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Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie

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Una explosión de agudos y penetrantes gritos, brotando súbitamente de la garganta de la encadenada forma, pareció como si me lanzara violentamente hacia atrás. Por breves instantes temblé, vacilé. Desnudando mi puñal, comencé a tentar el fondo del nicho; pero un momento de reflexión me tranquilizó. Puse la mano sobre la sólida construcción de las catacumbas y me sentí satisfecho. Me aproximé nuevamente al muro, y respondí a los clamores que Fortunato lanzaba. Híceles eco, los sostuve, los sobrepujé en fuerza y en volumen. Cuando hice esto, los gritos se apagaron.

Era ya la media noche y mi tarea iba a concluir. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminaba casi la última, la undécima; faltaba colocar una piedra solamente y la argamasa para asegurarla. Luchaba con su peso, y la había colocado a medias en la posición deseada, cuando partió del fondo del nicho una risa débil que puso los pelos de punta sobre mi cabeza. Sucedióla una voz lastimosa que con dificultad pude reconocer como la del noble Fortunato. La voz decía:

– ¡Ah! ¡ah! ¡ah!.. ¡eh! ¡eh! ¡eh!.. muy buena broma en verdad, una broma magnífica. Reiremos de buena gana muchas veces acerca de esto en el palazzo… ¡eh! ¡eh! ¡eh!.. nuestro vino… ¡eh! ¡eh!¡eh!

– ¡El amontillado! – dije yo.

– ¡Eh! ¡eh! ¡eh!.. ¡eh! ¡eh! ¡eh!.. sí, el amontillado. Pero ¿no está haciéndose ya muy tarde? ¿No estarán aguardándonos en el palazzo la señora de Fortunato y los demás? Vámonos ya.

– Sí, – dije yo; – vámonos ya.

¡Por el amor de Dios, Montresor!

– Sí, – repetí; – ¡por el amor de Dios! —

Mas aguardé en vano respuesta a estas últimas palabras. Me impacienté. Llamé en alta voz:

– ¡Fortunato! —

No obtuve contestación. Llamé de nuevo:

Tampoco hubo respuesta. Introduje una antorcha por la abertura que quedaba y la dejé caer dentro. Sólo respondió un repiqueteo de los cascabeles. Mi corazón se oprimió; sin duda la humedad de las catacumbas era la causa. Me apresuré a terminar mi labor. Forcé la última piedra hasta colocarla en posición, luego la aseguré con argamasa. Contra la nueva obra de albañilería elevé la trinchera de huesos. Por más de medio siglo ningún mortal los ha removido jamás. ¡In pace requiescat!

EL ESCARABAJO DE ORO

 
¡Hola! ¡hola! ¡Este hombre está atacado de locura!
Debe haberle picado la tarántula.
 
– All in the Wrong.

MUCHOS años ha contraje íntima amistad con Mr. Wílliam Legrand. Pertenecía a una antigua familia hugonote y había gozado de fortuna; pero una serie de contratiempos le redujo más tarde a la miseria. Para evitar la mortificación consiguiente a sus desastres abandonó Nueva Órleans, la cuna de sus antepasados, y fijó su residencia en la isla de Súllivan, cerca de Chárleston, en Carolina del Sur.

Esta isla es muy singular. Está formada casi toda de arena, y tiene alrededor de tres millas de longitud. Su anchura no excede de un cuarto de milla en toda su extensión. Queda separada del continente por una corriente apenas perceptible que se desliza entre un yermo de cañas y légamo, guarida favorita de las aves silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es escasa y raquítica. No hay árboles de ninguna clase. Cerca de la extremidad occidental, hacia el fuerte de Moultrie, donde existen algunos edificios de estructura miserable ocupados durante el verano por los fugitivos del polvo y las fiebres de Chárleston, puede encontrarse en verdad la palmera de abanico; pero toda la isla, con excepción de la parte occidental y de una faja blanca y endurecida a la ribera del mar, está cubierta de una densa maleza del mirto blanco tan apreciado por los horticultores de Inglaterra. Estos arbustos alcanzan a menudo una altura de quince o veinte pies y forman un tallar casi impenetrable, embalsamando el aire con su fragancia.

En la más intrincada espesura de aquel soto, no muy alejada de la extremidad oriental y más remota de la isla, había construído Legrand una pequeña cabaña que habitaba en la época en que le conocí incidentalmente por primera vez. Pronto este conocimiento se convirtió en amistad, porque el recluso tenía muchas cualidades propias para despertar interés y estimación. Lo encontré bien educado, de mentalidad extraordinaria, pero atacado de misantropía y sujeto a perniciosos accesos alternados de entusiasmo y melancolía. Tenía muchos libros, pero rara vez hacía uso de ellos. Su principal distracción consistía en la caza y la pesca o en vagar por la ribera y a través de los mirtos en busca de conchas o ejemplares entomológicos, cuya colección de los últimos podía haber causado la envidia de un Swámmerdamm. En estas excursiones le acompañaba generalmente un negro viejo, llamado Júpiter, a quien había franqueado antes de sus desgracias de familia, pero al cual ni amenazas ni promesas pudieron inducir a abandonar lo que consideraba su derecho de seguir los pasos de su joven "amo Will." No sería extraño que los parientes de Legrand, juzgándole de mente algo perturbada, hubieran contribuído a infundir a Júpiter esta obstinación con el objeto de mantener cierta vigilancia y tutela sobre el vagabundo.

En la latitud de la isla de Súllivan los inviernos no son muy severos por lo general, y en el otoño es muy raro que se sienta la necesidad de encender la chimenea. Sin embargo, a mediados de octubre de 18 – ocurrió un día de frío extraordinario. A la hora precisa del ocaso me abría yo paso entre las siemprevivas hacia la cabaña de mi amigo a quien no había visto durante varias semanas, pues que en aquel entonces residía yo en Chárleston, a nueve millas de distancia de la isla, y las facilidades para el viaje de ida y vuelta estaban muy lejos de aproximarse a las del tiempo actual. Al llegar a la choza golpeé la puerta como de costumbre y, no obteniendo respuesta, busqué la llave en el sitio donde yo sabía que la ocultaban de ordinario, abrí la puerta y entré. Un buen fuego ardía en el hogar. Era una novedad que nada tenía por cierto de desagradable. Me despojé del abrigo, acerqué una silla de brazos a los crujientes leños, y me dispuse a esperar pacientemente la llegada de Legrand.

Llegó poco después de obscurecido y me brindó la bienvenida más cordial. Júpiter, sonriendo de oreja a oreja, se precipitó a preparar un ave de pantano para la cena. Hallábase Legrand en uno de sus accesos – ¿de qué otro modo podría llamarlos? – de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocido que representaba un género nuevo; y había perseguido y cazado además, con ayuda de Júpiter, un escarabajo que juzgaba absolutamente nuevo, pero acerca del cual quería tener mi opinión a la mañana siguiente.

– ¿Y por qué no ahora mismo? – pregunté, restregándome las manos sobre la llama y enviando al diablo in mente toda la tribu de escarabajos.

– ¡Ah! ¡Si hubiera podido adivinar que estabais aquí! – exclamó Legrand; – pero hace tanto tiempo desde que nos vimos la última vez que, ¿cómo iba a prever que me visitarais precisamente esta noche? De regreso a casa encontré al teniente G – , el del fuerte, y neciamente le dejé prestado el insecto; de manera que es imposible que lo veáis hasta mañana. Quedaos aquí esta noche y enviaré a Júpiter a buscarlo al amanecer. ¡Es la cosa más linda de la creación!

– ¿Qué? ¿el amanecer?

– ¡No! ¡Qué ocurrencia! ¡el escarabajo! Es más o menos del tamaño de una nuez grande de nogal, color de oro brillante, y con dos manchas negras como azabache, una a cada lado del extremo superior del dorso, y otra, algo más extensa, al otro extremo. Las antenas son…

– No tié ná d'etaño,1 amo Will, se lo digo a uté," interrumpió Júpiter. "Er bicho é toíto de oro macizo por adentro y ajuera, menos las alas… Nunca en mi vía tantié un animal má pesao."

– Bien; supongamos que sea así, Jup, – replicó Legrand con más gravedad de lo que requería el caso, a mi entender; – pero esto no es razón para que dejes quemarse la cena. El color, – prosiguió volviéndose a mí, – es bastante para justificar la opinión de Júpiter. Jamás habréis visto reflejos metálicos más brillantes que los que sus escamas emiten; pero no podéis juzgar de ello hasta mañana. Entretanto puedo daros alguna idea de su forma. —

Hablando así, sentóse a una pequeña mesa donde había tintero y plumas, pero no se veía nada de papel. Buscó en los cajones sin poder encontrar ninguna hoja.

– No importa, – dijo al fin; – esto servirá lo mismo. —

Y sacando del bolsillo de su chaleco algo que me pareció una hoja sucia de papel de oficio, púsose a dibujar un boceto a pluma. Mientras él procedía, permanecí yo en mi sitio junto al fuego, pues aun sentía frío. Cuando terminó su trabajo me lo alargó sin levantarse. En el momento en que lo recibía, dejóse percibir un fuerte gruñido seguido de arañazos a la puerta. Júpiter abrió, y un enorme terranova, que pertenecía a Legrand y a quien había yo demostrado gran simpatía en mis visitas anteriores, se precipitó dentro saltando sobre mis hombros y llenándome de caricias. Cuando terminaron sus cabriolas miré el papel y, a decir verdad, me sentí no poco asombrado al ver el dibujo de mi amigo.

– Bien, – dije, después de contemplarlo por algunos minutos; —esto es un escarabajo muy extraño, he de confesarlo; completamente nuevo para mí; jamás he visto nada semejante, a menos de ser un cráneo o una calavera, que es lo que más se acerca a lo que tengo en observación.

 

– ¡Una calavera! – repitió Legrand como un eco. – ¡Oh! sí, bien, quizás tenga algo de esta apariencia sobre el papel, no hay duda. Las dos manchas superiores pueden parecer los ojos, ¿no? y la más grande al otro extremo, la boca; y luego, el conjunto es de forma oval.

– Tal vez sea así, – dije; – pero se me figura, Legrand, que no sois muy buen artista. Necesito ver yo mismo el insecto si he de formarme alguna idea de su aspecto particular.

– Bien, no sé por qué, – replicó algo amostazado. – Dibujo de manera aceptable, al menos debería hacerlo así; he tenido buenos maestros y me lisonjeo de no ser un topo.

– Pero, querido amigo, entonces estáis tratando de burlaros de mí, – repuse. – Esto es un cráneo muy presentable; en verdad, hasta podría decir una calavera excelente, de acuerdo con las nociones más elementales de los ejemplares de esta clase en fisiología; y vuestro escarabajo debe ser el escarabajo más peculiar si se le parece. ¡Vaya! Hasta podemos arrojar un poquillo de terror supersticioso a su respecto. Se me imagina que podéis llamar a vuestro insecto scarabæus capus hominis o algo por el estilo; hay nombres análogos en la historia natural. Pero ¿dónde están las antenas de que hablabais?

– ¡Las antenas! – exclamó Legrand, que parecía irse acalorando sobre el asunto. – Estoy seguro de que podéis descubrir las antenas; las he dibujado tan distintamente como aparecen en el original, y creo que esto es suficiente.

– Bien, bien, – repliqué; – probablemente es así, lo cual no obsta para que yo no las vea; – y sin más comentario le alargué el papel no deseando excitar su enojo. Sin embargo, estaba muy sorprendido por el giro que tomaba el asunto; su mal humor me chocaba; y con respecto al diseño del insecto, no había allí antenas positivamente y el conjunto tenía en verdad extraordinario parecido al dibujo corriente de una calavera.

Recibió el papel con enfado y estaba visiblemente a punto de estrujarlo y arrojarlo al fuego cuando una ojeada casual al dibujo pareció fijar de repente su atención. En un instante enrojeció su rostro violentamente, y un momento después palideció por completo. Durante algunos minutos examinó el diseño con minuciosidad en el mismo sitio donde se encontraba sentado. Al cabo se levantó, cogió una bujía de la mesa y fué a sentarse sobre un arca en el rincón más alejado de la habitación. Allí hizo de nuevo un ansioso escrutinio del papel revolviéndolo en todas direcciones. No decía una palabra, sin embargo, y su conducta me llenaba de estupor; pero juzgué prudente no exacerbar con comentario alguno la extravagancia creciente de sus maneras. Luego, sacando una cartera del bolsillo de su chaqueta, colocó dentro el papel cuidadosamente y depositó el paquete en su escritorio que cerró con llave. Entonces adquirieron sus ademanes mayor compostura, pero su entusiasmo primitivo había desaparecido del todo. Sin embargo, parecía más bien abstraído que descontento. Conforme avanzaba la noche se absorbía más y más en sus meditaciones de las cuales no consiguieron arrancarle todos mis esfuerzos. Había tenido yo la intención de pasar la noche en la cabaña como lo acostumbraba a menudo, pero observando la actitud de mi huésped, pensé que era más oportuno despedirse. No me instó para que permaneciera en su compañía, pero estrechó mi mano al partir con mayor cordialidad aún que de ordinario.

Haría un mes de lo que he relatado, intervalo durante el cual nada había sabido de Legrand, cuando recibí en Chárleston la visita de su asistente Júpiter. Nunca había visto al buen negro tan trastornado y creí que algún serio desastre hubiera ocurrido a mi amigo.

– Y bien, Júpiter, – díjele, – ¿de qué se trata? ¿Cómo está tu amo?

– Pá decir verdá, patrón, él no etá tan sano.

– ¿Está enfermo? Lo siento mucho. ¿De qué se queja?

– ¡Ahí etá! ¡Eso é lo pior! Nunca se queja de ná. Pero tá mu mal.

– ¡Muy mal, Júpiter! ¿Por qué no me dijiste eso de una vez? ¿Está en cama?

– No, señó; eso no. Pero no se sabe por ónde anda. Eso é lo que me duele. El pobre amo Will m'etá dando mucho dolore de cabeza.

– Júpiter, quisiera entender lo que estás diciendo. Hablas de que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho lo que tiene?

– ¡Güeno, patrón! No hay que alterase po eso. Amo Will dice que no tiene ná… Pero ¿por qué anda poahí con la cabeza enterrá entre sus hombros y blanco como una visión?.. ¡Otra cosa! Siempre etá con una chará…

– ¿Una qué, Júpiter?

– Sí; una chará, y una pizarra con lo número má raros que se ha vito. Le digo a uté que me asuta en veces. Necesito mucho ojo con sus cosas. L'otro día se m'escapó a la madrugá y se jué todo el bendito día. Tuve preparao un garrote pá dale una güena soba cuando volviese; pero soy tan zonzo que no tuve alma dempués de tó… Parecía tan despeao que me dió lástima.

– ¡Eh? ¡Cómo? ¡Ah, sí! Bien, teniendo todo en cuenta, creo que es mejor que no seas muy severo con el pobre. No lo disciplines, Júpiter; no me parece que está en condiciones de resistirlo. Pero ¿no puedes imaginar qué es lo que ha producido su enfermedad, o mejor dicho, este cambio en sus maneras? ¿Ha sucedido algo desagradable después que no nos hemos visto?

– No, patrón, no ha sucedido ná dende entonce. Me paece que jué antes… jué el mimo día que uté etuvo.

– ¡Cómo! ¿qué quieres decir?

– Güeno, patrón, yo digo que jué la cucaracha… ¡eso!

– ¿El qué?

– La cucaracha. Seguro que esa cucaracha de oro lo picó en algún lao de la cabeza.

– Y ¿qué motivo tienes para pensar eso, Júpiter?

– Esa cucaracha tiene mu güenas patas y mu güena boca. Nunca vide un bicho más condenao: muerde y patea tó lo que se le arrima. Amo Will la cazó primero, pero le digo que tuvo que soltarla mu prontito. Y entonce creo que lo mordió. A mí dió miedo la boca e la cucaracha p'agarrarla, pero la pesqué con un peaso e papel. L'envolví con el papel y tamién l'ise comé papel. Así jué.

– Y ¿crees entonces que el insecto picó verdaderamente a tu amo y que la picadura lo ha enfermado?

– A mí no é que me paece… Toy seguro. ¿Po qué soñó tanto con el oro si no é poque lo picó el bicho de oro? Yo he oído dende antes hablá de estas cucarachas de oro.

– Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?

– ¿Que cómo sé? Poque habla de eso cuando duerme. Po eso toy seguro.

– Bien, Júpiter, quizá tengas razón; pero ¿a qué circunstancia afortunada debo el placer de tu visita?

– ¿Qué dise, patrón?

– ¿Me traes algún recado de Mr. Legrand?

– No, patrón, traigo ete paquete; – y aquí Júpiter me entregó una carta que decía así:

Querido —

¿Por qué no habéis venido en tanto tiempo? Espero que no seréis tan bobo de ofenderos por mis pequeños arranques; no, eso no es posible.

Desde que no os he visto tengo grandes motivos de ansiedad. Necesito deciros algo, pero apenas sé en qué forma podría hacerlo y ni siquiera si debería decíroslo.

No he estado muy bien en los últimos días y el pobre viejo Júpiter me ha aburrido más de lo que es posible soportar con sus ingenuas atenciones. ¿Lo creeríais? Había preparado un gran palo el otro día para castigarme por habérmele escapado y haber pasado la jornada solo, en las colinas de la isla. Creo, en verdad, que únicamente mi aspecto de enfermo me salvó de la azotaina.

No he agregado nada a mi colección desde la última vez que nos vimos.

Si podéis arreglarlo sin inconveniente, venid con Júpiter. Venid. Necesito veros esta noche para un asunto de importancia. Os aseguro que es de la mayor importancia.

Vuestro afectísimo
Wílliam Legrand.

Algo había en el tono de la carta que me produjo gran inquietud. Su estilo difería por completo del que acostumbraba Legrand. ¿En qué estaría soñando? ¿Qué nueva extravagancia se había apoderado de su excitable cerebro? ¿Cuál podía ser aquel "asunto de gran importancia" que necesitara él definir? Las noticias de Júpiter a su respecto no auguraban nada bueno. Temí que quizá el peso continuo de la desgracia hubiera al fin trastornado la mente de mi amigo. En consecuencia, sin un instante de vacilación me preparé a acompañar al negro.

Al llegar al embarcadero advertí una hoz y tres azadas, nuevas en apariencia, colocadas en el fondo del bote que debíamos ocupar.

– ¿Qué significa esto, Jup? – pregunté.

– Son una hoz y unas azadas, patrón.

– No cabe duda; pero ¿qué hacen aquí?

– Son una hoz y unas azadas que amo Will me mandó que le comprara en la ciudad y que por má señas he tenío que largar un montón de plata po eso.

– Pero, en nombre de todo lo misterioso, ¿qué va a hacer "amo Will" con azadas y con hoces?

– ¡Ah! Eso sí que no sé y ¡el diablo cargue conmigo si el amo sabe má que yo! Pá mí que tó é por la cucaracha. —

Viendo que no podía satisfacer mi curiosidad con las respuestas de Júpiter, cuyo intelecto parecía completamente absorbido por el escarabajo, abordé el bote y nos dimos a la vela. Empujados por brisa poderosa y favorable arribamos pronto a la pequeña ensenada al norte del fuerte de Moultrie y una caminata de dos millas nos condujo a la cabaña. Era cerca de las tres de la tarde cuando llegamos, y Legrand nos aguardaba en ansiosa expectación. Oprimió mi mano con vivacidad nerviosa que me alarmó robusteciendo las sospechas que habían ya acudido a mi mente. Su semblante tenía palidez cadavérica y sus ojos, hundidos en las cuencas, brillaban con lustre sobrenatural. Después de algunas preguntas acerca de su salud preguntéle, no sabiendo cosa mejor que decir, si no había recuperado aún su escarabajo del teniente G. —

– ¡Oh, sí! – replicó, enrojeciendo violentamente. – Lo recogí al siguiente día. Nada podría decidirme a separarme de este escarabajo. ¿Sabéis que Júpiter tenía razón en sus apreciaciones?

– ¿A qué respecto? – pregunté, sintiendo mi corazón llenarse de tristes presentimientos.

– Suponiendo que era un insecto de oro verdadero. —

Dijo esto con aire de profunda gravedad, y yo me sentí indeciblemente contristado.

– Este insecto hará mi fortuna, – continuó con sonrisa triunfante; – me reinstalará en mis posesiones de familia. ¿Qué de extraño tiene, entonces, que yo lo aprecie en grado sumo? Desde que la Fortuna ha creído oportuno concederme sus dones en esta forma, sólo me resta usar de ellos debidamente para llegar a la riqueza que es su culminación. ¡Júpiter, tráeme el escarabajo!

– ¡Qué! ¿La cucaracha, patrón? No quío buscale camorra a ese bicho; mejó que uté mimo lo agarre. —

A lo cual levantóse Legrand con aire grave y majestuoso y me presentó el insecto que sacó de una caja de cristal en que lo tenía encerrado. Era, en verdad, un hermoso escarabajo, desconocido por aquel tiempo a los naturalistas y, por consiguiente, un gran hallazgo desde el punto de vista científico. Tenía dos manchas negras en el extremo anterior del lomo y otra, más grande, en el extremo posterior. Las escamas eran excesivamente duras y brillantes, con toda la apariencia del oro bruñido. El peso del insecto era notable y, tomando todas estas cosas en consideración, apenas podía yo reprochar a Júpiter sus opiniones al respecto; pero lo que inclinaba a Legrand a asentir con esta idea no podía comprenderlo, por vida mía.

– He enviado a buscaros, – dijo en tono grandilocuente cuando terminé el examen del insecto, – he enviado a buscaros porque necesito vuestros consejos y vuestra asistencia para llevar a cabo los designios de la suerte y del escarabajo…

– Mi querido Legrand, – exclamé interrumpiéndole, – seguramente no os sentís bien, y es preferible que toméis algunas ligeras precauciones. Acostaos, y yo permaneceré aquí algunos días hasta que os encontréis mejor. Estáis febril y…

– Tomadme el pulso, – dijo mi amigo.

Hícelo así, y a decir verdad no encontré la más ligera alteración.

– Pero podéis estar enfermo aun sin tener fiebre. Permitidme recetaros por esta vez. En primer lugar, poneos en cama; en segundo…

– Estáis equivocado, – interrumpió. – Me encuentro tan bien como puedo estarlo bajo la excitación que me aqueja. Si tenéis realmente algún interés por mí, aliviaréis esta excitación.

– ¿De qué manera puedo hacerlo?

– Muy fácilmente. Júpiter y yo vamos a emprender una expedición a las colinas de la isla, y necesitamos en dicha empresa la cooperación de alguien en quien podamos confiar absolutamente. Vos sois el único en quien yo depositaría mi confianza. Ya tengamos éxito o fracasemos, desaparecerá la agitación que ahora advertís en mí.

 

– Deseo muchísimo complaceros en cualquier sentido, – repliqué; – pero ¿significa esto que el infernal escarabajo tiene alguna conexión con vuestra expedición a las colinas?

– La tiene.

– En tal caso, Legrand, no puedo prestarme a proceder tan absurdo.

– Lo siento, lo siento mucho; porque tendremos que ensayarlo solos.

– ¡Ensayarlo solos! ¡Este hombre está loco seguramente! Pero ¡aguardad! ¿Cuánto tiempo os proponéis ausentaros?

– Probablemente toda la noche. Saldremos en este instante y estaremos de vuelta al alba en todo caso.

– ¿Y me prometéis, por vuestro honor, que una vez satisfecha esta fantasía y resuelto a vuestra satisfacción el asunto del escarabajo, ¡gran Dios! volveréis a casa y seguiréis implícitamente mis consejos como si fuera vuestro médico?

– Sí; lo prometo; y ahora partamos inmediatamente porque no hay tiempo que perder.

Acompañé a mi amigo con el corazón oprimido. Salimos a eso de las cuatro, Legrand, Júpiter, el perro y yo, cargando Júpiter con la hoz y las azadas que insistió en llevar él mismo, más por temor de dejar aquellos instrumentos al alcance de su amo que por exceso de actividad o complacencia, a lo que pude presumir. Su actitud era terriblemente suspicaz, y las palabras "condenado insecto" fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante todo el trayecto. Por mi parte me había encargado de dos linternas sordas, mientras Legrand se contentaba con el escarabajo que llevaba atado al extremo del cordel de un látigo, haciéndolo girar a uno y otro lado con aires de hechicero conforme avanzábamos. Cuando pude observar esta última y evidente muestra de la aberración mental de mi amigo apenas me fué posible retener las lágrimas. Pensé, sin embargo, que era mejor seguir sus fantasías al menos por el momento hasta que se presentara la oportunidad de adoptar medidas más enérgicas con probabilidades de éxito. Me propuse al mismo tiempo, aunque sin resultado, sondearle acerca del objeto de la expedición. Habiendo logrado inducirme a acompañarle, no parecía desear sostener conversación sobre tópicos de menor importancia, y a todas mis preguntas se dignaba responder tan sólo: "¡Ya veremos!"

Cruzamos en un esquife el canal que separaba la isla y, ascendiendo las colinas de la playa del continente, seguimos en dirección noroeste a través de una comarca excesivamente salvaje y desolada donde no existía traza de seres humanos. Legrand guiaba con decisión, deteniéndose únicamente de vez en cuando para consultar ciertas señales que en apariencia había colocado él mismo en alguna excursión preliminar.

De esta manera avanzamos durante cerca de dos horas, y precisamente a la caída del sol penetramos en una región infinitamente más lúgubre que todo lo que habíamos atravesado hasta entonces. Era una especie de meseta cerca de la cima de una eminencia casi inaccesible, cubierta de densa arboleda desde la base hasta la cumbre y sembrada de enormes peñascos que parecían yacer desprendidos sobre el terreno, evitando en muchos casos precipitarse a los hondos valles debido simplemente al apoyo de los árboles contra los cuales descansaban. Quebradas profundas, que partían en diversas direcciones, prestaban todavía un aire de solemnidad más agreste a la escena.

La plataforma natural hasta donde nos habíamos encaramado estaba erizada de espesas zarzas entre las cuales descubrimos pronto que habría sido imposible avanzar sin el auxilio de la hoz; y Júpiter procedió, bajo la dirección de su amo, a abrirnos una senda hasta el pie de un enorme tulipán que se levantaba en medio de seis u ocho robles sobrepasando a todos en altura y humillando a cuantos árboles había yo visto hasta entonces por la belleza de su follaje y de su forma, por la magnitud de sus ramas y por la majestad de su aspecto en general. Cuando llegamos cerca del árbol, volvióse Legrand a Júpiter y preguntóle si sería capaz de escalarlo. El viejo titubeó un poco quedando algunos instantes sin responder. Aproximándose al fin al inmenso tronco, dió la vuelta pausadamente alrededor y lo examinó con minuciosa atención. Cuando terminó su escrutinio, dijo sencillamente:

– Claro, patrón, el negro Júpiter se trepa a cualquier árbol que le da la gana.

– Entonces, arriba cuanto antes, porque pronto será demasiado tarde para ver lo que necesitamos.

– ¿Asta ónde me subo, patrón? – preguntó Júpiter.

– Sube primero por el tronco y luego te diré de qué lado debes ir. ¡Ah!.. ¡espera! llévate al insecto.

– ¡La cucaracha, patrón! ¿La cucaracha de oro? – gritó el negro, retrocediendo acongojado. ¿Pá qué he de subir la cucaracha arriba del árbol? ¡Demonio si la llevo!

– Si tienes miedo, Júpiter, un negro grandazo y viejo como eres, de coger a este pequeño animalito inofensivo, llévalo por el cordón; pero si no lo subes contigo en alguna forma, me veré obligado a romperte la cabeza con esta azada.

– ¿Qué es eso, patrón? ¿Po qué s'enoja ahora? – dijo Júpiter evidentemente abochornado hasta la sumisión. – Siempre la paga el pobre negro viejo. Yo lo dije sólo de juego. ¿Que le tengo miedo a la cucaracha? ¿Qué me v'aser a la cucaracha? —

Y a esto cogió cautelosamente el extremo más alejado del cordón y manteniendo al insecto tan apartado de sí como lo permitían las circunstancias, preparóse a escalar el árbol.

En la juventud, el tulipán o Liriodendron tulipiferum, magnífico habitante de las selvas, tiene el tronco singularmente liso y se eleva a menudo a gran altura sin ramas laterales; pero en su edad madura la corteza se vuelve áspera y nudosa a la vez que aparecen ramas cortas en el tallo. Así, la dificultad de la ascensión era más aparente que real en el presente caso. Abarcando el enorme cilindro con brazos y rodillas tan estrechamente como era posible, aferrándose con las manos en algunas partes salientes mientras afirmaba en otras sus pies desnudos, Júpiter se encaramó al fin, después de dos o tres escapes de caída inminente, en la primera rama ahorquillada y pareció considerar su tarea virtualmente llevada a cabo. El peligro de la empresa estaba vencido, en efecto, aun cuando se hallaba ahora a sesenta o setenta pies de altura sobre el nivel del suelo.

– ¿Por ónde voy aora, amo Will? – preguntó.

– Sigue la rama más grande hacia este lado, – dijo Legrand. El negro obedeció prontamente y al parecer con pequeño esfuerzo, ascendiendo más y más alto hasta que perdimos de vista su agachada figura entre el espeso follaje que la envolvía. A poco oímos su voz en una especie de alerta.

– ¿Asta ónde subo aora?

– ¿A qué altura has llegado?

– Bien arriba, – replicó el negro; – ya púo ver el sielo po entre la punta del árbol.

– Nada importa el cielo, pero atiende a lo que voy a decirte. Mira hacia abajo del árbol y cuenta las ramas de este lado debajo de ti. ¿Cuántas ramas has pasado?

– Una, do, tré, cuato, sinco… he pasao sinco ramas de este lao, patrón.

– Entonces sube una más. —

Algunos minutos después oímos nuevamente su voz anunciando que había llegado a la séptima.

– Ahora, Jup, – exclamó Legrand visiblemente agitado, – necesito que avances sobre esa rama lo más lejos que puedas. Si encuentras algo extraño, avísamelo inmediatamente. —

En aquel momento desaparecieron las pocas dudas que podía aun abrigar acerca de la demencia de mi amigo. No tenía otra alternativa sino pensar que había sido atacado de locura, y llegué a sentirme verdaderamente ansioso pensando en el modo de hacerlo regresar a la casa. En tanto que reflexionaba sobre lo que sería más conveniente intentar, la voz de Júpiter dejóse escuchar de nuevo.

– Mucho critianos se asutarían de andar po eta rama. Etá seca casi todita.

– ¿Dices que es una rama seca, Júpiter? – interrogó Legrand con voz trémula.

– Sí, patrón; etá seca como tranca e puerta. Como que lo etoy viendo… ¡tá muerta!

– ¿Qué haré, en nombre del cielo? – exclamó Legrand, que parecía entregado a gran desesperación.

– ¡Haced esto! – insinué yo, satisfecho de encontrar la oportunidad de colocar una palabra. – ¡Vaya! ¡Venir a casa y acostaros! Vamos inmediatamente, si sois buen chico. Se hace tarde, y además debéis recordar vuestra promesa.

– ¡Júpiter! – gritó él, sin atenderme en lo más mínimo. – ¿Me oyes?

– Sí, patrón; l'oigo mu bien.

– Entonces, prueba la madera con tu cuchillo y fíjate bien si la rama está muy seca.

– Podrida, patrón, seguro, – contestó el negro después de un momento; pero no tan podrida. Quién sabe si pudiera 'vansá má ayá etando solo. ¡Así sí, digo!

– ¡Solo! ¿Qué quieres decir?

– Güeno, é po la cucaracha. E mu pesada. Si la boto pa 'bajo, la rama no se romperá con el peso del negro na má.

1El sonido semejante de antenas y estaño en inglés provoca la equivocación del negro que no entiende mucho de requilorios de pronunciación. —La Redacción.