Chile 1984/1994

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Desde otro punto de vista, si consideramos el ámbito de la sociedad chilena desde una dimensión histórico-cultural, debemos pensar el fenómeno desde una perspectiva aún más amplia, trazando la transición como el tiempo de la dictadura en sí, esto es, años en los que operan y se combinan una serie de transformaciones económicas, políticas, sociales y culturales que superan por mucho al régimen militar y que, desde una mirada global, se relacionan con el ocaso de la sociedad y el Estado de compromiso anterior al golpe de Estado, y la consolidación de la globalización neoliberal. En ese flujo temporal, los 17 años de dictadura resultan el marco en que lo viejo se funde con lo nuevo; mientras lo anterior no acaba de irse, lo nuevo no termina de consolidarse en pleno proceso de lucha, recuperación y consolidación de la democracia.

Ahora bien, mirado en perspectiva la combinación de ambas dimensiones nos invitan a pensar que esta transición 1984-1994, efectivamente fragua lo que fueron las bases de ese mundo —global— que definieron el comienzo del siglo XXI, y las estructuras político normativas que dieron origen a la sociedad chilena de posdictadura. Es decir, un tiempo de transición entre una sociedad y otra.

2. La política exterior y el papel de Europa y España en la transición chilena

Europa ha representado para Chile y toda Latinoamérica, un espacio de influencia fundamental a lo largo de su historia. Tanto culturalmente como política y económicamente. Si bien es cierto que esta estrecha relación se cortó abruptamente durante la dictadura, ha sido el máximo referente intelectual y político, así como la primera fuente de inversión y cooperación al desarrollo. Sin embargo, tras el golpe de Estado, los gobiernos europeos tendieron a enfriar sus relaciones diplomáticas con el régimen, rompiendo las relaciones políticas y afectando incluso (aunque en mucha menor medida) las relaciones comerciales: para 1985, por ejemplo, la Unión Europea concentraba solo el 33% de las exportaciones, altamente concentradas —además— en productos básicos. Esta cuestión se vio refrendada desde Chile, que tras el golpe privilegió su relación con Estados Unidos en todos los aspectos posibles, destacando lo económico e intelectual: los Chicago boys y parte importante del régimen “consideró las concepciones europeas de Estado y sociedad como un arcaísmo destinado a desaparecer y fuera de la megatendencia de la competitividad global“24.

La dura crítica europea al golpe de Estado, se materializó en sus reiteradas condenas ante la sistemática violación de derechos humanos. También en la recepción de refugiados y asilados políticos que dieron pie a una extensa red de exiliados chilenos en toda Europa. Esta dinámica de cooperación y solidaridad, se estableció desde las distintas entidades de poder europeo, fuese a través de la propia Comunidad Europea y sus distintos órganos comunitarios, como de los gobiernos y partidos políticos nacionales. En esa línea, la cooperación internacional al desarrollo, desplegada en Chile normalmente hasta antes del golpe de Estado, cambió abruptamente de forma con la dictadura, pasando a ser cooperación política no gubernamental basada en la lucha contra la pobreza, la defensa de los derechos humanos y el fortalecimiento de la sociedad civil. Así se distanció totalmente del Estado autoritario y se focalizó en institutos, organizaciones sociales no gubernamentales y centros de estudios conectados a las fuerzas políticas opositoras al régimen de Pinochet. Esta relación no solo permitió colaborar económicamente con la reactivación de la sociedad chilena, sino que aproximó a diversos europeos —intelectuales, profesionales y hasta curas y religiosas— a la realidad social de ese país.

Esta situación sentó el aislamiento internacional del gobierno de Chile. Las relaciones con la dictadura en lo fundamental, se limitaron a lo diplomático: ya fuese para presionar al régimen o para emplearlas en la colaboración de las fuerzas democráticas del interior. La presión europea por acelerar el retorno a la democracia y más tarde para garantizar elecciones limpias, resultaron fundamentales para que el régimen no se prolongara indefinidamente en el tiempo.

Los nexos históricos y aquellos desarrollados entre esa elite intelectual y militante que se exilió en Europa durante la dictadura con los líderes de los distintos partidos progresistas europeos (socialdemócratas, eurocomunistas y socialcristianos), permitieron restaurar rápida y eficazmente las relaciones políticas y diplomáticas a partir de 1990. Europa occidental —así— jugó un papel relevante para reposicionar a Chile en el sistema internacional, reiniciando una intensa actividad política —la visita de Jaques Delors, presidente de la Comisión Europea, en 1993, fue una muestra patente de ello— y comercial. Ciertamente que la continuidad del modelo económico impuesto por la dictadura —un modelo de desarrollo basado en la apertura al comercio exterior— ayudó al gobierno de Aylwin a atraer capitales extranjeros, cuestión respaldada por su política exterior que incentivó y reactivó las relaciones bilaterales y multilaterales. En este contexto, la UE se convirtió en un socio comercial natural al ser la primera potencia comercial del mundo, llegando a ser el primer inversionista del país25, mientras España pasaba a ser el principal país extranjero en inversión directa26. Esta realidad permitió, a su vez, consolidar el proceso de transición a la democracia. El Acuerdo de Cooperación Chile-Comunidad Europea, firmado en diciembre de 1990, involucró un diálogo político, social y económico que superaba por mucho la cooperación tradicional dada a América Latina hasta ahí27. El acuerdo resultó un apoyo explícito a la transición chilena, manifiesta en la cláusula democrática que anulaba inmediatamente cualquier acuerdo en caso de experimentarse algún retroceso autoritario. Paralelamente, fue fundamental para financiar parte importante de los programas sociales de emergencia que debió establecer el gobierno ante la altísima tasa de pobreza existente. Estas buenas relaciones permitieron la visita de Aylwin a Bruselas —pasando por Madrid y otros cuatro países más28— la ya mencionada visita de Delors a Santiago, y la instalación de la Fundación Europa-Chile para promover negocios y vínculos empresariales. De esta forma, junto a los nuevos mercados que se abrían para Europa, también se convertía en una ayuda y guía para fortalecer la gestión de políticas públicas, la cooperación y el desarrollo.

Para España, en tanto, la transición a la democracia representó una necesaria reformulación de su política exterior. Tanto en sus formas —que incorporaban los controles parlamentarios, la participación de la opinión pública, entre otras— como en una nueva filosofía que inspirase un nuevo diseño y una nueva dimensión de lo internacional a partir de la renovación de intereses, principios y objetivos. En lo fundamental, se establecieron dos grandes etapas de este cambio desde el fin de la dictadura; una de transición (1976-1988) caracterizada por replanteamientos, definiciones y aprendizajes en los que España terminará definitivamente por reinsertarse en el sistema internacional, y otra que, desde 1988 en adelante, definió una política exterior ya normalizada, sobre un proyecto global —en un contexto de fin de Guerra Fría y construcción del nuevo orden internacional— donde España reforzó su presencia, implicación y relevancia tanto en América Latina como en el Mediterráneo29. En ese contexto, los valores de la nueva acción exterior acabaron vinculados al multilateralismo, la paz, la democracia, el desarrollo económico-social, la solidaridad y la defensa de los derechos humanos30.

El retorno y consolidación de la democracia permitió a España dialogar, insertarse y legitimarse en el amplio marco de países democráticos, experiencia que también viviría Chile a partir de la década de 1990. En el caso de España su discurso democrático, reforzado por el respeto a los derechos humanos, la posicionó como un actor relevante frente a los regímenes autoritarios de América Latina31. Este perfil se vio fuertemente respaldado por la decisión del gobierno socialista de establecer una política coherente y global como paso fundamental para la reinserción de España en el sistema internacional. El propio Felipe González así lo indicaba en su discurso de investidura, en 1982, insistiendo que esa ausencia de un proyecto global de política exterior era una de las carencias heredadas del franquismo. Fue por estas razones, que junto a la integración europea, el PSOE apostó por una política exterior activa en dos ámbitos específicos: el Mediterráneo e Iberoamérica, entendiendo que estos espacios reposicionarían a España en el sistema internacional32.

Para Iberoamérica, la preocupación de la política exterior se centró primeramente en la defensa de los derechos humanos, así como en la protección jurídica de los refugiados de regímenes autoritarios. La decisión del gobierno del PSOE era convertir a España en un auténtico referente en esta materia. Igualmente, y tras afianzar y definir su política exterior, el gobierno socialista buscó consolidar los procesos de democratización en la región, tanto en Centroamérica como en el Cono Sur. Con estos motivos se creó, en 1983, la Oficina de Derechos Humanos, dependiente directa del Ministerio de Asuntos Exteriores, que tuvo por objetivo realizar un seguimiento al comportamiento internacional del respeto a las libertades y los derechos humanos tanto dentro como fuera de España. En paralelo, se creó una comisión encargada de estudiar los distintos casos de españoles desaparecidos en las dictaduras argentina y chilena, con la finalidad de generar material e información que permitiera al gobierno tener la mayor cantidad de antecedentes posibles respecto a la situación de los derechos humanos en cada dictadura.

 

En materia económica el gobierno socialista mantuvo buenas relaciones con América Latina de modo de propiciar la inversión de capitales españoles en los distintos países de la región. Esto tomó forma a fines de los 80’ cuando la situación económica y comercial de capitales españoles en América Latina comenzó a representar un impacto sustantivo en el PIB español. En este sentido, conviene hacer mención al debate ético que se produjo en torno a la venta de armas a países en dictadura. Si bien se impidió la venta de material bélico y antidisturbio para Chile, varias investigaciones parlamentarias dieron cuenta que las relaciones comerciales de esa índole se mantuvieron en el continente, reflejando que el interés económico interno, a veces, estuvo por sobre las consideraciones éticas33.

Con el término de la dictadura, ya en la década de 1990, el gobierno español asumió que debía entregar un amplio margen de confianza a los nuevos gobiernos democráticos, redefiniendo su rol como asesor y orientador, coincidiendo con su proyecto de afianzar una cultura política nueva, sostenida en la protección de los derechos fundamentales. Reposicionar al país en el contexto internacional, fue —en efecto— una cuestión que Felipe González estableció como objetivo prioritario de su política exterior. La similitud identificada con las necesidades chilenas solo unos años más tarde, enfatizaron las relaciones entre ambos países, siendo un vínculo natural entre Chile y la UE, a través de una política de libre comercio, democracia y respeto a los derechos humanos.

3. La transición chilena. Representaciones y aportaciones comparadas desde España

La rebelión popular iniciada en 1983 con las protestas nacionales, fue acompañada por los partidos políticos opositores que se habían reposicionado en el escenario público a partir de ese auténtico despertar de las mayorías34. Ahora bien, no fue hasta 1984 cuando comenzaron a dilucidarse con mayor claridad los caminos y estrategias que tomarían los partidos en esta lucha por el retorno a la democracia. Durante ese año, la oposición se había organizado en dos bloques; por una parte, la Alianza Democrática (AD) que reunía a socialistas renovados, democratacristianos, radicales y liberales y, al menos durante 1983, centró sus esfuerzos en la movilización pacífica como estrategia central de presión, pero siempre teniendo como premisa una acción pacífica y plural que recogiera a un amplio espectro de la sociedad civil. Por otra, estuvo el Movimiento Democrático Popular (MDP), que aglutinó a comunistas, al MIR y al sector más ortodoxo del socialismo (PS-Almeyda). La creación, ese año del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) como brazo armado del Partido Comunista chileno (PC,) había consolidado la política de Rebelión Popular de Masas que legitimaba todas las formas de lucha contra el régimen. Esta política, sumada a la decisión del MIR y de un sector del MAPU de legitimar la violencia activa como estrategia contra el régimen, estableció una división en el conjunto de la oposición en torno a la violencia, que a la postre resultó imposible de superar. Las lecturas acerca de cómo enfrentar al régimen, fueron progresivamente lacerando las posibilidades de la oposición de desestabilizar a la dictadura. Esta incapacidad de llegar a acuerdos duraderos sirvió para la reorganización del régimen y para que los sectores moderados de la oposición impusieran sus tesis de institucionalización en la normativa autoritaria, cuestión que tomó forma en 1984, haciéndose hegemónicos en 1986, después del atentado a Pinochet35.

La temprana división de la oposición a la dictadura, se remontaba a las representaciones que los distintos sectores de la oposición atribuyeron como casusas del abrupto fin de la democracia en 1973. En ese sentido, las tesis que señalaban el aumento exponencial de la conflictividad social al punto de fracturar el sistema político, se enfrentaban a aquellas de corte clasista que insistían, además, en la injerencia del imperialismo norteamericano como factor decisivo de la derrota popular. Ahora bien, estas viejas diferencias que enfrentaban a la DC con los partidos de la UP, experimentaron un importante cambio en la correlación de fuerzas para estos años, a partir de la profunda y radical fractura que vivió el socialismo chileno. Este fenómeno conocido como la renovación socialista36, estuvo estrechamente influido por la situación internacional y las experiencias que muchos opositores chilenos tuvieron del exilio europeo. Sobre todo del contraste que representaba la vida en uno y otro lado del telón de acero37. El proceso francés liderado por Francois Miterrand entre 1981 y 1995, por ejemplo, marcó y aproximó —paradojalmente— al otrora ortodoxo socialista Carlos Altamirano o al ex MIR, Carlos Ominami, con la sociedad capitalista a través de la socialdemocracia. Igualmente ocurrió con el eurocomunismo italiano liderado por Enrico Berlinguer entre 1973-1991. Su rescate del pensamiento de Antonio Gramsci, penetró hondamente en políticos e intelectuales de la izquierda chilena, que comenzaron a abrazar las visiones y proyectos que incentivaban un pacto interclasial que no solo criticaba al marxismo soviético sino se aproximaba a establecer a la democracia como un fin en sí mismo38. También incidió la experiencia socialdemócrata sueca bajo el liderazgo de Olof Palmë (1973-1986) o la República Federal Alemana a través del Partido Socialdemócrata alemán de Willy Brandt39. Así pues, estas experiencias influyeron decididamente en la renovación del pensamiento socialista, distanciándolo del discurso de clase que había marcado su historia, aproximándolo a la socialdemocracia europea que incorporaba al mercado como un elemento más en las estrategias de desarrollo.

El giro vivido por parte de la izquierda chilena, se observó primeramente en los nuevos análisis que realizaron de la experiencia allendista. El fracaso de la Unidad Popular, señalaron, respondía a la incapacidad del gobierno de establecer alianzas político-sociales transversales que permitieran dar estabilidad al gobierno y su proyecto político. En ese orden, los socialistas chilenos encabezados por el propio Altamirano, plantearon un vuelco radical a sus principios, dando paso a reivindicaciones sociales y políticas que buscaban una convergencia del centro con la izquierda, de manera de alcanzar un programa de transformaciones, pero siempre en el marco del régimen democrático-liberal.

Ahora bien, si la influencia europea en la renovación socialista tuvo un papel relevante, la experiencia española de transición a la democracia, coronada con el arribo al poder del socialista Felipe González, en 1982, resultó crucial. No solo para consolidar el giro que representaba aceptar el libre mercado sino también para aproximar la relación entre el socialismo chileno y el español. Esta relación tomó formas variadas; junto a la proximidad ideológico-intelectual, el PSOE colaboró económicamente con el socialismo chileno, patrocinando actividades, reuniones e incluso la sede del PS chileno en Madrid. Esta proximidad situó a Eric Schnake como uno de los máximos exponentes de la renovación socialista chilena, apoyando las directrices de la Internacional Socialista que también delineaba los marcos del socialismo español. “No hay ninguna duda que en nosotros ha influido notoriamente la presencia del PSOE y especialmente de su líder, Felipe González“, señalaba Schnake. “Nuestra reivindicación permanente, sentida y verdadera, es la democracia sin apellidos (...) esto es, en el esquema de las grandes divisiones del socialismo en el mundo, tomar la opción socialdemócrata o socialista democrática, que es lo mismo“40.

Esta estrecha colaboración también se escenificó en la Democracia Cristiana y sus símiles alemán e italiano. La proximidad permitió fortalecer las iniciativas intelectuales y sociales que se realizaban en la oposición. Por una parte, para incentivar los vínculos académicos entre intelectuales de izquierda con la universidad europea así como el patrocinio de actividades y organizaciones de base que se despegaban en las poblaciones de Chile, y que intentaban reactivar la repolitización de la sociedad en clave democrática, cooptando igualmente los incipientes espacios de autonomía que allí se desplegaban41.

Políticamente, esta influencia tomó forma a través de varios hitos. El primero fue la rápida convergencia del socialismo con la DC en la Alianza Democrática, en 1983. Su existencia resultó clave para conducir la protesta y comenzar una presión decidida contra la dictadura. Sin embargo, adquirió mayor consistencia en 1985, cuando a partir de la base DC-PS, un amplio espectro de la oposición firmaba el Acuerdo Nacional para Transición Plena a la Democracia, amparados por la iglesia católica, máximo referente del consenso y el diálogo42. El análisis de la prensa española sobre este acontecimiento evidencia el significado atribuido, considerándolo como un paso básico y fundamental para el retorno a la democracia, destacando “el amplio acuerdo político para recuperar la democracia“ que significaba la unión de una oposición tan amplia. Se destacó, igualmente, la figura del cardenal Fresno por su papel como articulador del diálogo y promotor de un marco mínimo que garantizara el pronto y pacífico retorno a la democracia solventado en una auténtica reconciliación nacional43.

Sin embargo, esta unidad entre el centro y un sector de la izquierda, no alcanzó para agrupar a toda la oposición. Mirado comparativamente con la experiencia española, este fraccionamiento impidió que los pactos cruzaran el amplio espectro de la política nacional aislando a los autoritarios y continuistas —la UDI y el pinochetismo más duro— como había ocurrido en España con el sector duro del franquismo. En este sentido, las sinergias que se dieron en la base de la sociedad entre socialistas y comunistas sirvieron para aglutinar a toda la oposición española en la lucha por la democracia, cuestión que no ocurrió en Chile donde finalmente los partidos terminaron por dividir los rumbos de la oposición44.

La división tomó forma definitiva en 1986, cuando en el transcurso de tres meses una serie de acontecimientos terminaron por fraccionar para siempre a la oposición. El paro del 2 y 3 de julio, brutalmente reprimido por el régimen, el hallazgo de armamentos en Carrizal Bajo y el atentado contra Pinochet en septiembre de ese mismo año, acabaron con cualquier opción de unión: mientras la persecución de la CNI contra el MDP y las rencillas internas terminaban por fragmentar a la izquierda marxista, las tesis moderadas de la negociación e institucionalización se convirtieron en la única vía de la Alianza Democrática. La reconfiguración del escenario político supuso el aislamiento progresivo de la izquierda insurreccional, siendo ésta y no el sector duro del régimen —como ocurrió en España— los grandes derrotados del proceso transicional45.

El análisis de la prensa española de estos meses de 1986, deja en evidencia el sentir del periódico más cercano al gobierno socialista. Por un lado, insistía en sus dudas respecto al efecto que la violencia insurreccional podría tener como estrategia de choque ante un régimen todopoderoso y cruel, que no dudaba en reprimir, pero que además utilizaba dicha violencia para postergar la democratización del país. Por otra parte, se insistía que la violencia impedía lo que a vista de la experiencia española parecía el único camino efectivo de avance hacia la democracia: la unión del conjunto de la oposición a través de una propuesta o programa único de retorno a la democracia que incentivara el giro democrático de los sectores liberales del régimen46.

Se insistía —así— en la urgencia de acuerdos de toda la oposición, amparada en un diálogo amplio e inclusivo que incorporara transversalmente a la sociedad. En esa línea, se destacaba positivamente, por ejemplo, la relevancia que representaba para la causa democrática que el paro de julio fuese convocado por la Asamblea de la Civilidad, ente que reunió transversalmente a una serie de organizaciones sociales, sorteando así la renuente disposición de los partidos opositores a unirse en la lucha por la democracia. El País, asumía —precisamente— que “el lastre más grave que ha frenado a la oposición es la división“ entre comunistas y democratacristianos, siendo el desafío establecer la unión, pese a carecer de un necesario programa mínimo conjunto. Era el único camino viable, según el periódico español, para obtener a la brevedad el retorno a la democracia47. Pues tras el atentado a Pinochet, la declaración del estado de sitio, y la definitiva división opositora, la movilización social se vio profundamente debilitada. AD se centró en negociar con el régimen una apertura política a cambio del reconocimiento de la normativa constitucional. En ese contexto se organizó el plebiscito de 1988, contando con una activa colaboración internacional para garantizar unas elecciones regulares y transparentes.

 

En España, la idea de “exportar“ el modelo de transición tenía que ver con la representación “modélica“ que por esos años se construye del proceso político48, no obstante se reconozca —incluso entre sus máximos defensores— que la construcción de la transición tuvo mucho más de pragmatismo político contingente que de plan meditado, como lo expresó el propio Felipe González en más de una ocasión49. Pues bien, en la línea de replicar el modelo transicional español y de acuerdo a la política exterior desarrollada por el gobierno socialista de fortalecimiento y defensa de los derechos humanos, España inició una serie de iniciativas en la región. De este modo, a su cercanía ideológica con la oposición chilena, se sumaron sus intereses estratégicos, redundando todo en una fuerte convicción en colaborar con el retorno a la democracia.

En esa línea, ya en 1987, se había creado el Comité de apoyo a las elecciones libres en Chile, con el objetivo de recolectar fondos para la campaña por el NO, incluyendo no solo al PSOE, comunistas y los sindicatos de UGT (Unión General de Trabajadores) y CCOO (Comisiones Obreras), sino que también a la derechista Alianza Popular. Es decir, existía un amplio consenso respecto a la necesidad de que Chile retornara a la democracia, más allá del debate producido en el parlamento a partir de las ayudas económicas directas hacia la oposición chilena50.

Durante 1988, las expresiones por la democracia chilena aumentaron exponencialmente al igual que la visita de autoridades españolas con motivo del plebiscito. Primero juristas visitaron Chile en febrero de 1988; la Caravana por la Paz, los presos políticos y los derechos humanos en América y contra las penas de muerte en Chile, fue un contundente mensaje del poder judicial español. Luego, en julio, una comitiva de autoridades de gobierno y parlamentarios socialistas viajaron para promover el retorno a la democracia; meses más tarde, en las vísperas del plebiscito, ministros y portavoces del gobierno socialista realizaron una visita de promoción de la democracia que abiertamente criticaba el continuismo. Incluso la Cámara de Diputados expresó su solidaridad con todos aquellos que reivindicaban la democracia en el proceso eleccionario chileno. Por su parte, la embajada española intentó traspasar la experiencia que les había tocado vivir en el proceso español unos años antes, conscientes de las similitudes que presentaban ambos procesos51. En ese sentido, como plantea Goicovic, ambas elecciones sirvieron para definir un itinerario de transición y legitimar un nuevo orden político que marcó profundamente la historia de ambas sociedades52. La diferencia —evidente y fundamental— era que el proceso español se realizó sin el dictador presente, es decir, solo con el orden heredado y la presión de sus seguidores, a diferencia de Chile donde el dictador siguió desempeñando un papel central de la vida política del país: primero como Comandante en Jefe del Ejército —inamovible por el poder civil— luego como senador vitalicio. Solo su detención en Londres, diez años después de su derrota electoral, pudo acabar definitivamente con su injerencia directa en el escenario político chileno53.

Para el plebiscito de 1988, la delegación española de observadores internacionales tuvo a miembros de distintos partidos y sindicatos. Fue por lejos la delegación más numerosa con más de cincuenta miembros de un total de 400 que llegaron de 24 países. La efervescencia por el eventual término de la dictadura chilena despertó gran expectación en todo el viejo continente. Que Adolfo Suárez fuera el jefe de la delegación internacional da cuenta de la relevancia que tenía para la diplomacia española el plebiscito chileno, sobre todo porque existía en el amplio espectro político español, la convicción de traspasar sus experiencias a los chilenos, de manera de encausar definitivamente el proceso de transición por la vía del diálogo, el consenso y la negociación.

Este discurso de mesura y actitud dialogante fue bien recogido por Patricio Aylwin, que durante las jornadas previas al plebiscito, se encargó de desmontar el discurso del terror impuesto por el régimen, reiterando que la economía no sufriría grandes modificaciones de ganar el No. Este mensaje y la propia actitud del líder de la oposición fue muy destacada por la prensa española, oponiéndola al discurso del régimen que apuntó al miedo, al retorno del marxismo y el derrumbe económico como estrategia principal de campaña54.

Pese a la incertidumbre y el temor a un desconocimiento de los resultados, la oposición mantuvo la calma en esa jornada del 5 de octubre. La división interna al interior de la Junta de Gobierno, al igual que la evidente claridad que para los veedores internacionales tenía el triunfo del No, obligaron a Pinochet a reconocer su derrota. Los valores de la transición española de consenso, diálogo, apertura, aceptando la economía de mercado y parte importante del pasado autoritario, estaban presentes en el discurso de la oposición chilena. El propio informe de Adolfo Suárez, ratificaba cómo los españoles presentes en este proceso eleccionario identificaban la presencia de la transición española en el proceso político chileno55. Esa noche muchos miembros del PSOE se confundían entre los chilenos que festejaban en el Comando por el No56.

4. El gobierno de Patricio Aylwin y la representación española de la transición (1990-1994)

Tras el triunfo del No, el planteamiento general desde España fue acelerar los tiempos trazados por la Constitución, porque parecía inverosímil tener a Pinochet un año y medio más en el poder. Se creía que era una situación absurda e incluso el Ministro de Asuntos Exteriores, Francisco Fernández Ordóñez insistió que las relaciones se reforzarían solo una vez alcanzada la democracia57. La proximidad, no obstante, fue inmediata e importantes personeros de la oposición estuvieron en constante contacto con figuras del gobierno español. Por su parte, se insistió que el desplome de la derecha pinochetista —igual como había ocurrido con el franquismo— sería una evidencia de la necesidad de apurar el tranco entre una amplia mayoría de aquellos que pretendían una democracia moderna58. Sin embargo, la relevancia de Pinochet y la vigencia de su poder eran cuestiones demasiado determinantes, que distaban mucho de lo que había ocurrido en el caso español. Jorge Arrate, tras el triunfo de Aylwin, se encargó de situar a la prensa española señalando que “en la transición chilena no tenemos rey y Franco está vivo“59. En efecto, no había ninguna figura que pudiera hacer contrapeso a Pinochet como para modificar los tiempos impuestos por la dictadura. Entre octubre de 1988 y el triunfo de Aylwin en diciembre de 1989, se llevaron adelante una serie de negociaciones entre régimen y oposición que ratificaban la vigencia de Pinochet. Ahí se acordaron algunos cambios en la Constitución (como la legalización de los partidos obreristas, entre muchos otros), pero también se ratificaron los enclaves autoritarios de la democracia protegida60. Pese a los cambios mínimos, la derecha moderada los entendió como unos verdaderos Pactos de La Moncloa, mientras la oposición —ansiosa por asegurar el fin de Pinochet— aceptó sin grandes problemas los múltiples amarres constitucionales61. Pinochet mantuvo —en ese escenario— todas las prerrogativas que la Constitución de 1980 le había dado.