Missak

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–¿De qué se trata?

Levantó la nariz para responder.

–Me pidieron venir a las cuatro. Estoy un poco adelantado. Tengo reunión con el señor André Vieuguet...

–¿Quién es usted?

–Louis Dragère. Soy periodista de L’Humanité...

–Gracias. Tendré que hacerlo esperar unos instantes.

Su mirada cruzó aquella de un peatón cuyo rostro estaba totalmente cubierto de tatuajes. Una especie de pulpo desplegaba sus tentáculos desde su frente. Sus apéndices iban rodeando sus ojos, su nariz, su boca, sus orejas, al estilo de una mano sin cuerpo, de un azul transparente.

–Puede entrar...

Una puerta se abrió en el metal macizo del pórtico, y, aun teniendo todo a la vista, sostuvo el marco con su talón y casi pierde el equilibrio.

–Sígame.

Se dirigieron a la derecha para ingresar en una pieza ocupada por tres personas. Un hombre de unos cuarenta años, vestido con un traje gris, de apariencia marcial, se encontraba detrás de un escritorio sobre el cual se encontraba una placa alargada, parecida a la que se encuentra en las administraciones: «General Joinville». Retratos gemelos de Maurice Thorez y de Stalin decoraban el muro. El periodista reconoció a uno de los que estaban sentados en la recepción, un obrero que iba a veces a hacer de guardia en la calle du Louvre, pero el hombre hizo como si nada.

–El compañero Vieuguet lo recibirá a usted. ¿Tiene documentos de identidad?

Abrió su billetera y extendió su tarjeta profesional.

–No sabía... tengo solo esto...

–Está bien, eso bastará.

El chico con el que se había cruzado antes lo registró rápidamente, luego subieron los pisos, pasando delante de la pieza triangular, de techo bajo, donde se reunía el Consejo Político. A través de la puerta entreabierta, percibió las mesas estrechas, la placa de mármol que rendía un homenaje a los dirigentes muertos durante la Resistencia. Jacques Duclos avanzaba dando zancadas por el mismo pasillo, en sentido inverso. Miró de arriba a abajo a Dragère y luego se detuvo para tenderle la mano. El acento de los Pirineos era tan grueso como la silueta de donde salía la voz.

–Estoy contento de que hayas respondido a nuestra invitación... André te va a recibir. Me habría gustado explicarte en persona lo que esperamos de ti, pero debo preparar una intervención en la Asamblea. ¡No dejaremos que rearmen a Alemania!

Louis Dragère permaneció atónito por un instante, era como si una estatua se hubiese puesto a hablarle, luego se volvió a poner en movimiento al modo de un autómata. El secretario de Duclos, ante el cual estuvo durante el minuto siguiente, era bastante menos impresionante. Desplegó un ejemplar de L’Humanité para dejar visible un artículo. Dragère reconoció la foto de la fábrica de productos químicos Kuhlmann que acompañaba a uno de sus reportajes, coronada por un título de shock encontrado por Vastard: «Sopa de gusanos».

–¡Excelente trabajo! Es este artículo el que atrajo nuestra atención hacia ti. Cuando apareció, hace seis meses, me hablaron de él por lo menos veinte veces durante la jornada siguiente. Nombres muy grandes tienen la amabilidad de confiar artículos a nuestras publicaciones, y debo decir en verdad que el eco es a menudo menor...

Acercó el artículo a su rostro y se puso a leer un pasaje después de carraspear su garganta.

–«Hay un olor en Aubervilliers, un olor del que nadie puede escapar: ¡se les pega a todos al fondo de la garganta, colma sus pulmones, todos lo respiran, y lo respiran en todas partes! Se cierne de pronto en ráfagas, a voluntad del viento inestable del oeste y se vuelve insoportable. Es con vagones de huesos venidos de los mataderos cercanos que se fabrica el pegamento y el abono animal. A estos olores agregue el polvo de los fosfatos. ¡Este olor a caldo de gusanos, olor a carroña, a horrorosa cocina de cadáveres, es Kuhlmann! Este es el panorama». Rara vez tiene uno la ocasión de toparse con algo tan potente, en la mañana, tomándose el café... He investigado, he reunido todo lo que has escrito desde hace dos años. Las investigaciones en terreno sobre todo. Por eso, cuando Jacques me puso al tanto de lo que le preocupaba, pensé inmediatamente en ti... Seguramente has escuchado hablar del Afiche Rojo, esa porquería que los nazis y sus lacayos hicieron pegar en los muros de Francia en febrero de 1944...

–Tenía 15 años en esa época. Me acuerdo como si fuera ayer. Lo habían pegado en todo el barrio de la Goutte d’Or. No estuvieron ahí mucho tiempo; con los compañeros nos ocupamos de limpiar los muros.

Vieuguet sacó una caja de medicamentos del bolsillo de su chaqueta y puso una pastilla verde sobre su lengua.

–Se me cansó la voz la semana pasada en un mitin en Sallaumines. Una hora de discurso en plena corriente de aire. He aquí el resultado... Bueno. A principios de marzo está decidido inaugurar la primera calle en homenaje al grupo Manouchian, cerca de la plaza Saint Fargeau en el distrito XX. Además de una concentración, se prevé depositar coronas en el cementerio d’Ivry, en el Mont Valérien, y una gran velada cultural en la Mutual. Varios ministros confirmaron su presencia, así como los embajadores de Polonia, de Rumania, de Hungría y de Italia, países de donde eran originarios los combatientes. La viuda del general Delestraint, así como de Jean Zay estarán ahí también. Esperamos la respuesta de un representante de la República soviética de Armenia y de un delegado de la República española en el exilio. Para darle mayor esplendor a la ceremonia, la dirección del Partido le encargó al camarada Louis Aragon la tarea de redactar un poema a la gloria de Missak Manouchian y sus acompañantes.

Dragère interpretó el silencio que se instaló como una invitación a expresarse.

–¿Qué debo hacer? ¿Preparar material para el periódico?

–Eso es el quehacer del 37, no del 44...

El tono se había vuelto tajante para ponerlo en su lugar, evocando los números de calle respectivos de L’Humanité y de la sede del Comité Central. Vieuguet prosiguió.

–Lo que te voy a decir es confidencial. Esto deberá quedar estrictamente entre nosotros. No debes reportárselo a nadie. ¿Entendido?

–Sí...

–Nuestros enemigos aprovechan todas las oportunidades para atacarnos, ensuciarnos. Algunos golpean incluso desde el interior de nuestra organización, donde han podido ocultarse. Fue el caso del fraccionario Tillon y del policía Marty. Esperamos que se desate una campaña con ocasión de esta inauguración. Debemos prepararnos para ello, estar listos para confundir a los calumniadores. No les hemos dado el mínimo crédito a los rumores que circulan sobre Missak y su grupo. El ataque de nuestros adversarios se apoyará sobre ellos, seguramente. Es de la más alta importancia que nosotros sepamos exactamente a qué atenernos. Es por eso que te confiamos esta tarea. Dispones de un mes para recoger la mayor cantidad de información posible sobre Manouchian y sobre lo que se dijo de él. Informaré a la dirección del periódico de tu ausencia momentánea. Julien Godart, el presidente del Comité Francés por la Defensa de los Inmigrantes, preparó un expediente que debería permitirte avanzar en esto.

Una hora más tarde, Louis Dragère se sobresaltaba por el ruido que hizo la pesada puerta que se cerraba detrás suyo. Apretó contra su pecho la carpeta de cartón que le había entregado el secretario de Jacques Duclos. Contenía en total tres hojas dactilografiadas y otros dos documentos. Se puso en camino hacia la estación de París Este bajo un cielo cuyo gris amenazaba con derramarse a cada instante. Los primeros copos empapados de agua se estrellaron a sus pies a la altura del restaurant Les Diamantaires, cuando las seis horas sonaban en una campana cercana. Se refugió en una cabina de la plaza Montholon para llamar a Juvisy. Unas diez personas que vivían en la calle instalaban un campamento improvisado a lo largo de las rejas con ayuda de planchas y telas, recubiertas de lona y telas impermeables. Allá, la conserje contestó después de haber dejado sonar el teléfono en el vacío durante varios minutos. Le informó con el aire que le sobraba que la «señorita Odette» había salido.

Capítulo 3

Odette y él habitaban una gran pieza situada sobre el taller de un fabricante de sellos de tinta hechos a medida, en la rue de l’Aqueduc. Se habían acostumbrado al ruido de la máquina de estampas, al rechinar de la cortina de fierro que se levantaba al mismo tiempo que el día. El rumor del tráfico de la estación de París Este les llegaba, sobre todo en verano, cuando el sol les obligaba a dejar las ventanas grandes abiertas. Su vecino de piso, un hombre pequeño y regordete que vivía con una mujer joven afectada por una cojera notoria, siempre tenía un negocio para proponer. Cigarrillos americanos a mitad de precio, rilletes de origen controlado, vino de productores, muebles nuevos que habían estado en liquidación, trajes a medida... Louis se lo había cruzado un poco tiempo antes, a la salida de un cierre de edición, por la madrugada. Vestido con un uniforme violeta y una gorra en la cabeza con la visera levantada, captaba a los provincianos alegres que pasaban delante del Tabarin, un club de striptease del barrio de Pigalle que no tenía problemas con que asistieran bobos. Dragère había rechazado su invitación, que incluía una copa de champaña por parte de la casa.

Prendió una yesca con madera de cajas recogidas en Les Halles para encender la leña que estaba en la chimenea antes de tomar conocimiento de la información que le había dado el secretario de Jacques Duclos. Puso de lado la lista de contactos, aterrorizado por la mera idea de tener que llamar a Louis Aragon. Supo que Missak Manouchian había nacido el 1 de septiembre de 1906 en Adiyaman, Turquía. Huérfano, había sido acogido, al igual que su hermano, por una institución religiosa del Líbano. Exiliado en Francia en 1925, había pasado por Marsella antes de llegar a trabajar en Citroën. Afiliado al Partido Comunista en 1935, había dirigido un periódico, Zangou. En la misma época, había sido la cabeza de una organización de solidaridad con la Armenia soviética, el HOG, donde había conocido a su futura mujer, Mélinée Assadourian. Detenido por la policía francesa en junio de 1941, al mismo tiempo que comenzaba la invasión de la URSS por parte del ejército nazi, se había vuelto, poco después de su liberación, uno de los responsables de la sección armenia de la Mano de Obra Inmigrante (MOI). Habiendo sido asignado a los Francotiradores y Partisanos (FTP) en febrero de 1943, participó al mes siguiente en su primera operación armada. Fue promovido a comisario técnico de los FTP en julio del mismo año, luego a comisario político en agosto, teniendo autoridad sobre unos cincuenta combatientes. Bajo su dirección se llevaron a cabo unas treinta acciones militares en París contra las tropas de ocupación, entre las cuales la más bullada fue la ejecución del general Julius Ritter, un cercano de Hitler, organizador del saqueo de Francia por medio del Servicio de Trabajo Obligatorio. Detenido por la Brigada Especial N°2 de la Dirección de Inteligencia el 16 de noviembre de 1943, Missak Manouchian es juzgado sumariamente por un tribunal militar alemán, junto con 22 de sus compañeros, y fusilado en el Fuerte del Mont Valérien durante la mañana del 21 de febrero de 1944. Dos documentos acompañaban la biografía. Una reproducción, en primer lugar, del Afiche Rojo puesto por los nazis en los muros, con diez rostros en medallones, encuadrados por estas palabras: «¿Liberadores? ¡La liberación del ejército del crimen!». Luego, una transcripción de la última carta escrita a su mujer Mélinée, de parte de aquel que firmaba «Michel» para darle un saludo a su país de adopción. Dragère leyó las palabras moviendo sus labios en silencio:

 

Mi querida Mélinée, mi pequeña huérfana amada,

En algunas horas ya no estaré en este mundo. Seremos fusilados esta tarde a las 15 horas. Esto me llega como un accidente en mi vida, no creo en ello, sin embargo, sé que nunca más te veré.

¿Qué puedo escribirte? Todo está muy confuso en mí y al mismo tiempo muy claro.

Me había alistado en el Ejército de Liberación como soldado voluntario, y muero a dos dedos de la Victoria y de la meta. Felicidades para todos aquellos que van a sobrevivir y gozar de la dulzura de la Libertad y de la Paz de mañana. Estoy seguro de que el pueblo francés y todos los combatientes por la Libertad sabrán honrar nuestra memoria dignamente. Al momento de morir, declaro que no tengo ningún odio contra el pueblo alemán y contra quien sea, cada uno tendrá lo que se merece como castigo y como recompensa. El pueblo alemán y todos los otros pueblos vivirán en paz y en fraternidad después de la guerra, que no durará mucho más. Felicidades para todos... Tengo un gran dolor por no haberte hecho feliz, habría querido tener un hijo contigo, como siempre quisiste. Te ruego entonces que te cases después de la guerra, sin falta, y que tengas un hijo por mi felicidad, y para cumplir mi última voluntad, cásate con alguien que pueda hacerte feliz. Todos mis bienes y todas mis cosas te las dejo a ti, a tu hermana y a mis sobrinos. Después de la guerra, podrás hacer valer tu derecho de pensión de guerra como mi esposa, ya que muero como soldado regular del Ejército Francés de Liberación.

Con la ayuda de los amigos que quieran honrarme, haz que editen mis poemas y mis escritos... Llevarás mis recuerdos, si es posible, a mis parientes en Armenia. Moriré con mis 23 camaradas en un momento, con el coraje y la serenidad de un hombre que tiene la conciencia muy tranquila... Hoy hay sol. Es mirando el sol y la bella naturaleza que tanto quise que diré adiós a la vida y a todos ustedes, mi querida mujer y mis queridos amigos... Te doy un fuerte abrazo, así como a tu hermana y a todos los amigos que me conocen de lejos o de cerca, los abrazo a todos en mi corazón. Adiós. Tu amigo, tu camarada, tu marido.

Manouchian Michel.

No estaba descubriendo el texto, ya lo había escuchado dos años antes, en un homenaje a la Resistencia, leído por el actor Gérard Philippe, pero la emoción era igual de profunda. Súbitamente, la soledad se le volvió insoportable. Bajó a tomarse unos vasos a la barra del Archiduc, un café con varios clientes frecuentes, situado a dos pasos del puente que unía las vías de París Este. Volvió a intentar llamar a Juvisy discando el número en el dial del teléfono puesto sobre el bar. La voz de Odette fue un relajo para él. Bajó el tono para no ser escuchado por los otros clientes.

–Te llamé a las seis... Tú habías fijado la hora... ¿Dónde fuiste?

–¡Estaba chapoteando! Transfirieron a mi madre al hospital de la calle Camille Flammarion. Van a tenerla algunos días en observación. Cuando volví a casa, el bus había quedado bloqueado por la subida de las aguas abajo en el cruce d’Estienne d’Orves. Sé que no es agradable para ti, pero tengo que quedarme todavía cerca de ella.

–Juvisy no está al fin del mundo...

–Por supuesto que no, en tiempos normales. Quizá no me crees porque no ves cómo estamos cercados aquí... El Sena ha vuelto a subir diez centímetros desde esta mañana. El patio de maniobras está inundado. No puedo volver a París con el riesgo de no poder regresar si pasa cualquier cosa.

No insistió. Odette y su madre, era una historia complicada, llena de separaciones y de reencuentros. En España primero, en un servicio sanitario, de Madrid a Barcelona, cuando la niña no tenía más de 4 años; luego varias giras en provincia, con una tropa de comediantes que querían dar a conocer el repertorio clásico a la clase obrera... Apenas cortó, llamó a Willy Ronis para pedirle que lo pasara a buscar a las ocho. No había tenido la posibilidad de anular la reunión con la banda de la calle de la Lune y había decidido no comenzar su nueva investigación antes del día siguiente. De cierta manera, la ausencia de Odette le facilitaba la tarea. Tendría que haberse esforzado por esconderle su actividad, mentirle sin la menor esperanza de que le creyera, y con mayor razón aun si André Vieuguet había sido tan categórico: nadie debía enterarse de sus investigaciones al servicio del Partido, ni los colegas de trabajo, ni los amigos cercanos, ni el entorno familiar. El fotógrafo llegó antes de lo acordado. Tuvieron el tiempo de comer un bocadillo en un bar antes de ir al encuentro de los aficionados al jazz. Willy le ofreció un pequeño formato de uno de los negativos del reportaje de la noche anterior, del momento en que los Fauch’man habían encendido sus fósforos.

–¿Sabes?, hace siete u ocho años que me muevo por este barrio. Desde noviembre de 1947, para ser exactos. Está anotado en una de mis libretas...

–¿Cómo te interesaste en eso? Para la gente, París no es eso, es la torre Eiffel, Montmartre, Montparnasse, los bordes del Sena...

–Puro azar. Un amigo pintor, Daniel Pipard, me invitó a su taller que quedaba al final de un callejón sin salida, rodeado por calles en forma de escalera. Me sirvió de guía. Descubrí una especie de campo suspendido por sobre la ciudad, con jardines escondidos donde los animales de patio estaban en libertad, una naturaleza casi salvaje que ha desaparecido de los otros distritos de la capital, talleres de impresión, fábricas familiares de zapatos, todos los oficios de la marroquinería, comercio de viejos, y también varios artistas pobres instalados en casas tambaleantes. Y sobre todo eso, te diste cuenta, una luz que no acepta ponerse fuera de los barrios de colinas. Tomé centenares de fotos, para mí, entre dos trabajos a pedido...

–Tienes que mostrármelas...

–Hice un libro con ellas el año pasado. Si pasas a mi casa uno de estos días, recuérdamelo para ofrecerte un ejemplar. No es que esté muy satisfecho, pero existe... Si en algún momento el editor decidiera reimprimirlo, me las arreglaré para poder poner ahí esta foto de los «conspiradores», me gusta bastante.

Se subieron a la motoneta y partieron hacia la Puerta de Saint Denis, con el rostro ardiendo luego de unos cien metros de desplazamiento por un aire glacial. La banda de los Enragés disponía de un local cercano a la iglesia de Notre Dame de Bonne Nouvelle. Nuevamente, solo encontraron jovenzuelos. El sexteto estaba compuesto de varones jóvenes, entre 18 y 20 años, que estudiaban a dos pasos de ahí, en la escuela técnica de radiodifusión. Apasionados por el jazz, habían formado su conjunto para romper con la monotonía de los estudios y para intentar también asegurar su financiamiento con fiestas. Tenían el sueño de firmar un contrato con uno de los numerosos clubes que tenían reputación en el barrio Saint Germain. Tocaban sin equivocarse, con la misma aplicación que debían ocupar para aprender ecuaciones. La desgracia no estaba en la reunión, tampoco el dolor.

Dragère se abstuvo de decir lo que pensaba verdaderamente, que los Enragés eran niños buenos que respetaban el pentagrama como si se tratara de un paso peatonal.

Al momento de retomar la moto, Louis le anunció a Willy que la redacción acababa de confiarle una nueva investigación (inventó, pensando quizá en la madre de Odette, una sumersión en el mundo de los hospitales), que la serie sobre la juventud parisina fue suspendida por un mes. Le pidió que lo dejara en la calle du Louvre, en el periódico, donde quería consultar los archivos.

En la mañana, después de los múltiples intentos de los días anteriores, la nieve había terminado de recubrir la ciudad. Un trazo blanco, algodón luminoso, subrayaba las ramas de los árboles, y los pájaros, posando sobre ellos, lo transformaban en puntos. Dragère se mantuvo un largo momento ante la ventana, con una manta sobre la espalda, como un niño en su primera navidad. Su respiración imprimía un halo temporal en el vidrio. Repartió las pequeñas brasas que quedaban aún bajo la ceniza, luego acercó un taburete a la chimenea para beber su café junto al calor renaciente. La mitad de la mañana fue dedicada a la lectura de los viejos números de L’Humanité sacados la noche anterior de los viejos montones de ejemplares. Leyó los informes de las más recientes manifestaciones organizadas en homenaje a los fusilados de febrero de 1944, descubriendo en el cuerpo de los artículos algunos fragmentos de lo que escribían los periódicos colaboracionistas, ya sea Le Matin, Paris-Soir, L’Oeuvre o Aujourd’hui, con respecto a Manouchian y sus camaradas.

Manouchian tiene un rostro moreno, sus pómulos son altos, pero a la altura de sus labios sus mejillas son flácidas y bajas, con un pliegue como de perro... Spartaco Fontano es asqueroso. Rubio hinchado, con la piel pálida, de parpadeo constante... Estos veinticuatro judíos nos costaron la muerte de ciento cincuenta franceses... Todos son extranjeros. Ninguno de origen francés. Su líder es espantoso. El sadismo judío se despliega en sus ojos de desprecio, las orejas en forma de coliflor, los labios gruesos y colgantes, la cabellera crespa y gruesa...

Hacía ya suficiente calor en la pieza como para lavarse de la cabeza a los pies, desnudo ante el lavamanos. Se cambió completamente, puso fin a su metamorfosis domesticando su cabellera con Pento y se puso la cazadora para enfrentar al invierno. Ya en la acera, se cruzó con Petit René, que empujaba la carreta en la que su compañera, Mado, ya borracha, estaba echada en medio de objetos encontrados en el camino: una marmita abollada, una jarra con un borde roto, una cabeza de muñeca de celuloide fijada sobre el mango de una escoba... Dragère pasó ante el Archiduc sin detenerse. Dirigió sus pasos hacia Le Celtic, en el boulevard de la Chapelle, que disponía de una verdadera cabina telefónica. El número de la calle de la Sourdière no respondía. Contó una veintena de tonos antes de colgar y marcar el número del molino de Saint Arnoult. Una voz masculina se escuchó inmediatamente.

–Sí, aló...

Lanzó de una sola vez todo el monólogo que había pensado mientras se preparaba y que luego había repetido durante todo el trayecto.

–Buenos días, me llamo Louis Dragère, soy periodista en L’Humanité y llamo de parte del secretario del señor Jacques Duclos... Me gustaría hablar con el señor Louis Aragon a propósito de Missak Manouchian... O mejor juntarme con él, si su agenda lo permite...

 

–El señor Aragon está en una reunión de trabajo... Le daré su recado lo antes posible. ¿Puede llamar a mediodía? Si no respondo yo, pregunte por Ernest.

Mató el tiempo desbrozando las escasas notas tomadas la noche anterior en la calle de la Lune, estructurando el artículo que esperaba sacar de ellas. Lo más importante siempre era el inicio, el anzuelo que pescaría al lector desprevenido:

Algunos podrán sorprenderse de que en este periódico nos interesemos en jóvenes que no parecen tener más que una pasión: el jazz, ¡un estilo de música americano! Estudian técnicas de radiodifusión en una de las mejores escuelas del país, sus padres hacen el sacrificio de 1000 francos por trimestre en su escolaridad... Y, sin embargo, propónganles dejar todo en suspenso, los audífonos, las conexiones eléctricas, y tocar Saint James Infirmary en una guarida llena de humo, y no lo dudarán ni un segundo. ¿Su nombre? Les Enragés...

Cuando volvió a llamar al molino, Ernest le explicó que el escritor debía ausentarse por varios días, que no iba a disponer más que de unos instantes, hacia el comienzo de la noche, para recibirlo.

–Dígale que le agradezco y que estaré en Saint Arnoult a las siete en punto.

Dragère tomó el metro para dirigirse a la estación Montparnasse. Como le quedaba tiempo aún, fue hasta la calle de la Gaîté para comprar una tartaleta de cerezas en el Lapin Blanc, una pastelería que su madre consideraba la mejor de París. Saboreó el pastel mientras miraba las fotos de un cantante desconocido, Jacques Brel, expuestas en el vestíbulo de Bobino, luego se dirigió hacia el Texas, un cine en lo alto de la calle. El espectáculo de la pantalla desbordaba hacia la sala, ya que la pantalla estaba rodeada por ambos lados de figuras en tubos fluorescentes que representaban a imponentes cowboys que hacían girar sus lazos por sobre sus Stetson. Todo aquí era de otra época, sillones con el acolchado hundido, sillas plegables en su agonía, pantallas parchadas, la cortina publicitaria que mostraba comerciales desparecidos desde hace años. Incluso las copias proyectadas, llenas de rayaduras, rompiéndose más veces de las que se proyectaban. De hecho, uno no compraba un boleto en el Texas por la película, sino para fundirse en el público, matarse de la risa con las réplicas, subrayar las debilidades de las historias, burlarse del juego de los comediantes. Al inicio de aquella tarde, los espectadores no estaban muy en forma y él siguió las peripecias de El rebozo de Soledad, interpretado por Pedro Armendáriz, a quien ya había visto responderle a John Wayne en Fuerte Apache. Esperando la partida del tren, anunciado para las cuatro y media, sacó una pequeña pinza niquelada del bolsillo y procedió a cortarse las uñas metódicamente.