Cibercultura y prácticas de los profesores

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INTRODUCCIÓN

El texto que ahora se presenta —como todos los escritos— posee un compás propio, en el que se conjugan diversas armonías y melodías, para pretender llegar a ser algún tipo de obra. Traigo a colación palabras provenientes de la música para recordar una anécdota. En una reunión con profesores de la Universidad de La Salle el vicerrector académico, Fabio Coronado, argumentó: en Colombia hay buenos intérpretes pero pocos compositores, refiriéndose a que en el mundo académico de nuestro país se acostumbra a seguir los pasos y rutas de otros mediante la citación infinita —muchas veces dogmática— de sus propuestas, pero que salvo raras oportunidades se intenta proponer caminos nuevos que permitan pensar las problemáticas de otra manera. La invitación que siguió al comentario motivaba a crear rutas que por su particularidad generaran otras miradas nacidas en el seno de las colectividades de profesores.

Ahora bien, animado por la invitación precedente, este libro —que compila con aire nuevo algunos trabajos publicados anteriormente— busca interpretar los pensamientos de diversos teóricos; pero también escruta la configuración de una composición propia en la que se rescatan las regularidades argumentativas de los diferentes escritos, para así aportar a mi propia subjetivación como investigador; es decir, comprender desde la investigación académica los fenómenos que como maestro encuentro significativos en relación con mis propias prácticas; en este caso, con el universo cibercultural que se abre al entrar en contacto educación y ciberespacio. Por ello, resonarán a lo largo del texto evocaciones a conceptos como subjetividad hermenéutica, el profesor como phrónimos o como artesano; constructos emergentes al entablar el necesario diálogo entre filosofía hermenéutica y educación, los cuales permiten abrir paso en la configuración de lo que se ha denominado pedagogía hermenéutica, desde la cual puede cuestionarse mucho de lo que hasta hoy se ha configurado en las pedagogías vigentes. Este naciente campo de investigación se apoya fuertemente en el concepto de bildung, el cual suele traducirse como “formación” y evoca el necesario nivel de aplicación de la educación y la pedagogía.

La pedagogía hermenéutica, tal como lo hemos empezado a esbozar (Barragán, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013), busca ante todo reconfigurar y volver a hacer la pregunta por el sentido de la educación, recobrando la comprensión de la hermenéutica como aplicación, pues solo en el quehacer concreto es donde se da la auténtica comprensión hermenéutica. En estos términos, la preocupación por las prácticas —de diverso orden— adquiere especial relevancia, y estas no se entienden como el conjunto de acciones técnicas que alguien pueda desarrollar, sino como un todo que involucra los aspectos poiéticos, práxicos y, especialmente, los phronéticos. En consecuencia, esta pedagogía que propongo no trata de la simple teorización sobre las acciones educativas en la cual la investigación intenta explicar y comprender los asuntos que la práctica entrega a los investigadores para que puedan elaborar sus teorías y explicar la realidad.

Se trata de una pedagogía que confía en que la práctica es inseparable de la teoría y ambas constituyen el corpus teórico de la educación; la que en estas latitudes hemos denominado pedagogía. La pedagogía hermenéutica es el campo de investigación de las prácticas de los diversos actores educativos, a partir de las acciones concretas que los configuran como subjetividades en constitución, actores que, en consecuencia, se ocupan por las preguntas por el sentido de sus acciones y se toman la molestia de transformar sus propios contextos; es decir, comprenden comprendiéndose en la aplicación.

Con este pequeño marco de referencia, diremos que aun cuando no nos adentraremos en el texto a describir la pedagogía hermenéutica, asunto que se tratará en una próxima publicación, muchos de los temas y preguntas que aquí aparecen nacen de mi propio preguntar investigativo hermenéutico, develando así rutas nunca definitivas sobre la educación, que abren universos de sentido del preguntar en general, al estilo de la pedagogía a la que nos hemos referido. Dos ejes fundamentales se pueden escudriñar en el libro: el primero de ellos se relaciona con las prácticas de los profesores. Vale decir que si bien existen diferencias importantes dependiendo del campo epistemológico en que nos situemos, utilizaremos como sinónimos los vocablos profesor, maestro, docente y, a veces, formador. También hay que considerar que en el discurso académico de la educación suelen diferenciarse los conceptos de las prácticas tanto educativas, como pedagógicas, docentes y de aula, por ejemplo. No obstante, en este trabajo centraremos la mirada sobre la pregunta ¿qué características posee una práctica? y su relación con aquello que hacen los maestros. Esta es una temática que cada vez tiene más fuerza en educación y se estudia desde diferentes campos (Kinsella y Pitman, 2012).

Ese será el tema del primer capítulo. En este se propone ir más allá de

la profesionalización —tal como se entiende en la actualidad en relación con la productividad eficiente— y se asume al maestro como un artesano que reflexiona sistemáticamente sobre sus prácticas, las cuales pueden ser calificadas como buenas o malas en proporción con los horizontes éticos que las sustentan: “las buenas prácticas suceden cuando subyacen a ellas buenas intenciones, buenas razones” (Litwin, 2008, p. 219); razones e intenciones que acontecen en un momento histórico determinado. Asuntos similares se tratarán en los capítulos segundo y tercero. Allí se revisarán las prácticas en relación con la reflexibilidad propia del quehacer educativo —siempre en correspondencia con el concepto primigenio de práctica—; las cuales se entienden desde el horizonte comprensivo del saber práctico: phrónesis.

El cuarto capítulo opera como una especie de puente entre la reflexión sobre las prácticas y los temas relacionados con la cibercultura. En este se hace un acercamiento general a algunas condiciones actuales que pueden determinar las prácticas de los maestros, haciendo especial énfasis en el practicar como centro de la ética y de la transformación social.

En el segundo de los ejes se examinan algunas problemáticas a las que nos avoca la comprensión de la cibercultura como acontecimiento que

funda época en nuestras sociedades. Temas relacionados con el hipertexto, la multimedia, los fundamentos de la cibercultura y las redes sociales, entre otros tantos asuntos, se tomarán en consideración en los capítulos quinto al octavo. Las pretensiones de esta sección tienen que ver con poder pensar los fenómenos ciberculturales en clave de la crítica filosófica y que, además, dicha reflexión pueda tener algún carácter de cuestionamiento para el quehacer docente. De este segundo eje, el capítulo noveno —que bien podría considerarse una síntesis— permite articular las prácticas de los profesores y la cibercultura al campo de la didáctica. Por ello se hablará de ciberdidáctica y se entenderá esta como un cambio de dominio del maestro artesano.

En general, este trabajo parte de las experiencias de aula e investigativas con las que me he encontrado como maestro, pues ante la creciente preocupación por la cibercultura y su relación con los asuntos educativos, se han generado diversas rutas de investigación a través de las cuales se intenta comprender los tópicos que van reconfigurando la educación. En esta dinámica, es indispensable que cada profesor aborde estos temas más allá de los usos técnicos y que genere su propio espacio para reflexionar sobre asuntos que provienen de la relación con las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (NTC), la Internet y los usos sociales que emergen en los linderos del ciberespacio.

Así entonces, uno de las anhelos de este libro es el de continuar un ejercicio investigativo de reflexión rigurosa, que nace de mis prácticas como profesor y que me permite hacerme consciente de la necesidad de una nueva alfabetización, esa que Milad Doueihi (2010) llama alfabetización digital (digital literacy), la cual implica recomponer las representaciones sobre el mundo a las que nos hemos acostumbrado. Tal alfabetización emergente:

no es una simple numeracia ni un conjunto de normas que permiten manipular una tecnología. Esta alfabetización digital está definiendo nuevas realidades socioeconómicas, pero también está aportando modificaciones cruciales, e incluso fundamentales, a un conjunto de abstracciones y conceptos que operan sobre nuestros horizontes sociales, culturales y políticos generales (como la identidad, la localización, las relaciones entre territorio y jurisdicción, entre presencia y localización, entre comunidad e individuo, la propiedad, los archivos, etc.). (Doueihi, 2010, p. 15)

En estos términos, también los profesores hemos de entrar —si es que ya no lo estamos en mayor o menor medida— en las dinámicas de alfabetizarnos en lo digital. No se trata esta incursión de una simple capacitación en herramientas, programas o aplicativos tecnológicos. A ella subyace una comprensión más profunda sobre lo que sucede en la cibercultura, el ciberespacio y la educación.

Hoy se sigue hablando de constructos teóricos como sociedad de la información, sociedad red, sociedad del riesgo o sociedad líquida, entre otros tantos. Tales calificativos de los sistemas sociales llevan también a pensar en el profesor de la era de la información, el profesor red, la docencia líquida, la escuela del riesgo, la educación en la era de la información. También se habla del profesor 2.0, quien ejerce su labor en escuelas, aulas y sistemas educativos 2.0. Sin embargo, también nos enfrentamos al neologismo sociedad 3.0 —que se abordará en el capítulo quinto—, concepto que muestra la aparente superación de complejos tipos de interrelaciones de la sociedad 1.0 y la 2.0 —que, sin embargo, subsisten de formas diversas— y en donde aparecen nuevas maneras de comprender las relaciones a partir de las redes, la economía y las relaciones laborales, entre las diversas características que imprimen una marca distintiva en los procesos de subjetivación. Un ejemplo de lo que empieza a acontecer en la sociedad 3.0 son los knowmads, quienes se entienden ellos mismos como trabajadores nómadas del conocimiento y de la innovación, que pueden trabajar con cualquier persona, con independencia del lugar, el idioma o la cultura; son innovadores y sin apegos territoriales. Pensar, al menos pasajeramente, en este tipo de sociedad del futuro lleva a preguntarnos por asuntos tan básicos como:

 

¿estamos creando una superinteligencia 3.0 social hiperconectada? Si los jóvenes tecnoexpertos acostumbran a sintetizar sus ideas en 140 caracteres o menos, ¿implica esto una pérdida de su alfabetización? ¿Hay sitio en Twitter para escribir novelas de gran extensión? En un mundo en el que existe YouTube, ¿podremos aguantar sentados la duración de una película completa? Un cambio tecnológico a la par de la globalización, ¿nos llevará a perder nuestro patrimonio cultural? Y, por último, ¿qué se necesita para que la educación siga siendo relevante en una sociedad del “corta-pega” donde la información fluye libremente? (Moravec, 2011, p. 52)

Todas estas cuestiones provenientes de la cibercultura afectan la práctica del profesor e invitan a pensar sobre las acciones que se puedan llegar a desarrollar de manera concreta en el ámbito educativo. De ahí que con estas líneas se pretenda, por un lado, continuar con mi propia alfabetización digital y para ello utilizar —además de las herramientas tecnológicas y el desarrollo de competencias digitales— la reflexión académica. Y por el otro, seguir en el ejercicio de teorización que nace de las propias prácticas con miras a alcanzar un tipo de escritura comprensible a los otros e intentándolo con el rigor de la academia, pero con la apertura y generosidad de la palabra, para así dialogar hermenéuticamente con aquellos que se acerquen a esta obra.

1. EL PROFESOR: DE PROFESIÓN ARTESANO*

En un ya clásico texto titulado Universidad sin condición, Derrida (2000) nos recordaba que profesar implica comprometer nuestra responsabilidad por medio de pruebas, es decir, mostrando actuaciones concretas. El llamado del filósofo nos invita a pensar en las profesiones como un asunto relacionado con el profesar algo y comprometerse con cierta clase de actuaciones mediadas por un tipo particular de conocimientos y destrezas. En este sentido, el profesional que practica el saber práctico —phrónesis, de la cual hablaremos más adelante— está más ligado a la ética que a los conocimientos técnicos que provienen de la práctica (Sellman, 2012). Sin embargo, esto parece haberse olvidado en nuestra sociedad, al punto que lo único que parece interesar es el título obtenido en una prestigiosa institución y la reflexión que se hace sobre las prácticas se encamina más al orden técnico, separando lo ético de lo moral.

La profesión y el olvido de sus raíces

En la actualidad, las profesiones se legitiman por el cumplimiento de ciertos estudios y ejercicios de simulación —que suelen llamarse prácticas— que administran las universidades; así, el profesional es reconocido como tal no en función de sus actuaciones, sino en relación con el título que ostenta. Sin embargo, se olvida que al consagrase a una profesión, el profesional se vincula a un oficio que se identifica socialmente por las prácticas que se derivan de este. Por otra parte, la pertinencia, la legitimidad técnica de los procedimientos y los fines de las prácticas de los profesionales intentan ser esclarecidos rigurosamente en el ámbito del conocimiento experto que reside en las universidades; de ahí la autoridad de enseñanza y el reconocimiento legal que permite emitir títulos. En este sentido, la manera como se entienden las profesiones tiene que ver con teorizaciones que provienen del mundo profesional, al punto que toda reflexión está dada, como lo enuncia Carr (2005), por una poiesis orientada por la tejne; es decir, acciones con una clara orientación técnica, pero sin suficiente reflexión ética y moral.

Así las cosas, nuestra sociedad confía en las profesiones, pero a la vez experimenta también una desconfianza creciente en quienes las ejercen. Tal desengaño se enmarca en la duda que emerge respecto a las acciones de los profesionales que reflejan los conocimientos requeridos para desarrollar su profesión, asunto que deriva en el compromiso ético de su ejercicio. En este contexto Donald Schön (1998) afirmará que es importante formar a los profesionales en el ámbito de la reflexión para así diferenciar qué es aquello que se entiende por práctica y cómo esta se encuentra ligada —inseparablemente— a la teoría, superando así las simples técnicas, para reflexionar durante y desde la práctica;1 es en ese espacio de confrontación con lo que acontece en el cual los profesionales pueden poner en ejercicio su saber hacer, no como una abstracción sino como algo concreto sobre lo que se reflexionaría en un sentido ético y moral (Kemmis, 2009). La profesión no trata solamente de la forma como una persona traslada los conocimientos aprendidos en una institución educativa al orden concreto de la realidad social; se emparenta más con el aprendizaje gremial y su vinculación —por reconocimiento social— a dicho colectivo.

En esto términos, aun cuando se busca la profesionalización a toda costa —títulos de mayor categoría, acreditaciones institucionales, investigación profesional—, la manera como se entiende la profesionalización tiene que ver más con la demostración de un conjunto de conocimientos y habilidades que, desde la teoría administrada por las instituciones educativas, puede ayudar a comprender mejor las prácticas que se desarrollan en el seno de estas. Comprendida así la profesión, se cae en una ignorancia sobre aquello que es lo práctico, lo cual se confunde con simples técnicas para dominar el mundo natural y el mundo social.

Un concepción de la profesión como la que parece imperar hoy separa los medios de los fines; es decir, aleja la ética de la técnicas y la práctica misma, generando empobrecimiento en los sistemas educativos pues se termina replicando modelos que buscan la formación solo para la productividad y el control social. El profesor, como profesional, no es ajeno a esta situación. La excesiva confianza en este tipo de profesionalización irreflexiva lleva a que se vea como lugar seguro las teorizaciones y las técnicas, más que el actuar mismo del maestro: sus prácticas. En consecuencia, el maestro que se entiende como profesional solo en virtud del título que lo acredita como tal, simplemente intenta explicar todo lo que le acontece en su práctica desde la colonización de la teoría: eso que le enseñaron en la universidad o aquello que puede encontrar en los libros, esperando explicar el mundo pedagógico o encontrar fuera de él la respuesta para aplicar técnicas que le permitan desarrollar una buena práctica. En oposición a lo anterior, podríamos argumentar que un profesor profesional estará más vinculado con el saber práctico —phrónesis— que con el técnico (Barragán, 2013a), pues sus actuaciones se sitúan más en campo de la reflexión en y sobre la acción que en la distancia metodológica respecto al hacer.

Pensar la práctica

En el campo la investigación social, la preocupación por los temas provenientes de la práctica ha llegado poderosamente, en especial al buscar la comprensión de aquello que consideramos práctico en el quehacer investigativo y la función concreta del investigador. Por ejemplo, para el danés Bent Flyvbjerg (2001) la investigación social ha derivado en una confianza excesiva en los métodos provenientes de las ciencias naturales, de acuerdo con los cuales la comprobación y la verificación son la única vía de comprensión de lo humano. En estos términos, la teoría coloniza la práctica y la relega al campo de la explicación teórica. Como consecuencia de esta comprensión de la práctica, pensar sobre estos temas no parece tener mayor relevancia ya que todo puede ser explicado desde el dominio teórico. De ahí la necesidad de pensar nuevamente en aquello que es práctico y su diferencia con lo técnico.

Siguiendo esta línea de reflexión, podemos decir que en el lenguaje cotidiano es frecuente decir que aquel conocimiento no es práctico y que este sí; es decir, el segundo llegará a servir para algo y el primero podrá servir, pero no tanto. También es común afirmar que una persona es muy práctica y por ello hace las cosas bien y rápido. Y qué decir del mundo académico, cuando tras una conferencia o un curso se afirma: “¡Muy interesante!, pero fue demasiado teórico, ¡eso no es práctico!”. Estas afirmaciones no son ingenuas y como mostraremos en las líneas siguientes, obedecen más bien a una compresión de lo que se hace dese un orden técnico y no propiamente práctico. La práctica (praxis) parece tener unas connotaciones diferentes a las que hoy asumimos como válidas.

En su obra Tras la virtud, Alasdair MacIntyre (2009) lleva a cabo, entre otras tareas, una crítica al concepto de práctica que se ha difundido en la actualidad. Así afirma, releyendo a Aristóteles, que cualquier práctica no se puede comprender solamente como una compilación de destrezas técnicas. Tal confusión parece tener que ver con la manera como Occidente, desde el giro copernicano, valoró más las destrezas técnicas que fueran controladas de forma rigurosa por un método con miras a la producción de algo concreto que fuera medible y manipulable. En sentido similar, el filósofo Hans-George Gadamer muestra que es imperativo asumir una re-compresión de la praxis, la cual ha sido cargada de una comprensión equívoca que se instauró sistemáticamente por parte de la lógica de la metodología de las ciencias naturales y que ha llevado a su degeneración teórica, puesto que en el ideal de certeza que pregona la ciencia “se ha visto despojado de su legitimidad […] de este modo el concepto de la técnica ha desplazado al de la praxis” (Gadamer, 2001, p. 647).

Desde estas perspectivas, en la actualidad cuando se habla de práctica, de cualquier tipo, parece que se hace referencia al saber específico que se manifiesta en unos procedimientos calculados de antemano, que son mensurables, comprobables, metodológicos, ordenados y que devienen en una acción concreta; es decir, son técnicas. Una comprensión como esta impera en el mundo tecnológico-científico que valora las actuaciones de los individuos desde lo que se hace puntualmente, se produce y se traduce en cosas concretas, llevando a que lo práctico, en el sentido de praxis, pierda valor y se olvide su relación con la phrónesis, φρóνησις: saber práctico.2

Entonces, ¿qué podemos entender por práctica? Definitivamente no podríamos comprender solo lo que se hace de manera específica, esto sería técnica; la práctica en el sentido que estamos escudriñando, es decir, a manera de la phrónesis, se puede comprender como ese acontecer de los individuos en el cual teorizar y ejecutar son complementarios, esto es, que la praxis se sitúa “entre los extremos del saber y del hacer” (Gadamer, 1998, p. 314). Así las cosas, un primer elemento que desmontar del imaginario colectivo es pensar que aquello que se hace es algo práctico solo por el hecho de la acción; no, eso sería algo técnico ya que se desarrollan unos procedimientos concretos guiados por unas orientaciones específicas; en consecuencia, no valdría decir simplemente que lo que hace una persona es más práctico que lo que hace otra, tal vez sea más técnico, pero no más práctico. Veamos un poco más el asunto.

Volviendo nuevamente a MacIntyre (2009), podemos decir que una práctica es una actividad humana estructurada de forma compleja y coherente que posee un carácter cooperativo, que al establecerse socialmente busca realizarse mediante unos modelos de excelencia. Esta propuesta invita a pensar en que la práctica intenta alcanzar un arquetipo instaurado previamente. Hasta aquí nada tendría de diferente con la acción técnica, pero el autor sigue diciendo que, adicionalmente, estos modelos de excelencia “le son apropiados a esa forma de actividad y la definen parcialmente, con el resultado de que la capacidad humana de lograr la excelencia y los conceptos humanos de los fines y bienes que conlleva se extienden sistemáticamente” (p. 233); es decir, que la auténtica práctica busca la excelencia en la acción misma (técnica), pero de cara a unos fines y bienes que tienen que ver con lo humano, más que el producto o la acción concreta que se desarrolla, por ello se replica en lo social. Y agrega: “[las prácticas] se transforman y enriquecen mediante esas extensiones de las fuerzas humanas y por esa atención a sus propios bienes internos que definen parcialmente cada práctica concreta” (p. 237).

 

Desde este horizonte, entonces, algo práctico no es una hacer simplemente cosas, ya lo hemos dicho. Hacer un puente, clavar una puntilla, desarrollar destrezas para operar a un paciente, jugar al fútbol o actuar en una obra de teatro puede realizarse solo como acciones técnicas, ya que no necesariamente se piensa en las intencionalidades de lo que se hace. Lo práctico implica la técnica pero también la reflexión, es decir, necesita la teorización, no solamente sobre los procedimientos y los métodos (técnica, ciencia), sino también sobre los fines humanos de estas acciones. Como se empieza a advertir, lo práctico tiene que ver con la ética,

o lo que es lo mismo, pensar en los alcance de las acciones concretas (técnicas, método) en términos de lo que, nunca estable, ha establecido una sociedad por bueno o malo, desde un horizonte de legalidad: “las normas aparecen como el elemento distintivo de la comprensión ética del ser humano; en ese espacio, la acción práctica cobra validez. Las normas poseen un componente objetivo (que ha sido alcanzado y se transforma en las relaciones de validación de la cultura y la sociedad) y un espacio de imputabilidad subjetivo en que el individuo debe asumirse como artífice de sus propios actos” (Barragán, 2009, p. 140). Algo práctico es intencional, en el sentido epistemológico, pragmático, ético, moral y político. Así, entonces se emparenta con la phrónesis, es decir, con el saber práctico, que no es otra cosa que hacer las cosas con miras a un bien: “phrónesis es el nombre de Aristóteles para la sabiduría y la experiencia” (Flyvbjerg, 1991).

¿De los oficios específicos que realizan el músico, el arquitecto, el teólogo, el programador informático, el administrador, el albañil, el instru-

mentador quirúrgico, el pedagogo, el político, el ingeniero, el veterinario, el policía, el cocinero, el trabajador de fábrica o el chofer de taxi, podría-

mos decir quién realiza acciones más prácticas? La lógica de la ciencia nos parece llevar a inclinarlos por aquellas personas que tienen un producto o un servicio concreto al final, o que durante el proceso de ejecución de sus acciones pueden dar cuenta de los pasos seguidos a fin de ser replicables en mayor o menor medida. Lo que podemos decir sobre ello es que no es necesariamente cierto, pero sí afirmar que esos profesionales pueden ser, tal vez, mas técnicos; sus procedimientos son más eficaces al reproducir un sistema conceptual y metodológico que los lleva a tener algo que mostrar. Desde la perspectiva que nos hemos impuesto, parece entonces que lo práctico de estos profesionales no sería la destreza técnica, sino la capacidad de reflexionar sobre sus acciones y actuar de acuerdo con sus conocimientos teóricos, o el perfeccionar sus destrezas técnicas no por la simple repetición, sino por la repetición mejorada por la teorización con miras a un fin humano que se enmarca dentro de lo ético, con independencia del nivel de escolaridad en el que se encuentre la persona que desarrolla las acciones.

Este es el punto crucial. Se es arquitecto, albañil, profesor, veterinario, sacerdote, cocinero, etc., no solamente —como lo promulga el mundo de hoy— por las actividades desarrolladas en las que se evidencian habilidades de índole técnico, sino que a la vez es necesario decir que sus destrezas técnicas deberían estar alimentadas por su opción fundamental de asumir lo que hace de manera concreta desde sus horizontes existenciales; es decir, que deberían practicar un oficio en el que empeñen la existencia y que se manifieste de una manera específica. Eso es lo auténticamente práctico de cada uno de los oficios que la sociedad impone a los individuos, allí se deberían considerar los fines éticos, morales, axiológicos, epistemológicos y políticos, entre otros tantos. Este es el auténtico saber práctico que se pone en operación como phrónesis. Igual ocurre con acciones que desarrollamos en la vida cotidiana: montar en bicicleta, jugar con nuestros hijos, leer un libro, conducir, retirar dinero de un cajero automático, hacer un favor a un vecino, o dentro del ser del maestro cuando afirmamos

que un colega es más práctico que otro.

Ahora bien, tal como lo presenta Josep Maria Puig-Rovira (2003), hemos de distinguir —no de forma definitiva— diferentes tipos de prácticas: culturales, educativas formales, educativas informales, curriculares, profesionales, morales, de encuentros interpersonales, solo por mencionar algunas cuantas, y decir también que las prácticas, además de ser objeto de interpretación y comprensión, introducen en la cotidianidad de la vida de sus protagonistas aspectos que, gradualmente, se hacen más palpables por medio de la educación.

Las prácticas de los profesores

Una vez clarificado qué entendemos por práctica, pasemos ahora al plano educativo. En general, las prácticas “son espacios de experiencia formativa, son el lugar de la educación. De ahí se deriva la necesidad de estudiar con cuidado los procesos educativos que se producen en su interior” (Puig-Rovira, 2003, p. 260), en ello estriba la importancia de pensar nuevamente el concepto, a fin de revitalizar los estudios filosóficos, educativos y pedagógicos, entre otros tantos. Las prácticas no son, en consecuencia, solamente dominio exclusivo de lo que se hace en un contexto laboral, sino que involucran también cualquier acción humana que sea intencionada y que apunte a pensar los fines humanos de esa acción particular. Por ello, son un tema obligado de la reflexión educativa. Las prácticas pedagógicas —como una de tantas prácticas— serán ese conjunto de acciones que se convierten en espacio de reflexión de la pedagogía y que por extensión son propias de los profesores, pues les posibilitan la identificación como especialistas del saber educativo. Son las prácticas pedagógicas un constructo socialmente constituido, que permite identificar si esta o aquella acción de un profesor es admisible dentro de un sistema de representaciones constituido históricamente e institucionalizado por medio de las acciones concretas de los currículos.3

Un profesor es clasificado como bueno o malo por sus prácticas. Como sucede en todas las profesiones, esa parece ser la única categorización permitida. Tal juicio, que normalmente realizan los estudiantes, determina en lo fundamental su vida profesional y hasta la propia autocomprensión como persona y maestro. Lo que resulta claro es que al calificar a una persona a partir de estas categorías se hace exclusivamente con base en aquello que en concreto realiza; es allí donde se juega el universo de significaciones: en la relación enseñanza-aprendizaje. La práctica del profesor es entonces aquello que lo define; pero no se trata de aquellos procedimientos que fundamentan su quehacer, sino, como hemos visto, de la implicación de esas acciones con la praxis, elevando eso concreto al nivel de práctica pedagógica como conjunto de procedimientos y actuaciones con en el que se piensa lo humano en relación con las intencionalidades éticas que subyacen a su actuar phronético, por encima del conocimiento científico, pero considerándolo un aliado poderoso.

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