Heredera por sorpresa

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Capítulo 7

En cuanto aterrizo en Pekín, desactivo el modo avión del móvil y aparecen las notificaciones de mensajes de texto. Ken, Glory y Camille me desean suerte, pero no tengo tiempo de responderles ahora mismo. En su lugar, reviso los correos electrónicos y mis sospechas se confirman. Solo he pasado trece horas en el avión y mis padres ya me han enviado tres correos electrónicos. El de mi padre contiene el enlace a un artículo sobre el amor y el dinero; me manda artículos aleatorios, sin contexto ni mensaje, por suerte, sin la esperanza de recibir una respuesta. Otro es de mi madre y anuncia que los dos quieren venir a visitarme la semana que viene. El pánico hace que se me nuble la vista y un sudor frío me cubre la frente.

La pasajera del asiento de la ventanilla, una mujer blanca estadounidense, se aparta de mí. No me molesto en aclarar que, si me fuera a marear, habría sido mientras estábamos en el aire y no cuando ya hemos aterrizado. Ahora que lo pienso, siento náuseas al pensar en la visita de mis padres. Tal vez la mujer tenga un motivo para preocuparse de que vomite sobre su bonita blusa de color pastel.

A mi otro lado, el señor mayor chino del asiento del pasillo sonríe de forma tranquilizadora. La mayoría de los pasajeros son estadounidenses como yo, pero este hombre es chino y solo habla un poco de inglés. Mi nivel de chino es mejor que el suyo de inglés, pero no podría calificarlo como fluido.

Sin embargo, a pesar de la barrera del idioma, nos las hemos arreglado para mantener una pequeña conversación que básicamente ha consistido en enseñarme un centenar de fotos de su nieta la mayor parte del tiempo. Entonces, yo he exclamado: «¡Zhen ke ai!» con mi acento americano. «¡Qué mona!» es casi lo único que he dicho durante el vuelo. Aun así me ha felicitado por mi chino y ha dicho que es bastante bueno para una china nacida en Estados Unidos.

Ahora suelta un rápido torrente de palabras en chino, del que solo comprendo algunos términos y frases. Dao, que es «llegó». Fei ji significa «avión». Y mei shi es «no te preocupes». Contra todo pronóstico, mis hombros, tensos, por fin se relajan. No importa que este hombre de amables arrugas alrededor de los ojos no tenga ni idea de lo que de verdad me preocupa. Hay algo que me reconforta siempre que escucho mei shi, las mismas palabras que mis padres me han murmurado toda la vida y que me ofrecían consuelo para todo, desde una rodilla raspada hasta una pelea con una amiga.

—Xie xie. Wo mei shi. —Le doy las gracias y le aseguro que estoy bien.

Selecciono el último correo electrónico de mamá y vuelvo a tensarme de golpe. Quiere saber por qué no he respondido todavía y me envía un posible itinerario de viaje.

Empiezo a hiperventilar y jadear con la respiración entrecortada. El amable hombre frunce el ceño y tengo suerte de que no me ponga en las manos una bolsa de papel por si vomito. Las palabras que aparecen en la parte superior del itinerario me hacen aferrarme al teléfono con un miedo atroz. «Billete económico». Eso significa que no son reembolsables, por lo que, después de que mis padres los compren, hará falta un pequeño milagro para evitar que me visiten, porque ni de broma van a echar a perder dos billetes de avión. No es que no puedan permitírselo, sino que no malgastan dinero.

Esto no pinta nada bien. En absoluto. El corazón me late con fuerza mientras imagino a mi madre mientras le dice a mi padre: «¡Gemma no ha contestado! ¡Deberíamos comprar los billetes ya! Hay que averiguar qué está pasando». Si mis padres descubren que he roto la regla de oro de mi madre, no volverán a apoyar mis decisiones ni a creer en mí. Habré destruido su confianza para siempre. Siento una presión en el pecho. Tengo que evitar que se enteren de que estoy en Pekín. Mientras trago el aire rancio del avión, pierdo la cabeza por completo y escribo frenéticamente en el móvil: «¡No vengáis! Estoy enferma. Tendré que pasar unos meses en cuarentena».

Uf, no. Enviar algo así conseguiría que mis padres reservasen sin pensárselo dos veces el próximo vuelo a Los Ángeles… y que llamasen a todos los médicos chinos que conocen, que es un número sorprendentemente grande. Un sudor nervioso se acumula en mis axilas cuando pienso en cada médico chino en treinta kilómetros a la redonda de camino a mi apartamento de Los Ángeles. Borro el correo electrónico. Puf, acabo de evitar una pesadilla, pero todavía no sé cómo disuadir a mis padres de que me visiten. El avión se acerca a la puerta de embarque del aeropuerto de Pekín y, si no me doy prisa, voy a perder la oportunidad de enviar un correo electrónico a mis padres.

A toda prisa, escribo que he conseguido un trabajo y que el rodaje es largo. Les pregunto si pueden venir en invierno y les aseguro que me encantaría verlos. El emoticono de la cara sonriente es excesivo, pero no tengo tiempo para darle demasiadas vueltas. La gente avanza por el pasillo y el hombre chino se despide de mí. La mujer de la ventanilla suspira de forma sonora y da golpes en el suelo con un pie. Con la garganta seca por los nervios, envío el correo electrónico con la esperanza de que todo salga bien.

Me coloco la bandolera sobre el pecho, cojo la maleta del compartimento superior y me uno al flujo de gente que desembarca del avión. Con jet lag y temblando ante el posible desastre inminente que supondría que mamá descubra dónde estoy, atravieso la aduana aturdida y demasiado mareada para intentar hablar un chino elemental. Por suerte, los funcionarios de aduanas me entienden y hablan bien inglés.

Por fin termino y salgo a un vestíbulo con aire acondicionado y luces brillantes ordenadas en fila en el techo. Está repleto de gente, pero veo a mi amable compañero de asiento. Está acuclillado en el pulido suelo gris pálido para recibir a su nieta, que se lanza a sus brazos mientras grita «¡gong gong!». La madre los observa con una sonrisa cariñosa.

Sé que es su abuelo materno porque la niña se ha referido a él como «gong gong». Si lo hubiera llamado «ye ye», sería su abuelo paterno. Los términos chinos correctos para dirigirse a los parientes son demasiado confusos. Pero hay personas con rasgos similares a los míos por todas partes, a las que sus familiares reciben de una manera precisa que indica la relación que existe entre ellos. Todos hablan el idioma que siempre asociaré con la familia…, por muy mal que lo hable.

Los ojos me escuecen a causa de las lágrimas. El estrés que me ha provocado aceptar el papel, y encontrar la manera de que mis padres no se enteraran, me ha hecho olvidar un dato esencial: estoy en la tierra natal de mis padres, en la ciudad donde nació mi madre.

Había olvidado que volvía a casa.

Ni siquiera sabía que quería hacerlo. No es ninguna de las razones que pensaba que tenía para venir a China.

Mientras parpadeo para evitar el escozor en los ojos, busco a un chófer que sostenga un cartel con mi nombre entre la multitud, ya que no tengo abuelos ni familiares que vengan a recibirme. Aquí, en mi país de origen, nadie me conoce. Sin embargo, mientras estoy sumida en ese pensamiento, las personas a mi alrededor giran la cabeza, interrumpen sus conversaciones, abren los ojos de par en par y se susurran unas a otras. Me están mirando a mí. No creía que mi repentina oleada de emoción fuera tan visible. Me froto los ojos con una manga y miro hacia abajo para asegurarme de que no llevo la camisa desabrochada o algo así de bochornoso, pero parece que todo está en orden.

Hay un grupo de chicas jóvenes que se ríen emocionadas mientras apuntan sus móviles hacia mi cara. Los flashes se disparan y cada vez hay más gente que me mira. Ahora me señalan, los susurros resuenan lo bastante alto para que pueda distinguir palabras. «¡Shi ta!», que significa «¡Es ella!». Y luego palabras que no entiendo. Se disparan más flashes, el brillo cegador hace que me estremezca y la gente a mi alrededor se acerca. Se abren paso a codazos en su afán por llegar hasta mí y sus voces suenan cada vez más fuertes y alborotadas.

«¿Qué está pasando?».

Capítulo 8

Un hombre de unos treinta años aparece de repente junto a mi codo y me hace dar un respingo. Me relajo al ver que lleva un cartel con mi nombre. Debe ser el chófer que ha enviado el estudio.

—¿Señorita Huang?

—¡Sí!

Me agarro a su brazo. La multitud se acerca y, presa del pánico, les sonrío aturdida.

Las voces se elevan hasta convertirse en chillidos agudos y se disparan más flashes.

—Venga conmigo —me indica el chófer, que no tiene ningún problema en abrirse paso entre la multitud y llevarme hacia la salida. Arrastro la maleta detrás de mí y me apresuro a ir tras él, pero la multitud nos sigue a lo largo de todo el camino. Una ráfaga de calor húmedo me golpea en cuanto salimos fuera. Me resulta insoportable lo mucho que me pica el cuello y tiro de la camisa para ponerle remedio, pero ese no es mi mayor problema en este momento. Unos completos desconocidos me persiguen y me hacen preguntas demasiado rápidas para que pueda entenderlas. Me siento como en una olla a presión, a punto de estallar por el calor y el ruido.

Por fin llegamos al coche y el chófer me abre la puerta trasera. Entro a toda velocidad. De inmediato, un refrescante aire frío me envuelve. Por lo general, me horrorizaría que el chófer hubiera dejado el coche en marcha, pero el aire acondicionado me proporciona un alivio tan grande que envío una silenciosa disculpa a la capa de ozono y me acomodo contra las piezas lisas de la funda de bambú del asiento.

 

El conductor mete mi maleta en el maletero —he contratado un servicio de entrega para que lleve el resto del equipaje al hotel gracias a un consejo profesional de Sara Li— y sube al asiento delantero. En cuanto nos alejamos de la multitud que no deja de gritar, pregunto:

—¿Qué ha sido todo eso? ¿Qué he hecho?

Esto es una locura. Solo llevo veinte minutos en Pekín y ya me está acosando una multitud rabiosa.

El chófer me mira a través del espejo retrovisor.

—¿No lo sabe?

«Es evidente que no».

—No tengo ni idea de lo que pasa. —Mis hombros siguen tensos después de haberme encorvado para ocultarme de las miradas de todos esos ojos—. Por favor, dígamelo.

—Usted es exactamente igual que Alyssa Chua. —Lo dice como si yo debiera saber quién es. Acto seguido, toca el claxon y esquiva a otro coche en un movimiento que hace que me agarre al borde del asiento, aterrada.

—¿Quién? —pregunto en voz baja cuando recupero el aliento.

El chófer trata de meterse en el carril contiguo, pero vuelve adonde nos encontrábamos cuando nadie le permite incorporarse y esquiva por los pelos al coche que va detrás de nosotros. Se oyen más bocinazos por todas partes.

«¿Qué pasa?».

Sin embargo, parece que mi chófer está más concentrado en mi lamentable ignorancia que en el accidente que casi hemos provocado.

—¿No sabe quién es Alyssa Chua? —Su voz se eleva con incredulidad—. Solo tiene que mirar en Weibo.

Weibo es la plataforma de redes sociales en China, pero, como no tengo la aplicación, saco el móvil para probar suerte en Instagram. Antes de irme de los Estados Unidos, mi amiga Sara Li me sugirió que hiciera dos cosas: comprar una tarjeta SIM local en línea para evitar cargos adicionales por conectarme a internet en el extranjero y descargar una aplicación de red privada virtual. Con suerte, la RPV que descargué me permitirá superar el gran cortafuegos de China. Sin una RPV, las redes sociales occidentales como Instagram están bloqueadas en China. Escribo el nombre de Alyssa en Instagram y espero. Por suerte, la RPV funciona muy bien.

Ahí está: Alyssa Chua. Un par de millones de seguidores (quizás el doble en Weibo) y unos cuantos cientos de selfies (al menos el doble en Weibo) tomados en lugares que hacen que el restaurante al que me llevó Eilene en Los Ángeles parezca uno de pueblo. Cada una de las imágenes parece como si hubiera sido tomada en un estudio profesional, y en ellas Alyssa lleva una ropa preciosa, un maquillaje impecable y su caro corte de pelo le cubre la cara con gracia o descansa alrededor de sus hombros. Excepto por su estilo de alta costura, resulta perturbador cuánto nos parecemos.

—Oh —murmuro. Así que tengo una gemela perdida. Y resulta que tiene millones de seguidores y un estilo de vida de lo más glamuroso—. Entonces, Alyssa Chua es famosa por… ¿hacer qué, exactamente?

El chófer se encoge de hombros.

—Tiene la vida que todo el mundo desea —se limita a decir.

Entiendo. Alyssa es famosa porque tiene más dinero del que puede gastar y sale de fiesta con otras adolescentes famosas. Vuelvo a mirar su foto y pienso en las advertencias de mi madre para que me mantenga alejada de Pekín y en su negativa a hablar de su familia. ¿Podría Alyssa estar relacionada conmigo? Pero mis padres son hijos únicos. Entonces, ¿cómo podría tener un pariente de mi edad que se parece tanto a mí? No, estoy segura de que es solo una coincidencia.

Sin embargo, a causa de mi parecido accidental con Alyssa, ahora tengo que preocuparme porque dondequiera que vaya me acosan personas desconocidas. «Si no me muero antes». Con una brusca sacudida que hace que me preocupe por si vomito mi última comida, el chófer consigue adelantar al vehículo que va delante del nuestro por fin. Pero el coche del carril de al lado baja la ventanilla y mi chófer le imita. Vamos tan despacio que ambos conductores pueden tener una acalorada discusión. Entonces el tráfico vuelve a acelerar y mi chófer sube la ventanilla de nuevo como si nada.

—¿Es su primera vez en Pekín? —pregunta.

Siento un dolor en el pecho.

—Sí. Eh…, la gente parece agradable. —Si descarto el hecho de que me hayan acosado nada más llegar a Pekín. Y de que todo el mundo conduzca como si no le importara morir.

—Oh, sí —responde—. Disfrutará de su visita aquí.

Para mi alivio, llegamos al hotel de una pieza. Me pongo unas grandes gafas de sol oscuras que no me quito cuando hago el registro. Combinadas con mis vaqueros y mi camiseta lisa de algodón, son suficiente para que pueda llegar a mi habitación sin que nadie me confunda con Alyssa Chua.

Mi habitación, como todos los espacios interiores hasta el momento, tiene el aire acondicionado muy fuerte. Ahora que no estoy acalorada ni asustada porque me persiga una multitud, se me empiezan a entumecer los dedos por la incesante ráfaga de aire gélido. El mando a distancia del aire acondicionado tiene un montón de botones que no entiendo, todos etiquetados en chino, y, tras unos cuantos esfuerzos sin mucho entusiasmo, desisto en mi intento de bajar el aire y me pongo un jersey. Aparte del excesivo aire acondicionado, la habitación no está mal. Es bastante simple. Tiene una cama doble, un escritorio y un pequeño baño, pero todo parece limpio y cómodo.

«Bueno, ha sido un día intenso». La cabeza me da tumbos y el cuerpo me duele por el cansancio. Lo único que quiero es meterme en la cama y dormir unas cien horas. Pero lo primero es lo primero. Pongo el despertador a las tres de la mañana, que es más o menos la hora del almuerzo en Los Ángeles, y cuando llame a mis padres puedo fingir que estoy en mi pausa para comer en el plató de rodaje, que, por supuesto, no está en Pekín.

* * *

A la mañana siguiente, tengo los ojos arenosos y estoy mareada por la falta de sueño cuando llega el coche del estudio para llevarme al plató de Butterfly. Esta vez, las gafas de sol de gran tamaño que llevo son para ocultar los estragos del jet lag y una conversación nocturna con mi madre en la que me las arreglé para crear una trama semificticia de Butterfly que no implica que la película esté ambientada en Pekín de ninguna manera o forma. Sobra decir que volver a dormirme después de nuestra llamada telefónica no fue fácil.

Decidí sacrificar el lavarme el pelo en favor de dormir un poco más esta mañana, y por eso me he puesto un sombrero en la cabeza. Pensé que también resultaría útil para evitar que me confundan con Alyssa Chua otra vez.

El coche me deja a las afueras de Pekín, donde estamos rodando en una calle cortada y vigilada por guardias de seguridad, quienes comprueban mi identificación antes de permitirme la entrada al plató. Mi primera impresión es un caos. Decenas de ayudantes y asistentes personales corren de un lado a otro mientras montan la iluminación, los micrófonos y el atrezo. Hay un pequeño grupo de personas que parece que no tiene nada que hacer; los otros actores, quizás. Esquivo a los atareados asistentes personales para acercarme al grupo, y todos se presentan. Ninguno de ellos tiene un papel importante y, cuando les digo que voy a interpretar a Sonia Li, me miran con sorpresa. Un repentino ataque de inseguridad me invade. Está claro que soy la actriz más joven con diferencia. ¿Se estarán preguntando por qué me han dado el papel de actriz protagonista?

Tal vez yo también debería preguntármelo.

Mi mirada se dirige a Jake y Eilene, que se encuentran en el epicentro del bullicio y la acción del plató. «¿Y si he conseguido este papel porque me parezco a Alyssa Chua?». Todo mi cuerpo se congela y se entumece. Murmuro una excusa a los demás actores y me apresuro a acercarme a Jake y Eilene.

Con el estómago hecho un nudo a causa del miedo, levanto mi teléfono para mostrarles una imagen de Alyssa.

—¿Por eso he conseguido este papel? ¿Porque parezco la reina rica de las redes sociales de China?

Jake se encoge de hombros, y eso hace que se me caiga el alma a los pies.

—¿Por qué, si no, iba a aceptar contratar a una actriz adolescente sin experiencia? —Señala la pantalla—. Esa chica tiene millones de seguidores en las redes sociales y se parece a ti. Ese tipo de publicidad no tiene precio.

Me entran náuseas. «Así es como Eilene convenció a Jake para que me eligiera a mí y no a Vivienne». ¿Todo su discurso sobre cambiar la película era una mentira? Con la garganta seca, me dirijo a Eilene:

—¿Por eso me querías para el papel?

Una arruga se forma en el entrecejo de Eilene.

—Es cierto que me di cuenta del parecido cuando hiciste la audición —admite—, pero no es por eso por lo que te quería para el papel, Gemma. —Me sostiene la mirada—. Eres la actriz adecuada para interpretar a Sonia, y eso no tiene nada que ver con Alyssa Chua.

Quiero creerla. De verdad que sí. Pero es difícil saber la verdad cuando Jake todavía está mirando con avidez la foto de Alyssa. Después de todo, a Eilene se le olvidó mencionar mi parecido con Alyssa en su discurso sobre que «nos apropiáramos» de la película juntas.

Parece que puede leerme la mente.

—Lo siento, Gemma. Debería habértelo dicho.

—¿Decirle qué? —Jake resopla—. ¿Que yo no estaba de acuerdo en que ella interpretara el papel hasta que me dijiste quién era Alyssa Chua y lo mucho que Gemma se parecía a ella? Venga ya. Le hiciste un favor, Eilene. Sí, su prueba no estuvo mal, pero, aun así, tuvo suerte de conseguir este papel justo después de terminar el instituto.

Eilene frunce los labios.

—Ya está bien. Como he dicho, Gemma es la actriz adecuada para el papel, y por eso he luchado para que lo consiga.

Sus palabras me levantan el ánimo.

—Agradezco este papel. —Entiendo la suerte que tengo, pero, a pesar de ello, me fastidia saber que no he conseguido el papel por mí misma—. Aun así, me ganaré mi lugar aquí por mi actuación, no por a quién me parezco.

—No me cabe ninguna duda de que así será —dice Eilene.

—Bien —continúa Jake—. Ahora, si has terminado con tu discursito, ¿podrías, por favor, irte a peluquería y maquillaje? No tenemos todo el día.

Mientras aprieto los dientes, miro a mi alrededor porque hay una docena de tráileres preparados y no tengo ni idea de cuál es el de peluquería y maquillaje.

Eilene se compadece de mí y me indica la dirección correcta. Jake me pide que «no tarde mucho».

Sin perder un segundo, me dirijo al tráiler que Eilene ha señalado, todavía irritada por la actitud de Jake. Todo va a ser una mierda si el director me guarda rencor porque no soy la actriz que eligió en un principio.

La mujer encargada de mi peinado y maquillaje es estadounidense y se presenta como Liz. Es una mujer blanca y mayor que se queja angustiada de mis ojeras. Las dos mujeres que asisten a Liz y que se encargan de la limpieza general son chinas y ninguna de ellas se presenta. Parece que creen que no entiendo nada de chino porque hablan sobre mí con total libertad. Pero, como muchos chinos nacidos en Estados Unidos, lo entiendo mucho mejor de lo que soy capaz de hablarlo. Aun así, aunque no entendiera el idioma, su repetida mención de Alyssa Chua me habría dado una pista sobre el tema de su conversación: lo mucho que me parezco a la glamurosa estrella de las redes sociales. De su charla, deduzco que Alyssa es hija de una socialite y de un rico empresario.

—Xie xie —digo para darles las gracias en chino mientras una mujer me tiende una taza de té y la otra me quita la toalla del cuello.

Se miran con ansiedad y no dicen nada más sobre mí. Me habría gustado decirles que no me importa que hablen de mí, pero soy demasiado tímida para expresarlo en mi chino forzado.

Entonces Liz hace girar mi silla para que pueda mirarme en el espejo del camerino y me quedo boquiabierta ante lo que veo. No me extraña que las dos mujeres chinas no paren de hablar de mi parecido con Alyssa Chua. Me han cortado el pelo a capas con tanta elegancia y me han maquillado de forma tan profesional que… somos como dos gotas de agua.