado noble, y seguramente sea falso; sin duda se tratará de lealtad a lo que fuimos nosotros mismos en otro tiempo.

—No me gustan mis hermanas pequeñas —dice Jane refiriéndose a sí misma en un estadio anterior.

Creo que yo habría querido a esas “hermanas pequeñas” como la quiero a ella, sólo que no siento ningún aprecio por esa experiencia que la hizo madurar hasta convertirse en la Jane que era cuando la conocí. Contra toda lógica, me niego a creer que si la vida la hubiese tratado de otra forma, ella se habría convertido en una persona diferente para mí. Es el único punto en el que quisiera que Jane traicionara su pasado en beneficio de lo que es ahora. Aquílxxvi Jane encuentra a un aliado en Héverlé, que también dice renegar de todo su pasado:

—Vivo sin recuerdos —dice en un tono que despierta al pequeño freudiano que hay en mí y hace que me pregunte de qué niñez miserable está huyendo cuando se refugia en el personaje cada vez más tenso que representa ahora.

—Yo amo mi niñez —declara Bella—. Entonces era realmente yo misma. Después, mi vida se ha fundido con la de Luc.

—Ellos se quieren a sí mismos —le dice Héverlé a Jane—, y nosotros no.

—Ellos se quieren tanto como son ahora —le digo a Bella—, que no pueden soportar haber sido menos.

Nos reímos, pero mientras rememoro mi niñez en las Indias, me asombra pensar de repente que escribir sobre aquella época me permite evadirme de todo lo que supone una carga para mí en el presente.

—Lo que pensamos ahora de nosotros mismos es incorrecto, pero lo que pensamos de lo que fuimos es sin duda pura fantasía —dice Héverlé lanzándole la más desdeñosa de sus miradas a Bella.

Y, como si hablara en mi lugar, Bella dice:lxxvii

—Y, sin embargo, no me importa, pues puedo aplaudirme o reprocharme algo que hice hace años, tanto como algo que sucedió ayer.

40 Amor-pasión frente a amor-placer, de acuerdo con la clasificación de Stendhal. Los otros dos son amor-físico y amor-vanidad. [N. de la T.]

41 Tu sonrisa amorosa y sufriente, tan pura. [N. de la T.]

X. Balekambang, Bahía de Arena

La costa sur del Preanger es una bahía y una especie de isla. Viniendo desde el mar se veía primero una pequeña playa de un blanco grisáceo, cocoteros, algunos tejados de caña y una hilera de praos, más o menos en el centro de la franja grisácea, sobre la arena. Debería recurrir a los puntos cardinales, pues ¿qué significan aquí la izquierda y la derecha? Después de abarcar con la vista la extensión de arena, que en la geografía europea daba nombre a toda la bahía, uno comprendía al cabo de unos pasos hasta qué punto el nombre nativo resultaba muy pintoresco: Balekambang, balé flotante (es decir, cama de bambú flotante). Si uno se adentraba en la isla, a unos 200 pasos del mar se encontraba con más agua, esta vez agua de río. Este pequeño río, que corría en paralelo a la playa de arena y que confería a la isla la sensación de flotar, se llamaba Cikanteh. En la isla, los nombres sonaban distintos que en Batavia, menos resueltos, más prolongados, con las vocales que caían deliciosamente al final. A la izquierda, con el mar a la espalda, se veía el río desembocar en otro, un bullicioso torrente de aguas cristalinas que salía de una alta cascada en el bosque: el Cimarinjung. Un nombre sonoro y punzante, como sus aguas. Ésta era la parte nororiental de la bahía y el extremo oriental de la isla. Aquí había grandes bloques de rocas en el agua, poco antes de que el río desembocara en el mar. Lo hacía con delicadeza, a la sombra del bosque y de la alta y oscura pared de roca sobre la cual contrastaba el blanco radiante de la cascada. Aquella pared de roca se prolongaba hacia el norte formando una cresta que se adentraba en el mar. Si se pasaba al otro lado de la cresta en prao, se perdía de vista la bahía, y si se seguía navegando, teniendo a la derecha la ladera cubierta de vegetación y a la izquierda sólo mar abierto, se llegaba a otro puerto: la bahía de Wijnkoop. Más tarde, cuando tuvimos nuestras propias embarcaciones, hicimos a menudo este viaje.lxxviii

El otro extremo de la isla, el occidental, estaba bañado por la desembocadura de un río, el Ciletuh, en el que desembocaban las aguas del Cikanteh. Sin embargo, el Ciletuh era un río formidable, oscuro, aunque bordeado de una espléndida vegetación, silencioso, profundo y ancho. Más tarde, estando aquí, en la punta de Balekambang, mientras me hundía hasta los tobillos en la arena húmeda y miraba a mi alrededor para ver si me llamaban, me dije a mí mismo: “Esto es realmente una lengua de tierra, una lengua de arena que se adentra en el agua, y yo estoy justo en la punta de esa lengua”. El Ciletuh desembocaba silencioso en las aguas azules del mar y, no obstante, resultaba impresionante. Sus aguas eran de un amarillo grisáceo, ni claras ni turbias, y estaban infestadas de cocodrilos. El río nacía muy lejos en el interior. El Cimarinjung no tenía cocodrilos, era una delicia bañarse en sus aguas y mis padres lo hicieron hasta que enfermaron de malaria y lo atribuyeron al agua del río. A menudo, los cocodrilos del Ciletuh pasaban al Cikanteh, que corría entre los dos grandes ríos. El Cikanteh no era ni la mitad de ancho y casi siempre estaba poco profundo. Sin embargo, en su lecho había depresiones en las que un cocodrilo podía sentirse a gusto durante días enteros, por eso los nativos lo llamaban kidung buaya, algo así como lecho de cocodrilos. Nuestras gallinas y patos solían acercarse al río, y a veces desaparecían uno tras otro cuando se había instalado un cocodrilo en el Cikanteh. Un día, mi madre discutía la posibilidad de este hecho con la mujer encargada del gallinero y acababa justamente de transmitirle su lógica sospecha de que los responsables fueran más bien cocodrilos con dos piernas, cuando vio cómo un pato desaparecía de la orilla, engullido con un golpe que le resultó desgarrador. Isnan se apostó con un rifle, y si no mató al ladrón, al menos consiguió ahuyentarlo.

Más o menos en el centro de la balé flotante se encontraba el pueblo. A la sazón me parecía bastante grande, aunque en realidad debía de estar integrado por quizá 40 casas de bambú de diversos tamaños; las de los jefes y notables del pueblo (entre ellos los propietarios de una warung) eran bastante grandes, mientras que la mayoría de las casas de los pescadores pobres eran pequeñas, estaban sucias y mal ventiladas. Los pilotes de bambú que sostenían estas viviendas nativas solían estar pringosos de suciedad. Al estar construidas sobre pilotes, la mayoría tenía un kolong (espacio abierto debajo), que se utilizaba para almacenar la leña, las herramientas y la basura; los niños nativos, incluso los lactantes, jugaban allí y estaban íntimamente familiarizados con todo tipo de bichos. Para acceder a las casas había que trepar por una escalera de madera muy rudimentaria que daba a un porche, el cual solía ser la única estancia abierta al exterior. El resto se componía de una o varias habitaciones oscuras sin ventanas; se suponía que entraba suficiente aire a través de las rendijas que había en el trenzado de bambú que formaba las paredes. En una casa como ésa pasamos nuestra primera noche. Pertenecía al lurah (jefe del pueblo), que se llamaba Pa Djuwi. Recuerdo que aquel hombre llevaba un moño debajo del pañuelo, como si fuera una mujer, algo que no había visto nunca antes, y además lucía un bigote negro.

Mientras vivíamos allí, a la espera de que se construyera nuestra casa, tuvieron lugar dos sucesos. Aparte de mi niñera, Alima, de Isnan y algunos sirvientes más, también teníamos con nosotros una camada de fox terriers; el macho Lulu, que tendría una existencia gloriosa en estas tierras; su hembra Lili, que moriría poco tiempo después, y sus retoños, seis cachorros rechonchos y tambaleantes. Uno de ellos, Spottie, murió a raíz de las mordeduras de un perro del kampung. Por supuesto, era nuestro preferido, un cachorro con una expresión cómica y una única mancha junto a la nariz. Vi cómo Isnan lo traía a casa, el perrito colgaba en sus brazos, pero todavía no había muerto. Oí los gritos lastimeros de mi madre y Alima, y todo el mundo empezó a trajinar con agua y vendas. Mi padre salió a la calle armado con una escopeta pidiendo que le señalaran al culpable. Eran cerca de las seis de la tarde; el perro se alejó, se metió en el agua y se quedó quieto con la cabeza vuelta hacia mi padre, en medio de la espuma de las olas y a contraluz del sol poniente. Una detonación y ni un gemido del perro. “Murió en el acto —me contó más tarde Isnan—, se cayó de repente sobre su costado y el mar se lo llevó.”

El pequeño Spottie siguió vivo durante parte del día siguiente; era una bola que olía a humo y estaba mojada por las vendas de agua tibia que renovaban continuamente, una bola blanca y —en mi recuerdo— no con manchas rojas, sino de un rosa oscuro a través de las vendas o en la piel.

El otro suceso tuvo lugar una noche, cuando me disponía a “saludar” a mis padres que estaban sentados en la playa. Me precipité tanto al bajar las rudimentarias escaleras que me caí y, al levantarme de nuevo, sentí un terrible dolor en el brazo izquierdo. Faltó poco para que me rompiera la muñeca, pero me la había torcido tanto que tuvo que venir un dokter jawa (médico javanés) en prao desde la bahía de Wijnkoop. Tardó una semana entera en llegar. Mientras tanto, me paseaba con el brazo vendado y me consolaba pensando que ahora parecía un bóer herido de Transvaal. Mi madre me había prometido que me daría algo si me portaba bien mientras me volvían a enderezar el brazo, y yo le había pedido un libro sobre todos los generales de los bóers (que luego no me dieron, quizá porque no existía). Todavía recuerdo que, mientras yacía con fiebre, soñaba con el general Cronjé, pero ¿de dónde saqué ese nombre?

Es extraño, cuando rememoro aquella época, veo a la señorita junto a mí, pero no a Alima, que no obstante siempre dormía a mi lado. Sólo logro recordar a Alima una vez en el periodo que pasamos en Balekambang, la ocasión en que mis padres me dejaron a su cuidado, puede que cinco años más tarde. Se mantenía siempre a mi vera, era mi ángel de la guarda de una forma natural y se movía de manera muy silenciosa.

Junto al pueblo, hacia el lado del Cimarinjung, se estaba construyendo nuestra casa. Se trataba de una vivienda de bambú, como las demás, pero sin kolong, fabricada con un material más sólido y compuesta de tres salones y tres dormitorios, con ventanas y postigos trenzados para protegernos de las horas de tormenta y de los vientos alisios. En cuanto nos hubimos instalado en ella, nuestra existencia volvió a ser más cómoda y acepté pronto los aspectos positivos de mi vida allí; lo único que me molestaba era la lengua de los nativos, cuya amabilidad no entendía. Como éramos los primeros europeos que se habían instalado en aquel lugar, nos seguían a todas partes y nos rodeaban, sobre todo a mi madre, pues —aunque ya habían visto a algunos inspectores europeos— ella era la primera mujer blanca que veían y, encima, hacía sus compras hablando fluidamente el sundanés. En poco tiempo, mi madre se hizo muy popular entre la gente de la desa. Más tarde, cuando mi padre ya era tan temido como odiado por los nativos, seguían viniendo de todas partes para ver a mi madre. Dejaban que ella les curara las llagas, que a veces eran unas heridas grandes y purulentas que la suciedad y el agua del mar habían corroído hasta la médula, y mi madre los trataba con la devoción de una médica aficionada. En poco tiempo conseguía muy buenos resultados con yodoformo y cayeputi (este último también desconocido para los nativos); incluso logró curar a una mujer llamada Djasilem, que era una celebridad en el pueblo, porque en una ocasión la había atrapado un cocodrilo. Mientras el animal la arrastraba por el agua, ella recordó que tenía una navaja de muelles en el cinto y tuvo la sangre fría de abrirla y hundirla en los ojos del cocodrilo, que la soltó de inmediato. Djasilem llegó a tierra con cuatro grandes agujeros en la pierna, y desde entonces eran llagas abiertas. De nuestra primera época recuerdo, sobre todo, a esta mujer y a otra, Lindeung, que tenía una warung a la entrada del pueblo y que, por consiguiente, en cierto sentido, era nuestra vecina. Su mercancía se componía principalmente de ovillos de hilo y frascos de vidrio medio vacíos. Ella tenía el aspecto de india y la reputación de ser una gran amante y tahúr, y siempre estaba tumbada de costado, indolente, detrás de sus frascos. Entre las primeras casas del pueblo, donde se encontraban la nuestra y la suya, había dos setos de djarak, una planta que crecía muy rápido, con hojas de color verde claro que segregaban un líquido agrio, lechoso y viscoso cuando se rompía un tallo. Enseguida me contaron que esta planta era venenosa. El primer seto bordeaba nuestra casa, el segundo —un seto doble— formaba la verdadera entrada del pueblo.

 

Había más plantas venenosas. En nuestro jardín trasero había un árbol de bintaro, que dejaba caer unos frutos ovalados, duros, pero por dentro esponjosos, del tamaño de un mango y con una piel verde aún más atractiva. Los hijos de Dèn42 Sukma, uno de los capataces que habíamos traído con nosotros, los probaron y murieron, según decían, con las boquitas crispadas en una terrible mueca, apenas un mes después de nuestra llegada. Los enterraron cerca de nuestra casa. “Eran dos criaturas tan adorables”, decía mi madre, un niño y una niña de cuatro y cinco años. Su tumba era un lugar lleno de poesía, hasta que también murió su padre y todo el mundo los olvidó. Sukma había estado en todas partes, incluso en América, donde era figurante, o algo así, en el circo de Buffalo Bill. Hablaba un poco de inglés y, para ser un sundanés, era excepcionalmente gracioso. Una vez acabada la construcción de nuestra casa y de las dependencias, se empezó con la del almacén y la fábrica de arroz, ambos junto al Cimarinjung, cuya corriente debía mantener en marcha la turbina. Sukma era el encargado de instalar los canales de agua hacia la turbina, y para ello tenía que hacer volar las rocas con dinamita. Al principio, los demás nativos se negaron a hacerlo, no sólo por temor a los explosivos y sus tremendas detonaciones, sino también porque temían molestar a los espíritus del bosque. Gracias a su pasado norteamericano, Sukma estaba muy por encima de aquel temor. Pero, por supuesto, después de que murieran sus hijos, y más tarde él, la gente empezó a decir que se lo había buscado. También salía de exploración por los alrededores y en una de esas ocasiones se metió en una cueva medio llena de agua. Detrás de él iba un nativo, un joven que llevaba una antorcha. Mientras estaban en el agua, que les llegaba a la cintura, oyeron un zumbido encima de sus cabezas y vieron cómo les miraba una enorme serpiente. Del susto, el joven dejó caer la antorcha en el agua, Sukma perdió su fusil y, presas del pánico, empezaron a chapotear en la oscuridad, asustándose cada vez que uno tocaba las extremidades del otro por temor a que fuera la serpiente, hasta que encontraron la salida por casualidad. Cada vez que Sukma contaba esta historia, imitando los gritos del joven, mi madre lloraba de la risa; sobre todo cuando llegaba la parte en que decía: “Por Alá, señora, allí estaba aquella boca encima de nuestras cabezas, así de grande, y nos decía: kok-kok-kok”. Sukma murió años más tarde. Se había marchado y regresó de repente después de mucho tiempo, pero nunca pudo ponerse a trabajar de nuevo. Permanecía sentado o gateaba en una habitación oscura en una de las dependencias y nunca vi a nadie con él. Una que otra vez, mis padres le hacían una visita. Yo mismo iba a menudo a sentarme con él; aunque tenía muy deteriorada la vista, le seguía gustando contar historias. Me hablaba un poco en holandés, pero pasaba al malayo en cuanto empezaba a contar sobre el capitán Nemo de Veinte mil leguas de viaje submarino, cuyas aventuras había leído en ese idioma. Cuando murió, no había nadie que se ocupara de él y estaba muy sucio. Mi madre fue a verlo, pero me prohibió acompañarla. Sólo más tarde me enteré de que estaba consumi-do por la sífilis. Era un hombre de rostro delgado, ojos vivos, una boca algo prominente y un gran tumor en una de sus mejillas. Era un hijo del rangga de Cimenteng, que no sólo era de la vieja aristocracia, sino que además tenía fama de santo.

Dado que mis padres, antes de ir a Bahía de Arena, habían vendido su casa en Cicurug, decoraron nuestra casa de bambú en la bahía principalmente con muebles procedentes de aquella casa. Entre ellos había un symphonion, con el que aprendí mis primeras melodías europeas. Era una especie de organillo en el que se introducían unos grandes discos de metal que giraban en un engranaje, como el de una caja de música o una pianola, emitiendo un tintineo que se podía aumentar o bajar de volumen. Cuando sacaban este organillo de su caja y lo armaban para que interpretara su programa —Torgauer Marsch, Bimmel Bolle, Lina-Walzer, el himno nacional de Transvaal, y otras canciones—, todos los habitantes del pueblo se reunían en torno a nuestra casa y alargaban el cuello para ver si había alguien escondido dentro o detrás del mueble. Y la poesía popular afloraba de nuevo: “¡La princesa que canta!”, decía uno de los jóvenes pescadores después de pensarlo un poco. El symphonion perdió su prestigio cuando apareció en Balekambang un vendedor ambulante chino que trajo consigo un gramófono en el que se podía oír un disco por dos céntimos y medio. Bien es cierto que el disco estaba totalmente rayado, pero aun así se podían reconocer las voces humanas. El hombre también vino a vernos y le hice tocar al menos cuatro veces La batalla de Sedán, donde podían oírse órdenes gritadas. Lindeung era la que más disfrutaba con el gramófono. Al principio lo usaba como atracción para su tienda, pero acabó siendo tan adicta a su música, que estuvo a punto de arruinarse.

Poco a poco, nuestra colonia se iba completando; nuestro jardín trasero con el árbol de bintaro, donde más tarde jugaba a los bolos, se convirtió en una especie de patio en cuanto se construyeron las viviendas de los sirvientes con sus kolongs. Allí también estaba la cocina, conectada con nuestra casa por un pasillo cubierto. El dormitorio de mis padres se encontraba más o menos en el centro y tenía un vestidor del lado del mar. La señorita, Alima y yo dormíamos en la tercera habitación, separada del dormitorio por un pasillo. En las dependencias, por las noches, sonaba la orquesta de gamelan; todos nuestros sirvientes varones tocaban instrumentos. Isnan era un virtuoso y su hijo Munta realizó tantos progresos que le dejaron manejar el wayang y convertirse en dalang (narrador) sin siquiera haber recibido la iniciación que exigía este oficio. Los habitantes del pueblo de pescadores escuchaban admirados a Munta. Durante la inauguración de la vivienda y la fábrica se celebraron sedekahs y hubo, por supuesto, representaciones de wayang en las que Munta sobresalía; no sólo se sabía todas las historias, sino que hacía salir en escena a las marionetas con el baile que les es propio, cambiaba de voz si representaba a un hombre o a una mujer, usando una despreciable entonación para el malvado y una voz pausada y digna para los héroes; también sabía alargar una historia con elegantes discursos, pues una representación de wayang hecha con prisa no satisfaría nunca a un nativo. No es extraño que tuviera tanto éxito entre las mujeres. Yo asistía desde muy pequeño a sus representaciones sentado justo detrás de él, pasándole las marionetas que no estaban colgadas del tronco del banano, sino que había que sacar de la caja, y durante noches enteras oía resonar en mi cabeza el traqueteo de los discos de acero con los que acompañaba con el pie la salida a escena de los héroes. No sólo conocía todas las marionetas, sino que entonces ya sentía simpatía por personajes que, a mi entender, no salían suficientemente a escena, como por ejemplo el hijo de Arjuna, Abimanyu, al que yo prefería llamar Ankawidjaja. Mi representación favorita era ésa en la que se sucedía una serie interminable de batallas y que narraba el auge de un hijo ilegítimo de Arjuna, llamado Gandawerdaya. Munta me contó que todo el mundo tiene su momento de gloria durante el cual nadie puede vencerle, ni siquiera Arjuna. Sin embargo, Arjuna brillaba en todas las épocas. Yo me moría de ganas de ver la última batalla, la Perang Jaya, en la que todos los héroes muertos siguen muertos y no resucitan como en las demás representaciones, en la que los ricos Astina y Pendawa se destruyen por completo el uno al otro. Sin embargo, Munta no se veía capaz de representar ese crepúsculo de los dioses. El ritual de esta representación duraba siete noches, y antes de iniciarlo, el dalang debía ayunar si quería evitar accidentes. Además, Munta no era un auténtico dalang. Me contaba la historia con todo lujo de detalles, pero nunca la vi representada.

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