Horizonte Vacio

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Atravesó las calles serpenteantes de La Sabatera, cruzó el paso sobre el Barranc Roig y se incorporó a la carretera que unía Teulada con Moraira en un descenso hacia la costa. Un camino que siempre contaba con un volumen de tráfico generoso, aunque, obviamente, en verano era mayor. Las siguientes visitas estaban muy cerca. La primera de ellas un Super Plus en la calle Les Vinyes.

Cuando entró, no pudo hacer más que sonreír al escuchar la música que sonaba por megafonía, un remix tecno de los que le gustaban al encargado:

 
Azzurro,
Il pomeriggio è troppo azzurro
E lungo per me.
Mi accorgo
Di non avere più risorse
Senza di te
 

El encargado, Carlos Celdrán, era un tipo joven, rozando la treintena. Era alto y delgado, con un rostro fino y alargado, tenía unos ojos oscuros vivarachos que brillaban alegremente. Celdrán tenía una melena larga y lacia que le llegaba hasta la cintura. Cuando hablaba solía moverse nerviosamente y normalmente concluía sus frases con un “pim – pam, pim – pam” mientras agitaba las manos como si fuera un Dj. Cuando Jukka le pedía permiso para poner algún tipo de promoción él se desentendía con una frase que era su leitmotiv: “eso ya lo han hablado los jefes ¿no? Pues tú a lo tuyo a poner todo y me dejas la tienda bien adornada. ¡Pim – pam, pim – pam!”. Tal y como esperaba, dejó las promociones previstas y continuó el recorrido.

La siguiente parada era justo en la perpendicular, la Avenida de la Paz. El supermercado era el William’s Market, perteneciente a una pequeña cadena británica que operaba en España. Jukka detestaba las visitas a esta tienda —no por el idioma ya que se defendía en inglés con cierta soltura, aunque la encargada insistía en hablar en español— sino porque ésta, Kathryn Gossiper, llevaba siempre las conversaciones a terrenos personales. Tenía rostro triangular, que llevaba siempre con un exceso de maquillaje, ojos de un azul intenso y cabello tintado en rubio platino, algo entrada en carnes, siempre vestía ropa muy ajustada. Kathryn solía recibir de manera muy educada a Jukka. Apenas él había terminado de explicar cuáles eran promociones y ella había analizado el porcentaje que sobre las ventas tendría resaltar el producto y en consecuencia el aumento de sus ganancias una vez hubiera abonado a los proveedores. Así ocurrió aquel día en el que tras poner la promoción del champú le dejó el talonario de vales.

– Jukka —comenzó a decir ella mientras se esforzaba en hablar español con su acento británico— ¿conoces a algún abogado?

– Pues no. A ninguno. ¿Tienes algún problema? —preguntó con desgana, pues ya sabía que aquello iría a derroteros nada agradables.

– ¿Te acuerdas de que te dije que había echado a mi novio de casa?

– Sí, recuerdo. Fue en la última visita, hace un mes.

– Bueno, pues volvió a por cosas suyas, pero no quería irse y al final un vecino consiguió echarlo. Me dice que tenga cuidado de que me va a pillar por ahí.

– Vamos, que te ha amenazado. ¿Cierto?

– Sí.

– Pues no seas tonta y ve corriendo a la Guardia Civil y lo denuncias.

– Pero si se entera me puede hacer daño.

– ¿Prefieres que te de una paliza? ¿O que te mate?

– ¿Podrías declarar ante un abogado? —le preguntó directamente mientras Jukka pensaba en la clase de lío que iba a meterse.

– Tú ve a denunciarlo y luego todo se andará —vio que no acababa de entender la expresión—. Si llegado el momento necesitas ayuda me llamas.

– Gracias.

Jukka se despidió. Sabía que algo había de verdad, pero mucho de mentira. Ella tenía antecedentes por consumo de drogas, borracheras y escándalo en la vía pública. Se lo había dicho Celdrán cuando al principio de comenzar en este trabajo Jukka le comentó que le tocaba visitar el supermercado de los ingleses que estaba a la vuelta de la esquina. “¡Ándate con ojo muchacho! —le había dicho—. La inglesa es canela fina para meterse en líos. Borracha y hasta las cejas de farlopa. La han trincado varias veces y a punto de acabar en la trena. ¡Con estos ojitos lo he visto yo!”.

Jukka decidió no darle más vueltas al asunto y continuar con su itinerario de visitas. Condujo por la sinuosa carretera de Moraira a Calpe. Era un trayecto plagado de curvas peligrosas en el que Jukka disfrutaba con el cambio de marchas pues le gustaba apurar al máximo antes de entrar en las curvas. Le gustaba sentir como la fuerza centrífuga atraía al coche y parecía arrojarlo al arcén. En ocasiones le daba impresión de que si no mantenía correctamente el control del coche podría acabar zambulléndose en el mar. A mitad de camino paraba obligatoriamente en un supermercado de reciente apertura, el Parduotuve. Era propiedad de Anselm Vagnas, un lituano de mediana edad que acababa de instalarse en Moraira. El negocio lo gestionaba su pareja, Fernando Baradat, al que había conocido mientras este fue a Lituania con una beca Erasmus. Baradat era alto, tanto como Jukka, delgado hasta la exageración. Su rostro escuálido y rectangular quedaba atenuado por unas gafas igualmente rectangulares tras las que se escondían unos ojos marrones que denotaban nerviosismo e inseguridad. Su cabello revuelto aumentaba esta imagen. No obstante, gestionaba el negocio con una meticulosidad excepcional. Cuando en alguna ocasión Jukka le había mencionado a Baradat el orden que llevaba, pues tenía un registro de cada una de las promociones que había llevado y el tiempo que había estado en vigor, el número de clientes que se habían beneficiado en el caso de descuentos, o el número de balones y camisetas repartidos, éste solo acertaba a decir que quizás por haber empezado a estudiar arquitectura —carrera que no había concluido tras iniciar su relación con Vagnas y su huida a este perdido rincón de la geografía española— concebía todo como una suma de espacios compuestos por elementos ordenados cada uno en su lugar. Aquella mañana, como de costumbre, Baradat no tuvo inconveniente en que Jukka dejara el material de promoción. Una vez terminó, nuevo trayecto en la serpenteante carretera, con algo de calor, con más cansancio. Hasta el siguiente supermercado.

En la Avenida de la Diputación siempre realizaba dos visitas. Una, al Super Plus que gestionaba Cristina Peluispe. Sevillana, de estatura media, rostro redondo con una nariz respingona, ojos avellana y media melena rizada, y que hacía años que se había trasladado a la provincia de Alicante. Cuando se casó. El negocio familiar estaba en plena expansión: materiales de construcción. Pero tras los primeros envites de la crisis, abandonaron todo. Su marido se había montado un negocio al que había puesto nombre anglosajón para darle “mayor presencia e impacto”, tal y como le había dicho en una ocasión que coincidieron en el supermercado e intercambiaron tarjetas. Outsourcing. Lo llamativo es que ni él ni su mujer tenían ni idea de inglés. Pero el nombre era pegadizo.

Jukka se desesperaba cuando tenía que visitar este Super Plus. Normalmente las promociones estaban cerradas, puesto que los representantes de ambas empresas las negociaban en la sede de la cadena comercial. Pero Cristina Peluispe parecía gozar haciendo esperar a Jukka y robarle su tiempo. Siempre salía con que tenía que llamar a sus superiores para ver si estaba todo arreglado. Las frases que decía, con un acento cerrado y seco, falto de vida y de gracia, contrariaban a Jukka. Pero no había otra alternativa. Peor le sucedía en la siguiente visita.

Unos metros más adelante estaba una tienda de carácter familiar, La Marina, cuya dueña atendía a la clientela con una mezcla de desprecio y prepotencia. Jukka no se explicaba como Georgia Moreno, que así se llamaba la dueña, no había perdido la clientela. Georgia era de corta estatura, gruesa, pelo castaño y ojos marrones. Tenía un insólito cuello bovino, más ancho que el rostro. Empezaba la jornada —como bien había comprobado Jukka en más de una ocasión— con un generoso trago de una botella de coñac barato que guardaba en el cajón de su mesa. Quizás por el latente estado etílico en el que se mantenía todo el día o simplemente porque era así, Georgia se decía y desdecía varias veces en una conversación. Lo cual, como puede inferirse, no facilitaba nada el trabajo de sus empleados. Trabajadores que, en número excesivo, deambulaban por el interior del supermercado sin saber muy bien qué hacer; hecho que, además, motivaba las broncas más escandalosas, por inapropiadas, que Jukka había presenciado. El simple hecho de mover una caja o poner una botella con la etiqueta ladeada desplegaba por su parte una serie de insultos y amenazas acompañadas de referencias a sus orígenes en este negocio: “¡Con quince años yo me ganaba el pan vendiendo bacalaos y pescadillas! ¡Así que no te hagas el señorito y pon bien la puta caja de naranjas en su sitio!”. Bronca tras bronca había hecho que Jukka tuviera un concepto sobre ella de lo más simple: “Es un ser despreciable”. Tan pronto como pudo le dejó la promoción con los vales y se largó a su siguiente cita.

Supercoop, avenida de Europa. La visita más fácil de todas, puesto que tan solo debía dejar el material al cajero o cajera y ellos se encargaban de ponerlo. Normas de la empresa que así había cerrado el trato.

Jukka miró el reloj. Las dos y media. Todas las visitas del día realizadas. “Hora de comer” se dijo mientras se dirigía al restaurante al que solía acudir cuando iba a Calpe: La Barca. Una terraza con vistas al Peñón de Ifach, junto al puerto, en una zona abarrotada de terrazas y restaurantes, donde el olor a fritura de pescado se mezclaba con las voces de los camareros que promocionaban los mejores fritos, las mejores sopas de marisco, las mejores capturas de la bahía para sus propios locales. Un lugar donde perderse entre multitudes de familias inglesas, alemanas, noruegas o rusas que acudían como una plaga de langosta a la hora de la comida. “Como moscas a la mierda” pensaba Jukka en ocasiones.

 

Conocía todos los restaurantes de la zona del puerto. A él también lo conocían y sabían su rutina. Empezaba en un extremo del paseo e iba cambiando de uno a otro. Prefería esta zona a la de la playa, más saturada y en verano realmente insoportable pues el olor a bronceador y cremas hidratantes se mezclaba con el de la fritanga generando un nauseabundo aroma. De manera habitual, Jukka solía comer una ensalada y pescado. Lubina, salmón, lenguado, merluza. Iba variando según los días. Excepcionalmente se homenajeaba con un arroz a banda, sólo cuando no tenía visitas por la tarde ya que el alioli de la zona contenía una generosa cantidad de ajo. En esta ocasión ordenó la típica ensalada, salmón con guarnición de verduras al vapor, una cerveza y un botellín de agua. Como ya conocían sus costumbres, el postre lo cambiaba por un café expreso bien cargado. Tras comer le gustaba saborear el café, alargando cada sorbo mientras perdía su mirada en el horizonte azul del Mediterráneo. Momento que solía emplear para reflexionar: “Así he pasado ya los últimos cuatro años. Ya no es que mantenga un perfil bajo, como había tratado de hacer en Burgos, sino directamente ya no tengo perfil. He convertido mi existencia en una rutina predecible. Me gusta. Estoy cómodo”.

Cuando hubo terminado, cerca de las cuatro, decidió hacer la visita que le había encargado Wageman. Lo cierto es que desde que le dio el papel con los datos no se había tomado la molestia de mirar el nombre ni de localizar la dirección. Pensaba que una vez que estuviera en Calpe buscaría la calle e iría directamente. Tampoco es que tuviera muchas ganas por lo que había ensayado una especie de excusa más o menos convincente en el sentido de haber pasado por la dirección en una hora en la que no había nadie o que la persona que buscaba acababa de salir y que una vez que había terminado su jornada no tenía más obligación de permanecer en la ciudad. Excusas muy peregrinas.

Leyó los datos camino del coche: “Helena Härma. Dovela Estudio de Arquitectura. Calle Gabriel Miró. ¡Ah, joder! Wageman no ha puesto el número. Me toca recorrer la calle entera… Vale. El móvil”. En efecto, buscó en Google y apareció la dirección completa del estudio, así como el teléfono de contacto. Pensó en llamar para contar que iba de parte de Wageman y en caso de recibir una negativa poner rumbo a su casa y descansar. Pero se lo pensó mejor no fuera a preguntarle el americano por el aspecto de la tal Helena Härma y la fastidiara con la respuesta quedando en evidencia. Condujo hasta la calle, aunque al ser en el centro no tuvo fácil aparcar. Finalmente lo consiguió y se dirigió a la dirección. Portal abierto. Entresuelo puerta B. Subió y llamó. Abrió la puerta una mujer de figura esbelta, alta, pelo negro, tez blanca y ojos azules. “Una mirada gélida” pensó Jukka. Se apartó un inoportuno mechón de pelo del rostro y miró a Jukka.

– ¿Helena Härma? —preguntó él.

– Sí. ¿Qué quiere?

– Vengo de parte de Peter Wageman.

– Lo siento —dijo ella al tiempo que cerraba la puerta con energía y un atisbo de enfado en el rostro.

Jukka se quedó asombrado y contrariado. Pensó por un instante que bien podía estar a mitad de camino a su casa, o dando una vuelta por la playa, o mil cosas que estaba tratando de inventarse en ese momento para desahogar su frustración. Optó por lanzar un improperio en finés tratando así de no llamar demasiado la atención.

– Haista vittu! —resonó en el rellano del entresuelo. «¡Qué te follen! Ya es molestia tener que venir a buscar a esta tía para que no haga ni caso” comenzó a pensar mientras comenzaba a bajar la escalera. No oyó como se abría la puerta B ni como Helena se dirigía a él.

– ¡Eh, tú! —dijo Helena desde la puerta mientras Jukka se detenía y se giraba para mirar—. Mine vittu!

Se quedaron mirándose fijamente a los ojos. Una especie de duelo esperando la reacción del otro. Jukka fue quien dio el primer paso.

– ¿Estonia?

– ¿Finlandés? —preguntó ella mientras asentía con la cabeza.

Jukka volvió a subir. Tendió la mano.

– Jukka Lehto, creo que hemos empezado mal.

– Helena Härma, aunque bueno, eso ya lo sabes. Por el imbécil de Wageman.

– Vale. Veo que no lo aprecias. Le diré que no te he encontrado.

– Muchas gracias —dijo ella sonriendo—. Mira, tengo mucho trabajo esta tarde, pero me gustaría que pudiéramos hablar con más calma. ¿Te importa que nos veamos en otro momento?

– No, claro que no. Pero aquí a Calpe vengo una vez al mes.

– Bueno, pues mira te doy mi número de móvil y cuando puedas me llamas y nos vemos.

– De acuerdo. Toma el mío —Jukka apuntó su número en un stopper que tenía en el bolsillo del pantalón. Helena se echó a reír cuando se lo dio.

– ¡Qué original!

– Mejor que una tarjeta. Es más visible. Me dedico a esto de las promociones.

– Vale, Jukka Lehto. Nos vemos cuando quieras.

– Perfecto. Ya te llamaré.

Se despidieron y Jukka bajó la escalera. No se dio cuenta de cómo lo miraba Helena. Con curiosidad. Una inquietante curiosidad. Salió a la calle, se metió en su coche, arrancó puso la radio y condujo hasta la Playa de San Juan. “Un merecido descanso” se dijo mientras entraba en el ascensor. No se dio cuenta, pero entró otra persona en el ascensor. Una chica joven, estatura media, rubia, no pudo verle los ojos ya que llevaba unas gafas de sol. Vestía camiseta ajustada, unos shorts vaqueros y sandalias. Llevaba un voluminoso bolso de tela que se veía cargado.

– ¿A qué piso vas? —preguntó cómo era costumbre.

– Diecisiete —respondió ella.

– Vale. Vamos al mismo —dijo Jukka antes de sumergirse en sus pensamientos.

Al llegar y abrirse la puerta, ella tropezó con un vecino que esperaba el ascensor. Dio un traspié y casi cae, pero recuperó el equilibrio y se fue hacia la izquierda por el pasillo que llevaba a las puertas de los apartamentos. Jukka tras saludar al vecino e intercambiar las típicas frases acerca del estado del tiempo, la tranquilidad de la playa en septiembre y algunas cuestiones de la comunidad de vecinos, se dispuso a entrar en su casa. Fue entonces cuando se dio cuenta de algo que había en el suelo. Justo delante de la puerta de los ascensores. Se acercó, lo cogió y se sorprendió al verlo. Un DVD de cine clásico. “Los Nibelungos de Fritz Lang. Edición coleccionista. ¡Joder! Cuánto tiempo sin ver una de estas” se dijo sorprendido. Recordó a la chica que había salido con tanta prisa del ascensor que casi cae. Dedujo que sería de ella, pues el vecino con el que había intercambiado unas palabras no llevaba nada en las manos y, por lo que sabía, su afición era el fútbol. Decidió pues acercarse al apartamento de la chica para preguntar si era suyo el DVD. Recorrió unos pocos metros hasta llegar a la puerta B. No había duda. El apartamento A era el más grande de todos los tipos y pertenecía a una familia de Madrid que venía durante los meses de junio a agosto. El C y el D eran propiedad de un rico industrial de la provincia que pasaba largas temporadas en Suecia. Solo quedaba el B. Llamó al timbre y esperó. Nada. Sin respuesta. Volvió a llamar con el mismo resultado. Jukka no quiso ser pesado. Pensó que a lo mejor la vecina estaba ocupada y no podía abrir. Sabiendo donde vivía ya pasaría a ver si el DVD era suyo. Volvió a su piso. Se dio una ducha. Preparó unos fideos, los comió mientras rellenaba el informe online de la jornada del día. Salió a la terraza con una cerveza bien fría. Apoyado en la barandilla observaba como anochecía. El azul grisáceo de última hora de la tarde fue cambiando a morados y finalmente azul oscuro intenso y negro. En el horizonte las luces de las estrellas comenzaron a confundirse en las luces de los barcos de pesca que acudían cada noche a la bahía. El olor a salitre, llevado por una sueva brisa, llegaba hasta la terraza acompañado del tenue ruido de las olas que se fundía en una melodía de frecuencias con el canto de los grillos. Jukka miraba al horizonte. Sin moverse, sin pensar en nada más que en esa línea inalcanzable.

6

Nuevo día de rutina. La ruta más lejana al límite de la provincia. En esta Jukka prefería comenzarla en orden ascendente siguiendo en primer lugar la eterna N—332. Gata de Gorgos, Ondara y El Verger. Desde ahí luego continuaba por la CV—723 hasta Denia. Cuando hacía esta ruta, en lugar de volver a la carretera nacional prefería seguir el camino de la costa que unía Denia a Xábia, atravesando el parque natural del Montgó. Salía de Xábia a lo largo de la carretera del cabo la Nao en dirección a Portitxol, seguir a continuación por la carretera de la Granadella, el camí Vell del Morro del Castell, serpentear por las calles de Cumbre del Sol y finalmente enlazar con la carretera de Moraira a Teulada y de ahí seguir por el camino a Calpe. Solía llegar a tiempo de comer en uno de sus habituales restaurantes.

Lo que se salía de la rutina ese día fue que nada más empezar el recorrido recibió un mensaje en el móvil de parte de Prisca Blanco, la supervisora de la zona, quien una vez al mes acompañaba a los promotores para ver in situ como aplicaban las promociones, como desarrollaban el argumentario que la empresa les explicaba durante el curso de formación mensual. También tomaba nota del tiempo que se empleaba en cada visita, la distancia recorrida optimizando el tiempo y ajustando el kilometraje ya que la empresa corría con los gastos de desplazamiento.

Prisca era de estatura media, escuálida, con un eterno corte de pelo estilo masculino, gafas redondas y profundos ojos negros. Oriunda de Porcuna, su acento jienense estaba cargado de resentimiento. En una ocasión un compañero le contó a Jukka que Prisca se fugó cuando era joven del pueblo debido a que su familia la había comprometido en nupcias con un señorito del lugar. Una manera de medrar en la escala social a costa de la voluntad ajena. Tras recorrer media España llegó a Alicante donde finalmente se instaló. Los infortunios del pasado habían conformado a una persona engreída, de ego desarrollado hasta el absurdo y con una fijación constante por humillar a sus empleados por los detalles más insignificantes. A Jukka no le caía bien, pero era parte de la cúpula directiva y no había más remedio que aguantar sus reniegos. Esa mañana, pues, no había más remedio que aguantar la compañía de Prisca. Lo único positivo era que no iba a efectuar todo el itinerario, por cuestiones de agenda, tan solo estaría con Jukka en Denia.

La visita a los supermercados de Denia fue bien hasta que llegaron a un Super Plus que se encontraba en el Camí de Sant Joan, ya a las afueras de la ciudad. El encargado, Rodrigo Arnaiz, apenas llevaba un mes y medio en su puesto y no conocía al detalle las dinámicas de promociones. Acababa de incorporarse a este trabajo y no estaba acostumbrado a la dinámica del mismo. Tampoco tenía desarrollado el sentido del humor por lo que los diálogos eran de una sequedad y frialdad absoluta. En las dos ocasiones que Jukka había visitado el supermercado había tenido que recordarle que la tienda no era suya sino de la empresa y que si sus jefes habían accedido a que se implementara la promoción él tenía que indicarle donde estaban los productos y proporcionarle un lugar para materiales de merchandising. Nada más. Normalmente esas conversaciones acababan en llamadas telefónicas que Arnáiz hacía a sus superiores y que terminaban con él volviendo cabizbajo e indicando con mirada bovina dónde tenía espacio para un expositor, o para las camisetas y balones. “Espero que hoy el bobalicón este no me entretenga y no me haga ni perder tiempo ni quedar mal delante de Prisca” pensó Jukka. Pero como temía, Rodrigo se enzarzó en una discusión sin sentido acerca del espacio disponible, del agravio que suponía para otras marcas que los productos de Stake emplearan reclamos más vistosos en el punto de venta. Intento de razonamientos acompañados de gestos y actitudes simplonas. Jukka, interrumpió y con tono exasperado dijo lo que tantas veces había repetido: “¿Pero no te enteras de que la tienda no es tuya? Si tus jefes ya han cerrado este trato pues lo aceptas y punto. O te cambias de curro, que hay gente más despierta esperando para trabajar”. Acabó de decir la frase mirando de reojo a Prisca que tomaba notas en su libreta con gesto de comisario político. Rodrigo murmulló algo incomprensible y dejó que Jukka hiciera su trabajo, seguido por Prisca.

Al salir de la tienda, empezó la reprimenda. Los transeúntes se quedaban atónitos al ver como Prisca recriminaba con voz agitada el comportamiento de Jukka. Que si no había tenido respeto, que si había sido prepotente, que si las formas una y otra vez, que si esto y lo otro. Hasta salió la manera en la que conducía. Jukka optó por murmullar un “lo siento no ocurrirá más” para poder seguir con las visitas y salir de Denia cuanto antes, lo que significaba perder de vista a Prisca. Poco le importaba el informe que mandara a los jefes superiores.

 

El resto de las visitas, un par de Super Plus y una tienda independiente. Sin mayor problema en ninguna supuso que pudiera terminar la ruta. Se despidió de Prisca, quien le recordó una vez más lo importante de la profesionalidad, del comportamiento impecable e impoluto en el trabajo antes de dejarlo.

Jukka llegó a Calpe para la hora de la comida. Se dirigió al restaurante que le correspondía ese día para comer. Sentía una sensación agridulce tras la jornada de hoy. Contaba con que Prisca le echaría alguna bronca para no perder la costumbre. Pero no se esperaba que fuera por una tontada que encima era responsabilidad de otra persona. “Este Rodrigo es un imbécil. A ver si algún día aprender a hacer su trabajo y no jode a los demás. Malabarista, es lo que es. Un malabarista”.

Pensamientos que iba desgranando mientras comía su ensalada y un filete de lubina a la plancha. Cerveza, agua con gas, y café en lugar de postre. Pensamientos que se retiraron paulatinamente al empezar a observar a una pareja que llegó y se sentó en la mesa que estaba justo delante de la suya. Eran ya de cierta edad, entrados en los sesenta. Ella era gruesa. Con pelo canoso rizado. Vestía un pantalón de chándal y una blusa floreada. Gafas de sol oscuras. Él, de apenas metro sesenta, tenía pelo engominado hacia atrás. Canoso. Vestía vaqueros ajustados y camisa negra remangada sobre unos brazos fibrosos y tostados por el sol. Destacaba un viejo tatuaje de un ancla y un nombre que Jukka no apreciaba a leer desde donde estaba. La camisa abierta hasta el cuarto botón dejaba ver una gruesa cadena de oro de la que pendía un grueso crucifijo. Apenas intercambiaron unas palabras entre ellos cuando llegó el camarero. Sin hablar nada se tomaron una crema de bogavante y luego, cuando les trajeron una enorme mariscada, cada uno, con matemática precisión fueron pelando gambas y langostinos. Tenían el ritmo propio de una máquina. En el centro, un centollo esperaba su turno. Fue el hombre quien empezó a manipularlo y a extraer la carne que le iba pasando a su mujer. Un trozo para ella otro para él. “El sentido del amor. A eso se reduce”, pensó Jukka.

Mientras apuraba su café mirando al mar pensó en llamar a Helena, pero no insistió mucho en ese pensamiento. Pensó que lo mejor era hablar con Wageman esa misma tarde y decirle que había encontrado a la mujer y que ella ya le llamaría. Esa sí que era una manera inteligente de quitarse el tema de encima.

El regreso hasta su piso fue complicado debido a una retención por obras en Altea. Si bien esta circunstancia le regaló un momento desconcertante cuando en pleno atasco, con el carril lleno de vehículos detenidos, el conductor que iba delante bajó de su coche, abrió el maletero y sacó una cerveza de una nevera portátil. El mismo conductor le hizo a Jukka el gesto de compartirla a lo que amablemente renunció. «¡Qué cosas!” pensó. Cuando llegó, tras una ducha necesaria, se percató del DVD que había encontrado el día anterior y que había dejado en la mesa del salón, junto al portátil. Volvió a mirar la carátula y esbozó una media sonrisa. Decidió acercarse de nuevo a intentar devolver la película a la vecina. Salió. Llamó a la puerta y escuchó pasos. Se dio cuenta que lo observaban por la mirilla, aunque no abrían la puerta. Puso el DVD delante para que lo vieran al otro lado. Se escuchó el ruido de un par de cerrojos descorriéndose. Finalmente, una cabeza se asomó cautelosamente. Jukka se encontró con unos marrones que le miraban con curiosidad. Una melena rubia platino, un rostro ovalado, de piel muy blanca, en el que llamaban la atención unos labios puntiagudos pintados de rojo intenso. Una nariz ligeramente respingona completaba lo que podía ver. El cuerpo se cobijaba detrás de la puerta como si fuera un escudo y temiendo a algo desconocido.

– Hola buenas tardes —comenzó a decir Jukka educadamente—, soy el vecino del apartamento de al lado, bueno, de la letra E.

– ¿Sí? —dijo la chica con curiosidad aferrándose a la puerta con más intensidad.

– No sé si te acordarás, pero ayer coincidimos en el ascensor y al salir se te debió de caer esto —Jukka le alargó el DVD—. Vine enseguida, pero debías estar ocupada. Hoy he venido en cuanto he llegado del trabajo.

– Gracias —dijo ella.

– Buena película, por cierto —añadió él, aunque se dio cuenta de que la chica no tenía ganas de conversación—. Bien, que la disfrutes. Hasta luego.

Jukka volvió a su piso sin dejar de pensar en la frialdad y falta de interés demostrado por la dueña del DVD. “En fin, todos tenemos rarezas” esbozó mentalmente mientras llegaba a su apartamento. Encendió el ordenador, buscó la plantilla de documento para el informe del día. Se preparó unos fideos como cada día. Al abrir el correo para enviar el informe se llevó una sorpresa. En la bandeja de entrada, junto a la publicidad de siempre, había una notificación de Facebook: Helena Härma le solicitaba amistad.

Recordó que hacía cuatro años que no lo usaba. No es que fuera un fan de las redes sociales, pero lo empleaba para comprobar el impacto que tenían las prácticas de sus alumnos ya que les pedía que estrenaran los cortos que realizaba. Algunos alumnos abusaban de este método y lo buscaban cuando se conectaba para preguntarle asuntos relacionados con las asignaturas, las prácticas, las calificaciones, o simplemente para chatear sobre música o cine. Otros colegas directamente facilitaban sus números de móvil para que los llamaran o les enviaran mensajes. Pero Jukka prefería este método. En ocasiones si notaba que empezaban a ponerse pesados con las conversaciones y las preguntas, o si detectaba que se entraba en una especie de bucle irracional o si alguien empezaba una especie de tonteo virtual desconectaba rápidamente; pero las más de las veces sí que empleaba horas para hablar, compartir videos y referencias a películas de cierto interés. Pero hacía cuatro años que había borrado todos sus contactos, toda su información. No tenía explicación a porque no desactivó la cuenta. Quizás debería haberlo hecho. O quizás no. El caso es que tenía una solicitud de amistad de alguien que acababa de conocer. Jukka entró en Facebook con cierto temor. No tenía ningún mensaje ni foto ni absolutamente nada. Buscó el perfil de Helena antes de decidirse a aceptar la solicitud de amistad. Había unas cuantas fotos en las que aparecía visitando monumentos, comprando libros, y unas cuantas fotos de unos planos arquitectónicos. Revisó los amigos que tenía Helena y se trataba de personas con intereses semejantes. Animado por lo que había visto le dio a aceptar la solicitud de amistad. Automáticamente apareció en la columna derecha, habilitada para el chat, la minúscula imagen de Helena. Indicaba que hacía una hora que se había conectado. En algún momento coincidirían.

Estaba a punto de empezar a comer sus fideos cuando sonó el timbre. No esperaba a nadie. Cuando abrió se encontró a la vecina, la chica del DVD. Se quedó asombrado, entre otras cosas porque ahora pudo ver con detalle que era bastante joven. Apenas veinticinco o veintiséis años. Un metro setenta y cinco calculó Jukka. Los labios armoniosos estaban sin el carmín rojo que los cubría cuando fue a verla antes. Vestía una camiseta morada de manga corta, muy ajustada marcando unos senos pequeños; mallas deportivas ajustadas a unas piernas de contorno perfecto.

Sie haben die kostenlose Leseprobe beendet. Möchten Sie mehr lesen?