Los años bajo fuego

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Por el boletín oficial que transmitía la radio diariamente, supimos que la Wehrmacht había tenido que incursionar en Grecia para ayudar a las tropas italianas. Mussolini había desembarcado allí sin acuerdo previo con su aliado Hitler, sufriendo bajas considerables. A fines de abril, paracaidistas alemanes tomaron por asalto la isla de Creta, que había sido hasta entonces un importante punto de apoyo militar para la flota británica en el mediterráneo. Y nos sorprendió, por aquel entonces, recibir una carta proveniente de Máleme. Era de nuestro padre. Había desembarcado allí sin problemas, con el primer transporte militar enviado desde Sicilia.

Mientras tanto, la vida diaria seguía sufriendo cambios. Las autoridades germanas ordenaron cambiar la calefacción y las cocinas a gas licuado. Nosotros, por suerte, lo teníamos cerca, porque se generaba como subproducto del proceso de refinación de líquidos combustibles en la fábrica de Leuna.

Nuestros padres decidieron regalarle una cocinilla a gas a la Tante Elise. Mi madre la compró en una tienda en Merseburg y, como pesaba varios kilos, Konrad y yo fuimos designados para llevársela a la tía hasta Alsleben, el pueblito donde vivía y trabajaba como profesora. Iniciamos el viaje con la pesada caja dirigiéndonos primero a Halle por el tranvía interurbano. Desde ahí debíamos continuar por tren. En ese tiempo, los trenes de pasajeros en Alemania se componían de varios coches de tercera clase, con duros bancos de madera, más uno o dos vagones de segunda, con asientos tapizados y mucho más caros. Nuestra madre, desde luego, sólo nos dio dinero para tercera clase, pero como nosotros nunca habíamos viajado en segunda decidimos hacer el esfuerzo y juntar todos nuestros ahorros para comprar esos pasajes.

Ya la subida en la estación de Halle fue un espectáculo. Al vernos ingresar al vagón de segunda clase, unos dignos señores de traje oscuro nos gritaron al unísono: “¡Aquí es la segunda clase!”. Sin dudarlo, Konrad les respondió: “Entonces estamos bien”. Enojados, los viajeros llamaron al conductor, quien vino corriendo a ver qué pasaba. Le exigieron efectuar un control de los pasajes y cuando el funcionario examinó nuestros tickets verdes –los de tercera eran de color café– y sentenció: “Los señores tienen segunda clase”.

A continuación nos ayudó a subir la pesada caja con la cocinilla y, durante el resto del viaje, tuvimos que escuchar los comentarios de los caballeros aún enrabiados por nuestra presencia. Exclamaban cosas como “¡educación absolutamente equivocada!”, “¿dónde vamos a llegar si la juventud está recibiendo este tipo de educación?”, o “nuevos ricos que tiran la plata a manos llenas”, pero a nosotros no nos importaba. Habíamos pagado los pasajes con dinero honestamente ahorrado y nada nos iba a arruinar tan soñada experiencia. Al llegar a Könnern, antes de bajarnos para cambiar de tren, dimos media vuelta y nos despedirnos educadamente de los caballeros: “¡Auf Wiedersehen!”.

De vuelta en Merseburg, la rutina normal de los tiempos de guerra seguía su curso. De vez en cuando, por las noches sonaban las sirenas de la alarma antiaérea y entonces nos levantábamos para, aún medio dormidos, caminar a oscuras hacia el subterráneo. “Kommt schnell, schnell, schnell...”, nos apuraba nuestra madre. No sentíamos miedo, porque sabíamos que los bombardeos se encontraban aún muy lejos y que la alerta era más bien un protocolo preventivo. Nos quedábamos en el subterráneo hasta que la alarma sonara de nuevo, indicando que podíamos volver a subir. Nuestra madre le escribía a nuestro padre quejándose de que, producto de estos episodios, los niños no estábamos teniendo el descanso necesario. “¿No pueden ustedes hacer algo al respecto?”, le preguntaba. Tal vez creía que se podía llegar a algún acuerdo con los enemigos, para que todos tuviéramos nuestras merecidas ocho horas de sueño.

Nuestro padre, por su lado, nos contaba en sus cartas sobre sus visitas a antiguos sitios arqueológicos por los que pasaba, dejando entrever su afición por la cultura clásica griega. De niño había sido educado en un internado donde el latín y el griego antiguo eran parte predominante de la enseñanza. Este interés, por lo tanto, le afloraba naturalmente.

Las vacaciones de verano de 1941 se acercaban con rapidez y en nuestro hogar comenzaba la acostumbrada discusión acerca de qué destino era el más indicado. Se dio la casualidad de que, en la casa de nuestros vecinos, los Müller, se habían instalado dos hombres jóvenes que venían de Baviera y hablaban el dialecto bávaro. Nosotros los mirábamos con curiosidad, tratando de descifrar ese extraño lenguaje que jamás habíamos escuchado. Claro que también hablaban alemán común y corriente y así nos comunicábamos. Provenían de Lechbruck, una pequeña aldea en Baviera, desde donde habían llegado como aprendices a una de las fábricas químicas cercanas a Merseburg.

Uno de ellos contó que en la casa de sus padres en Lech-bruck solían recibir huéspedes para las vacaciones. Era una especie de pensión, pero muy pequeña. Nuestra madre resolvió contactarlos por carta, pero la respuesta desde Lechbruck no llegó tan fácil. En ese tiempo, el NSDAP8 debía autorizar el arriendo de piezas a huéspedes, ya que a los trabajadores de la industria armamentista se les daba la preferencia para su descanso. Esto hacía que el trámite de reservar resultara lento y engorroso. Mientras tanto escribimos a Creta para que nuestro padre, en su cargo de capitán de la Luftwaffe y comandante de una base aérea en ese lugar, enviara una sentida carta a las autoridades de Lechbruck haciendo referencia a su “lucha por el destino y supervivencia de Alemania” y a una “permanente entrada en acción en el frente”, entre otras cosas. La idea era que ni el más estricto dirigente del partido pudiera resistirse a su solicitud de reserva. Nuestras vacaciones en Lechbruck estaban aseguradas.

Iba a ser mi primer viaje en tren nocturno, lo que significaba toda una experiencia para un fanático como yo. Mi madre había decidido que lo mejor era iniciar el recorrido desde la estación de Halle, porque en su opinión la parada de dos minutos que el tren expreso hacía en Merseburg no era suficiente para abordar sin riesgo de que alguno se quedara abajo o dejáramos olvidada una maleta en el andén. En Halle, en cambio, la detención era más prolongada.

El día del viaje, nuestra madre nos metió a mis hermanos y a mí en la cama después de almuerzo con la instrucción precisa de que nos durmiéramos de inmediato, ya que de lo contrario no íbamos a poder estar despiertos por la noche, cuando llegara la hora de viajar. Como era de suponer, nos fue imposible conciliar el sueño y ahí estábamos, acostados de día tratando de mantener los ojos cerrados, mientras escuchábamos a nuestros vecinos jugando en la calle y a mi mamá haciendo las maletas y empacando unos sándwiches para el trayecto. Por fin, en la tarde, tomamos el tranvía interurbano a Halle, luego caminamos un corto trecho a pie desde Riebeckplatz a la estación principal y al fin nos encontramos en la gran nave cubierta que era la estación de la ciudad. Me retumbaba el pecho de la emoción.

Nuestro tren venía de Berlín, de la estación Anhalter. Lo abordamos y de inmediato encontramos un compartimiento vacío en tercera clase, donde nos pudimos instalar cómodamente. Éramos cinco personas, incluida por supuesto nuestra nana Elfriede –se llamaba igual que mi mamá –, quien nos cuidaba y manejaba la cocina en la casa, tanto que ni mi padre podía meterse a curiosear sin su permiso. Como el espacio era reducido, metimos el equipaje como pudimos. Un policía en el andén nos tocó la ventana y advirtió que debíamos cerrar las cortinas y afirmarlas en los costados, porque de noche el tren debía moverse en absoluta oscuridad debido a las regulaciones por la guerra.

Luego de los avisos de costumbre, se oyó el silbato del jefe de andén y nuestro tren comenzó a moverse en dirección al sur. Nos estiramos un poco para acomodarnos en las bancas de madera y por fin pudimos dormir. La puerta del compartimiento permaneció cerrada y nadie nos molestó durante todo el trayecto.

Una corta parada en Nürnberg nos trajo la primera luz del día. Yo me asomé por entre las cortinas para mirar y en la vía, justo frente a nuestra ventana, avisté una locomotora eléctrica nueva, recién salida de la fábrica: era un modelo E-18 que yo hasta ese momento sólo había visto en fotografías de libros, aunque me sabía cada una de sus características. ¡Llegué a brincar en mi asiento de la emoción!

Al llegar a München, debíamos cambiarnos de tren. Tuvimos que bajarnos corriendo, con maletas y todo, porque el que nos llevaba a Kempten ya estaba esperando en el andén. Nos fuimos apretujados en un vagón hasta Kaufbeuren, donde debíamos tomar un trencito del ramal a Lechbruck. Al hacer el cambio, mi hermano Konrad dejó caer en la vía un pesado libro de historia que llevaba como lectura para las vacaciones, el Suchenwirth. Ante su cara de espanto, un empleado ferroviario tuvo que saltar entre los rieles para rescatárselo. Después de eso, se lo puso bajo el brazo y no lo soltó más.

Era la última parte del largo trayecto. Íbamos cansados, trasnochados y lo único que queríamos era llegar a destino para empezar nuestras ansiadas vacaciones. Sin embargo, igual tuvimos que armarnos de paciencia, porque la última parte la hacíamos en el típico tren lechero, que hacía largas paradas en todas las estaciones para cargar y descargar los enormes contenedores de latón en los que se transportaba.

Por fin, pasadas las once de la mañana, llegamos a Lechbruck. Al descender, lo primero que vimos fueron sus altas montañas en el horizonte y la ciudad pintada de verde con vegetación. Allí, a la salida de la estación, nos esperaba nuestra anfitriona, apostada junto a un carruaje tirado por caballos para llevar el equipaje.

 

No tardamos en enamorarnos de Lechbruck y todas sus curiosidades: los almuerzos en la hostería Zum Ochsenwirt, ubicada justo al frente de la pensión; los largos paseos por las montañas, donde varias veces nos sorprendieron tormentas eléctricas; una caminata a la famosísima iglesia Wieskirche, pasando por el municipio alpino de Steingaden; las zambullidas en el lago Schmuttersee y el chaleco típico bávaro que me regalaron, que luego en Merseburg fue sensación total. Nuestra nana Elfriede gozó de un pleno de admiradores, quienes la invitaban todo el tiempo a subir cerros y tomar helados. Visitamos también otras iglesias, la hermosa ciudad de Füssen con sus castillos que parecían sacados de un libro de cuentos, e incluso nos arrancamos un día a Austria, a bordo de un bus de la empresa de correos.

Estábamos aún en Lechbruck cuando supimos la noticia de la entrada de soldados alemanes a la Unión Soviética. Sabíamos que nuestro padre estaba en Creta, donde ya no había disparos, lo que nos tranquilizaba. En la casa donde nos hospedábamos rara vez se escuchaba la radio, pues las personas estaban preocupadas de sus tareas diarias y nadie tenía interés por algo que ocurriera más allá de la torre de la iglesia del pueblo. Sin embargo, la poca prensa a la que teníamos acceso informaba, como siempre, de grandes victorias por parte de las tropas alemanas. Incluso mencionaba las rabietas de un Stalin que, exasperado por la derrota de sus unidades, mandaba a fusilar a sus propios generales en señal de reproche. “¡Qué tipo más indeseable!”, comentábamos horrorizados.

Así, como cada año también, las vacaciones llegaron a su fin. Las clases comenzarían a fines de agosto, sin que nuestro padre hubiese retomado su puesto de rector. Desde su ubicación tan lejana, rara vez podía hablar por teléfono con mi madre. Cuando esto por fin sucedía, el protocolo era más o menos así: primero recibíamos una llamada desde la base aérea de Merseburg, avisando que el capitán Angerstein llamaría a la medianoche desde Creta; a continuación nuestra madre cruzaba la ciudad y varios potreros a pie, en la noche más oscura, hasta llegar a la base de la Luftwaffe donde se encontraba el cuartel del escuadrón de guerra; a la hora acordada la comunicaban con mi padre, pero poco era lo que alcanzaban a conversar por culpa de los ruidos e interferencias en la línea; al cabo de algunos minutos, se cortaba la comunicación y eso era todo. Al día siguiente, todos escuchábamos muy atentos los reportes que hacía mi madre de las novedades que mi padre había alcanzado a transmitirle.

Un día de julio, mi padre nos mandó un telegrama donde informaba que lo iban a enviar por algunos días a la base aérea de Innsbruck, en Austria. Le propuso a mi madre que se encontraran en Garmisch-Partenkirchen. Nosotros, por supuesto, moríamos de ganas de ir también, pero sabíamos que esto era un asunto de adultos. A los pocos días, ella se subió al tren nocturno a München y tuvo una placentera estadía junto a su esposo en aquel maravilloso lugar de descanso. Regresó a Merseburg en el mismo tren y llegó quejándose del largo viaje, los asientos incómodos, los compañeros de viaje mal educados y otras circunstancias desagradables. Mi padre, por el contrario, escribió que se había tratado de un trayecto fácil, de tan solo unos pocos kilómetros por tierra. Al parecer, a esas alturas, ¡ya había perdido la noción de lo que era viajar kilómetros terrestres!

Desde su camino de retorno a Creta, recibimos una nueva carta suya. Nos contaba cómo se las había arreglado para aprovechar al máximo los permisos y los viajes en comisión de servicio. Eso era algo que se usaba mucho. Primero, había viajado en tren a Roma, la que había recorrido acompañado de un oficial camarada muy entendido en historia, que en su vida civil era profesor universitario de arqueología. Allí se había quedado algunos días, en espera de una conexión aérea conveniente a Atenas. Finalmente había viajado en un avión de la Luftwaffe hasta la capital griega, donde otra vez dedicó una breve estadía a la historia y al arte. En sus cartas nos contaba que los griegos le parecían muy amistosos, que en restaurantes y tiendas lo atendían con afabilidad y que los lustrabotas hasta ofrecían una lustrada “extra prima stuka”, en alusión a los aviones bombarderos de picada que los alemanes usaron a principios de la guerra.

Sentado en mi casa en Merseburg, leyendo y releyendo estos relatos sobre las diferentes culturas que existían allá afuera en el mundo, yo dejaba volar mi imaginación, añorando también tener algún día la oportunidad de viajar muy lejos.

Tras el regreso de nuestro padre a Creta, una antigua afección al estómago volvió a atacarlo. El calor, el agua –que para un europeo del norte era intolerable– y el exceso de moscas habían empeorado su situación. Para tratar la enfermedad lo enviaron a Schwaz, en el estado austriaco de Tirol, desde donde nos escribió, reportándose: “Se podría decir que estoy en la siguiente etapa de mi periplo... Me encuentro sentado en una celda de un monasterio franciscano convertido en hospital de campaña para enfermedades al estómago. No se preocupen, disfruto de la vista a los Alpes y el aire puro, que aquí entra por todos lados”.

Para nosotros, estas eran casi buenas noticias. ¡Significaba que nuestro padre volvería a casa pronto, al menos para recuperarse de la enfermedad! No podíamos esperar para preguntarle sobre sus aventuras y saber qué misteriosos recuerdos traía consigo.


A principios de octubre de 1941, nuestro padre tuvo que asistir a un tratamiento médico en Bad Sulza, estado de Thüringen, hasta que por fin volvió en forma definitiva a Merseburg, después de ser liberado del servicio debido a su enfermedad.

En ese tiempo, los soldados enrolados se dividían entre los que servían para combatir en el frente (KV), los que podían ser enviados al extranjero como guarnición a países amigos u ocupados (GV) y los que podían servir al interior de la patria (GVH). En esta última situación quedó mi padre, que retomó su trabajo como rector del liceo superior de hombres, donde los alumnos le llamaban “el Jefe”. De vez en cuando aún tenía que presentarse en la base aérea de Merseburg para realizar alguna tarea burocrática. A veces lo acompañábamos, para hacer uso de la peluquería de la base. Ahí nos ahorrábamos las largas esperas que a menudo teníamos que aguantar cuando íbamos a la peluquería de la ciudad, donde estábamos obligados a ceder nuestro lugar a los adultos que llegaban incluso después de nosotros y terminábamos quedando al final de la fila.

En esos tiempos, cuando la Wehrmacht aún triunfaba en todos los frentes, Merseburg tuvo su propio héroe. Era un mayor, después coronel, llamado Gustav Roedel, que pertenecía a los Ases9 de la Luftwaffe y ostentaba un récord de noventa y ocho aviones británicos y americanos derribados. Su padre era un modesto trabajador de Leuna, quien habría preferido para su hijo una carrera técnica, pero Gustav había cedido a las insistencias de la Hitlerjugend10 y tras graduarse en el liceo de hombres de Merseburg –antes de que nuestro padre asumiera como rector– ingresó a la Luftwaffe. De vez en cuando venía a visitarnos al colegio y relataba sus batallas aéreas. Lo escuchábamos boquiabiertos y sin pestañear, siguiendo cada detalle de sus aventuras. Si bien sólo éramos niños, entendíamos que servir a la patria era un alto honor, aun cuando las consecuencias pudieran ser fatales.

En reconocimiento a su bravura, la ciudad Merseburg lo nombró hijo ilustre y le regaló todos los muebles para su casa, con motivo de su matrimonio con la hija de un empresario local.

El año 1941 llegaba a su fin y por primera vez nos enteramos por la radio y la prensa que las tropas alemanas en Rusia no estaban avanzando como estábamos acostumbrados. Le echaron la culpa al invierno, como si su llegada no fuera algo previsible. Por supuesto, quedamos extrañados. A esas alturas, nosotros los niños, y de seguro también muchos adultos, creíamos que el ejército alemán era invencible ¿Podía ser que estuviéramos equivocados? La gente se miraba entre sí nerviosa, dubitativa, murmurando cosas como “ojalá que todo salga bien”.

Aunque la información oficial era que Moscú estaba “rodeado”, ya no se oía hablar de triunfos en batallas ni de decenas de miles de soldados rusos rindiéndose o cambiándose supuestamente de bando. Las condiciones climáticas acaparaban el foco noticioso: la temperatura en el campo de batalla no subía de los veinte grados bajo cero y hasta se decía que en algunos lugares de Rusia descendía hasta los cuarenta bajo cero. La situación era crítica, al punto de que el frente quedó totalmente paralizado. Entonces, la propaganda nazi se desplegó en su máxima expresión: afiches, panfletos, periódicos, programas de radio. Por todos lados, los ciudadanos eran exhortados a hacer su parte del trabajo. ¡La victoria debía ser una empresa compartida!

La ciudadanía se organizó de inmediato. En todas partes comenzaron a recolectar ropa para los soldados. Elegantes abrigos de piel fueron a parar a los centros de acopio y muchos esquiadores tuvieron que despedirse de sus implementos. Mi madre y mi Oma hicieron lo propio recolectando lo que encontraron en sus armarios. Gorros, bufandas, guantes, calcetines, todo debía ser enviado a Rusia. Todos empatizábamos con esos pobres compatriotas, casi sepultados bajo la nieve, dando sus vidas allá en la lucha como verdaderos héroes. Si alguna dama osaba seguir caminando por la calle con su abrigo de piel, recibía los peores insultos de parte de los transeúntes.

Como de costumbre, cuando en el colegio nos daban el día libre por culpa del frío, aprovechábamos para tomar los trineos y nos íbamos a Steckners Berg. La Navidad me trajo un par de esquíes usados que me salvé de entregar para la guerra en Rusia, porque la medida de los que necesitaba la Wehrmacht era de un metro y ochenta centímetros como mínimo. Los míos, por ser de niño, eran más cortos. En secreto, casi con culpa, me sentí aliviado. Claro que quería apoyar a nuestros compatriotas, pero también añoraba salir a deslizarme en mis propios esquíes. Entre otros regalos, también recibí algunos accesorios para el tren de juguete. La marca Maerklin aún funcionaba, pero su catálogo había empezado a reducirse.

En diciembre de 1941, Estados Unidos le declaró la guerra a Alemania. Con eso, la atmósfera en nuestra casa se ensombreció. Entre los adultos la preocupación era evidente. No habían olvidado lo que significó la entrada de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial. Nosotros, aunque éramos chicos, lográbamos captar algunas señales sobre la gravedad del asunto. En una ocasión, sin advertir nuestra presencia, oímos a nuestro padre decirle a nuestra madre: “Aquí perdemos la guerra, se acabó.”

Nunca le repetimos a nadie eso que habíamos escuchado. Tampoco lo creíamos del todo, o más bien no lo queríamos creer. Todos los días veíamos pasar trenes cargados del material bélico más moderno e impactante y en el colegio siempre nos hablaban de la superioridad de nuestro ejército. ¡La Wehrmacht no podía ser vencida!

¿O sí?

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