Semiótica del texto fílmico

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5. CÓDIGOS DEL SONIDO

El sonido es un elemento fundamental del texto fílmico a partir de los años treinta. Por el sonido ingresan al texto fílmico nuevos códigos que ostentan una autonomía indiscutible, como son los de la lengua y los de la música, principalmente. Los códigos de los llamados “ruidos” son más difíciles de precisar, aunque no por ello menos importantes. Todos ellos, juntos o por separado, se asocian a los códigos de la imagen para producir ese complejo inextricable que constituye el texto fílmico en su totalidad. Al igual que los códigos de la imagen, son códigos del plano de la expresión, distintos de aquellos códigos que, por relación con ellos, pertenecen al plano del contenido, como ya lo hemos señalado en páginas anteriores.

El código de la lengua es suficientemente conocido como para que nos detengamos en su descripción. Sin embargo, su presencia en el texto fílmico demanda algunas observaciones, que anotaremos a continuación.

Las lenguas naturales pueden intervenir en el texto fílmico de múltiples maneras: la más frecuente y cuasi “natural” es la forma dialogada. Por medio de un desembrague enunciativo, el enunciador pone en escena personajes que toman la palabra para dirigirse a otros personajes, los cuales, a su vez, asumen la palabra para contestar a las propuestas y demandas de los primeros. Se “simula” así la conversación ordinaria entre dos o más personas.

Las personas así representadas se convierten en “enunciadores” dentro del “mundo representado”. Esta estrategia discursiva no se diferencia mucho de la utilizada en la representación teatral. Sin embargo, esas diferencias son importantes, y ellas radican en la estructura sintagmática que adoptan en el texto fílmico. Mientras que en el teatro la palabra se convierte en el vehículo fundamental de la “representación” —de donde resulta que la obra de teatro puede ser leída sin mayor pérdida de significación—, en el cine el soporte fundamental de la significación es la imagen, y la palabra cumple un papel de “anclaje”, como señalaba R. Barthes (1970), un papel de apoyo, de esclarecimiento. De ahí que el tratamiento de la palabra en el texto fílmico, aun permaneciendo siempre el mismo código, tiene que ser distinto que en el teatro. Y lo es, efectivamente. La palabra en el texto fílmico ostenta los rasgos de /brevedad/, /concisión/ y /precisión/. No se permite duplicar aquello que las imágenes muestran, administra con rigor las referencias contextuales, rehúye convertirse en conductora del relato, sacrifica las alusiones superfluas. Por otra parte, el ritmo de la imagen la obliga a adoptar soluciones rápidas y funcionales. Es decir, que la palabra “dicha” en el cine es una “palabra” que no se dice en otra parte: ni en el teatro, ni en la novela, ni en la vida cotidiana. Podríamos decir que es una palabra “cinematográfica” por no decir “fílmica”, como preferiría decir Ch. Metz. El contagio que se produce dentro del texto fílmico entre los diferentes códigos, determina las características de “textualización” de los códigos que en él intervienen. Porque hay que señalar, para hacer justicia, que también la imagen se contagia de los efectos que produce la presencia de la palabra. Basta para convencerse de eso comparar una película muda con otra de la época sonora. Se podrá observar fácilmente que las imágenes del filme mudo se esfuerzan por “decir” cosas que la película sonora dice más fácilmente con palabras. (No olvidemos que el cine, desde muy pronto, se vio obligado a acudir a la “palabra escrita” para completar lo que, a pesar de sus esfuerzos, no lograba “decir” con las solas imágenes. Esa solución dio origen a los intertítulos, textos escritos que se intercalaban entre secuencias de imágenes para conducir el relato y “explicar” la situación en la que se encontraban los personajes). La presencia de la palabra hablada obligó a las imágenes a reducir su innecesaria multiplicación, su redundancia, en favor de una mayor fluidez y economía. No se puede negar que, con todas sus limitaciones, el cine mudo hizo de la necesidad virtud, y logró obras cumbres del arte cinematográfico.

En conclusión, la palabra en el texto fílmico es el resultado de un conjunto de operaciones —denominadas “tratamiento”— que le otorgan un perfil particular, un perfil que podríamos llamar “cinematográfico”; es decir, que la palabra en el cine sufre también un proceso de “cinematografización”, pese a la opinión de Ch. Metz. En rigor, y para ser justos con Metz, habría que decir que la que sufre el proceso de “cinematografización” es el habla y no la lengua.

En cuanto a la música ésta se construye igualmente con un conjunto de códigos específicos, que son bien conocidos de los compositores. Tampoco entraremos aquí en la descripción de tales códigos, por ser materia demasiado especializada en la que no tenemos competencia. Pero sí es necesario hacer algunas observaciones sobre el comportamiento de la música en el texto fílmico para poder apreciar siquiera someramente los efectos de sentido que produce al ser asociada con las imágenes.

Ante todo, es preciso desterrar la opinión, instalada incluso entre los especialistas como uno de los “ídolos” de los que hablaba F. Bacon, de que la música no tiene significación, aunque produce sentido. Dicho en términos semióticos, la música no incluye un componente semántico, sino que se reduce a determinadas relaciones sintácticas. Esa opinión olvida que el componente semántico de cualquier código no se reduce a los “conceptos” o ideas abstractas, sino que incluye invariablemente tres dimensiones fundamentales: dimensión conceptual, dimensión figurativa y dimensión tímica o afectiva.

La teoría greimasiana es muy explícita al respecto, al señalar que el componente semántico se puede descomponer en unidades mínimas, llamadas “semas”. Y esos semas son: semas conceptuales (abstractos-interoceptivos), semas figurativos (exteroceptivos) y semas tímicos (propioceptivos) (Greimas y Courtés, 1979: 333). Y ya la estilística había adelantado esa visión del significado. Según Dámaso Alonso:

... los “significantes” no transmiten [sólo] “conceptos”, sino delicados complejos funcionales. Un “significante” emana en el hablante de una carga psíquica de tipo complejo, formada generalmente por un concepto (en algunos casos, por varios conceptos; en determinadas condiciones, por ninguno), por súbitas querencias, por oscuras, profundas sinestesias (visuales, táctiles, auditivas, etc.) (Alonso, 1962: 22).

Lo que sucede es que no todos los “lenguajes”, y menos aún todos los textos que produce cada lenguaje, desarrollan de la misma manera las dimensiones semánticas del código; en unos casos, por impedirlo la naturaleza del código; en otros, por opción del enunciador. Un sencillo cuadro nos permitirá observar las tendencias semánticas de aquellos códigos que nos preocupan en estos momentos:


Como se puede observar en este cuadro, en la lengua predomina la dimensión conceptual; en el cine la dimensión figurativa, y en la música la dimensión afectiva. En la lengua las dimensiones figurativa y tímica tienen una presencia notable; en el cine, la dimensión conceptual puede ser menor o mayor, según el “tratamiento” que obtengan en el texto fílmico los distintos elementos que lo componen, incluida la palabra que arrastra siempre una gran carga conceptual; en la música, la dimensión conceptual es nula, mientras que la dimensión figurativa puede hacerse presente en composiciones imitativas (Pedro y el lobo, de Prokofiev) y en la llamada “música de programa”, género en el que se puede incluir desde la Sexta sinfonía de Beethoven hasta El Moldava de Smetana. En cuanto a los ruidos, nos limitaremos a decir que no conllevan ningún rasgo de la dimensión conceptual, pero que se asocian fácilmente con ciertos rasgos de la dimensión figurativa (auditiva) y con rasgos de la dimensión afectiva. Así, por ejemplo, la introducción al final de Nazarín (Buñuel, 1958) de los redobles de tambor produce una carga semántica sumamente afectiva.

Lo más significativo, no obstante, es que textos producidos con uno solo de los códigos pueden potenciar, por designio del enunciador, una u otra dimensión por medio de procedimientos diversos de “puesta en discurso”.

Así, por ejemplo, el movimiento llamado conceptismo en la literatura española (B. Gracián, F. de Quevedo), acentúa sobremanera la dimensión conceptual del discurso; mientras que Góngora potencia la dimensión figurativa. En la moderna literatura peruana, Chocano desarrolla desmesuradamente la dimensión figurativa, mientras que Vallejo acentúa los valores tímicos y patémicos.

En el ámbito del cine, un mismo autor como Alain Resnais, por una singular asociación entre imágenes y palabras, eleva la dimensión conceptual en El año pasado en Marienbad (1961), y por otro giro en el tratamiento de esos mismos elementos, acentúa poderosamente la dimensión afectiva en Hiroshima mon amour (1958).

Los códigos de los “ruidos” son códigos muy débiles estructuralmente hablando. Apenas conocemos algo de sus unidades constitutivas, de su morfología y de su sintaxis. Nos limitaremos a hacer unas ligeras observaciones sobre su presencia en el texto fílmico. Como ha señalado acertadamente Ch. Metz (1971: 146), no podemos esperar a identificar las unidades mínimas de un código para observar su comportamiento en los textos. Es posible describir determinados efectos de sentido que su presencia textual produce, sin necesidad de llegar a los niveles más finos del análisis. En ese sentido, los diversos códigos de los “ruidos” actúan por unidades “molares”, es decir, como enunciados. El ruido de un motor de automóvil, el sonido de una sirena de ambulancia, un disparo, el golpeteo de una ventana movida por el viento, el barullo ruidoso de los cacharros en la cocina, unas pisadas en el corredor, etc., constituyen otros tantos enunciados sonoros.

 

Dichos enunciados se pueden incorporar, por medio de la grabación microfónica, al texto fílmico. La primera observación que se impone es la de que esos ruidos, en el texto fílmico, ya no son los mismos que los que se produjeron en el “mundo real”. Han quedado reducidos a “imágenes” (sonoras) de aquellos ruidos iniciales, y como tales imágenes, pueden ser trabajados expresivamente: se pueden encoger o alargar; se puede manipular su intensidad y su timbre; es posible igualmente alterar su ritmo y su tempo. Con tales estrategias, el enunciador es capaz de producir una infinidad de efectos de sentido, que no se pueden reducir a un inventario cerrado. En general, los “ruidos” contribuyen a crear un ambiente, una atmósfera determinada: calle, fábrica, fiesta.

6. SINTAGMÁTICA DEL TEXTO FÍLMICO

Las unidades descritas en los acápites anteriores se combinan de muy diferentes maneras en el texto fílmico. Cada uno de los códigos que intervienen en el tejido textual se rige por su propia y particular sintagmática.

Por un lado, los códigos icónicos e iconográficos prescriben determinadas formas de combinación que tienen por finalidad producir efectos de sentido particulares, más allá de la simple “corrección”.

Para centrarnos en la “banda de imágenes” del texto fílmico, existen dos tipos generales de combinaciones sintagmáticas: a) combinaciones que apuntan a producir un efecto de continuidad: continuidad espacial, continuidad temporal, continuidad de la acción, continuidad del movimiento; b) combinaciones que no pretenden producir esos efectos de sentido, sino más bien una “continuidad” noológica, discursiva: combinaciones basadas en analogías o en contrastes, en diferencias o en similitudes.

En el primer caso, la sintagmática cinematográfica, es decir, el conjunto de “reglas” de corrección para que el efecto “continuidad” sea producido, es “cerrada”: impone operaciones de combinación rigurosas. Por citar algunas, la prohibición del “salto de eje” en la toma de vistas, el “empalme en el movimiento”, las angulaciones correspondientes, acercamiento/alejamiento en la misma dirección, la combinación clásica “campo/contracampo”, etc. Tales operaciones —bien conocidas de los hombres de cine— constituyen una especie de “gramática cinematográfica”, que es preciso aplicar so pena de no dejarse entender por el espectador. Como todas las reglas, también éstas pueden ser transgredidas, cuando el talento del enunciador-cineasta logra con tales transgresiones efectos de sentido novedosos y hasta insólitos.

Por otro lado, es posible aplicar las combinaciones orientadas a producir el efecto “continuidad” para crear una ruptura de continuidad, es decir, para operar un salto de tiempo o de espacio o de acción, o de todo al mismo tiempo. Los ejemplos abundan. Citaremos sólo una secuencia de Fresas salvajes, de I. Bergman (1957): Durante un viaje en automóvil, conversan el viejo profesor y su nuera sobre problemas familiares. La secuencia se desarrolla por medio de angulaciones correspondientes: plano del profesor/plano de la nuera. Después de una sucesión de planos regidos por esta “regla” de continuidad y sin previo aviso, es decir, continuando supuestamente con la misma norma sintagmática, a una imagen de la nuera no sigue la esperada imagen del viejo profesor, sino la imagen de su marido en el sitio que ocupaba el profesor, pero en otro viaje y en otro automóvil, aunque hablando sobre el mismo asunto familiar.

En el caso de la sintagmática “libre”, “abierta”, no existen reglas rígidas; por el contrario, las combinaciones son plurales y creativas. Es en este campo donde ha surgido lo que Ch. Metz denominó la gran sintagmática del filme narrativo, que ofrece una variedad de soluciones para construir la unidad noológica del texto fílmico, por encima de la discontinuidad narrativa. Según Metz (1971), la segmentación de un texto fílmico nos conduce a detectar diferentes tipos de segmentos: a) segmentos autónomos constituidos por un solo plano o encuadre; b) segmentos autónomos constituidos por varios encuadres o planos, formando sintagmas. Dentro ya de los sintagmas, podemos distinguir sintagmas a-cronológicos y sintagmas cronológicos. En los primeros, la sucesión de planos no denota relación temporal alguna entre los hechos presentados en las diferentes imágenes; en los segundos, la relación temporal está claramente denotada. Los sintagmas cronológicos, a su vez, pueden servir a la descripción o a la narración propiamente dicha. Estos últimos tienen la posibilidad de presentar las acciones en alternancia o en sucesión lineal, en cuyo caso nos encontramos ante los sintagmas clásicos, conocidos como “escena” y “secuencia”. La secuencia, a su vez, ofrece dos formas de sintagmatización: la secuencia por episodios y la secuencia ordinaria. La tabla siguiente reúne articuladamente los diferentes sintagmas identificados por Ch. Metz (1971: 146):


Según puede observarse, la “gran sintagmática” de Metz constituye un verdadero paradigma de sintagmas. Como todo paradigma, es del orden virtual, y la instancia de enunciación es la encargada de actualizar una u otra de las posibilidades que ofrece en el discurso concreto.

En la banda sonora los problemas sintagmáticos se multiplican por los diversos códigos que intervienen en su composición: palabra-música-ruidos. Conocidas son las “reglas” sintagmáticas que gobiernan las combinaciones de las lenguas, desde la “concordancia” hasta el “régimen” y la “subordinación de tiempos verbales”. Asimismo, los compositores conocen las “reglas” de la composición musical, reglas que constituyen la sintagmática musical. No vamos a entrar en esos dominios en estos momentos. De los ruidos nada se conoce al respecto.

Lo que sí es importante es la forma como los códigos del sonido se articulan con la banda de imágenes en una sintagmática “vertical” o simultánea, propia del texto fílmico.

La banda de imágenes se combina en simultaneidad con la banda sonora de maneras muy variadas. Un simple diagrama nos permitirá percibir las posibilidades de combinación vertical o simultánea entre las dos bandas:


El diagrama configura algo así como una partitura musical. La más constante es, obviamente, la banda de imágenes, ya que el texto fílmico se construye fundamentalmente con imágenes y, raras veces, son interrumpidas, y eso por breves momentos. El diagrama elaborado sugiere uno de esos casos excepcionales, que puede ser ilustrado con Carnal Knowledge (Ansias de amar, M. Nichols, 1971). En esa película existe un momento en el que la pantalla se queda en negro, y el acto de amor se sugiere únicamente con “ruidos”: ruidos de la cama al moverse, “ruidos” guturales de los amantes, quejidos y respiraciones entrecortadas, amplificados por los recursos técnicos de grabación y de reproducción, etc. La música, tanto la de fondo como la que surge de una fuente sonora in u off, se interrumpe con frecuencia y reaparece más adelante. Los “ruidos” pueden acompañar a la música y a las palabras, conformando una “polifonía” que, a su vez, se correlaciona con las imágenes. La palabra, por su parte, aparece y desaparece, según las necesidades de los personajes y del discurso, si se trata de la palabra “en off ”, la cual puede cumplir diversas funciones, desde la narrativa hasta la de comentario y la de “monólogo interior”, hecho audible por convención.

Y lo más importante, finalmente, es que el sonido permite valorar el silencio, el cual no constituía un elemento “pertinente” en el cine mudo, pues era mera carencia.

Los efectos de sentido de la sintagmática vertical o simultánea han de ser observados en cada texto concreto, ya que cada texto constituye un sistema singular (Metz, 1971: 69 ss.). También aquí son aplicables los sistemas semisimbólicos para dar cuenta de tales correlaciones sintagmáticas.

7. TENSIVIDAD DEL TEXTO

Los más recientes estudios sobre semiótica tensiva (Fontanille y Zilberberg, 1998; Fontanille, 1995, 1998; Zilberberg, 1998, 1999), dirigen nuestra atención a las tensiones que se producen en el texto fílmico para apreciar cómo generan la significación, tanto desde el plano de la expresión como desde el plano del contenido. Hjelmslev (1987: 242) señala que el plano de la expresión está integrado por dos dimensiones: la dimensión de los constituyentes, o sea los fonemas, y la dimensión de los exponentes, es decir, los acentos y las modulaciones (=variaciones de la entonación). Los acentos son intensos y localizados; las modulaciones, extensas y distribuidas. En virtud del isomorfismo entre el plano del contenido y el plano de la expresión, los exponentes pueden proyectarse al plano del contenido: “A grandes rasgos, los morfemas extensos son los morfemas ‘verbales’; los morfemas intensos son los morfemas ‘nominales’” (Hjelmslev, 1987: 326). El acento y las modulaciones se manifiestan de maneras muy diversas de acuerdo con la materia significante que dichos “exponentes” informen. Así, en el texto fílmico un acento puede ser producido por la inserción de un primer plano en la cadena sintagmática de una secuencia; por un movimiento de zoom-in; por un procedimiento de iluminación; por un ajuste focal; por la ubicación del objeto en un punto privilegiado del espacio (en primer término, apartado del grupo, en posición más alta o más baja); por un picado o contrapicado de la cámara; por la acentuación del cromatismo; y por cualquier otro dispositivo de la puesta en escena. La modulación puede ser producida por medio de la alternancia de planos de larga duración con planos de duración más corta; de planos cercanos con planos lejanos; por medio de los movimientos de cámara (travelling y panorámica); por medio de la modulación de la luz y del color, etc.

Todo hecho semiótico —declara Cl. Zilberberg (1998: 10)— está constituido por la “compenetración de dos dimensiones”: la intensidad y la extensidad, que corresponden de alguna manera a lo sensible y a lo inteligible. La correlación de esas dos valencias da por resultado un valor, tanto en el plano de la expresión como en el plano del contenido.

Dichas valencias configuran dos grandes campos: el espacio externo, conformado por ambas valencias, denominado espacio de control, y el espacio interno, en el que son definidos los valores (Fontanille, 1998: 24).

El esquematismo tensivo es un dispositivo que permite pasar de un valor a otro del campo tensivo en forma continua, evitando la ruptura que produce la categorización. De esta forma, cualquier dispositivo cinematográfico encuentra su explicación adecuada en una correlación entre intensidad y extensidad. Así, por ejemplo, la escala de planos, que nos lleva desde el plano general al primer plano, justifica la continuidad de sus valores expresivos en un diagrama como el siguiente:


El primer plano (P.P.) está marcado por una fuerte intensidad perceptiva y emotiva y concentra la atención en una extensión reducida; el plano general (P.G.), en cambio, ofrece un amplio espacio a la percepción, pero es emotivamente átono. Los planos intermedios definen sus valores en función de una mayor o menor intensidad correlacionada con una menor o mayor extensidad, respectivamente.

 

La correlación expresada en un esquema como el anterior es una correlación inversa: a más intensidad, menos extensidad; a más extensidad, menos intensidad. El arco tensivo puede ser recorrido en ambas direcciones. En cada texto fílmico, la praxis enunciativa escogerá la dirección preferida para conducir la atención del espectador, con los consiguientes efectos de sentido que la acompañan. En otros casos, es posible trabajar la correlación conversa: a más intensidad, más extensidad; a menos extensidad, menos intensidad. El trabajo de la luz, como señala J. Fontanille (1998: 26), se distribuye en el campo tensivo de la manera siguiente:


La iluminación generalizada invade el espacio perceptivo con una alta intensidad luminosa; el color, en cambio, se sitúa en ciertas zonas restringidas y con baja intensidad luminosa.

Afinando el análisis en aras de la exhaustividad, las dimensiones de la intensidad y de la extensidad pueden ser descompuestas en dos subdimensiones cada una. Cl. Zilberberg (1998: 24) lo aclara con el diagrama siguiente:


La correlación entre dimensiones y subdimensiones produce en cada texto efectos particulares que es preciso captar para poderlos describir con estos dispositivos.

Pensemos en el “tempo”, aspecto que ha sido utilizado desde siempre por el texto fílmico.

Un solo ejemplo para confirmar los efectos de la tensividad en su constitución. El suspense de las películas de A. Hitchcock surge de una operación muy simple: alargando la duración de los planos consigue acelerar el “tempo” y la intensidad de la emoción. Como puede observarse, el suspense de Hitchcock trabaja una correlación conversa: a mayor duración —subdimensión de la temporalidad —, mayor rapidez del “tempo” y mayor tonicidad de la intensidad.


El mismo Hitchcock es consciente de esta correlación. En sus conversaciones con F. Truffaut, explica:

La diferencia entre el suspense y la sorpresa es muy simple: Estamos conversando aquí mismo tranquilamente y tal vez debajo de la mesa han dejado una bomba. Nuestra conversación es totalmente intrascendente, no pasa nada de especial, y de golpe, ¡bum!, ¡explosión! El público ha sido sorprendido, ciertamente; pero antes de serlo, se le ha mostrado una escena absolutamente banal, desprovista de todo interés. Veamos ahora como funciona el suspense. La bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe. Y sabe que va a explosionar a una hora determinada, y sabe que faltan unos minutos para el momento de la explosión —minutos que se irán señalando por medio de un reloj que está en el decorado—. La misma conversación anodina de antes se carga súbitamente de interés porque el público forma ya parte de la escena. En el primer caso, le hemos ofrecido al público quince segundos de sorpresa; en el segundo caso, le hemos proporcionado quince minutos de suspense (Truffaut, 1991: 61).

Claro que aquí y en otros textos fílmicos de Hitchcock intervienen distintos elementos que contribuyen a crear el suspense, como el mismo director señala: la distribución del saber en el discurso fílmico, por ejemplo, dispositivo que nos llevaría necesariamente a tratar el nivel discursivo de las modalidades y que no podemos desarrollar en los límites de este ensayo. Baste con decir, para cerrar estas consideraciones, que en Intriga internacional (1959), la tensión nace del hecho de que el espectador sabe tanto como el protagonista, mientras que en Frenesí (1972), el suspense surge de que el espectador sabe más que la protagonista. La economía del saber se convierte así en una fuente constante de tensiones afectivas en el texto. Y es siempre la instancia enunciativa la que gobierna esos dispositivos.