La Chica Y El Elefante De Hannibal

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* * * * *

Cuando desperté, estaba acostada sobre pieles suaves junto al hogar, con la capa de Tendao extendida sobre mí. La lona gris de arriba aleteaba suavemente con la brisa, y una mujer se sentó a mis pies, mirándome.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

Me senté lentamente, tratando de entender lo que había pasado. Me zumbaba la cabeza como un enjambre de abejas furiosas. Mirando alrededor mi mente se despejó, pero todo parecía extraño, el fuego crepitante, el humo retorciéndose hacia mí, y las mesas que rodeaban la cocina como animales de patas rígidas esperando pacientemente ser alimentados. La luz amarilla del sol se inclinaba sobre las copas de los árboles, bañando todo en oro y ámbar. La cara de la mujer brillaba con el resplandor del atardecer.

Recordé que era Yzebel.

Me puse la capa sobre los hombros, estiré los brazos y me toqué la nuca. El chichón había bajado y ya no era tan doloroso como antes.

—Bien —dije—. Me siento bien. —Hice una pausa por un momento, haciendo un esfuerzo por recordar—. Me estabas contando una historia sobre una reina y un buey, pero no recuerdo el final.

—¿Recuerdas haberte caído?

—No.

—Dormiste todo el día —dijo Yzebel.

—Lo siento.

—No lo sientas. Estabas agotada.

—Por favor, ¿podrías contarme la historia otra vez?

—Lo haré. —Yzebel se levantó—. Pero primero, quiero que te levantes para comprobar que no te vas a caer en el fuego como casi hiciste esta mañana.

Mientras estaba de pie, Yzebel me tomó por los hombros, mirándome a los ojos.

—¿Te vas a caer? —preguntó.

Sacudí la cabeza y luego miré mi cuenco vacío sobre la mesa.

—¿Tienes hambre?

—Sí.

Yzebel llenó el cuenco hasta la mitad con el contu luca y me lo dio. Me senté junto al fuego mientras ella agitaba la gran olla y me contaba la historia de la Reina Elisa desde el principio.

Cuando llegó a la parte de la plata, le pregunté:

—¿Talento? ¿Qué es…?

Yzebel me miró con expresión de preocupación, quizás pensando que podría desmayarme de nuevo, pero entonces le sonreí. Ella sonrió también y continuó.

—Un talento es un gran lingote de plata. —Tomó su cuchillo—. Dos veces la longitud de mi cuchillo, es el peso que un hombre puede soportar durante un día. Vale unos seis elefantes de guerra, o tal vez siete. —Tomó una zanahoria de la cesta y la cortó en la enorme olla—. Nuestra Elisa era muy hermosa, con melena larga y rizada y dulce sonrisa, pero no era tan estúpida como pudo parecer a aquellos nativos. Después de pensarlo un poco, aceptó su propuesta. Entonces, con la ayuda de sus sirvientas, procedió a cortar una piel de buey en muchas tiras finas. La Reina Elisa colocó estas tiras formando un amplio arco que se extendía desde la orilla del mar, alrededor de una colina, y de vuelta a la orilla del otro lado. «Tendré esa tierra, ahora encerrada por la piel de un solo buey», dijo Elisa al jefe de esa gente. Viendo que era más lista que ellos, los nativos le dieron la tierra a regañadientes y le desearon buena suerte en la construcción de un asentamiento. Se marcharon con el talento de plata para reflexionar sobre su pérdida. Elisa había seleccionado una sección de la costa que contenía uno de los mejores puertos naturales a lo largo de toda la costa sur del Mar de Thalassa, llamado Mare Internum por los romanos. Esto demostraría más tarde ser muy beneficioso para la Reina Elisa y el asentamiento al que llamó Ciudad Nueva, que es nuestra Cartago.

El chico que me había amenazado con su bastón en el bosque se acercó a Yzebel. Me sorprendió verlo y me pregunté por qué vendría a su hogar.

Buscó en la olla un trozo de carne, pero Yzebel le agarró la mano y se la apartó.

—Mira lo sucias que tienes las manos. Ya sabes que así no.

—Tengo hambre.

—Puedes esperar como hacemos todos. ¿Llevaste la leña a Bostar como te dije?

Asintió con la cabeza, pero sus ojos estaban sobre mí y mi cuenco de contu luca.

—Ha robado la capa de Tendao.

—No, no la ha robado.

Tomé un gran trozo de carne de mi cuenco y lo mordí. Estudié al chico, que parecía mayor que yo, quizás un verano. A diferencia de los ojos marrones de Yzebel, los suyos eran de un indolente gris.

¿De qué color son mis ojos? Espero que sean marrones como los suyos.

—¿Entonces por qué se la pone? —preguntó el chico con voz quejumbrosa. Su actitud hacia Yzebel era arisca, y me miró con desprecio, como si le diera asco.

Yzebel golpeó su cuchara de madera en el borde de la olla con tanta fuerza que pensé que se iba a romper. Luego miró fijamente al muchacho hasta que él bajó los ojos.

—Si no aprendes a contener tu lengua, alguien acabará cortando esa daga rencorosa de tu boca. ¿Me entiendes?

—Sí —dijo mientras me miraba de reojo.

¿Creerá que soy la culpable de esa reprimenda? Tiene la lengua fea y se la ha merecido.

Tomé otro nabo de la cesta.

Tal vez no aprendió nada de las palabras de Yzebel, pero yo sí. Y por la forma en que lo trata quizás sea su hijo, hermano de Tendao. Lástima que no se parezca en nada a él.

Quería saber más sobre la Reina Elisa y sus largos rizos, su dulce sonrisa y sus maneras ingeniosas, pero no quería que Yzebel continuara la historia con el chico presente. Quería que me la contara a mí sola, para poder guardarla hasta el día en el que pudiera pasársela a otra niña tonta que no supiera de cosas bellas.

Terminé de cortar la cáscara del nabo y, después de cortarlo en la olla, miré a Yzebel y señalé la cesta. Ella asintió, y yo tomé otro para continuar.

El chico se secó las manos en su túnica después de lavárselas y se arrodilló en la tierra. Cogió un nabo y lo peló con el cuchillo que sacó de la funda de su cinturón.

—Jabnet —dijo Yzebel—. ¿Ves dónde está el sol?

Entonces, su nombre es Jabnet. Un nombre estúpido para un chico estúpido. El nombre que elegí para mí es mucho mejor, y también noble, tal vez incluso regio.

Jabnet miró hacia el oeste, donde el sol ya había caído bajo las copas de los árboles del otro lado del campamento.

—Sí, madre.

Era casi tan alto como ella y, si sonreía de vez en cuando, podía incluso parecer guapo. Pero su expresión amarga empañaba toda su imagen.

—¿Qué tienes que hacer cada día cuando se pone el sol?

—Limpiar las mesas. —Bajó los hombros y se quedó mirando al suelo—. Y sacar los tazones, el vino y las lámparas.

Dejó caer el nabo parcialmente pelado en la cesta y se limpió el cuchillo en la manga.

—¿Tengo que recordarte todos los días lo que debes hacer?

—No, madre.

Jabnet frunció el ceño y volvió a meter el cuchillo en su funda. Cuando se volvió para hacer sus tareas, deliberadamente me pisó el pie descalzo con su sandalia. El borde de su sandalia me cortó en la parte superior del pie, pero me negué a darle la satisfacción de oírme gritar o quejarme a su madre.

—Cuando vengan los soldados —dijo Yzebel—, encontraremos un lugar para que duermas. ¿Te gustaría quedarte en mi tienda esta noche?

—¿Soldados?

No me gustaban. Eran malos y feos. Sabía que se burlarían de mí y del pobre Obolus, el elefante. Yo podía soportar todas sus burlas, pero Obolus ya no podía defenderse. Probablemente lo estaban descuartizando y cocinando su carne al fuego mientras se reían de él. Sentí pena por el gran animal y me entristeció pensar que yo era la causa de su muerte.

—Sí —dijo Yzebel—. Por la noche, los hombres vienen al campamento buscando… hum… placeres, y luego algunos vienen aquí a comer. Siempre les preparo comida y, si les gusta, me dejan unas monedas o baratijas de sus victorias en el campo de batalla.

—¿Y si no les gusta?

—Bueno, entonces tiran todo y me rompen la cerámica. —Me miró y debió de ver mi expresión pensativa—. Solo bromeo —añadió—. Saben que no deben causar problemas en las Mesas de Yzebel.

No estaba segura de lo que quería decir, pero no quería que se volviera a enfadar conmigo como cuando me vio por primera vez con la capa de Tendao.

—Ahora —dijo Yzebel—, muéstrame todos tus dedos.

Dejé el nabo y levanté las manos, con los dedos extendidos. Yzebel hizo lo mismo, luego bajó los dedos de su mano derecha, dejando solo el pulgar arriba. La imité. Ahora tenía todos los dedos de una mano arriba y el pulgar de la otra mano.

—Eso —dijo Yzebel—, es la cantidad de pan que necesito.

—Seis.

Levantó una ceja.

—Muy bien. Me alegra que sepas de números. Señaló una gran jarra de barro que se encontraba cerca de la puerta de la tienda abierta—. ¿Puedes llevarle a Bostar esa jarra de vino de pasas y decirle que es de su buena amiga Yzebel a cambio de seis panes de su cosecha más reciente?

—Sí. —Estaba ansiosa por ayudar en todo lo que pudiera—. ¿Dónde está Bostar?

—La tienda del panadero está a solo una flecha de aquí. —Señaló hacia el este—. Por ahí. Olerás el pan cuando te acerques —dudó antes de continuar—. Ten cuidado con la jarra. No quiero que derrames ni una sola gota. Ese vino es muy valioso. ¿Entiendes…? —Aparentemente olvidó que no tengo nombre.

—Obolus —dije.

Los ojos de Yzebel se abrieron de par en par. Tal vez no entendió la palabra.

—¿Dijiste Obolus? Es el gran elefante.

—Ese es el nombre que quiero para mí.

Jabnet se rio a mis espaldas y me di cuenta de que lo había oído todo.

 

—Ella es medio elefante —dijo—. Sabía que algo andaba mal con ella. Probablemente su padre es un elefante y su madre…

La mirada fulminante de Yzebel lo silenció. Volvió a llenar las lámparas con aceite de oliva y a ponerles mechas de algodón fresco.

—Puedes elegir el nombre que quieras —dijo—. Pero, ¿crees que el nombre del elefante es bueno para ti?

—Sí.

Agarré la pesada jarra y me fui a buscar a Bostar.

Capítulo Tres


Un tapón blando de madera, colocado a presión y sellado con un trozo de tela de algodón, tapaba el pico de la jarra de vino de Yzebel. Agarré la pesada jarra colocando ambas manos bajo el fondo.

A lo largo de todo el camino hacia la tienda de Bostar, varias actividades me llamaron la atención: un herrero transformaba un trozo de metal negro en una cuchilla, un curtidor labraba una batalla en una coraza de cuero; y un alfarero convertía un trozo de arcilla en una gran ánfora.

Una esclava, de mi edad o un poco más joven, estaba de pie frente a una tienda negra, usando una rueca para hacer hilo de algodón. Tenía grabada una marca de su amo a un lado de la cara. Sonrió y dijo algo, pero no entendí sus palabras.

—Tengo que ir a buscar a Bostar el panadero, pero me detendré a hablar la próxima vez.

No mostró señal alguna de haberme escuchado. Esperé, pero ella siguió trabajando, así que continué en dirección al panadero.

Llegué a una bifurcación en el sendero, donde un camino se alejaba en curva y el otro giraba bruscamente en dirección opuesta. La tienda del panadero estaba en algún lugar del sendero a la izquierda, pero en el otro tenía una vista mucho más asombrosa, entre los árboles.

—¡Elefantes!

Cautivada por el panorama y los sonidos de tantos elefantes, agarré con fuerza la jarra entre mis brazos y me dirigí hacia ellos. Cientos de elefantes, grandes y pequeños, se alineaban a cada lado del sinuoso sendero. La mayoría eran grises, pero había algunos oscuros, casi negros. Unos pocos tenían orejas pequeñas, pero la mayoría de ellos tenían orejas enormes, que agitaban de un lado a otro como si fueran abanicos. Los grandes estaban encadenados a postes de metal clavados en el suelo, mientras los elefantes bebés corrían libres.

Varios comían heno de unas pilas cercanas. Un cuidador metió un melón en la boca abierta de su elefante. La bestia lo aplastó mientras inclinaba la cabeza para coger los jugos, y luego se tragó todo, la corteza, las semillas y todo. Otros rompían ramas verdes y frondosas más gruesas que mi brazo en trozos del tamaño de un bocado usando sus trompas y colmillos. Varios chicos corrían con odres de agua de río, que vertían en las fosas entre cada pareja de elefantes, para que pudieran beber. Me reí cuando un elefante aspiró agua con la trompa y luego se la echó por encima para refrescarse.

Los fuertes y penetrantes olores de la gran congregación de animales cargaban el aire, pero no me pareció nada desagradable.

Los elefantes se veían hermosos, y sus trompas siempre estaban en movimiento: comiendo, bebiendo o agarrando objetos cercanos.

Así es como Obolus me sacó del…

Uno de los animales me llamó la atención. En la fila de la derecha había un elefante mucho más alto que los otros. Comía de un pequeño almiar y, de vez en cuando, un melón ofrecido por un cuidador. Reconocí algo en la forma en que se movía cuando agarraba una brazada de heno y lo sacudía antes de metérselo en la boca. La forma de su cabeza y sus orejas me resultaban familiares.

¿Puede ser?

Aceleré mi paso, y cuanto más me acercaba al animal, más sentía que podía ser Obolus. Pero había muchos, y ¿no estaba Obolus muerto, noqueado por la caída del tronco del viejo árbol junto al río, y golpeándose la cabeza con una roca al desplomarse? Esos colmillos que salían de su boca eran muy largos y elegantemente curvados hacia arriba, lo que lo diferenciaba de los demás.

¡Es él!

—¡Obolus! —dejé caer la jarra de vino y corrí por el sendero—. ¡Obolus! ¡Obolus!

Los cuidadores, los aguadores y los ayudantes se detuvieron a mirarme. El gran elefante sacudió la cabeza hacia mí, con sus enormes orejas levantadas. El melón que acababa de aplastar cayó de su boca abierta. Uno de los cuidadores salió, extendiendo los brazos para detenerme, pero yo agaché la cabeza y lo esquivé.

Cuando grité «¡Obolus!» una vez más, sus ojos se abrieron, y se puso en pie, levantó la cabeza en el aire, y barritó con la trompa.

—Obolus, estás vivo.

Trató de alejarse de mí, pero su pata izquierda delantera estaba encadenada a un poste de metal clavado en el suelo. Retrocedió, a lo largo de la cadena, todavía sacudiendo su enorme cabeza y barritando.

—Estoy tan feliz de verte.

Pisoteó la tierra y soltó un profundo estruendo, asustando a todos los demás elefantes, haciendo que tiraran de sus cadenas y barritaran. Los cuidadores gritaban y corrían de un lado a otro, tratando de calmarlos. A lo largo de toda la fila, el terror se extendía de un animal asustado al siguiente, y pronto todo el lugar estuvo en caos. Las crías de elefante sin cadenas corrían con sus pequeñas trompas levantadas en el aire, barritando y correteando, como si Baal, el dios de las tormentas, los persiguiera.

Me quedé quieta, paralizada. La enorme bestia pisoteaba y barritaba, enviando ondas de miedo que me atravesaban, pero su comportamiento parecía una demostración de fuerza artificial. Cuando le tendí la mano y me acerqué a él, sacudió su enorme cabeza e intentó retroceder. El poste de metal se aflojó cuando tiró de la cadena y parecía que podía ceder, pero luego se tranquilizó y estiró la trompa hacia mi mano. Escuché su aliento, pensando que tal vez había percibido mi olor, tratando de entender.

Sabiendo que sus enormes patas podrían aplastarme como a un ratón bajo un árbol muerto o que podría derribarme con la trompa, respiré profundamente, fui hacia él y le di una palmadita en una pata.

—Pensé que estabas muerto, y nunca te agradecí por haberme sacado del río. Me salvaste la vida.

—¡Aléjate de mi elefante! —gritó alguien.

Ignoré al hombre y miré a uno de los grandes ojos marrones de Obolus. Era tan alto que dos hombres, uno sobre los hombros del otro, apenas podrían tocar la parte superior de su cabeza. Continuó haciendo ruidos amenazantes, pero se volvieron más suaves cuando giró la cabeza para mirarme. Si quería, podía simplemente levantar su pata y lanzarme por el sendero de una patada, pero no movió la que tenía libre. Con la pata encadenada, sin embargo, continuó pisoteando el suelo y tirando contra la sujeción de metal.

Manos ásperas me agarraron de los hombros, tirando de mí.

—¡Déjame en paz! —grité.

—Estás asustando a todos los animales —me gruñó el hombre—. Una niña inútil no debe correr por aquí, asustándolos. Mira lo que has hecho. Todo el lugar es una algarada.

Mientras me arrastraba hacia atrás, pateé y luché.

—¡Suéltame! —grité.

—Te romperé tu flaco cuello si no dejas de gritar.

Me agarró con ambas manos, apretando sus dedos alrededor de mi garganta, asfixiándome. Le arañé las muñecas, intentando soltarme de sus manos, pero era demasiado fuerte. Mi corazón latía con fuerza y mi pecho se agitaba mientras luchaba por respirar.

El hombre me volteó, dándole la espalda a Obolus.

—¿Por qué una niña ignorante viene aquí, gritando y…?

Sus palabras fueron interrumpidas y sus dedos se soltaron de mi garganta. La trompa de Obolus se envolvió alrededor de la cintura del hombre, levantándolo del suelo.

—¡No, Obolus! —grité—. ¡Bájalo!

Me palpé la garganta y sentí las huellas de las manos donde el hombre me había apretado.

Obolus sostuvo al hombre que gritaba boca abajo, en el aire. La túnica del hombre le caía sobre la cabeza y un bastón cayó de su cinturón mientras pateaba e intentaba agarrar la trompa del elefante.

Eché un vistazo al bastón. Era del largo de mi antebrazo, acabado en oro y grabado con viñas y hojas. El oro del extremo tenía forma de gancho romo, y el extremo opuesto era plano. El palo parecía una especie de cayado. Noté que algunos de los otros hombres tenían bastones similares, pero acabados en plata o cobre en lugar de oro.

Varios hombres se acercaron con ellos, pero en vez de hacer que Obolus lo soltara, empezaron a reírse. Esto enfureció aún más al hombre.

—¡Golpeadlo! —gritó—. ¡Matadlo! ¡Bájenme de aquí!

Los hombres solo se rieron y señalaron al hombre colgante. Incluso los chicos del agua vinieron a ver la diversión.

—¡Obolus! —grité y le di una palmada en la pata—. Por favor, no le hagas daño.

El elefante inclinó la cabeza para mirarme. Levanté la mano y le di una palmadita en la parte inferior de la oreja. Parpadeó, miró al hombre por un momento, y luego me miró a mí.

Sabía que solo hacía falta un poco de presión de la enorme trompa de Obolus para exprimir la vida del hombre.

—Bájalo —mi voz se quebró, no sonaba nada contundente.

Obolus bajó al hombre hacia el suelo, y lo soltó. El hombre cayó aterrizando mal sobre una cadera, y luego de espaldas. Dos trabajadores se arrodillaron, tratando de ayudarlo a levantarse.

—Así está mejor —le dije a Obolus y agarré el extremo de su trompa con las manos, luego lo miré—. Gracias por salvarme la vida otra vez, pero este hombre solo estaba enojado porque te molesté a ti y a los demás elefantes.

El hombre en el suelo jadeaba mientras el alboroto a lo largo del camino se calmaba. Las crías de elefante dejaron de correr y bajaron las trompas al vernos a mí y a Obolus, que puso la punta de la trompa en mi mejilla y me olisqueó la cara y el pelo.

—Ahora —dije—, te daré un melón para comer, y prometo no volver a venir corriendo y gritando si tú no te vuelves loco por cada pequeña cosita.

Cogí un gran melón amarillo de al lado del almiar y se lo llevé. Enroscó la trompa y abrió la boca. Lo metí y me reí cuando lo espachurró. Bajó la cabeza para mí y le di una palmadita en la cara.

—Buen chico.

—¡La voy a matar!

Cuando escuché la voz ronca de atrás, me di vuelta y me apoyé en la pata de Obolus.

El hombre se puso de pie.

—No —dijo otro hombre que sujetó al primero por el brazo—. ¿No ves cómo lo ha calmado? —Era un hombre grande, de hombros anchos y musculosos, pero sus ojos eran profundos y pensativos. Me miró con una expresión amable—. Tú eres la niña que Obolus sacó del río, ¿no es así?

Asentí con la cabeza.

—Me lo imaginaba. —Tomó al otro hombre por el brazo—. Ukaron, sabes que estos pobres animales reaccionan a cosas que no podemos comprender. Viste cómo obedeció sus órdenes como si hubieran entrenado juntos toda la vida. Solo he visto esto una vez antes, cuando trajeron a ese chico de las Indias, el que fue abatido por una jabalina romana en Messina. ¿Cómo se llamaba?

—Ponichard. —Ukaron se sacudió el polvo—. ¿Y qué?

Miré fijamente a Ukaron. La piel de su cara estaba demasiado tensa, tirando de sus labios hacia atrás en una constante mueca de desprecio, y sus pómulos y barbilla casi perforaban la superficie. Sus ojos estaban caídos y húmedos como los de un hombre enfermo, pero tal vez eso era porque Obolus casi lo mata.

—Es lo mismo, Ukaron —dijo el otro hombre— que ese chico, Ponichard, cuando conoció al elefante Xetos. Recuerdas lo travieso que podía ser ese animal. Sin embargo, desde el primer momento en que Ponichard le puso las manos encima, Xetos estuvo a las órdenes del chico, tanto que tuvimos que sacrificar a la bestia cuando el chico murió en la batalla. Y ahora Obolus ha formado un fuerte vínculo con esta niña, y ella con él. No me atrevo a explicar el propósito de los dioses para tales cosas, así como no cuestiono su infinita sabiduría. Te sugiero que no alteres esta relación entre la bestia y la chica.

—Estás muy equivocado, Kandaulo. —Ukaron mantenía sus ojos en mí mientras hablaba con el hombre—. Es una niña endemoniada. Trató de provocar una estampida de los animales para que destruyeran el campamento. Si hay algún dios involucrado, son los dioses del inframundo. —Se limpió el peludo antebrazo en la boca, tomó su bastón de un hombre que estaba a su lado y se marchó.

—Vete ahora, chica —dijo Kandaulo—. Y la próxima vez que te pierdas en la Elephant Row, te sugiero que lo hagas en silencio.

 

—Sí, Kandaulo. Lo haré. —Le di una palmadita al final de la trompa, que apoyó en mi hombro. La piel gris del elefante parecía áspera y vieja con todas esas arrugas, pero se sentía suave, y tenía un tacto agradable. —Adiós, mi gran amigo. Que duermas bien esta noche.

Obolus estiró la trompa para alcanzar más heno, y yo agarré un puñado para él, pero luego recordé.

—¡Oh, no! —susurré—, ¡la jarra de vino de Yzebel!

Dejé caer el heno y corrí Elephant Row de vuelta.