El nuevo gobierno de los individuos

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II. La elasticidad del mundo social y la acción heterogénea

En este libro abordaremos la cuestión del gobierno de los individuos partiendo desde esta característica decisiva de la vida social. Digámoslo sin rodeos: al comienzo y en el centro de la cuestión del gobierno de los individuos es indispensable colocar, antes de la respuesta aportada por todo régimen particular, el reconocimiento de una vida social marcada por la posibilidad irreductible de acciones heterogéneas. La cuestión de un mundo social donde, cualquiera sea la fuerza de los condicionamientos, siempre es posible actuar de otra manera, o sea, de forma heterogénea a como lo dictan los principios totalizadores o hegemónicos de una sociedad.

1. En el principio está la acción heterogénea

Las acciones no son ni aleatorias ni imprevisibles (pasan siempre por orientaciones culturales compartidas), pero no están sometidas a ninguna necesidad irrefutable. El hecho de que la vida social esté ampliamente encuadrada por un sistema de normas y de roles despeja muchas incertidumbres de las interacciones humanas. La conducta del otro es raramente imprevisible o incomprensible. Las elecciones de los actores operan al interior de un horizonte de posibles relativamente restringidos y muy a menudo susceptibles de ser anticipados, a causa justamente de la influencia que sobre ellos tienen las normas o los roles: en este punto preciso la respuesta de Parsons (1949) es definitiva. Pero esta frecuente previsibilidad normativa no anula nunca la posibilidad irreductible (y ontológica) de la acción-heterogénea.

La posibilidad de la alteridad irreductible de la acción humana ha estado en el centro de muchas y muy antiguas cosmovisiones, por lo general asociada a la hybris (el exceso, el orgullo desmesurado), al pecado, a la maldad, pero también, más tarde, a la libertad y a la autonomía. O sea, en su ecuación mínima el problema del gobierno de los individuos siempre ha tenido que enfrentar, y eliminar, la cuestión de la irreductibilidad de las acciones heterogéneas.

Durante mucho tiempo, en mucho a causa de la gran fuerza del imaginario de la rebeldía (Camus, 1951), esta capacidad ha sido principalmente pensada como una expresión de la libertad, más tarde desde las capacidades corporales, cognitivas o estratégicas de los actores, desde su fuerza inventiva propia. Partiendo de estas realidades, el análisis social interpretó la posibilidad irreductible de las acciones heterogéneas como una expresión de la libertad, fruto de la psiquis humana (la creación), como una capacidad más o menos metafísica de la existencia (proyecto, sujeto o agency). O sea, la fuente última de la posibilidad de las acciones heterogéneas se ha depositado siempre en el actor (Sartre, 1943; Touraine, 1973; Castoriadis, 1975; Joas, 1999). La división es así permanente entre lo que se puede describir, desde una de las antinomias kantianas, como el determinismo de un mundo externo, restrictivo, objetivo y sometido a la ley de la necesidad, por un lado, y, por el otro, la realidad de un sujeto libre y única fuente de creatividad en el mundo.

En lo que sigue, en todo lo que sigue, depositaremos la razón de esta posibilidad irreductible de la acción heterogénea en la naturaleza misma de la vida social. Tomar esta hipótesis como punto de partida lleva a modificar radicalmente (o sea desde su base) los supuestos mismos de la representación imaginaria de la vida social y del gobierno de los individuos. A las metáforas de la sociedad como mecanismo, organismo o sistema se le debe contraponer el imaginario de una sociedad-elástica. Esta metáfora, como lo veremos en todos y cada uno de los capítulos que siguen, da cuenta, por un lado, de la existencia efectiva y más o menos fuerte de condicionamientos sociales y, por el otro, de un campo permanente abierto de posibilidades de acción heterogéneas. La articulación siempre problemática entre una y otra dimensión invita a concebir la vida social como un dominio elástico. La cuestión primera del gobierno de los individuos es comprender un universo social donde un número importante de acciones, incluso opuestas radicalmente entre sí y heterogéneas, son siempre simultáneamente posibles, al menos momentáneamente, puesto que la consistencia particular de la vida social está siempre, y en todas partes, en la fuente misma de esta posibilidad de acción (Martuccelli, 2001, 2005 y 2014a).

Las metáforas de la elasticidad o de la maleabilidad resistente pueden servir para visualizar la dinámica entre las posibilidades en apariencia ilimitadas de la acción y los límites efectivos que encuentra. Los unos y los otros aparecen muy a menudo como barreras insuperables o, a la inversa, como límites siempre posibles de ser atravesados. No obstante, lo esencial de la problemática de nuestra relación con la realidad procede de su imbricación. La vida social no es ni un campo de fuerzas maleables a voluntad ni reductible a puros efectos de coerción. Es indisociablemente una y otra. La vida social no es ni un todo cultural coherente ni un todo funcional estable, pero tampoco es un ámbito puro de ejercicio de la creatividad. Hay que romper con la pretensión de cosificar la vida social, de suponer, de manera explícita o implícita, que los efectos sistémicos son insuperables. Pero tampoco hay que aceptar un modelo que intenta interpretar la vida social como el fruto de una producción permanente.

Tal vez ninguna teorización social se ha aproximado más a esta representación que la teoría de la estructuración de Anthony Giddens (1987). Explorando de manera analógica la relación entre la agency y las estructuras sociales con referencia a la relación entre el habla y la gramática, Giddens ha descrito muy bien el carácter simultáneamente habilitante y coercitivo de la vida social; a saber, que la acción (como el habla) solo es posible gracias a las estructuras (o la gramática), las que a su vez solo existen (la gramática, las estructuras) cuando alguien actúa o habla. Esta dinámica supone una capacidad intrínseca a la vez de transformación y de constreñimiento.

En su teorización, Giddens resignificó profundamente la noción de estructura. Ésta dejó de significar, como es habitual en la sociología, un modo de condicionamiento particularmente fuerte de las conductas (de ahí su sinonimia habitual con la noción de coerción), y pasó a designar más bien un conjunto de reglas de comportamiento. Un límite importante, en este sentido, y a pesar de las críticas que el mismo Giddens formuló hacia muchos esfuerzos postmodernos o postestructuralistas que identificaron en exceso (e incluso disolvieron) la vida social con el lenguaje, es que en sus propios trabajos, a causa de la dualidad entre agencia y estructura, la teoría de la estructuración termina por no dar una descripción suficientemente precisa de las coacciones (reales e imaginarias) en la vida social y, sobre todo, de las maneras efectivas, disímiles y elásticas en las que éstas operan. La vida social posee un particular modo operatorio de coacción y de resistencia en la medida en que está constituida por acciones y no por representaciones (lo que minimiza justamente la dinámica analógica entre acción-habla y estructura-gramática).

El desplazamiento de la metáfora inicial de la agency-estructura hacia la metáfora de la elasticidad transforma la mirada y las preguntas en lo que concierne al gobierno de los individuos. A la luz de la metáfora de la elasticidad cada contexto de acción es concebido como susceptible de «estirarse» prácticamente, pero también de «recuperar» su forma inicial cuando una energía contraria deja de actuar, e incluso también, aunque es menos frecuente, de «ceder» o «deformarse» durablemente y hasta «romperse», cuando la presión es demasiado fuerte o continua. Según las situaciones, y las acciones presentes, el mundo social es en efecto capaz de estirarse más o menos hasta un punto de tensión problemática, engendrando ya sea un «retorno» hacia situaciones próximas a los estados iniciales, ya sea a la inversa, dando lugar a novedades contextuales. Partir de y reconocer la elasticidad específica del mundo social obliga a aceptar que ningún condicionamiento (estructura, coerción) es durable e inmediatamente efectivo en la vida social. En cada ocasión es necesario explicitar el mecanismo en acción. Lo anterior es algo que rara vez ha sido suficientemente problematizado en la teoría social: lo esencial, por no decir la totalidad, del pensamiento social ha operado sistemáticamente con una representación del mundo social caracterizado por un muy rápido y uniforme condicionamiento de las acciones3. Si no todo es posible en la vida social, siempre existe de manera irreductible una muy amplia gama de acciones heterogéneas posibles. El desmentido aportado por la realidad está lejos de tener la nitidez y la reactividad que habitualmente se supone. La vida social tolera conductas heterogéneas que tienen un diferencial importante de pertinencia y éxito.

2. El genio sociológico de Cervantes

Precisémoslo mejor con la ayuda de Miguel de Cervantes. El Quijote (1605-1615) diseña mejor que cualquier otro ensayo intelectual posterior la relación siempre problemática entre la acción y la realidad. En efecto, bien vistas y bien leídas las cosas, la novela no explora la adecuación y los desmentidos entre las representaciones y el mundo, sino que escruta desde la acción la ruptura fundadora de la modernidad entre lo objetivo y lo subjetivo.

Para comprender la originalidad sociológica del Quijote es preciso meditar sobre su primera expedición, a condición de aceptar, sin traducir, lo que estas primeras aventuras, en sólo cinco capítulos, atestiguan, algo que generalmente no se hace dada la tendencia a leer el Quijote como una oposición entre lo real y la ficción, entre el ideal imaginario y los diktats de la realidad, en verdad, interpretando las aventuras del Quijote a la sombra del fin de sus aventuras y de su muerte en su tercera expedición. Ahora bien, desde un punto de vista sociológico este no es, en absoluto, el mensaje de la novela. En su base, y es su enigma principal, se encuentra la experiencia de un caballero andante cuya acción no es siempre desmentida por el mundo. Vladimir Nabokov (1997) ha comprendido con profundidad esta verdad de la novela: don Quijote no siempre sale mal parado en sus aventuras. Después de un análisis secuencial de la novela, llega incluso a establecer una lista equilibrada de veinte victorias y veinte derrotas. En este sentido, las aventuras del Quijote y la plausibilidad factual de «su» mundo habrían terminado siendo muy otras, si, de regreso de su primera expedición, satisfecho de él y de sus proezas, hubiera decidido decir adiós a las armas.

 

Aquí reside la verdad sociológica del Quijote. Los desmentidos que el mundo opone a la acción no pueden jamás reducirse a una simple cuestión de adaptación entre las representaciones y la realidad. Cierto, frente a sus errores, este aspecto ha sido tan subrayado y por tantos analistas, don Quijote recurre a racionalizaciones diversas, desarrolla diferentes mecanismos de defensa, reencuadra cognitivamente los eventos, hace intervenir encantadores y magos… en fin, reduce sin desmayo la distancia entre su concepción y los hechos, un trabajo que le permite, sin duda, poder continuar actuando en el mundo, no solamente a pesar de sus impases y fracasos prácticos, sino incluso gracias a ellos, a tal punto que éstos terminan por probar a sus ojos lo bien fundado de su mirada.

En realidad, Cervantes distingue claramente entre diversas situaciones: entre aquellas en las que, frente al fracaso de sus acciones, don Quijote, solitario, o con la sola compañía de Sancho, es capaz de reforzar por racionalización sus propias creencias, aquellas en las que, en medio de creencias aparentemente compartidas con otros, frente al fracaso de sus acciones, y el ridículo, no tiene otro recurso que la fuga imaginaria; o aquellas en las que es víctima de maquinaciones de terceros que con el fin de burlarse de él aparentan otorgarle, durante un tiempo, plausibilidad a «su» mundo. A la idea de un combate claro entre el ideal y la realidad, las palabras y las cosas, la novela opone una miríada de situaciones diversas, coronadas por sanciones y evaluaciones ambiguas, en donde el veredicto del fracaso o del éxito es, él mismo, objeto de matices y variaciones. A través de las conversaciones ininterrumpidas entre el Quijote y Sancho, y de sus movimientos respectivos de opinión en donde cada cual se empapa progresivamente de la visión del otro dentro de coordenadas que restan empero disímiles hasta el final de la novela, Cervantes inventa una filosofía de la agencia: la realidad es lo posible. Lo posible (lo nuevo, el cambio, lo intempestivo, lo imprevisto, lo sorprendente) forma siempre parte de la realidad.

El Quijote, y éste es su verdadero genio sociológico, es una novela de la relación plural de la acción con el mundo. Lo esencial es la complejidad de los desmentidos que el mundo opone a la acción. Contra todo reduccionismo realista, estos desmentidos no son nunca ni inmediatos ni directos ni constantes ni unívocos. Es la sabiduría, llena de matices, del novelista: una misma acción puede, en función de los contextos, de los personajes y de las intrigas, conocer resultados diversos. La realidad es un universo elástico de posibles y de lo imposible. La elasticidad de las creencias del Quijote no se explica solamente por las estrategias cognitivas ad hoc que formula frente a sus fracasos (o éxitos), sino también, y sobre todo, por la ambivalencia práctica de sus conductas que encuentran su más sólido principio de comprensión, sea de éxito sea de fracaso, en la elasticidad fundamental de la relación entre la acción y la realidad.

III. ¿Cómo gobernar a los individuos? Tres paradigmas

He aquí la ecuación inicial del problema: cómo producir y sostener un orden; cómo yugular la irreductible capacidad de hetero-acción; cómo constreñir en un mundo social elástico. Todas las modalidades de gobierno, desde las más formales e institucionalizadas (Estados, organizaciones) hasta las más informales, afrontan explícitamente el primer punto y por lo general implícitamente los dos otros. Puede decirse que, a pesar de la profusión de categorías, dos grandes tipos de respuestas se destacan. Etienne de La Boétie (1993), ya en el siglo XVI, lo resumió con claridad: los hombres son gobernados o porque son obligados o porque son engañados4.

En el marco de las ciencias sociales diversas nociones han sido movilizadas para dar cuenta de lo que denominamos, de manera general, como el gobierno de los individuos, pero tres de entre éstas sobresalen por su permanencia y su importancia: autoridad, dominación y poder. Las diferencias entre estas tres perspectivas son muy significativas.

[1.] En el caso de la autoridad, lo que se subraya es la adhesión voluntaria, autónoma o inmediata, incluso conciliada de un actor a una prescripción, o sea se reconoce la legitimidad de aquél que ejerce la autoridad. En lo que respecta a esta noción, la influencia de Max Weber (1983) es decisiva. Más allá de su distinción entre diversas formas de autoridad, lo fundamental es su concepción de que la autoridad reposa sobre el reconocimiento, por parte de los individuos gobernados, de lo bien fundado del ejercicio de poder. Este reconocimiento puede ser inconsciente, tácito, explícito, reflexivo, pero es su presencia lo que permite hablar de autoridad. En breve, la autoridad es lo que hace que el poder de unos sobre otros se vuelva legítimo. La gran fuerza de Weber –y es posible sostener que en este punto no ha habido ningún progreso significativo en la teoría social– es la de haber comprendido con toda la profundidad necesaria el cambio que en este dominio introduce el advenimiento de la modernidad (o la revolución democrática). Si en el orden tradicional la autoridad es una evidencia cotidiana garantizada por el peso de la tradición y las jerarquías, el valor de los ancestros y en última instancia por un garante de tipo religioso y ultramundano, en una sociedad sumida en el desencantamiento el fundamento de la autoridad se queda sin pie.

Para Weber, existen tres grandes formas –ideales-tipo– de autoridad (tradicional, carismática, racional-legal) y en la modernidad una tendencia dominante: una evolución hacia el primado de la autoridad racional-legal (ella misma, una combinación entre procedimientos jurídicos y legales, por un lado, y consideraciones técnico-científicas por el otro). Para Weber, se obedece a otra persona por tres razones: porque ello aparece como natural; esto es, dictado por los usos y la tradición; debido a que la persona a la que obedecemos tiene rasgos salientes de carácter que ejercen una influencia inmediata sobre nosotros (el carisma); o bien porque comprendemos la necesidad funcional y las bases racionales sobre las cuales reposa la autoridad5.

El tema de la autoridad se aborda como una problemática indisociable de los tiempos modernos. Puesto que el ingreso a una sociedad desencantada, secularizada y democrática implica el fin del orden social heredado y el sustento de la autoridad en valores divinos (o garantes metasociales), esto trae como consecuencia, obviamente, que su ejercicio deba basarse sobre nuevos criterios y que su realidad sea más frágil en sociedades cada vez menos jerárquicas y cada vez más atravesadas por anhelos interactivos horizontales.

[2.] En el paradigma de la dominación, a diferencia de lo que sucede con la autoridad, se acentúan las dimensiones de imposición (ya sea de índole ideológica, ya sea de tipo factual). La noción de dominación designa en efecto un tipo particular de relación social basada en dos grandes elementos. Por una parte, en las sociedades modernas, subraya una forma de subordinación que no es solamente de naturaleza personal (como fue la relación entre amo y esclavo), sino que toma más bien la forma de diversas subordinaciones impersonales a restricciones sistémicas propiamente factuales, de las del tipo capital-trabajo. Por otra parte, designa un conjunto de mecanismos que aseguran o coaccionan el consentimiento de los dominados (a través de diferentes procesos de legitimación, ideología, hegemonía, violencia simbólica, etc.), una dimensión que subraya, así, la importancia decisiva de la adhesión, por coaccionada que sea, de los individuos a las diferentes formas de control. En este marco, a pesar de lo duras que puedan ser las situaciones de dominación, si estas se dan dentro de los límites morales de lo que un colectivo considera como justo, éstas son por lo general aceptadas. El quiebre se produce cuando se acentúa el sentimiento de injusticia o la ruptura de las capacidades de provisión de las élites hacia las demandas sociales de los subalternos (Scott, 2000; Moore, 1978).

Estos dos elementos permiten delimitar la estructura básica y dual de la dominación de manera ampliamente consensual entre muy distintas teorías sociales. En efecto, el análisis dual de la dominación está claramente presente en el marxismo, como en Antonio Gramsci (1983: 83), quien caracterizó al Estado (en verdad la dominación) como «una hegemonía acorazada de coerción», o de manera todavía más sinóptica, «dictadura + hegemonía» (ibid.: 126), y está igualmente presente en la distinción propuesta por Louis Althusser (1995) entre los aparatos ideológicos y represivos del Estado. Pero el marxismo no es la única escuela que caracteriza la dominación en esos términos. En toda otra tradición intelectual e inspirándose en la obra de Weber, Talcott Parsons (1967), al estudiar las maneras en que un actor puede actuar sobre otro, distinguió dos grandes procesos: uno en el que se actúa sobre la situación, el otro en el que se incide sobre las intenciones, por medio de sanciones positivas o negativas. Sin embargo, a pesar de esta caracterización dual, en las teorías de la dominación se tendió por lo general a conceder un papel mayor e incluso una verdadera primacía analítica a los procesos que aseguran el consentimiento o la legitimación del orden social en relativo detrimento de los factores propiamente coercitivos. En la dominación el consentimiento no es conciliado; es consentido porque es coaccionado.

[3.] En el caso del paradigma del poder propiamente dicho se señalan sobre todo los márgenes de acción estratégicos que cada actor (incluso si es de los menos empoderados) posee, pero siempre en dosis diferentes y en el marco de relaciones sociales constantemente asimétricas. Este otro gran paradigma del gobierno de los individuos subraya una concepción dinámica y relacional del poder. Cualesquiera que sean las posibilidades de que ciertos recursos se almacenen o se acumulen, el poder solo opera en y a través de la asimetría de recursos disponibles en cada situación por los diferentes actores. O sea, el poder no se posee, siempre se pone en juego dentro de una situación. Los juegos de poder son, así, una dimensión presente en todas las interacciones. En esta concepción del poder, que siempre es por lo menos ternaria (y no binaria), el ejercicio del poder es indisociable de una variedad de juegos multilaterales entre actores (alianzas y treguas) en donde ningún actor es todopoderoso. Por ejemplo, si en principio el superior jerárquico de una empresa tiene la facultad de poder despedir a un empleado, en los hechos la situación es muchas veces más compleja, dadas las protecciones y los costos que esto implica, pero también porque una decisión de este tipo implica juegos cruzados con otros actores, lo que puede desestabilizar potencialmente al jefe, etc. El poder está siempre en juego.

Entre las teorías sociológicas del poder, sin ser la única, uno de los grandes méritos del análisis estratégico es el haber definido el poder tanto por la capacidad para preservar la propia imprevisibilidad de la acción como por la capacidad para restringir y prever el comportamiento de los otros, lo que genera un control diferencial a nivel de la incertidumbre de las acciones (Crozier, 1963; Crozier y Friedberg, 1977). La concepción estratégica del poder lo define así menos como una imposición que como una habilidad para superar obstáculos o resistencias. Esta perspectiva enfatiza la distribución desigual y asimétrica pero nunca verdaderamente monopolística del poder. O sea, el poder no es propiedad de nadie, siempre es de índole relacional. El poder es un permanente intercambio desigual. El poder, siempre en el marco de este paradigma, rara vez es la única motivación de la acción, pero en la medida en que actúan e interactúan con otros individuos, todos los actores se ven obligados a desarrollar estrategias para ampliar sus márgenes de maniobra.

 

Subrayemos lo que más nos interesa en el marco de este estudio. A diferencia de la autoridad y de su acento en el consentimiento conciliado, de la dominación y de su acento en la articulación estructural entre coacciones y obtención del consentimiento, el paradigma del poder estratégico pone el acento en los innumerables juegos de asimetrías relacionales que atraviesan la vida social. Algunos incluso se deshacen de las hipótesis más estructurales de la dominación con el fin de centrarse exclusivamente en estudios específicos de juego entre poderes asimétricos, de estrategias de intercambio desigual y negociado de recursos entre todos los actores, a través de una sucesión de acuerdos y compromisos locales, más o menos temporarios6.

Como lo veremos a lo largo de este libro, no se trata ni de escoger entre uno u otro de estos paradigmas, ni mucho menos pensar que, de manera ecléctica, sus pertinencias analíticas varían en función de los ámbitos sociales. El problema que abordaremos es diferente: ¿cómo pensar el gobierno de los individuos en un mundo social marcado por una elasticidad irreductible? Es esta realidad primera y común lo que nos llevará a matizar la vigencia de la autoridad en las sociedades contemporáneas, describir la modificación de la primacía tendencial entre las coacciones y los consentimientos obtenidos en la dominación y dar cuenta de las dificultades interactivas en la que desembocan muchos juegos de asimetrías de poder. Pero lo haremos reconociendo en todos los casos la fuerza condicionante de las estructuras sociales. Cualesquiera que sean las asimetrías de poder en juego, las estructuras priman sobre los individuos, imponen restricciones y coacciones que exceden cualquier nivel de negociación (Courpasson, 2000). No todo es negociable en la vida social. En este punto el análisis de Karl Marx sigue siendo decisivo: en las sociedades capitalistas existe un desequilibrio estructural fundamental que enfrenta a los trabajadores libres (o sea aquellos que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo) y los capitalistas (o sea aquellos capaces de comprar y organizar el trabajo) que, como grupo, imponen un orden social en su beneficio. Es solo dentro de esta diferencia estructural, en el marco de la cual los asalariados deben aceptar en sus horas de trabajo las directivas de los capitalistas, que pueden ser negociadas ciertas dimensiones.

Sin embargo, esta dimensión estructural por condicionante que sea opera en medio de una vida social marcada por una elasticidad irreductible y en donde las hetero-acciones son siempre posibles. Esta realidad da cuenta, como lo veremos en tantos capítulos, de los esfuerzos reiterados por proponer representaciones totalizadoras del orden social (de su eficacia, de su solidez) y la permanencia de tantas acciones heterogéneas. Como lo iremos viendo, el gobierno de los individuos no es nunca sistemático (si por esto se entiende la imposición sin desmayo de una lógica dominante), pero es siempre estructural, esto es, basado en condicionamientos diferenciales. El gobierno de los individuos se ejerce siempre en una vida social elástica, lo que invita a tomar distancia tanto de la tesis de una ideología o de un actor todopoderoso como de la tesis de actores comprometidos en la resistencia o en la revuelta, en favor de un conjunto de experiencias ordinarias de encuadre en donde la iniciativa irreductible de los individuos se desarrolla, con márgenes muy distintos, en medio del gobierno de los individuos y sin necesariamente la voluntad de revertirlo. Entre la imposición y la resistencia, existe un espacio irreductible para todo un conjunto heterogéneo de experiencias y acciones. El gobierno de los individuos navega entre grandes representaciones totalizantes y una multitud irreductible de acciones heterogéneas. Es la cohabitación ordinaria entre ambas lo que define el sempiterno problema del gobierno de los individuos.