La zanahoria es lo de menos

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El pH y la acidez emocional

En química existe un término llamado potencial de hidrógeno, el cual se abrevia pH.

El pH es la medida de acidez o alcalinidad en una disolución acuosa, según lo definió el bioquímico danés S.P.L. Sørensen a principios del siglo XX.

La escala tradicional del pH va del 0 al 14. Se considera una disolución ácida la que tiene un pH menor a 7, y alcalina la de pH igual o superior a 7. Del pH igual a 0 se dice que es neutro.

Hoy, en cuestión de salud, se le ha puesto gran atención al tema y se ha hecho una destacada labor para divulgar y propagar la importancia de equilibrar nuestro pH.


En esta vida acelerada, basada en la competencia y en donde el más fuerte, el más inteligente y el que más corre es el que sobrevive, somos más propensos a adueñarnos de ciertos comportamientos que pueden causarnos estragos a nivel interior.

El concepto se ha retomado también en los procesos de desintoxicación, ya que en esa búsqueda de balance muchas personas se interesan por alimentarse de forma alcalina, dado que normalmente nuestros hábitos tienden a acidificar el organismo.

Es importante conocer y ayudarnos en este proceso porque, por ejemplo, si se produce una alta acidificación interior, en las células, los tejidos, los órganos o en la sangre se genera un desequilibrio que es la antesala a diversas enfermedades. Por el contrario, cuando consumimos alimentos alcalinizantes, ese pH se equilibra para poder neutralizar la parte ácida.

Nuestro pH puede ser medido y lo podemos conocer con algunos aparatos especializados, tiras de papel indicadoras o con exámenes de laboratorio.

La recomendación es que estemos ligeramente alcalinos, 7.45 aproximadamente. Por debajo o por encima de este valor ya estaríamos hablando de una posible enfermedad. Este valor sugerido, con ligera tendencia a lo alcalino, contribuye a un mejor funcionamiento del organismo, nos mantiene sanos y además ayuda a retrasar el envejecimiento.

Algunos ejemplos de alimentos típicamente ácidos son el café, las harinas, el azúcar, algunas proteínas, edulcorantes artificiales, lácteos, embutidos y grasas.

Por otra parte, la mayoría de las frutas, verduras y vegetales como la manzana, el limón, el apio y las espinacas, así como los jugos verdes, las almendras, la canela, el jengibre, el té verde, el polen de abeja o el bicarbonato, por mencionar algunos, son ejemplos de alimentos altamente alcalinos.

Un ejemplo claro lo vemos en el desayuno: una persona que por la mañana come hot cakes con miel de maple (que incluye jarabe de maíz), crema batida y tocino, acompañados de varias tazas de café, estará acidificando su organismo; en contraste con alguien que desayuna un jugo verde que contiene piña, apio, espinaca, nopal y perejil.

Al consumir esto último, en lugar de los hot cakes, nos alcalinizamos y ayudamos a nuestro organismo a desintoxicarse, limpiarse y descansar, lo que se traduce en equilibrio.

Una vez explicado a grandes rasgos el concepto del pH desde la visión química, quiero compartirte que, como parte de este libro, he querido adoptar tal concepto pero desde la perspectiva de los comportamientos que usualmente tenemos.

A nivel personal, existen ciertos hábitos bastante ácidos que también producen ese desequilibrio, y que pueden convertirse en la puerta que permita al caos entrar e imponerse en nuestra vida.

Equilibrar nuestro pH emocional representa vivir en orden, saludables y con bienestar. La acidez emocional por lo tanto existe, y es un desequilibrio interior que se produce como consecuencia de vivir, consciente o inconscientemente, con comportamientos perjudiciales y contrarios a nuestra esencia.


He seleccionado cinco hábitos que considero se encuentran permeados en nuestra sociedad y a los que estamos expuestos a diario a nivel personal y profesional, todos ellos lo suficientemente ácidos para provocar serias complicaciones emocionales.

Haremos una revisión general de cada uno de ellos, y hoy tal vez logres descubrir que gran parte de las situaciones difíciles por las que atraviesas tienen más que ver con la acidez emocional en la que vives, que con la suerte o los designios divinos.

Primer hábito: la prisa

En nuestros tiempos todo urge, todo es para hoy, time is money.

Vivimos en la cultura de la inmediatez. Pareciera de lo más difícil, por no decir imposible, combinar la productividad con un ritmo pausado. A quien va lento por la vida se le considera fuera de lugar, se le tacha de flojo o de incompetente.

La prisa es uno de los hábitos más enraizados culturalmente y uno de los más difíciles de detectar, porque constantemente estamos recibiendo impulsos para vivir contra reloj y llegamos a perder la noción del tiempo. Creo que todos en algún momento hemos padecido esto.

Algo que me sorprende mucho es cómo las estaciones del año y las festividades cada vez están más pegadas unas con otras, por lo que ya ni tiempo da disfrutarlas. Y ello ocurre en gran parte debido al consumismo.

Al menos en México (y me consta que en muchos otros países sucede igual), vas a un supermercado en el mes de julio y no solo tienen las promociones de verano, sino que ya están colocando las novedades de las fiestas de Independencia que se celebran en septiembre.

Vas en agosto y prácticamente te saturan, además de lo acumulado por las fiestas patrias, con la venta de disfraces para la fiesta de Halloween que se celebra a finales de octubre y del Día de Muertos que se conmemora el 2 de noviembre, y de pronto, solo unas semanas después, en algunos lugares ya comienzas a ver cómo empiezan a llenar los pasillos de pinos de Navidad.

He llegado a creer que, en algún momento, las tiendas venderán al mismo tiempo chocolates en forma de corazón, flores primaverales, dulces en forma de conejos de Pascua, calabazas gigantes para decorar, calaveras de dulce y esferas navideñas. Es impresionante.

Ese mismo acelere que está en el exterior es solo un reflejo de lo que llevamos en nuestro interior, en donde estamos enjaulados corriendo incansablemente en la rueda, como el hámster.

Existe una metáfora muy utilizada en los negocios y que he llegado a escucharles a algunos colegas: «Cada mañana, en el África, una gacela se despierta; sabe que deberá correr más rápido que el león, o este la matará. Cada mañana en el África, un león se despierta; sabe que deberá co-rrer más rápido que la gacela, o morirá de hambre. Cada mañana, cuando sale el sol, y no importa si eres un león o una gacela, mejor será que te pongas a correr».

¿Qué pasaría si en lugar de ser león o gacela que persiga la zanahoria, elijo ser tortuga? ¿Quiere decir que no lograría mi propósito? Puedo ser una tortuga que disfruta cada paso, que se sienta libre y realizada con lo que hace, ¿no es así?

Seguramente muchos ejecutivos o directores de importantes compañías me dirán que, identificado con esa actitud, no soy apto para entrar en su mundo de competencia de leones y gacelas que buscan estar siempre en los primeros lugares.

Pero ¿sabes?, pasa el tiempo y, a la larga, muchas de las personas que creen que la rapidez es la madre de la eficacia, tarde o temprano terminan fundidos, pagando precios muy altos. Un proverbio chino dicta: «Quien anda con suavidad llega lejos». Y yo le agregaría: «Quien anda con prisa, nunca llega».

Como aquella historia en donde un general le dice a su soldado:

—¡Vamos, soldado, ande un poco más rápido!

—¿Y para qué tanta prisa, jefe? No vamos a ninguna parte.

—En ese caso, corramos y acabemos de una vez.

Ese mismo acelere que está en el exterior es solo un reflejo de lo que llevamos en nuestro interior, en donde estamos enjaulados corriendo incansablemente en la rueda, como el hámster.


¿Cuántos viven corriendo, pero solo se cansan, se agotan, se tensan, se desquician y no llegan a ningún lado?

Hoy me da gusto conocer a muchas personas en importantes puestos que laboran en las organizaciones con las que colaboro como conferenciante, que son sumamente productivas sin necesidad de correr. Y no solo eso, sino que además tratan de contagiar ese espíritu de slow down a su gente.

Considero que alguien que trabaja en paz, enfocado en dar lo mejor, por supuesto, pero sin esa manía de vivir con prisa o urgencia, siempre resultará ser un mejor elemento para cualquier empresa.

Platicando con un amigo psiquiatra, llegamos a la conclusión de que hoy el tiempo no es lo que se valora, sino la cantidad de actividades que uno logra colocar en la agenda con el fin de sentirse ocupado. Y entre más pronto las pueda realizar, mejor se siente uno. Existe un proverbio árabe que también hace alusión a esto: «Los occidentales tienen el reloj, los orientales poseen el tiempo».

Muchos minutos «aprovechados» pero toda una vida desaprovechada, precisamente por estar cuidando esos minutos.

Tremendo, ¿no?

La prisa nos causa ansiedad, tensión, presión desmedida, incertidumbre, desvalorización, desenfoque. Se convierte entonces en un asesino del disfrute y en un fuerte bloqueo para estar presente aquí y ahora. Es, sin lugar a dudas, un hábito altamente acidificante.

 

Segundo hábito: el estrés

Según la afamada base de datos de Estados Unidos, MedlinePlus, el estrés es:

«Un sentimiento de tensión física o emocional. Puede provenir de cualquier situación o pensamiento que lo haga sentir a uno frustrado, furioso o nervioso. Es la reacción de su cuerpo a un desafío o demanda. En pequeños episodios el estrés puede ser positivo, como cuando ayuda a evitar el peligro o cumplir con una fecha límite. Pero cuando el estrés dura mucho tiempo, puede dañar su salud».

Hace tiempo, en una entrevista para un medio de comunicación me preguntaban que cuál creía yo era la razón por la que, a pesar de tantos libros, cursos y terapias que se han desarrollado para reducir el estrés, seguimos padeciéndolo y se ha convertido cada vez más en una bola de nieve difícil de parar.

Mi respuesta fue algo como esto:

Vivimos estresados porque no estamos dispuestos a perder ni a desencajar con lo que aparentemente la sociedad espera de nosotros, por ese pensamiento de frustración y de impotencia de que las cosas no salgan como uno espera o cree controlar. Es nuestra manera más habitual de reaccionar y de adaptarnos.

¿Recuerdas a Vince Lombardi? ¿Aquel ícono del deporte estadounidense, entrenador de futbol americano, que en los años sesenta promulgó su célebre frase: «Ganar no lo es todo, es lo único»?

Esa idea de Lombardi es para mí la explicación perfecta para describir a la zanahoria de la que te he estado hablando a lo largo de este libro.

Esta cultura triunfalista, de obtener el logro por el logro, nos ha ocasionado tremendos problemas. Algunos siguen adoptando aquella frase para todo lo que hacen, y buscan únicamente ganar y el reconocimiento de los otros, por encima de lo que sea o de quien sea.

Quiero compartirte una breve historia en relación con esto, que es de mis favoritas y que escuché hace varios años:

Un grupo de exestudiantes, muy reconocidos en sus carreras y en el ámbito profesional, se reunieron para visitar a su viejo profesor de la universidad.

La conversación se centró en las quejas que estos hacían sobre el estrés en el trabajo y en la vida cotidiana.

Luego de ofrecerles algo de beber, el profesor fue a la cocina y regresó con café y una gran variedad de tazas: de porcelana, plástico, vidrio, cristal, comunes, caras, exquisitas. Les pidió que tomaran una y se sirvieran café.

Cuando todos los estudiantes tenían su taza en mano, el profesor dijo:

—Si se han fijado, todas las tazas bonitas y caras han sido tomadas, pero han dejado las más comunes y las más baratas. Aunque es normal que quieran solo lo mejor para ustedes, ese es el origen de sus problemas y del estrés que padecen.

Lo que en realidad querían era café, no la taza, pero inconscientemente tomaron las mejores tazas y hasta las estuvieron comparando con las de los demás.

—Fíjense bien, —prosiguió— la vida es el café, pero sus trabajos, el dinero y la posición social son las tazas. Esas tazas deberían tan solo ser herramientas para contener la vida, lo que hay dentro; la vida no será ni mejor ni peor ni cambia dependiendo de la taza.

A veces, al concentrarnos solo en la taza dejamos de disfrutar el café que hay en ella. Por lo tanto, no dejes que la taza te deslumbre, es mejor que aprendas a disfrutar del café.

Hace poco platicaba con un buen amigo y me contaba que el café más delicioso que había probado fue luego de subir una montaña. Que al llegar a la cumbre del cerro del Potosí en México, bebió en una taza desgastada de peltre el mejor de toda su vida; «y he tomado capuchinos en Praga y París, pero nada que ver con aquel café merecido luego de caminar cuesta arriba no sé cuántas horas; la taza era lo de menos, lo importante era su contenido», me decía.

Vivir pensando solo en la taza desde luego que es estresante y muy desgastante, porque al tratar de quedar bien con todos, quedas mal contigo mismo.

Antes de convertirse en hábito, el estrés empieza como un leve dolor de cuello o espalda. El problema es que cuando no se vigila, en menos de lo que creemos se vuelve un estrés crónico que produce otros problemas que van desde el cansancio, malestares estomacales o inflamaciones y falta de concentración, hasta afecciones cardiacas, depresión o ataques de ansiedad.

Y luego ya creemos que vivir con él es lo normal.


Vivimos estresados porque no estamos dispuestos a perder ni a desencajar con lo que la sociedad espera de nosotros, por ese pensamiento de frustración y de impotencia de que las cosas no salgan como uno espera.

¿Has conocido personas que dicen: «Vivo estresado, el estrés es parte de mí, no conozco otra manera de trabajar»?

Yo sí, y es triste darse cuenta de los precios que se pagan, y más triste creer que no hay otra salida ni opción a su situación.

Algunos textos marcan que la primera persona que utilizó el concepto fue Walter Cannon en 1928.

El tema se ha desarrollado ampliamente con el transcurso de los años; tan es así que la psicología social ya le puso nombre al síndrome de sentirse quemado o desgastado por dentro por esa sobrecarga de estrés. Lo han bautizado burnout.

El burnout es un padecimiento que viven sobre todo doctores, voluntarios, enfermeras, nutricionistas, terapeutas, docentes, personas que regularmente ayudan o cuidan a otras personas, así como nuevas profesiones que se han ido integrando a la investigación como la nuestra, la de los conferencistas. Sinceramente no creo que nadie sea inmune a padecerlo.

Otra de las personas a las que le debemos mucho de lo que hoy conocemos sobre nuestras reacciones en momentos complicados, y a quien aparentemente se le atribuye la palabra estrés, es Hans Selye, un médico y fisiólogo austrohúngaro que radicó en Canadá a mediados del siglo pasado y fue un divulgador apasionado del concepto.

En la tesis que desarrolló, demostraba que muchos de los trastornos físicos de algunos de sus pacientes no eran propiamente causados por la enfermedad diagnosticada, sino por el estrés en el que se encontraban inmersos.

Hay una anécdota en la que se cuenta que una vez le preguntaron a Selye qué podían hacer para aminorar el estrés y su respuesta fue: «Quiere más a tu vecino».

Pudiera parecer simplista, pero la verdad es que el estrés nos desconecta de las bendiciones de la vida, de los instantes mágicos y memorables, de los pequeños detalles, como tener una buena comunicación con la persona al lado.

Adam J. Jackson, un reconocido orador inglés, también comparte esta visión y dice que, para él, la fórmula antiestrés implica primero no preocuparse por las cosas pequeñas. Y segundo, recordar que casi todas las cosas en esta vida son pequeñas.

El estrés es un hábito que produce rápidamente acidez tanto física como emocional.

¿Qué tanto convives con él?

Tercer hábito: la victimización

Sentir que el mundo nos debe algo, que Dios nos castiga o que se ha planeado una conspiración en nuestra contra y por eso nos sucede lo que nos sucede, suena a argumento de alguna película de ciencia ficción, pero no, es solo la forma de vivir de muchos.

Muchas personas piensan que nadie tiene una historia tan sufrida como la de ellos, que no los comprenden porque no han vivido lo mismo, que ellos realmente la han pasado mal; llegan a decir: «Para penas, ¡nomás las mías!». Con tal de conseguir aceptación, van por la vida contando lo que yo llamo sus «leyendas dramáticas», construyendo monumentos a su pasado para que los demás se compadezcan y aprueben sus carencias.

La victimización es un hábito inconsciente que se activa cada vez que sucede algo que no queremos o creemos que no merecemos. Va acompañado de frases como: «¿por qué yo?», «todo me pasa a mí, tan bueno que soy», «¿qué hice para merecer esto?», «solo soy una víctima de las circunstancias», «el mundo la trae contra mí», «si tan solo Dios me escuchara».

Es una especie de estancamiento en la nostalgia, en el abrigo de tiempos que la persona consideró mejores o en los que no acaecían aún «fatalidades» en su contra, y que a fin de cuentas no sirve para confortar, sino que duele cada vez que se acude a ella, porque no deja seguir adelante, lastra a quien la convoca, como si se tratara de un grillete espiritual.

Quiero decirte que es muy bello refugiarse en ciertas zonas de nuestro pasado pero para recordar o para aprender, nunca para quedarse allí y culpar a los demás, al destino o a Dios, de no darnos lo que esperábamos y así hacernos de una coartada para justificar una actitud actual desagradablemente tóxica.

Sentir que el mundo nos debe algo, que Dios nos castiga o que se ha planeado una conspiración en nuestra contra y por eso nos sucede lo que nos sucede, es la forma de vivir de muchos.


Ser víctima es la postura más fácil, ya que no te pide que tomes ninguna responsabilidad y, por lo tanto, se antoja un hábito tremendamente cómodo.

Sin embargo, al ser una postura pasiva, tampoco te mueve hacia ningún lado, solo te mantiene en ese círculo vicioso interminable de búsqueda de culpables o explicaciones, apelando siempre al pasado con mentalidad acusatoria y sin duda rencorosa, aunque no haya culpables reales. Desde luego que los resultados no son nada agradables ni positivos.

Quienes asumen el papel de víctimas buscan en otros lo que ellos mismos no han podido solucionar. Creen que sus padres y sus infancias difíciles son los causantes de sus desgracias del presente, o sus exparejas son las responsables de que ellos no logren encontrar el amor, o sus jefes odiosos que no valoran el increíble trabajo que realizan.

Es autocompasión, en muchos casos válida pero mal entendida, porque al sentir lástima por ellos mismos buscan protagonismo y aceptación del exterior, cuando el principal rechazo radica en su interior.

La paradoja es que esa compañía y atención que busca la persona que vive con este hábito suele llegar, pero de manera momentánea, porque al ser una actitud tóxica los demás tarde o temprano, al darse cuenta de ello, se alejan con justificada razón.

Puede parecer un hábito más ajeno de lo que realmente es. La verdad es que es algo con lo que también nos topamos a diario en situaciones muy típicas.

Por ejemplo, cuando un oficial de tránsito nos levanta una multa por una falta que cometimos al conducir y buscamos justificaciones y decimos que todos son corruptos y que solo buscan generar multas para enriquecerse. O cuando criticamos a los políticos por sus múltiples fallas, desde nuestro juicioso lente, y creemos que ninguno merece estar en donde está, y que nosotros podríamos hacerlo mejor. Cuando algún automovilista no nos deja pasar para cambiar de carril y le queremos decir un par de improperios por su falta de amabilidad, si bien nosotros mismos no somos conductores amables ni modelo. Cuando el maestro de nuestro hijo no le da la mejor nota por su desempeño, y comenzamos a criticar el sistema educativo, sin aceptar que tenemos un vástago poco aplicado. Cuando nuestro jefe directo no reconoce alguna de nuestras labores y despotricamos contra lo mal que nos trata la empresa. Hay una carencia total de autocrítica y solo una visión de queja frente a todo y contra todos.

Recuerdo que, antes de impartir una de mis conferencias, me encontraba detrás del escenario a punto de entrar, y una persona que estaba ayudando en la organización del evento se me acercó y me dijo: «No tengo el gusto de conocerle, pero pues a ver si es tan bueno y sí logra motivarme, porque yo estoy muy mal. Soy un buen reto para usted».

A esta persona le contesté: «Temo decepcionarte, pero como para mí cada quien se motiva solo, no puedo hacer nada si tú no te lo permites. Tampoco hago milagros. De hecho, el reto es tuyo, no mío».

Esta persona es otro ejemplo claro de víctima: aquella que avienta la pelotita a otros para que solucionen sus propios problemas.

 

Quienes viven este hábito tienen una extraordinaria memoria… para lo que les conviene, claro. Nunca olvidan una ofensa o un mal trato, porque recordar con lujo de detalle lo que otros hicieron o, aparentemente, «les hicieron» es lo que alimenta su postura de víctima.

Tienen una deformación clara de la realidad que incluso puede rayar en lo paranoide.

Un hábito que, sin lugar a dudas, produce acidez emocional.