Las razones del altermundismo

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Una voz especialmente autorizada con relación a los NMS, Susan George, autora del Informe Lugano —texto decisivo para el cambio de sensibilidad operado en las dos últimas décadas respecto al sentido de la resistencia al capitalismo—, comparte la imagen pedagógica de las citas contra la OMC y otras instituciones similares. Es importante subrayar que, entre otros muchos vínculos con distintas organizaciones reivindicativas, George es una de las figuras más destacadas de la organización ATTAC, creada en Francia en 1998, la cual reivindica la imposición de una tasa especial a las transacciones comerciales. Dijo Susan George:

hace veinte años, se podía decir USA fuera de Vietnam, Acabad el apartheid, Pinochet es un criminal, y todo el mundo sabía de qué hablabas. Los fenómenos contra los que hoy luchamos tienen más ramificaciones y exigen, en consecuencia, todo un proceso de educación. ATTAC es consciente de ello, y creo que es uno de los motivos de su éxito. Se define como un movimiento de educación popular orientado hacia la acción. (George y Wolf, 2002, p. 182)

Detengámonos en la versión que de la trascendencia de Seattle y las posteriores movilizaciones contra las instituciones financieras globales ofrece Susan George. En un interesante libro, La globalización liberal. A favor y en contra, polemiza con Martin Wolf, editorialista de The Financial Times, diario enormemente influyente y firme defensor de la globalización y la ideología liberal. En el capítulo dedicado al movimiento antiglobalización, que obviamente es visto con desconfianza por su interlocutor, George se muestra renuente a considerar Seattle como un «kilómetro cero» de los movimientos contra el capitalismo. Menciona que, en 1985, ocurrió una cumbre contra el G7 en Londres, «pero los media no hicieron caso». Asimismo, habla de redes de todo tipo creadas desde los años setenta para protestar contra el desigual reparto de la riqueza o contra la tiranía de la deuda en el Tercer Mundo; ella participó en estas, incluido Greenpeace, de cuyo consejo de administración formaba parte. Movimientos y asociaciones como los que se manifestaron en Seattle ya existían, pero es entonces cuando alcanzan la masa crítica.

Seattle nos puso bajo los focos. Ha habido un antes y un después de Seattle, así como ha habido un antes y un después de Génova. La escalada de violencia de los Estados contra el movimiento ha sido considerable, pero también le ha dado más visibilidad. Y cada vez se nos unen más jóvenes. Durante los años 80 y comienzos de los 90, todos acudían a escuelas de comercio para ganar dinero. Hoy, no les parece que sea una forma especialmente satisfactoria de vivir su vida o, al menos, no lo cree así una proporción significativa de la juventud. (George y Wolf, 2002, pp. 179-180)

Susan George también reconoce, como un problema, la dispersión de propuestas, que responde —apunta con cierta ironía acaso autocomplaciente— a «que nos gusta mucho la diversidad». Es preciso definir alternativas desde luego, pero si de alguna manera se puede responder al nefasto «There is not alternative» de Thatcher es creando foros como el de Porto Alegre, donde abundan las alternativas. Llamado inicialmente así porque fue en dicha ciudad brasileña donde el Foro Social Mundial celebró sus tres primeras ediciones. Los organizadores plantean qué temas merecen una mayor incidencia y qué campañas deben ser emprendidas o apoyadas. A partir de aquí, se intenta articular, a nivel internacional, el movimiento de resistencia a las instituciones internacionales que reúnen a los países ricos para decidir la suerte de todos.

Nadie dijo que fuera fácil

Hemos hecho una breve alusión a las dificultades internas del movimiento que se inicia en Seattle o que, como diría Susan George, alcanzó entonces su masa crítica, quizá, porque —citando de nuevo George— «los malos habían ido ya demasiado lejos». Todos los actores estelares de los Nuevos Movimientos Sociales —de las instituciones de la deuda internacional, como señala George; o de las multinacionales, como indica Klein— parecen tener claro que solo desde las multitudes movilizadas es posible encontrar respuestas capaces de forzar a los agentes políticos a cambiar las reglas del juego. Nunca podríamos apartarnos más de quienes, como Friedman, otorgan a las élites la misión de transformar las comunidades, como si las masas fueran solo espectadores destinados a obedecer las instrucciones que —supuestamente para su bien— habrían de cumplir, como si lo que hubiera que esperar de los privilegiados del mundo es que sean ellos los que nos salven y no los que se apropien de la riqueza de todos.

En cualquier caso, el progreso económico y social no depende de las características o de la conducta de las masas. En cada país una pequeña minoría señala el ritmo, determina el curso de los acontecimientos. En las naciones que se han desarrollado más rápida y prósperamente, una minoría de individuos emprendedores y arriesgados ha avanzado constantemente, creando oportunidades para que las sigan quienes les imiten, y ha hecho posible que la mayor parte de la población aumente su productividad. (Friedman y Friedman, 1992, p. 92)

Siguiendo el razonamiento de George, podríamos maliciar que, si estas corrientes de antagonismo a la evolución del capital tienen ya una larga historia, acaso uno de los motivos de su salto a la fama pueda encontrarse en la violencia que desde amplios sectores mediáticos se ha atribuido a las contracumbres.

En el relato que hemos realizado respecto a los sucesos de Seattle, no nos referimos al Black Bloc, al que se responsabiliza de los actos de violencia producidos en la ciudad durante los días de la cumbre. Estos actos se utilizaron para justificar el despliegue policial y, en especial, las tremendas medidas de seguridad que tomaron las autoridades en cumbres posteriores, sobre todo en la del G8. Susan George asevera que el 98 % de los movilizados eran partidarios de la no violencia y que actúan desde la responsabilidad de quien se siente representante de sectores civiles de sus países de origen o de las organizaciones solidarias a las que pertenecen.

[...] la violencia es contraproducente. Los Black Bloc son muy a menudo infiltrados por la policía y por elementos nazis. Es un debate fundamental dentro del movimiento, porque algunos se niegan a condenar cualquier forma de protesta, incluida la violenta. Yo no comparto este punto de vista. Considero que debemos garantizar que todo el mundo en nuestras filas respete las reglas de la democracia, si queremos un sistema democrático para el mundo. (George y Wolf, 2002, p. 185)

En cualquier caso, no hicieron falta muchos Black Bloc ni otros grupúsculos para enfrentarse a las fuerzas de seguridad desplegadas en las cumbres y quemar los contenedores. El 11 de Septiembre fue la excusa perfecta para criminalizar el movimiento. Poco después de los atentados, Noam Chomsky predijo que las consecuencias caerían sobre los movimientos de protesta porque el entorno de Bush no dudaría en proyectar sospechas de terrorismo sobre cualquiera que se atreviera a exhibir su disconformidad en las calles.

Con seguridad, un revés para las protestas del mundo entero contra la globalización corporativista, que tampoco empezó en Seattle. Semejantes atrocidades terroristas son un regalo para los individuos más crueles y represivos de todas partes y, sin duda, serán explotados —de hecho ya lo han sido— para acelerar la militarización, la regulación, la marcha atrás de programas democráticos, la transferencia de riqueza a sectores aún más reducidos y el debilitamiento de la democracia en cualquier forma posible. Pero no lo conseguirán sin resistencia, como no sea a corto plazo. (Chomsky, 2001, p. 20)

Dos décadas después, parece fácil disociar entre un fenómeno tan oscuro y atroz, como el del terrorismo yihadista, y una corriente reivindicativa cuyos principios asumen incluso partidos políticos de masas. Otra cosa es que el terror haya servido para legitimar prácticas gubernamentales claramente represivas; en España tuvimos un claro ejemplo con la Ley Mordaza del gobierno de Mariano Rajoy. De otro lado, Chomsky tuvo razón. Quizá el dinero necesario para la condonación de la deuda a los países más pobres del planeta terminó sirviendo para las guerras contra el terrorismo. Sin duda, la segunda guerra de Irak fue una humillación para las instituciones de paz internacionales —empezando por Naciones Unidas, que declaró ilegal aquella guerra— o para las pretensiones de quienes defienden la implantación de una gran trama de justicia universal. Y, sin embargo, los atentados del World Trade Center o del Pentágono —y todos los 11S que han venido después— no deben ahogar de ninguna manera el debate sobre el tipo de globalización que queremos, sino todo lo contrario.

A partir de Seattle, cada reunión del G8, del Banco Mundial o de la OMC generaba sistemáticamente una fuerte respuesta ciudadana, lo que debemos interpretar como un gran éxito mediático, pues los focos se trasladaban desde los actores políticos invitados hacia los manifestantes. El principio de la ofensiva preventiva, de cuya naturaleza habla Naomi Klein en Vallas y ventanas, responde a la lección de Seattle para la policía del mundo. Surgido como una forma de represión perfectamente ajustada al nuevo estilo de protesta, su objetivo era difuminar la línea de demarcación entre la desobediencia civil y la pura violencia vandálica o antisistema. La propia Klein formó parte del grupo de personas más o menos destacadas que le escribieron al primer ministro canadiense, Jean Chrétien, una carta abierta titulada Ciudadanos enjaulados, en protesta por la decisión de este de levantar una enorme valla de seguridad para la Cumbre de las Américas, celebrada precisamente en Quebec. En esta carta, se defiende el derecho a manifestarse de forma pacífica, rechazando enérgicamente la etiqueta de «subversivos violentos» con la que se pretendía criminalizar la protesta.

 

Desdichadamente, la contracumbre de Génova pasó a la historia por la muerte de un joven manifestante, abatido por un disparo de la policía. Centenares de colectivos de todo tipo acudieron a Génova, y las primeras manifestaciones transcurrieron sin grandes incidentes, a pesar de que el gobierno de Berlusconi había convertido la ciudad en un auténtico estado de guerra, con un despliegue militar y policial impropio de tiempos de paz. Los disturbios que ocasionaron las masivas cargas policiales de los días siguientes se asocian nuevamente a los Black Bloc, de cuyos actos se desmarcaron los organizadores de la contracumbre, tanto por su violencia como por los abundantes indicios de que su conducta fue consecuencia de infiltrados policiales.

Tanto en Quebec como en Génova, el gas lacrimógeno y las porras —en algún caso, los disparos— obviaron la distinción entre manifestantes violentos y pacíficos. Ese incremento de la brutalidad por parte de las fuerzas del orden registró la complicidad silenciosa de las fuerzas de izquierda tradicionales de las naciones en cuestión, lo que alimentó el sentimiento de los manifestantes de no sentirse representados por partidos ni por sindicatos. No es aventurado asociar ese sentimiento al eslogan «No nos representan», característico del 15M español.

Esta vez el éxito fue para Berlusconi, quien consiguió trasladar el debate sobre la erosión de las libertades civiles a la cuestión de la peligrosidad real de los activistas. No todos le creyeron, pero el Cavaliere tuvo la habilidad de presentarse ante los italianos como el superhéroe de tebeo que salvaba a los italianos de las hordas anarquistas que se disponían a incendiar el país.

Pese a formar parte entusiasta de aquellos colectivos de manifestantes ajenos a la partidocracia o el sindicalismo convencionales, Klein no deja de advertir la dificultad de articular una estructura de representación a partir de movilizaciones callejeras, por más justas que sean sus reivindicaciones. Vivimos una época —conviene no olvidarlo— de fuerte desmovilización política, donde las organizaciones tradicionales de izquierda se asfixian por la falta de militancia y sufren colosales fugas de masa electoral. Estamos en una sociedad de consumo, y eso genera distancias a veces insalvables entre las minorías que se manifiestan —aunque alcancen las 300 000 personas, como en Génova— y una comunidad que permanece misteriosamente indiferente a procesos que la amenazan. En realidad, el movimiento es una creación paciente, lenta y laboriosa, mientras las contracumbres o los campamentos de indignados son más bien su puesta en escena, la exhibición mediática de sus signos.

La creación del Foro Social Mundial, inicialmente llamado Foro de Porto Alegre (ciudad donde celebró sus tres primeras ediciones y también la quinta), supone el paso de la protesta a la construcción de un tejido estable de debate y de propuestas. Fue rotulada por Ignacio Ramonet —uno de los grandes artífices del FSM y autor de su eslogan «Otro mundo es posible»—, quien no duda en considerarla una «Internacional rebelde», y sitúa en su nacimiento el verdadero principio del siglo XXI.

No para protestar como en Seattle, Quebec, Génova y otros lugares, contra las injusticias, las desigualdades y los desastres que provocan en todo el mundo los excesos del neoliberalismo. Sino para intentar, esta vez con espíritu positivo y constructivo, proponer un marco teórico y práctico que permita proponer una mundialización distinta y afirmar que es posible otro mundo menos inhumano y más solidario. (Ramonet, 2012, p. 120)

Naomi Klein comparte este planteamiento: en algún momento el movimiento debía dejar de decir contra qué estaba y elaborar sus propuestas. El entusiasmo de la periodista es, sin embargo, más matizado que el de Ramonet. En sus primeras ediciones, el foro fue sumamente interesante, pero también caótico. Se llenó de celebridades y no fue capaz de llegar a un consenso sobre la cuestión clave: cómo operar para tratar que sus propuestas se llevaran a cabo. Por una parte, se hablaba de formar un gran partido con carácter internacional que ofreciera al electorado de todo el mundo una visión unitaria del movimiento; por otra parte, muchos seguían aferrados a la idea de la acción local y directa a favor de la autogestión de los colectivos y de la diversidad cultural. Al respecto, en Vallas y ventanas, Naomi Klein concluyó que, más que el apoyo a un gobierno mundial, lo que se salió de Porto Alegre fue una red internacional de iniciativas elegidas mediante democracia directa, y basándose en el principio de «actuar localmente», pues, en caso contrario, lo que puede resultar de las reuniones del foro es la confusión.

En este sentido, no es gratuito referirse al riesgo de desvertebración que, según un marxista sin ambages como Daniel Bensaid, afecta seriamente al movimiento. La aportación de este autor es relevante porque, además de ofrecer una lúcida visión del problema, polemiza sobre los riesgos del movimiento cuando, en 2010, cinco años después de Vallas y ventanas, el foro tenía una década de vida. El mensaje de Bensaid es que resulta imprescindible articular las respuestas desde la base del partido político; de lo contrario, se cae en la intransitividad y el destino del movimiento es disolverse en la inoperancia.

Una política sin partidos (cualquiera que sea el nombre —movimiento, organización, liga, partido— que se le dé) conduce así a una política sin política: tanto a un seguidismo sin proyecto hacia la espontaneidad de los movimientos sociales como a la peor forma de vanguardismo individualista y elitista o, finalmente, a una renuncia política en beneficio de una postura estética o ética. (Bensaid, 2004a, p. 174)

Sí hay alternativas

Estamos habituados a que la imputación de radicalismo se asocie a la de la incapacidad para ofrecer alternativas. Este planteamiento, al menos en el caso de los protagonistas del Foro Social Mundial, no puede estar más lejos de la realidad. Es más, si de algo se viene debatiendo en instituciones internacionales de participación ciudadana, es precisamente de alternativas: de sus consecuencias positivas y negativas y, en especial, de las vías para realizarlas. A continuación, nos referiremos a tres de los personajes más influyentes que se han vinculado desde su origen con el FSM: Susan George, Ignacio Ramonet y, por supuesto, Naomi Klein.

Susan George, autora clave en la historia del movimiento alterglobalizador, alerta, en su célebre Informe Lugano, sobre el riesgo de creer que una buena explicación de lo que debemos hacer basta por sí sola para convencer a los poderosos de que la realicen. Sería como si los artífices del apogeo liberal que hemos vivido descubrieran, de pronto, que han estado equivocados y que les faltaba una argumentación fundamentada para descubrir que llevábamos tres décadas en vía equivocada. Entonces hubieran pensado que sus planes han fracasado. Pero es justamente al revés. Desde que el thatcher-reaganismo proyectó acabar con el tan revolucionario Estado social, hemos visto cómo, bajo la presión del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional, se han privatizado enormes sectores de la economía de todos los países del mundo. Además, se han incrementado las desigualdades entre países —peor aún, entre ciudadanos de cada país—, se han multiplicado las deudas de los Estados y las personas, se ha liberado a las grandes corporaciones de todo tipo de trabas a sus operaciones comerciales, etcétera. La llamada, en su momento, revolución conservadora ha sido un enorme éxito; por eso, la cuestión no es alumbrar recetas que han sido muchas veces enunciadas, sino obtener el poder para realizarlas, lo cual empieza por identificar a los enemigos y neutralizar su capacidad de actuación.

El capitalismo transnacional no puede detenerse. Con las empresas transnacionales y los flujos financieros sin inhibiciones se ha alcanzado una especie de fase maligna que seguirá devorando y eliminando recursos humanos y naturales aun cuando debilite el propio cuerpo —el propio planeta— del que depende. (George, 2008, p. 240)

Ha sido un éxito… Sí, pero el escenario que aboca esta dinámica a la humanidad es trágico y demanda un ejercicio de resistencia masivo, urgente y organizado. No es una empresa cualquiera.

Ante unas empresas transnacionales inmensamente poderosas, opacas, totalmente irresponsables y ante las estructuras de gobierno globales que están estableciendo para servir a sus intereses, la carga con la que debemos caminar el siglo que viene es nada menos que la invención de la democracia internacional. [...] Como nuestros antepasados, debemos dirigirnos desde la condición de súbditos hasta la de ciudadanos, pasar de ser víctimas a ser actores de nuestro destino. (George, 2008, p. 241)

Es relevante recalcar la trascendencia que para Susan George tiene la acción global, lo cual nos hace intuir que, dentro de la célebre consigna atribuida a los alterglobalización —«Piensa globalmente, actúa localmente»—, la autora tiende a descargar menos peso sobre el segundo aspecto. No es que sea inútil actuar localmente, sino que, en contra de la tendencia anarquista asociada a los activistas de las contracumbres, solo desde la maquinaria estatal se puede actualmente establecer la mediación entre los ciudadanos y el operativo transnacional. Sin abandonar esa perspectiva, lo que verdaderamente constituye la tarea histórica del momento es la configuración de una globalización alternativa.

Ante ello, el objetivo prioritario es seguir la pista del dinero. Como demuestra la Gran Recesión y el consiguiente austericidio, que implicó por ejemplo en la Unión Europea la confiscación del patrimonio de la ciudadanía para rescatar a unos bancos irresponsables y, en muchos casos, dedicados al bandidaje, las cargas tributarias se dirigen al dinero inmóvil, es decir, el de empresas y asalariados locales. El capital móvil o nómada de los sectores financieros y las grandes corporaciones debe ser recaudado a través de medidas de fiscalización de los intercambios financieros, que, según George, hay que gravar para recuperar servicios públicos, combatir la miseria y detener la devastación medioambiental. Esto supone generar una inmensa presión ciudadana sobre los Gobiernos a nivel global con el objetivo de repartir las cargas tributarias de forma equitativa. En la conclusión del Informe Lugano, Susan George asevera que sí hay elección; además, señala lo siguiente:

El viejo principio es aplicable en el ámbito internacional: gravar lo menos deseable y desgravar lo más deseable. Desgravar el empleo y los ingresos, gravar la contaminación y los residuos para obligar a las empresas a que sigan el camino medioambiental correcto. (George, 2008, pp. 245-246)

El periodista español afincado en Francia Ignacio Ramonet es una de las figuras centrales del movimiento altermundista. Ha aportado textos e intervenciones influyentes y destaca su papel fundacional en ATTAC o la dirección de la publicación Le Monde Diplomatique. Ramonet ha insistido en la consigna «Otro mundo es posible» como alternativa a la resignación extendida por los dirigentes mundiales, empeñados en convencernos —contra los principios mismos de la política— de que la globalización liberal es un fenómeno irremediable y que no existen otras opciones. El FSM surgió cuando se hizo evidente que la hegemonía se había trasladado desde la representación política y las maquinarias institucionales hacia los mercados financieros, las corporaciones transnacionales y los megagrupos mediáticos. Débiles o incluso cómplices, los partidos de izquierda y otros organismos fundados para practicar el contrapoder han abandonado una escena en la que solo aparecen como fantasmas útiles. Es imprescindible la emergencia de un poder civil tan global como las fuerzas que disponen los nuevos amos del mundo: las contracumbres que se inician en Seattle son los primeros pasos en la senda de un nuevo modelo mundial de democracia.

Todas las medidas propuestas por Ramonet se inician por la necesidad de desactivar el poder de las finanzas. Como sabemos, la organización ATTAC (Asociación por la Tasación de Transacciones Financieras y por la Acción Ciudadana) surgió con el objetivo de crear grupos de presión para imponer la llamada tasa Tobin. Esta pretensión parece haber perdido fuerza en los últimos años tal y como fue formulada inicialmente, pues la velocidad a la que se producen los movimientos especulativos hace problemática su aplicación, al menos como fue propuesta por el neokeynesiano James Tobin en 1971. No se ha abandonado —y eso explica la supervivencia de ATTAC— la propuesta de gravar los intercambios financieros y las rentas del capital, medidas a las cuales se añade el combate encarnizado contra los paraísos fiscales, sumidero de las grandes rentas y del dinero negro por los que se deslizan las economías del mundo hacia una catastrófica desigualdad.

 

En diferentes ocasiones, Ramonet ha insistido también en la necesidad de distribuir tanto el trabajo como las rentas. Es uno de los pioneros en la propuesta de la después llamada renta básica, que se concedería a cada individuo desde su nacimiento, independientemente de las circunstancias en las que haya ocurrido. Se incluye la condonación de la mayor parte de la deuda de las naciones pobres, la promoción de las economías basadas en recursos locales, el comercio justo, la protección de los indígenas, las leyes en contra de la discriminación de la mujer, los tribunales internacionales, la sanción por contaminación, etcétera. «Utopías hasta ayer, convertidas en objetivos políticos concretos para este siglo XXI que comienza» (Ramonet, 2012, p. 184).

¿Y Naomi Klein? No podemos ignorar sin más su aportación en el tema de las alternativas al capitalismo. Lo interesante de sus escritos, artículos o intervenciones públicas radica más en las propuestas estratégicas que en las demandas porque, entre otras cosas, las incertidumbres y la controversia tienen que ver mucho más con la cuestión de cómo alcanzar poder que con la de las medidas para propiciar una sociedad más justa y con mayor libertad y bienestar.

Definida por algunos como defensora del socialismo democrático, Klein se ha expresado a menudo en contra de todas las formas de nacionalismo con las que las comunidades han reaccionado a la globalización. Los éxitos electorales de personajes como Le Pen, Trump o Bolsonaro, el sorprendente triunfo del brexit, o las interminables discusiones sobre proteccionismo o globalización en las instituciones internacionales del comercio dan a pensar que los marcos estatales seguirán siendo una referencia válida. Pero, irremediablemente, las viejas demandas locales referentes a derechos laborales, libertades o protección medioambiental han de aspirar a trasladarse a instancias extranacionales. Lejos de la panoplia del «Prohibido prohibir», asociada al libertarismo de los sesenta, la tarea consiste en establecer reglas a nivel global que protejan los derechos civiles.

Ahora bien, dentro de esa tensión entre lo local y lo global, que afecta de lleno al movimiento de la alterglobalización, Klein considera vital descargar, sobre las comunidades, la capacidad de tomar decisiones. Las reuniones del Foro Social Mundial, las contracumbres y las manifestaciones o performances con evidente intención mediática generan un efecto de cohesión que puede ser muy frágil e insuficiente para eludir el mal de la dispersión, pero nada debe alejarnos del principio de que solo se puede luchar contra las transnacionales desde campos diversos. Es normal, entiende Klein, que en el seno del movimiento surja la duda entre intensificar la jerarquización o la descentralización, que son obviamente principios opuestos, pero al menos sabe con certeza que, mientras la resistencia global sea multicéfala, será mucho más difícil descabezarla.

En este sentido, detectamos la existencia de vínculos entre lo que propone Klein y la visión de un marxista de formación posmoderna como Antonio Negri7. No obstante, y al contrario que Negri y otros autores relevantes como Bensaïd o Zizek, Naomi Klein no se ha proclamado nunca comunista. Su línea se aleja de los procedimientos de toma del poder característicos de las teorías revolucionarias clásicas, ya que solo desde la descentralización del poder se hace posible combatir en todos los terrenos con el capital globalizado.

Eso explica la simpatía de la periodista canadiense por fenómenos como el de los centros sociales, que considera fueron decisivos en la contracumbre de Génova. Con una actividad cada vez más visible en ciudades de Europa, estos colectivos ocupan casas deshabitadas y tratan de ofrecer a la gente servicios que deben ser imprescindibles en toda comunidad, pero que el capitalismo ha mercantilizado. Obviamente, esa convicción incluye un desmarque enérgico respecto al rol actualmente desempeñado por los Estados. Klein y, en general, el FSM desconfían del Estado por las mismas razones que lo hace una masa creciente de la población en todo el mundo: los profesionales de la política viven más alejados que nunca de las preocupaciones reales de los ciudadanos. Además de acosar policialmente a los disidentes o a los inmigrantes, las instituciones se muestran impotentes para solucionar problemas tan graves como el paro o la gestión de los recursos naturales, sin olvidar la dinámica de recortes en servicios esenciales como educación o salud. Solo desde el reforzamiento de los poderes locales, se hace posible —según Klein— impedir que los beneficios económicos vayan casi exclusivamente a las multinacionales. Se trata de otorgar poder a las poblaciones que viven los verdaderos problemas sobre el terreno; es esencial que dichas comunidades sean capaces de autodeterminarse.

En conclusión, el gran reto del movimiento de la alterglobalización es realizar coordinaciones entres los activistas que se reúnen en el Foro Social Mundial y las comunidades que pelean en espacios locales. El desafío es alcanzar un marco político que pueda articular los dos frentes, pero tal empresa solo es sólida si es que los distintos colectivos son apoyados en los conflictos específicos en los que trabajan.

Así, más que sumarse a las demandas conocidas y que otros autores suelen hacer explícitas, lo que plantea Naomi Klein es dar voz a las personas sin techo, a las fuerzas que luchan en Asia y otros lugares contra la precarización laboral y el trabajo esclavizador, a las organizaciones que denuncian la violencia policial, a los inquilinos que se asocian contra la gentrificación y las subidas de los alquileres, a quienes exigen medidas contra el hacinamiento carcelario, a quienes se manifiestan contra el cierre o la privatización de escuelas u hospitales públicos, a los que se asocian para demostrar que los acuíferos se salinizan y peligra la provisión de agua... Todo esto es lo que significa, desde los textos de Naomi Klein, la consigna «Piensa globalmente y actúa localmente».

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