El mundo en vilo

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También en Londres, el 11 de noviembre, Thomas E. Lawrence se reúne a cenar con Charles Ffoulkes, el director del Imperial War Museum, y con un viejo amigo de ambos, Edward Thurlow Leeds, que trabaja para el servicio secreto militar. Los tres departen tranquilamente en el restaurante del Union Club. Desde su mesa pueden ver Trafalgar Square, abarrotada de gente celebrando. Por su parte, tienen mucho que contarse, aunque naturalmente ya no hablan sobre la pasión que comparten por las armas medievales, que tras cuatro años de guerra se ha convertido en una rareza ridícula.

Pero ¿acaso el pintor británico Briton Rivière no había imaginado el triunfo del bien como un san Jorge exhausto acostado junto a su caballo muerto que, aunque ha vencido al dragón, lo ha hecho a costa de sus últimas fuerzas? La pintura del héroe agotado con su armadura reluciente es anterior a la guerra, pero parece anticipar mágicamente ese momento; tanto vencedores como vencidos se han dejado la piel y en 1918 yacen, por usar la simbología de esa pintura, uno junto al otro, debatiéndose entre la vida y la muerte. En 1914 la competición entre naciones e imperios, la temeridad de los gobernantes y la rígida mecánica de los sistemas de alianzas habían llevado al mundo a la guerra. En 1918, de las ambiciosas metas de la guerra no queda más que la esperanza de los vencedores de poder compensar sus gastos astronómicos con el caudal de la quiebra de los vencidos. Puede verse a san Jorge como encarnación del estado en que se encontraban muchos soldados aquel 11 de noviembre de 1918 a las once de la mañana. Agotados de luchar, abrumados por la atrocidad de la guerra y la omnipresencia de la muerte, hasta el punto de que ni los vencedores tienen fuerzas para celebrar. Las estrategias de mandos militares, diplomáticos y estadistas para los que combatieron ya no les interesan: quieren volver a casa, sentirse protegidos y seguros, quieren olvidar lo que dejan atrás. A más de uno le faltan las ganas de celebrar.

Antes del armisticio Alvin C. York pasa de los bosques arrasados de Argonne a un lugar muy distinto. Tras varias semanas de servicio ininterrumpido obtiene un permiso junto con otros compañeros. Toman el tren hasta Aix-les-Bains, al pie de los Alpes franceses. La estación balnearia frente al lago Bourget, con sus fachadas blancas, es la antítesis de los áridos paisajes del norte de Francia. York se aloja con sus compañeros en el Hôtel d’Albion, un lujoso establecimiento lleno de banderas que ondean al viento. Se dedica a navegar en lancha por el lago, cuyas tranquilas aguas reflejan las montañas, y a aceptar invitaciones para comer de los agradecidos lugareños.

Desde el día en que consiguió tomar él solo un nido de ametralladoras alemán y hacer más de cien prisioneros, este muchacho de Tennessee está convencido de que Dios le protege. Sus compañeros le han dado explicaciones muy razonables acerca de la cadena de sucesos improbables que le convirtieron en un héroe, pero para York no hay más que un motivo: aquel 8 de octubre Dios le había enviado una señal. York nunca había dejado de dudar acerca de su decisión de alistarse. ¿Podía haber algún tipo de perdón para un cristiano creyente que fuese a la guerra a matar a sus semejantes? Pero Dios había escuchado sus plegarias y el 8 de octubre de 1918 hizo de él su instrumento. En ese momento, el pesadísimo sentimiento de culpa con el que York cargaba desapareció.

Aun así, el 11 de noviembre de 1918 Alvin C. York no tiene ganas de celebrar. La Primera Guerra Mundial termina para él en un idílico balneario y toda esa “muerte y destrucción” se le antoja no solo lejanísima, sino incluso irreal. Las noticias acerca del vagón de Compiègne llegan a Aix-les-Bains al mediodía. “Había muchísimo ruido, todos los franceses estaban borrachos, gritaban y berreaban. Los americanos bebían con ellos, todos. Yo no me sumé. Fui a la iglesia, escribí a los míos y leí un poco. Esa noche no salí. Acababa de llegar y seguía muy cansado. Por supuesto que estaba contento de que se hubiera firmado el armisticio, de que todo hubiera terminado. Se había luchado y matado más que suficiente. Me sentía como la mayoría de los chicos americanos: todo había pasado. Ya podíamos irnos a casa. Hicieron lo correcto al firmar el armisticio”. En Aix-les-Bains los festejos duraron varios días, pero York se mantuvo al margen. Su necesidad de alejar de su mente los sucesos e imágenes de las últimas semanas es tal que no se atreve a dejarse llevar.

Louise Weiss consigue resistir la curiosidad un cierto tiempo. Cuando esta la vence, baja las escaleras para contemplar con sus propios ojos el “frenesí” de los parisinos. Al llegar a la calle se ve arrastrada por una multitud que “grita de alegría y odio”. Contempla un mar de gente sobre el que se agitan miles de banderas francesas y estadounidenses. La multitud lleva a los soldados a hombros. Un delirio de fanfarrias, armas apresadas, besos y bailes de alegría junto a mujeres de luto. A Louise todo aquello le parece repugnante e incluso algo peor: estúpido. Por mucho que haya deseado la victoria, no puede dejar de percibir esa fiesta de la agresividad, esa apoteosis de la masacre, como algo bárbaro.

Se refugia en la parte trasera de un café. Un grupo irrumpe en el local. Rodean a un soldado con la mandíbula destrozada y un ojo herido, ambos remendados precariamente. Un graciosillo toca una trompa de caza, se descorchan botellas de champagne. Louise Weiss está a punto de atragantarse con su croissant. Se siente sola y sus pensamientos vuelan hacia Milan Štefánik.

¡Milan! Se encontraron por primera vez durante los primeros años de la guerra. En una cena en casa de una amiga, un hombrecillo de hombros cargados y pronunciadas entradas se unió a los comensales y se presentó con un ligero acento extranjero como Milan Štefánik. Lo primero en que reparó Louise fue la precisión con la que sus manos pálidas y cuidadas se servían de los cubiertos. Terminó por preguntarle: “¿Qué hace usted aquí?”. Él la miró con sus ojos claros y azules y respondió: “Hago el Gran Ducado de Bohemia”. Ella tenía suficientes conocimientos de historia y geografía para saber que tenía que ser checo o eslovaco. Štefánik se mostró impresionado y ella también lo estuvo al comprender que se encontraba en París para luchar por la independencia de su patria del Imperio Habsburgo. Se enamoró inmediatamente de él y de su ambicioso proyecto. Aquel sería el inicio de una relación amorosa fuera de lo habitual, que Louise calificaría en sus memorias de “comunión espiritual total en un clima de ascetismo inhumano”. Louise supo desde el primer momento que quería seguir a aquel hombre y apoyarle en su lucha con todas sus fuerzas.

En noviembre de 1918, mientras Louise desayuna con sentimientos encontrados en un café de París, Milan se encuentra en Siberia, en algún lugar entre Irkutsk y Vladivostok, luchando por el control del Transiberiano, la arteria por la que debe desplazar a un ejército de unos cincuenta mil soldados checos. La Legión Checoslovaca, reclutada entre checos exiliados y prisioneros de guerra, había luchado en un primer momento con los aliados, principalmente con Rusia. Eso cambia cuando estalla la Revolución rusa y Rusia abandona la guerra. A partir de ese momento, las tropas checas conciben el plan descabellado de cruzar el continente asiático hasta China, atravesar el Pacífico y Norteamérica para regresar a Europa y unirse a las tropas aliadas en Francia. En Siberia reina un frío inclemente y el más absoluto caos. Los checos, que cada vez se ven más como enemigos de los bolcheviques, nunca tienen la certeza de si los batallones rusos que se van encontrando están con ellos o contra ellos. Las distancias son enormes, la señalización ha sido destruida durante la guerra. Muchas unidades alcanzan la costa del Pacífico tras semanas de viaje para descubrir que deben dar media vuelta y auxiliar a sus camaradas que aún se encuentran en el interior. Durante semanas viven en vagones, algunos de los cuales se dice que habrían estado repletos hasta el techo del famoso oro saqueado por los bolcheviques. Las estaciones están manchadas de sangre de las masacres. En medio de todo eso se encuentra Milan Štefánik. ¿Volverá a verlo alguna vez?

Cuando Marina Yurlova vuelve a abrir los ojos lo primero que ve son paredes grises. Poco a poco vuelven a su cabeza imágenes de lo sucedido: Kazán, el hospital, el llamamiento a filas, los gritos del soldado del Ejército Rojo. La buena noticia es que sigue viva; la mala es que todo indica que está presa. Un jergón con paja sucia, una estufa, una ventana minúscula y atravesada por rejas y una puerta de hierro son las únicas cosas que consigue distinguir en la penumbra asfixiante de la estancia. Vuelve a caer inconsciente antes de poder inspeccionar con mayor detalle el inhóspito lugar. Tan solo se despierta cuando escucha el sonido de una llave en la cerradura y un hombrecillo pálido aparece con una lámpara de parafina en la mano. Le ordena que se levante, pone dos escudillas sobre el catre y se marcha sin decir nada más. Una de las escudillas contiene chucrut y peladuras de patata cocida de las que salen brotes que parecen gusanos grisáceos. La otra está llena de agua maloliente. Para acompañar, un trozo de pan negro duro. Marina no sabe cuánto hace que no come, pero es incapaz de tocar la comida.

El tiempo transcurre con tremenda lentitud. ¿Han pasado horas o días? Una serie de disparos sacan a la joven cosaca de su duermevela. A continuación, escucha a alguien gritar órdenes, otra descarga y el grito de un moribundo. No cabe duda de que en el patio de la prisión se llevan a cabo ejecuciones. Tal vez en Kazán no solo la esperaba el fin de la guerra, sino también el de su propia vida. Los carceleros son mudos e inexpresivos; resulta imposible leer en sus rostros el destino que le espera. Aun así, a Marina le parece tranquilizadora la regularidad con que las escudillas de comida y el orinal llegan a su celda.

 

Transcurrido cierto tiempo, parece que las ejecuciones llegan a su fin. Un obstinado silencio cae sobre el edificio. ¿Será la única persona viva en el lugar? ¿Se han olvidado de ella sin más? El minúsculo rectángulo de cielo de su ventana indica el comienzo de la tarde cuando empiezan de nuevo los ruidos. Violentas explosiones sacuden el edificio. Por debajo de la puerta entra humo y Marina consigue entrever llamas desde su ventanuco. Las detonaciones son tan fuertes que solo puede tratarse de un bombardeo. El ataque dura horas, hasta que al amanecer las explosiones dan paso a un intercambio de tiros, un sonido más ligero.

A Marina se le hiela la sangre en las venas cuando escucha la llave en la cerradura de su celda. “Tú, la de la esquina, ¿quién eres?”, grita una voz. Lo primero que piensa es que la voz no tiene acento ruso. El soldado que ha entrado en su celda tampoco lleva el uniforme ruso. “Soy cosaca –dice ella, con un hilo de voz–, del Cáucaso”. “Sígueme”, le ordena el extraño. Sale al patio de la prisión, donde la esperan más soldados y una serie de hombres y mujeres en un estado lamentable que, como ella, tratan de habituarse al súbito resplandor tras la oscuridad de la prisión. Marina consigue deducir lo que ha sucedido a partir de lo que los soldados le explican en su ruso rudimentario. Sus libertadores son checos. Antes luchaban del lado ruso contra Austria y ahora se han unido a las tropas blancas leales al zar en Rusia. Bajo el mando del comandante Vladímir Kápel han tomado la ciudad de Kazán y liberado a los presos de los bolcheviques. Por una vez, ser cosaca resulta ventajoso para Marina. “Podéis ir donde queráis”, les anuncian los soldados checos. Los prisioneros no esperan a que se lo digan dos veces. Se apresuran hacia la salida y desaparecen entre la multitud reunida frente a la prisión. Marina permanece inmóvil, indecisa. “¿Quieres venir con nosotros?”, le preguntan los checos. Marina asiente y les sigue. ¿Dónde más podría ir? Su patria ya no existe; no en la nueva Rusia de los bolcheviques. A falta de alternativa, vuelve a alistarse y el comandante le encomienda la vigilancia de una fábrica de munición. Las cúpulas y minaretes de Kazán se dibujan en la lejanía frente al sol poniente y Marina se duerme tumbada en el suelo de un barracón.

Al despertar, escucha disparos. La guerra regresa a su vida. Los bolcheviques llaman al contrataque. Alguien le da un fusil y una orden. Ella la ejecuta. Dispara, le disparan. Finalmente, una bala enemiga la alcanza en el hombro y la envía de vuelta al hospital. La resistencia de los blancos en Kazán ha sido vencida y Marina tiene que abandonar a toda velocidad su cama. Deja atrás la ciudad en medio de una marea de fugitivos que huyen a pie y en vehículos por un camino que atraviesa una llanura infinita. El Ejército Rojo les dispara desde el aire. Se dice que en Cheliábinsk hay una estación de tren. Pero Cheliábinsk está a casi mil kilómetros hacia el este, Marina no siente su brazo y hace mucho que se quedaron sin víveres. Al final aparece un camión que lleva a Marina y a la mermada tropa de soldados checos a la terminal occidental del Transiberiano. Los checos la emprenden a culatazos con los civiles que esperaban a bordo de un vagón de equipaje y ocupan sus lugares. Las horas hasta la partida parecen eternas. Por fin, el tren arranca en dirección al este, hacia Siberia. Ante ellos, siete mil kilómetros de vías.

El 11 de noviembre a las once de la mañana, en el preciso instante en que callan las armas en el frente occidental, Matthias Erzberger y la delegación alemana suben de nuevo al tren, que arranca hacia el norte. Hace tan solo treinta minutos que tiene en sus manos el documento definitivo del acuerdo de armisticio. Las persianas del vagón están bajadas. Las noticias acerca del final de las negociaciones han corrido como la pólvora, y en las estaciones se agolpan multitudes que reciben al tren con vítores, pero también con insultos. Al llegar de nuevo a Tergnier esperan hasta la caída de la noche antes de continuar el viaje con los vagones alemanes que aguardan allí. En medio de la noche se dirigen hacia la línea del frente, que atraviesan a las dos de la mañana y que, una vez bajadas las armas, se puede cruzar sin peligro.

Erzberger llega al cuartel general de Spa a las nueve de la mañana. Allí todo ha cambiado. En la ciudad balnearia belga ocupada por el ejército alemán se ha constituido un consejo de trabajadores y soldados que pretende hacerse con el Alto Mando del Ejército. A los oficiales les han arrancado sus galones y los soldados han dejado de cuadrarse ante sus superiores. Erzberger comprende inmediatamente que las noticias inverosímiles que había escuchado en Compiègne son ciertas: la Alemania a la que llega el 12 de noviembre no es el mismo país que había dejado atrás el 7 de noviembre. El káiser ha huido, la revolución está en pleno apogeo. Poco después de su llegada a Spa se celebra una reunión en las dependencias del primer cuartel maestre, Wilhelm Groener. Este felicita a Erzberger por los resultados de las negociaciones de Compiègne. El mariscal Von Hindenburg también le da las gracias “por el valiosísimo servicio” que ha prestado a su patria.

Más tarde, Erzberger recibe a dos enviados de un consejo de trabajadores de Hannover que van camino de Bruselas para “proclamar la revolución mundial”. Incluso han requisado una locomotora precisamente para eso. Están seguros de que el mariscal Foch ha muerto y de que la guerra ha terminado. Erzberger les comunica que él ha visto con vida a Foch apenas unas horas antes y que en Bruselas se sigue combatiendo. La decepción de los revolucionarios es mayúscula. Aun así, agradecen la aclaración y acuerdan con Erzberger que le llevarán con la locomotora requisada hasta la capital. El camino de los agitadores y del negociador es el mismo, pero sus objetivos difieren totalmente: los dos trabajadores quieren proclamar canciller al comunista Karl Liebknecht, mientras que Erzberger desea estudiar de cerca la nueva situación en Berlín y averiguar si el armisticio que acaba de firmar en nombre del Reich sigue teniendo algún valor.

Un día, una hora. La entrada en vigor del armisticio, determinada arbitrariamente por los negociadores, parece sincronizar en un momento millones de vidas. No obstante, ese momento se vive de maneras muy distintas: mientras unos se abrazan exultantes y otros temen por su futuro, la guerra prosigue en muchos lugares del mundo donde ni siquiera se sospecha que en Compiègne acaba de firmarse un documento que hará historia. Un día, una hora. Después de ese momento de coordinación absoluta del 11 de noviembre de 1918, caracterizado tanto por una sincronía impresionante como por una enorme variedad de perspectivas, la historia vuelve a descomponerse en innumerables relatos individuales asíncronos.

El 17 de noviembre a las cuatro de la tarde los Harlem Hell­fighters reciben la orden de desmontar su campamento en los Vosgos y marchar hacia el este. Arthur Little recordará más tarde la extraña sensación que le invade al evacuar las trincheras para dirigirse al frente. ¿Seguro que ya no iban a encontrarse con fuego enemigo? Little llega demasiado pronto al punto de reunión de las tropas. Tirita de frío. Un oficial de enlace le recuerda que ahora que la guerra ha terminado se puede volver a encender fuego. Así, esperan en silencio, las manos sobre las llamas, hasta que comienza la marcha hacia el este. Sus primeros pasos los llevan a atravesar la tierra de nadie, junto a las trincheras y las posiciones abandonadas por los alemanes. En Cernay el regimiento se pone en formación detrás de su banda, que da la señal de “marcha al frente”. La marcha desde Harlem hasta el Rin llega a su última etapa.

Las primeras ciudades que encuentran abandonadas a su paso no han sufrido demasiado. Hasta hace muy poco servían de alojamiento a las tropas alemanas. Hacen noche en hospedajes improvisados y continúan hacia el este. Ensisheim, adonde llegan el 18 de noviembre, es el primer lugar en el que encuentran a alguien. Los habitantes del lugar están preparados para su llegada. Han adornado sus casas con banderas y en las ventanas cuelgan retratos del presidente Wilson. Las jóvenes, peinadas con hermosas trenzas y vestidas con el traje regional alsaciano lleno de bordados, lanzan flores a la calle, donde se forma una alfombra sobre la que marchan los soldados del regimiento estadounidense. Alguno de ellos incluso recibe un beso por primera vez en meses. Sobre las calles ondean pancartas con eslóganes como “¡viva la república!” o “¡dios bendiga al presidente wilson!”.

Al salir de Ensisheim, Little ordena un alto en el pueblecito de Balgau. Cuando despierta allí a la mañana siguiente, el 19 de noviembre, encuentra una larga fila de civiles ante su puerta. “¿Qué quieren?”, pregunta a su asistente. “Permisos, señor”, le responden. Little improvisa rápidamente una oficina en la que se tramitan las solicitudes de los locales. Se sorprende al constatar a qué se han acostumbrado los alsacianos bajo la ocupación alemana. Están convencidos de que seguirá siendo necesario un permiso oficial para llevar las vacas a pastar, para ir al mercado del pueblo vecino e incluso para visitar el cementerio. Little, al que entretanto han nombrado gobernador del pueblo, hace que el pregonero local prometa en su nombre a los habitantes de Balgau “amistad” y “protección”. Las filas frente a la oficina del gobernador militar se acortan y los aldeanos sacan las cuberterías de plata y las provisiones de los lugares donde las habían escondido de los alemanes.

Ese mismo día, Little recibe una orden marcada como “urgente”. Su corazón empieza a latir más fuerte cuando ve el contenido de la carta. El general francés Lebouc ofrece al regimiento de estadounidenses negros la oportunidad de ser la primera unidad aliada en llegar al Rin. La orden debe ejecutarse con carácter inmediato. Little reacciona sin dudar un segundo. Forma una patrulla de reconocimiento con hombres de su confianza y monta en su caballo sin cenar siquiera para cabalgar hacia Habsheim, junto a la orilla del Rin. El grupo cabalga a través del bosque en dirección al río, que pronto volvería a convertirse en la frontera oriental francesa. Preguntan a unos leñadores alsacianos cuál es la mejor manera de llegar a la orilla, pero estos sacuden la cabeza y les advierten de que los alemanes siguen en la ribera del río, evacuando todavía a sus tropas con un transbordador de cable. ¿Podría su llegada desencadenar una escaramuza? Little no se deja arredrar. “Ejecución inmediata” era lo que exigían sus órdenes. Lleva a su patrulla hacia delante. Pocos minutos después el bosque se abre, dejando ver “las veloces aguas del Rin”. Los hombres desmontan, se felicitan entre sí, se estrechan las manos. Little, emocionado por el momento histórico, improvisa un pequeño discurso. La llegada a la ribera del Rin le hace acordarse de los grandes exploradores, ni él ni sus hombres tienen en este momento nada que envidiar a De Soto, Drake, Frobisher o incluso a Colón. Little ordena establecer un puesto de vigilancia.

Solo entonces se dan cuenta los hombres de Little de que en la orilla opuesta los últimos soldados alemanes todavía están desembarcando del transbordador para regresar a su país. Algunas horas más tarde se enterarán de que, en otra posición, otra unidad de afroamericanos estadounidenses había llegado a orillas del Rin un poco antes que ellos. De esta forma, será al coronel Hayward y no al mayor Little a quien el general Lebouc agradezca la institución de la “guardia negra del Rin”.

Tres semanas más tarde, el 13 de diciembre de 1918, en la llanura de Münchhausen, a dieciséis kilómetros al noroeste de Mulhouse, se celebra una magnífica ceremonia. La división franco-estadounidense se halla reunida al completo: diez mil hombres en posición de firmes en un despejado día de invierno. El sol ilumina la llanura mientras una banda militar toca, señalando el comienzo de la ceremonia. El general francés Lebouc, de uniforme azul, cabalga al galope sobre un caballo palomino. Con la barbilla apuntando al cielo, recorre las filas de las unidades en formación. Al pasar frente a los soldados estadounidenses, los saluda con un “mes chers amis”. Después desmonta y hace traer los estandartes de todas las unidades presentes. También Little se presenta ante el general, en nombre del 369.º Regimiento de Infantería. Todos los estandartes son condecorados con una Cruz de Guerra y los comandantes reciben dos solemnes besos en las mejillas. Poco después comienza, batallón tras batallón, la retirada, que hace temblar la llanura de Münchhausen.

Tras horas de marcha a pie, los soldados llegan de nuevo a sus cuarteles. Nadie se queja por la larga caminata y Little sabe por qué: “Nuestros hombres lo habían dado todo por honrar su raza, y sus esfuerzos se habían reconocido”. Bajo el mando francés, los soldados de Harlem habían podido demostrar que eran capaces de mucho más que descargar barcos y cavar tumbas y trincheras. Ahora tienen por delante, después de la larga marcha de Harlem al Rin, el regreso del Rin hacia Harlem. ¿Los trataría su país con el respeto que les había negado cuando los envió a la guerra? ¿Serían recompensados en tiempos de paz sus sacrificios en combate?

 

Los aliados llegan a Estrasburgo, la mayor ciudad de Alsacia, el 21 de noviembre de 1918. Su llegada pone fin a una época turbulenta de manifestaciones, saqueos y desórdenes revolucionarios en la ciudad. El general Ferdinand Foch entra en la ciudad el 26 de noviembre de 1918. A su llegada a caballo, saluda ante la estatua del general Kléber. En su mano derecha lleva un sable que una vez perteneció al héroe de las guerras revolucionarias. Para los franceses ese día marca el fin de una humillación que les reconcomía desde la derrota ante Prusia en 1871, cuando el Reich se anexionó Alsacia y Lorena y las convirtió en un Reichsland. La victoria de los aliados devolvía a Francia aquellos dos départements al oeste del Rin.

Pocos días después, Louise Weiss llega a Estrasburgo con su familia. Para ellos es como un viaje al pasado, ya que tanto su padre como su madre proceden de Alsacia. La désannexion tiene un significado muy especial para ellos. Traen paquetes enormes de víveres, jabón, tejidos y velas –tan grandes que apenas queda sitio en el coche– para los parientes que permanecieron en Alsacia. A Louise la obligan a ponerse el traje típico alsaciano: vestido, delantal, faja y el tocado en forma de papillon. Así iba vestida la nodriza de su padre en 1871 cuando los prusianos sitiaron Estrasburgo y ella atravesó las líneas enemigas con él escondido en una cesta para salvarlo de la hambruna.

Cuando llegan a la antigua frontera entre Alemania y Alsacia, en medio de los Vosgos, el padre detiene el coche. Se apea y se agacha para recoger piedras de su tierra natal. Da una a cada uno de sus hijos. La familia permanece de pie formando un círcu­lo en un silencio solemne y golpea de vez en cuando el suelo con los pies tratando de mantener el calor. El padre de Louise decide dar un rodeo por el Vieil Armand, el promontorio en el que treinta mil soldados franceses y alemanes perdieron la vida. Para cuando llegan, el atardecer ya ha caído tras las montañas. Entre la niebla vespertina solo se adivinan las siluetas de los abetos destrozados, además de restos de tiendas de campaña y alambre de espino que el viento arrastra sobre la tierra removida.

En Estrasburgo, los primos de la familia Weiss los reciben con besos en las mejillas. Juntos visitan los lugares importantes: el lugar donde nació el padre en la rue de la Nuée-Bleue, la catedral gótica. Como cuando era niña, Louise apoya la mejilla en las frías piedras de la fachada para seguir las líneas ascendentes que convergen en el pináculo y llegan hasta el cielo.

Por la tarde, Louise Weiss, que ya tiene cierta fama como periodista, está invitada a la celebración oficial de la liberación de Alsacia. En la tribuna instalada sobre la place de la République toma asiento algunas filas por detrás del presidente Raymond Poincaré y el primer ministro Georges Clemenceau. Comienza un desfile interminable. Las tropas marchan “ebrias de entusiasmo” frente a ellos, con los sables en alto, “tan cerca que podría parecer que pedían ser acariciados”. Detrás de los soldados llegan los representantes de las comunidades alsacianas que desfilan con sus trajes tradicionales, con banderas y fanfarrias. Bueno, en realidad no desfilan, más bien bailan, llenos de orgullo y de alegría. Los lazos de seda rojos y negros y las gorras bordadas en oro brillan al sol. Una lágrima se desliza por la mejilla del presidente y el Tigre (tal es su apodo), presa de la emoción, se ve obligado a cerrar los ojos más de una vez. El desfile dura horas y a Louise ese momento le parece, a diferencia de los festejos parisinos, poderoso. Ve la procesión como un “río caudaloso”, como una “corriente de lava”. Pero ¿vale ese triunfo, se pregunta, la vida de dos millones de franceses?

Volverá a plantearse esta pregunta algunos meses más tarde, cuando la familia viaje a Arras, en el norte de Francia, lugar de nacimiento de Louise. También ese viaje es un peregrinaje para sus padres, de vuelta al recuerdo de una felicidad pasada. Pero de la bella ciudad no quedan más que las ruinas. El campanario, la estación y también la casa en la que Louise nació están reducidos a escombros. Louise saca un trozo de granada de entre un montón de piedras y tablas que alguna vez fueron una casa. Ese fragmento de metal se encuentra exactamente en el lugar en que alguna vez estuvo su cuna.

Un camino que a duras penas merece tal nombre conduce desde Arras a los campos de batalla ante las puertas de la ciudad. La mirada se pierde aquí en el paisaje asolado por la guerra. Los cañones oxidados apuntan aún al cielo, mientras que el moho cubre unas lonas abandonadas en cráteres enfangados. Todo está lleno de chatarra, de marañas de alambre de espino, entre la maleza que crece por todas partes. En las colinas vecinas se extiende hasta donde alcanza la vista un campo interminable de cruces toscas, grises, idénticas. A sus pies, una alfombra de amapolas. “¿Rojas como la sangre?, ¿es una súplica?, ¿o un reproche?”, se pregunta Louise, mientras siente que las imágenes de la destrucción de su ciudad natal, de los campos de la muerte y de las amapolas la unen más que nunca a su país. Ante todo aquello Louise Weiss, fundadora de L’Europe nouvelle, cosmopolita, defensora de la libertad de los pueblos, se siente por una vez francesa hasta la médula.

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