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Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie

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Cogí las pistolas sin saber casi lo que hacía, y sin dar crédito a mis oídos, mientras Dupín proseguía como en un soliloquio. He hablado de su manera abstraída en tales ocasiones. Su discurso se dirigía a mí; pero su voz, aun cuando no era alta, tenía la entonación empleada generalmente cuando se habla con alguna persona a gran distancia. Sus ojos, de expresión vaga, fijábanse únicamente en el muro.

– Aquello de que las voces que disputaban, – decía, – oídas por la gente que subía las escaleras, no eran voces de mujer, está ampliamente comprobado por la evidencia. Esto descarta la duda de que la vieja señora hubiera asesinado primero a su hija para suicidarse después. Hablo de esto solamente para proceder con método; porque la fuerza de Madame L'Espanaye jamás habría podido llevar a cabo la tarea de encajar el cuerpo de su hija en la chimenea, como fué encontrado; y la naturaleza de las heridas en su propio cuerpo excluye toda idea de atentado contra sí misma. Luego, ha sido cometido el asesinato por tercera persona; y la voz de aquella o aquellas personas, es la que se oía en la discusión. Permitidme ahora hacer notar, no precisamente las declaraciones respecto de aquellas voces, sino lo que había de peculiar en aquellas declaraciones. ¿Observasteis en ello algo de peculiar? —

Insinué que, en tanto que todos los testigos estaban acordes en calificar la voz gruesa como perteneciente a un francés, había gran diferencia de opiniones acerca de la voz chillona o desapacible, como la definió uno de los testigos.

– Esto es la evidencia en sí misma, – dijo Dupín, – pero no es aún la peculiaridad de la misma evidencia. No habéis observado nada de particular. Y, sin embargo, había algo digno de ser observado. Los testigos, como habéis notado, estaban de acuerdo acerca de la voz gruesa: su testimonio ha sido unánime. Pero con respecto a la voz chillona, la peculiaridad consiste, no en que estuvieran en desacuerdo, sino en que cuando trataron de describirla un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés, cada uno de ellos la juzgó perteneciente a un extranjero. Todos estaban seguros de que no era la voz de un compatriota. Todos la comparan a la voz de un individuo que se expresara en idioma desconocido. El francés supone que es un español y "hasta podría haber distinguido algunas palabras si supiera español." El holandés asegura que era la voz de un francés; pero encontramos que, "no sabiendo francés el testigo fué interrogado por medio de intérprete." El inglés opina que "era voz de alemán," y no conoce el alemán. El español "está seguro" de que era un inglés, pero "juzga por el acento" también, "pues no sabe inglés." El italiano cree que es la voz de un ruso, pero "jamás ha hablado con ningún ruso." Más aún; otro francés difiere de opinión con el primero y está seguro de que la voz era de italiano, pero, "no conociendo este idioma, deduce por el acento, lo mismo que el español." Ahora bien; ¿qué voz tan singularmente extraña es ésta, que provoca declaraciones tan contradictorias? ¿En qué acentos se expresaba, para que naturales de las cinco principales divisiones de Europa no pudieran percibir nada familiar a sus oídos? Diréis que podía ser la voz de un asiático o de un africano. Ni africanos ni asiáticos abundan en París; mas, sin negar esta posibilidad, llamaré solamente vuestra atención a tres puntos. Uno califica la voz de desapacible más bien que chillona. Otros dos la definen como "rápida y desigual." Ninguna palabra, ningún sonido semejando palabras ha podido discernirse ni ha sido mencionado por los testigos.

– Yo no sé, – continuó Dupín, – qué clase de impresión he logrado llevar a vuestra mente; pero no vacilo en decir que las deducciones legítimas de esta parte tan sólo del testimonio, con referencia a la voz gruesa y a la voz chillona, bastan por sí mismas para engendrar la sospecha que debe encaminar el proceso de la investigación del misterio. Digo "deducciones legítimas," pero mi idea no queda así del todo definida. Intento expresar con ello que estas deducciones son las únicas razonables, y que la sospecha se levanta inevitablemente como simple resultado. No manifestaré aún esta sospecha. Sólo deseo que comprendáis que en mi mente ha tenido fuerza suficiente para dar forma definida, cierto giro particular, a mis investigaciones en el aposento.

Transportémonos ahora con la imaginación a dicho aposento. ¿Qué debemos buscar ante todo allí? El medio de salida empleado por los asesinos. No es mucho aventurar si aseguramos que ninguno de nosotros cree en acontecimientos sobrenaturales. Madame y Mademoiselle L'Espanaye no habían sido asesinadas por espíritus. Los malhechores eran de carne y hueso, y escaparon como seres de carne y hueso. ¿Cómo, entonces? Afortunadamente sólo hay un modo de dilucidar el punto, y este modo tiene que llevarnos a conclusiones definidas. Examinemos, uno por uno, los medios posibles de salida. Es evidente que los asesinos estaban en el aposento en que se encontró a Mademoiselle L'Espanaye, o al menos en el cuarto contiguo, cuando el grupo de gente subía las escaleras. Entonces, sólo tenemos que buscar las salidas de ambas habitaciones. La policía ha sondeado los pisos, los techos y la obra de albañilería de los muros en todas direcciones. No era posible que escapase a su vigilancia ninguna salida oculta. Pero no confiando en sus ojos, examiné con los míos propios. No existían salidas secretas. Las dos puertas que daban acceso a los cuartos por el pasadizo estaban cerradas con llave y tenían la llave por dentro. Volvamos a las chimeneas. Éstas, aunque de anchura ordinaria en los primeros ocho o diez pies sobre el hogar, no admitirían hasta la salida ni siquiera el paso de un gato grande. Siendo absoluta la imposibilidad de salida por los medios indicados, quedamos reducidos a las ventanas. Por las del cuarto del frente, nadie podría haber escapado sin ser visto de la multitud estacionada en la calle. Los asesinos tienen entonces que haber pasado por las ventanas de la pieza interior. Llegados a esta conclusión de manera inequívoca, no nos conviene como razonadores descuidar una serie de imposibilidades aparentes. Debemos probar únicamente que estas aparentes "imposibilidades" en realidad no son tales.

Hay dos ventanas en la habitación. Una de ellas está completamente libre de muebles y del todo visible. La parte inferior de la otra queda oculta por la cabecera de la pesada cuja colocada exactamente en aquella dirección. La primera ventana se encontró firmemente asegurada por dentro. Resistió todo el empuje de los que trataron de levantarla. Habíase abierto con barreno un gran hueco a la izquierda del marco, y un grueso clavo estaba profundamente incrustado allí casi hasta la cabeza. Examinando la otra ventana, se encontró incrustado un clavo semejante; y fracasó del mismo modo una vigorosa tentativa para levantar el bastidor. La policía quedó completamente satisfecha de que la escapatoria no había tenido lugar por aquel lado. Y, en consecuencia, se juzgó inútil retirar los clavos y abrir las ventanas.

Mi pesquisa particular fué más minuciosa por la razón a que antes he aludido; porque yo sabía que aquél era el punto en que debía probarse que la imposibilidad aparente no existía en realidad. Comencé a deducirlo así a posteriori. Los asesinos habían escapado indudablemente por una de aquellas ventanas. Siendo así, no era posible que aseguraran por dentro los bastidores en la forma en que se encontraron: consideración que, en razón de ser tan obvia, detuvo las pesquisas de la policía en este terreno. Y sin embargo, los bastidores estaban asegurados. De consiguiente, debían tener la facultad de cerrarse por sí mismos. No había forma de evadir esta conclusión. Me dirigí a la ventana libre, extraje el clavo con cierta dificultad, y procuré levantar el bastidor. Resistió todos mis esfuerzos como yo me lo esperaba. Debía existir un resorte oculto, estaba seguro ahora; y esta comprobación de mis deducciones me convenció de que mi raciocinio era correcto, aun cuando todavía existieran circunstancias misteriosas con relación a los clavos. Una pesquisa minuciosa hízome descubrir el resorte oculto. Oprimílo, y satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve de levantar el bastidor.

Coloqué nuevamente el clavo en su sitio y me dediqué a observarlo con atención. Una persona que pasara a través de esta ventana podía haberla cerrado de nuevo haciendo jugar el resorte; pero no era posible volver a colocar el clavo en su sitio. El resultado era claro y estrechaba de nuevo el campo de investigación. Los asesinos debían haber escapado por la otra ventana. Suponiendo, en tal caso, que el resorte de los bastidores funcionara de igual modo, como era probable, debía existir alguna diferencia entre los clavos o, por lo menos, en la manera de colocarlos. Encaramándome en el cañamazo del lecho, miré atentamente por encima de la cabecera la segunda ventana. Pasando la mano por detrás, descubrí pronto y oprimí el resorte que, como lo había juzgado de antemano, era enteramente igual a su compañero. Busqué entonces el clavo. Era tan grueso como el otro y encajaba aparentemente de la misma manera, hundido hasta la cabeza.

Diréis que estaba confundido; pero si lo creéis así habéis equivocado la naturaleza de mis inducciones. Usando una frase de cazador, diré que no había "fallado" una sola vez. Ni un momento había perdido el rastro. No había grietas en ningún eslabón de la cadena. Había seguido la pista al secreto hasta su resultado final; y este resultado era el clavo. Tenía en todo sentido, he dicho, la misma apariencia que su compañero de la otra ventana; pero esta circunstancia era nula en absoluto, por concluyente que pudiera parecer, al compararse con la certidumbre de que allí, en aquel punto, desaparecían las huellas. Debe haber algo raro en el clavo, pensé. Lo palpé; y la cabeza, con cerca de una pulgada de punta quedó entre mis manos. El resto continuaba en el agujero, donde se había roto. La fractura era antigua, porque el borde estaba cubierto de orín, y procedía evidentemente de algún martillazo que introdujo a medias la cabeza en el borde superior de la parte baja del bastidor. Coloqué de nuevo cuidadosamente esta cabeza en el hueco de donde la había cogido, y su semejanza con un clavo perfecto era completa; la rotura quedaba invisible. Oprimiendo el resorte, levanté suavemente el bastidor algunas pulgadas; la cabeza se alzó con el marco continuando segura en su puesto. Cerré la ventana, y la apariencia del clavo resultaba otra vez perfecta.

 

Así, el enigma estaba resuelto. El asesino había escapado por la ventana que daba sobre el lecho. Cayendo espontáneamente en su sitio, o cerrada quizás a propósito, quedó asegurada por el resorte; y la firmeza del resorte produjo el error de la policía que juzgó provenía del clavo la resistencia, considerando innecesario pesquisas ulteriores.

El problema siguiente era la forma de descenso. Sobre este punto me encontraba ya satisfecho desde nuestro paseo alrededor del edificio. A cinco pies y medio más o menos de la ventana en cuestión se eleva un pararrayos. Desde este poste habría sido difícil para cualquiera alcanzar la ventana, no digo entrar. Observé, sin embargo, que las persianas del cuarto piso eran de aquella clase particular que los carpinteros parisienses llaman ferrades, forma muy poco usada en la actualidad, pero que se ve con frecuencia en las casas antiguas de Lión y de Burdeos. Son semejantes a una puerta ordinaria de una sola hoja, excepto en su mitad superior hecha en forma de celosía, o labrada a manera de enrejado; ofreciendo así excelente apoyo para los manos. En esta casa las persianas tienen muy bien tres pies y medio de anchura. Cuando las divisé desde la parte trasera del edificio, estaban ambas abiertas hasta la mitad, es decir, formando ángulo recto con el muro. Es probable que la policía haya examinado como yo la espalda de la casa; pero de ser así, no advirtió la gran anchura de las persianas, o no le prestó por lo menos la debida consideración. En efecto, persuadidos de que no había salida de este lado, naturalmente descuidaron examen más minucioso. Era claro para mí, sin embargo, que la persiana correspondiente a la ventana situada a la cabecera del lecho llegaría a cerca de dos pies de distancia del pararrayos, si se dejaba caer por completo sobre el muro. Era también evidente que poniendo en juego un grado extraordinario de vigor y de audacia, podía efectuarse la entrada por la ventana escalando el pararrayos. Una vez llegado a la distancia de dos pies y medio (suponiendo que la persiana estuviera abierta en toda su extensión), podía encontrar el ladrón sólido apoyo en el enrejado. Demos pues por sentado que escaló el poste afirmando los pies contra el muro, y que lanzándose de allí intrépidamente hizo oscilar la persiana en forma de cerrarla; y suponiendo que la ventana estuviese abierta, pudo deslizarse él mismo dentro de la habitación.

Deseo que tengáis especialmente presente que me refiero a un grado extraordinario de vigor como requisito esencial para el éxito de hazaña tan difícil y arriesgada. Mi designio es demostrar, primero, que la cosa era realizable; pero segunda y principalmente, necesito impresionar vuestra mente con el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de la agilidad que era capaz de llevarla a cabo.

Diréis indudablemente, usando lenguaje legista, que para hacer comprensible el caso, debería más bien disminuir que acrecer la apreciación de la fuerza necesaria para ejecutarlo. Éste puede ser el método legista, pero no es el del raciocinio. Mi objeto final es descubrir la verdad. Mi propósito inmediato, conduciros a poner de acuerdo aquel vigor extraordinario a que acabo de referirme, con la voz chillona, desapacible y desigual sobre cuya nacionalidad no han podido convenir siquiera dos personas, y en cuya enunciación no ha podido discernirse silabeo alguno. —

A estas palabras cierta vaga e informe concepción de la idea de Dupín revoloteó en mi mente. Parecíame encontrarme al borde de la comprensión, como sucede a veces que nos sentimos al mismo borde del recuerdo sin llegar al fin a dar forma a las reminiscencias. Mi amigo continuó:

– Observaréis, – dijo, – que he tratado el asunto desde la manera de salida hasta la de acceso. Mi intención era sugerir que ambos se habían efectuado de igual forma y por el mismo punto. Volvamos ahora al interior del aposento. Observemos aquí el aspecto de la decoración. Los cajones del tocador, dicen, habían sido saqueados, aunque muchos artículos de adorno quedaban todavía allí. Esta conclusión es absurda. Es simplemente una proposición bastante necia y nada más. ¿Cómo podían saber que los objetos encontrados en los cajones no eran todos los que allí se hallaban de ordinario? Madame L'Espanaye y su hija llevaban una vida muy retirada, no recibían visitas, salían rara vez, tenían en suma poca oportunidad para muchos cambios de atavío. Los objetos que se encontraron eran, por lo menos, de tan buena calidad como los demás que usaban aquellas señoras. Si el ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no había de tomarlos todos? En una palabra, ¿por qué abandonar cuatro mil francos en oro para embarazarse con un paquete de trapos? El oro se había abandonado. Casi toda la suma indicada por Monsieur Mignaud, el banquero, fué encontrada en talegos en el suelo. Quiero, por consiguiente, que descartéis la disparatada idea de motivo engendrada en el cerebro de la policía por aquella parte del testimonio que habla de dinero entregado a las puertas de la casa. Coincidencias diez veces más notables que la entrega del dinero y el asesinato cometido dentro del tercer día, suceden en todos los momentos de nuestra vida, sin llamar la atención siquiera sea superficialmente. Las coincidencias representan en general grandes tropiezos en la vía de aquellos pensadores que no están acostumbrados a sondear la teoría de las probabilidades, teoría a que se deben los resultados más gloriosos de la investigación humana para mayor gloria de la ilustración. En el caso actual, si el oro hubiese desaparecido, el hecho de haberse entregado tres días antes habría sido algo más que coincidencia. Habría corroborado la idea del motivo. Mas, bajo las verdaderas circunstancias, si creemos que el oro fué la causa del crimen, tendríamos que juzgar al criminal tan idiota e incapaz como para abandonar a la vez su oro y su motivo.

Conservando ahora cuidadosamente en mira los puntos hacia los cuales he dirigido vuestra atención: aquella voz peculiar, aquella extraordinaria agilidad y la chocante ausencia de motivo en un crimen tan singularmente atroz, demos una ojeada al asesinato en sí mismo. Tenemos aquí una mujer estrangulada por la fuerza de las manos y encajada cabeza abajo en una chimenea. Los asesinos no emplean ordinariamente tales medios. Y menos aún, disponen de los cadáveres en semejante forma. Convendréis conmigo en que había algo excesivamente outré, algo irreconciliable completamente con las nociones comunes del impulso humano en la manera de arrojar este cuerpo por la chimenea, aun cuando queramos suponer al autor el más depravado de los hombres. Pensad asimismo ¡cuán enorme debe haber sido la fuerza capaz de empujar hacia arriba el cadáver en cavidad tan estrecha que apenas fué suficiente el esfuerzo reunido de varios hombres para arrastrarlo hacia abajo!

Volvamos luego a las otras manifestaciones de este vigor maravilloso. Había en el hogar madejas, gruesas madejas, de grises cabellos humanos arrancados de raíz. Conocéis la fuerza enorme que requiere arrancar juntas siquiera veinte o treinta hebras de pelo. Visteis, lo mismo que yo, las madejas a que se alude. Las raíces (¡repugnante espectáculo!) estaban adheridas a fragmentos de piel del cráneo, muestra irrefutable de la fuerza prodigiosa que se había desplegado para arrancar quizá medio millón de hebras a la vez. El cuello de la anciana no solamente se había cortado, sino que la cabeza estaba separada por completo del tronco: el instrumento había sido una sencilla navaja. Observad también la ferocidad brutal de estas circunstancias. No digo nada de las magulladuras del cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas y su digno coadjutor Monsieur Étienne, han declarado que fueron producidas por algún instrumento obtuso; y estos caballeros tienen muchísima razón. El instrumento obtuso fué evidentemente el enlosado pavimento del patio donde fué arrojada la víctima desde la ventana que daba sobre el lecho. Esta idea, por sencilla que parezca, escapó a la policía por la misma razón que no advirtió la anchura de las persianas; pues que la circunstancia de los clavos obstruyó herméticamente su percepción acerca de la posibilidad de que las ventanas hubieran sido abiertas en cualquier forma.

Si, además de todo esto, reflexionamos debidamente en el desorden peculiar de aquella habitación, llegaremos a combinar las diversas ideas de una agilidad asombrosa, una fuerza sobrehumana, una ferocidad brutal, una carnicería sin objeto, un horror que toca en lo grotesco, absolutamente extraño a toda humanidad, y una voz de entonación extranjera a los oídos de hombres de muchas naciones y desprovista de toda pronunciación distinta e inteligible. ¿Qué resultado se desprende? ¿Qué impresión hace todo esto en vuestra mente? —

Sentí un escalofrío en los huesos cuando Dupín me dirigió esta pregunta.

– ¡Un loco, ha sido un loco el autor de estos asesinatos! – exclamé; – algún maníaco escapado de cualquier maison de santé de las cercanías.

– En cierto modo, – replicó, – vuestra idea no está desprovista de razón. Pero la voz de los locos, aun en sus más furiosos paroxismos, jamás ha concordado con la descripción de la voz peculiar oída arriba. Los locos tienen alguna nacionalidad, y su lenguaje, aunque incoherente en su fraseología, tiene siempre la coherencia del silabeo. Además, el pelo de los locos no es semejante al que tengo entre las manos. Desenredé este pequeño mechón de entre los dedos rígidos y crispados de Madame L'Espanaye. Decidme lo que pensáis acerca de esto.

– ¡Dupín! – exclamé, completamente enervado; – ¡este pelo es de lo más raro; esto no es cabello humano!

– Ni yo he dicho que lo fuera, – repuso él; – pero antes de decidir este punto querría que miraseis el pequeño croquis que he delineado en este papel. Es un facsímile de lo que se ha descrito en cierta parte del testimonio como "obscuras marcas y profundas huellas de uñas" en la garganta de Mademoiselle L'Espanaye; y en otra declaración, la de Messieurs Dumas y Étienne, como "una serie de manchas amoratadas producidas evidentemente por la impresión de los dedos."

– Observaréis – continuó mi amigo, extendiendo el papel ante mis ojos sobre la mesa, – que este dibujo da la idea de un apretón firme y fijo. No hay el menor deslizamiento aparente. Cada dedo ha conservado, probablemente hasta la muerte de la víctima, la espantosa posición en que se había incrustado. Procurad ahora colocar vuestros dedos al mismo tiempo en las respectivas impresiones que aparecen. —

Procuré en vano hacer lo que me indicaba.

– Quizá no ensayamos convenientemente este punto, – insistió mi amigo. – El papel está extendido en una superficie plana y la garganta humana es cilíndrica. He aquí un trozo de madera cuya circunferencia es más o menos igual a la del cuello. Envolved allí el dibujo y ensayad de nuevo. —

Hice como me decía; pero la dificultad era todavía mayor que antes.

– ¡Esto, – exclamé, – no es la huella de una mano humana!

– Leed ahora este pasaje de Cuvier, – replicó Dupín.

Contenía una relación minuciosa y la descripción anatómica general del gran orangután leonado de las islas de las Indias Orientales. La gigantesca estatura, la fuerza y agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las propensiones imitativas de este mamífero son bastante conocidas por todos. Comprendí inmediatamente todos los horrores del asesinato.

– La descripción de los dedos, – dije al terminar la lectura, – corresponde exactamente a este dibujo. Es evidente que sólo un orangután, y de la especie indicada, podría haber impreso las huellas que habéis delineado. El mechón de pelo rojizo es idéntico también al color del animal descrito por Cuvier. Mas no llego a penetrar los detalles de este horrible misterio. Además, se oyeron dos voces en la disputa, y una de ellas era incontestablemente la de un francés.

– Es verdad; y recordaréis una expresión que los testigos atribuyen casi unánimemente a esta voz; la exclamación "mon Dieu!" Esta expresión, de acuerdo con las circunstancias, ha sido justamente definida por uno de los testigos, Montani el confitero, como reproche o amonestación amistosa. Sobre estas dos palabras he fundado, de consiguiente, mis mayores esperanzas para la solución completa del enigma. Un francés conocía el crimen. Es posible, y a la verdad más que probable, que fuera inocente de toda participación en la sangrienta hazaña que se realizaba. El orangután puede habérsele escapado. Puede haberle perseguido hasta el aposento; pero bajo las terribles circunstancias que sobrevinieron, le fué probablemente imposible capturarlo. Está todavía perdido. No proseguiré haciendo conjeturas; no tengo derecho de darles otro nombre, puesto que los ligeros matices de reflexión en que están basadas arrojan apenas luz suficiente para mi propia comprensión, y no puedo pretender, de consiguiente, hacerlos perceptibles a ninguna otra persona. Llamémoslas conjeturas y hablemos de ellas como tales. Si el francés aludido es, como creo, inocente de esta atrocidad, el anuncio que dejé anoche, al regresar a casa, en las oficinas de Le Monde, periódico dedicado a los intereses marítimos y muy buscado por los marineros, le traerá verosímilmente a nuestra morada. —

 

Alargóme un papel en donde leí lo siguiente:

CAPTURADO

En el Bois de Boulogne, en las primeras horas de la mañana del – presente (la mañana del crimen), un gran orangután leonado de la especie de la isla de Borneo. El propietario, que se asegura ser un marinero perteneciente a un buque maltés, puede recoger el animal, siempre que lo identifique satisfactoriamente y pague algo por su captura y manutención. Acudid al Número – , Rue – , Faubourg Saint-Germain, – piso tercero.

– ¿Cómo es posible, – pregunté, – que sepáis que el hombre es un marinero y que pertenece a un buque maltés?

– No lo , – repuso Dupín. – No estoy seguro de ello. Sin embargo, he aquí un pequeño fragmento de cinta que, a juzgar por su forma y su aspecto grasoso, se ha usado evidentemente para atar el cabello en esas largas queues a que son tan aficionados los marineros. Mas aún; este nudo pueden hacerlo muy pocos marineros, siendo peculiar de los malteses. Recogí la cinta al pie del pararrayos. No puede haber pertenecido a ninguna de las víctimas. Después de todo, aun cuando estuviere equivocado en las inducciones provocadas por esta cinta, respecto de que el francés sea un marinero de algún buque maltés, no hay ningún mal en decirlo en el anuncio. Si estoy equivocado, él supondrá sencillamente que voy errado por cualquiera circunstancia que no se tomará el trabajo de inquirir. Pero de acertar, habré conseguido un gran triunfo. En efecto, sabedor del crimen aunque inocente, naturalmente vacilaría el francés en acudir al anuncio y reclamar el orangután. Pero razonará así: "Soy inocente; soy pobre; mi orangután es muy valioso; para cualquiera en mis circunstancias representa una fortuna; ¿por qué había de perderlo por vanas aprensiones de peligro? Está allí, a mi alcance. Ha sido encontrado en el Bois de Boulogne, a gran distancia del lugar de los asesinatos. ¿Cómo puede sospecharse que un estúpido animal haya cometido el crimen? La policía ha fracasado; no ha podido encontrar la más ligera huella. Aun cuando siguieran la pista al animal, sería imposible que probaran mi conocimiento del suceso o que me implicaran en la culpabilidad por haberlo sabido. De otro lado, me conocen. El anunciador me designa como dueño del animal. No sé hasta qué punto puedan llegar sus datos acerca de mi persona. Si rehuyo reclamar una propiedad de tanto valor y de la cual se me conoce como dueño, haré sospechoso por lo menos al orangután. No es buena diplomacia atraer la atención sobre mí ni sobre el animal. Acudiré al anuncio, recogeré mi orangután y lo tendré encerrado hasta que haya pasado todo el alboroto." —

En este momento oímos pasos en la escalera.

– Tened al alcance vuestras pistolas, – dijo Dupín; – pero no hagáis uso de ellas ni las mostréis, sino cuando os dé la señal. —

Se había dejado abierta la puerta de la casa, y el visitante entró sin llamar, avanzando algunos peldaños en la escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Luego, le oímos descender. Dupín se dirigía rápidamente hacia la puerta cuando advertimos que regresaba de nuevo. No retrocedió ya, sino que avanzó por el contrario con decisión y golpeó la puerta de nuestro aposento.

– Adelante, – dijo Dupín, en tono placentero y jovial.

Un individuo entró. Era un marinero, evidentemente: alto, grueso y musculoso, y con cierto aspecto de intrepidez no del todo desprovisto de atractivo. Su rostro, muy tostado por el sol, estaba medio oculto por las patillas y el mustachio. Llevaba un gran garrote de roble, mas no parecía tener armas de otra clase. Inclinóse desmañadamente, lanzándonos un "buenas tardes," con acento francés que, aunque sonaba un poco a Neufchatel, revelaba bastante su origen parisién.

– Sentaos, amigo mío, – dijo Dupín. – Supongo que venís por el orangután. Mi palabra, casi os envidio su posesión; un animal muy hermoso e indudablemente de gran valor. ¿Qué edad le suponéis? —

El marinero respiró largamente, como hombre que se ve libre de peso intolerable, y replicó en tono firme:

– No sabría decirlo con exactitud; pero no puede tener más de cuatro o cinco años. ¿Lo guardáis aquí?

– Oh, no; no tenemos aquí comodidad para conservarlo. Está en un establo de la rue Dubourg, muy cerca de este barrio. Se os entregará mañana. ¿Estáis dispuesto, por supuesto, a identificar la propiedad?

– Seguramente que sí, señor.

– Sentiré separarme del animal, – dijo Dupín.

– No imagino que os hayáis tomado esta molestia en balde, señor. No podría esperarlo. Estoy dispuesto a recompensar el hallazgo del animal, es decir, una cosa razonable.

– Bien, – replicó mi amigo, – eso está muy bien, seguramente. ¡Dejadme pensar! ¿qué pediré? ¡Oh! Voy a decíroslo. Mi recompensa será ésta. Vais a darme todos los detalles que sepáis acerca de esos asesinatos de la rue Morgue. —

Dupín pronunció las últimas palabras en voz muy baja y con gran tranquilidad. Con igual mesura se adelantó también hacia la puerta, la cerró, y puso la llave en su faltriquera. Sacó luego una pistola de su pecho y la colocó sobre la mesa sin la menor precipitación.

El semblante del marinero se encendió como si le acometiera un acceso de asfixia. Levantóse y aseguró el garrote; pero un instante después se dejó caer sobre la silla, temblando violentamente y con aspecto mortal. No pronunció una sola palabra. Yo le compadecía desde el fondo de mi corazón.

– Amigo mío, – dijo Dupín en tono afectuoso, – os alarmáis sin motivo, realmente. No intentamos haceros daño alguno. Yo sé perfectamente que sois inocente de las atrocidades de la rue Morgue. No negaré, sin embargo, que en cierto modo os encontráis complicado en ellas. Por lo que os he dicho comprenderéis que he tenido datos sobre este asunto, datos que jamás podríais imaginar. Ahora la cosa se presenta de esta manera. Nada habéis hecho que pudierais haber evitado; nada ciertamente que os haga culpable. Ni siquiera sois culpable de robo, cuando podríais haber robado impunemente. Nada tenéis que ocultar, ni tenéis razón alguna para hacerlo. De otro lado, todos los principios de honor os obligan a confesar lo que sabéis. Un hombre inocente se encuentra ahora en prisión acusado de un crimen del cual vos podéis señalar el perpetrador. —

El marinero había recobrado en gran parte su presencia de ánimo mientras Dupín pronunciaba estas palabras; mas todo el aplomo había desaparecido de su continente.