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David Copperfield

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Pero no; era Ham, que venía solo. La lluvia debía de haber arreciado mucho desde que yo había entrado, pues Ham llevaba un gran sombrero de hule encajado hasta los ojos.

-¿Dónde está Emily? —dijo míster Peggotty.

Ham hizo un movimiento de cabeza como indicando que estaba en la puerta. Míster Peggotty quitó la luz de la ventana, la despabiló, la volvió a poner encima de la mesa y se puso a atizar el fuego, mientras Ham, que no se había movido, me dijo:

-Señorito Davy, ¿quiere usted venir fuera conmigo un momento para ver lo que Emily y yo tenemos que enseñarle?

Salimos. Al pasar a su lado por la puerta vi, con tanta sorpresa como susto, que estaba pálido como la muerte. Me empujó con precipitación fuera y volvió a cerrar la puerta trás de nosotros. Sólo estábamos los dos.

-Ham, ¿qué sucede?

-¡Señorito Davy! ¡Ay! ¡Su pobre corazón roto! ¡Cómo lloraba amargamente!

Yo estaba como petrificado a la vista de aquel dolor; no sabía qué pensar ni qué temer; no sabía más que mirarle.

-Ham, amigo mío; ¡en nombre del cielo, dime lo que ha ocurrido!

-Mi amor, señorito Davy; el orgullo y la esperanza de mi vida, por quien hubiera querido morir, por quien todavía querría morir, ¡se ha marchado!

-¿Se ha marchado?

-Emily ha huido, y piense cómo ha huido, cuando yo le pido a la bondad de Dios y a su misericordia que la mate (a ella, a quien quiero por encima de todo) antes que dejarla perderse y deshonrarse.

El recuerdo de la mirada que dirigió al cielo, cargado de nubes; del temblor de sus manos juntas, de la angustia que expresaba toda su persona, todavía ahora está unido en mi espíritu al de la vasta soledad de la playa. En la oscuridad de la noche, él era el único personaje de la escena.

-Usted es un sabio -dijo con precipitación- y sabrá lo mejor que puede hacerse. ¿,Cómo anunciárselo a su tío, señorito Davy?

Vi moverse la puerta, a instintivamente hice un movimiento para sujetar el picaporte desde el exterior, para ganar algún momento. Pero era demasiado tarde. Míster Peggotty asomó la cabeza, y no olvidaré nunca el cambio que se produjo en su expresión al vernos; no, aunque viviera quinientos años no lo olvidaría.

Recuerdo un gemido y un grito. Las mujeres le rodean, y estamos todos de pie en la habitación, yo teniendo en la mano un papel que Ham me acaba de entregar. Míster Peggotty, con el chaleco entreabierto, los cabellos en desorden, el rostro y los labios muy pálidos, la sangre, que debió salir de su boca, brillando en su pecho, me mira fijamente.

-Lea usted, señorito -dice lentamente, en voz baja y temblorosa-; haga el favor, para que trate de comprender.

En medio de un silencio de muerte leí una carta, medio borrada por las lágrimas, que decía:

«Cuando recibas esta carta, tú que me amas infinitamente, más de lo que he merecido nunca, incluso cuando mi corazón era inocente, estaré ya muy lejos.

-Estaré lejos -repitió míster Peggotty lentamente-. Espere. Emily estará lejos, ¿y qué más?

» Cuando deje mi querido hogar, ¡oh mi querido hogar!, por la mañana -la carta estaba fechada la víspera por la noche- será para no volver nunca, a menos que me traiga después de haber hecho de mí una señora. Encontraréis esta carta la noche del día de mi marcha, muchas horas después, en el momento en que esperéis verme. ¡Oh, si supierais cómo tengo el corazón destrozado! Si tú, Ham, sobre todo; tú, con quien tan mal me porto y que no podrás nunca perdonarme, ¡si supieras lo que sufro! Pero soy demasiado culpable para hablarte de mí. ¡Oh, sí!, consuélate con el pensamiento de que soy culpable. ¡Oh! Y, por piedad, dile a mi tío que no le he amado nunca ni la mitad que ahora. No recordéis toda la bondad y el afecto que me habéis demostrado; no recuerdes que debíamos casarnos; trata de convencerte de que llevo muerta desde que era pequeñita y de que estoy enterrada en cualquier parte. Que el cielo, del que no soy digna de implorar la piedad para mí, la tenga al menos para mi tío. Dile que nunca le he querido ni la mitad que ahora. Consuélale. Ama a alguna buena muchacha que sea para mi tío lo que yo era antes, que sea digna de ti y que te sea fiel; bastante tenéis con mi vergüenza para desesperaros. ¡Que Dios os bendiga a todos! Le rogaré a menudo por todos, de rodillas. Si no me trae hecha una señora, aunque no pueda rezar por mí misma rezaré por todos vosotros. Mi mayor ternura, para mi tío. Mis lágrimas y mi agradecimiento, para mi tío.»

Era todo.

Míster Peggotty continuó largo tiempo mirándome después de haber terminado. Por fin me aventuré a cogerle una mano y a rogarle lo mejor que pude que tratara de recobrar el ánimo.

-¡Gracias, señorito, gracias! -me respondía sin moverse.

Ham le habló y míster Peggotty no fue impasible a su dolor, pues le estrechó la mano con todas sus fuerzas; pero eso era todo: continuaba en la misma actitud, y nadie se atrevía a molestarle.

Por fin, lentamente, separó los ojos de mi rostro, como si saliera de un sueño, y los paseó alrededor de la habitación; después dijo en voz baja:

-¿Quién es él? Quiero saber su nombre.

Ham me miró, y yo me sentí al momento anonadado por un golpe que me hizo retroceder.

-¿Sospechas de alguien? -dijo míster Peggotty-. ¿De quién?

-Señorito Davy —dijo Ham en tono suplicante-, salga usted un momento y déjeme que le diga lo que le tengo que decir. Usted no puede oírlo.

Sentí de nuevo el mismo golpe, y me dejé caer en una silla; traté de pronunciar una respuesta, pero mi lengua estaba helada y mis ojos turbados.

-Quiero saber su nombre -repetía míster Peggotty.

-Desde hace algún tiempo -murmuró Ham- hay un criado que ha venido algunas veces a rondar por aquí. Y también un caballero; se entendían.

Míster Peggotty continuaba inmóvil; pero miró a Ham.

-Al criado -continuó Ham- le han visto ayer tarde con… , con nuestra pobre niña. Estaba oculto en las cercanías desde hacía lo menos ocho días. Creían que se había marchado; pero solamente estaba oculto. ¡No se quede aquí, señorito Davy, no se quede!

Sentí que Peggotty me pasaba el brazo alrededor del cuello para arrastrarme; pero no hubiera podido moverme aunque la casa se me cayera encima.

-Esta mañana, casi antes de amanecer, se ha visto un coche desconocido con caballos de postas por la carretera de Norwich -continuó Ham-. El criado fue allí, volvió aquí y volvió allá. La última vez Emily iba con él. El otro estaba en el coche. ¡Es él!

-¡En nombre del cielo -dijo míster Peggotty retrocediendo y extendiendo la mano para rechazar un pensamiento que temía confesarse a sí mismo-, no me digas que se llama Steerforth!

-Señorito Davy -exclamó Ham con la voz rota-, no es culpa de usted… y estoy muy lejos de acusarle; pero… su nombre es Steerforth, y ¡es un miserable!

Míster Peggotty no lanzó un grito, no vertió una lágrima, no hizo un movimiento; pero al cabo de un rato pareció que se despertaba de pronto y se puso a descolgar un grueso capote, que estaba suspendido en un rincón del techo.

-Ayudadme un poco; estoy destrozado y no consigo hacer nada. Ayudadme un poco. ¡Bien! -añadió cuando se le hubo ayudado- Ahora dadme mi sombrero.

Ham le preguntó dónde iba.

-Voy a buscar a mi sobrina, voy a buscar a mi Emily. Y antes voy a hundir el barco ese donde he debido ahogarle; sí, tan verdad como estoy vivo que lo habría hecho si hubiera podido sospechar lo que meditaba. Cuando estaba sentado frente a mí -dijo como un loco, extendiendo el puño cerrado-; cuando estaba sentado frente a mí, que me parta un rayo si no le hubiera ahogado y si no hubiera estado convencido de que obraba bien. ¡Voy a buscar a mi sobrina!

-¿Dónde? -exclamó Ham poniéndose delante de la puerta.

-¿Qué importa dónde? Voy a buscar a mi sobrina por el mundo. Voy a buscar a mi pobre niña en su vergüenza y a traerla conmigo. Que no me detengan. ¡Digo que voy a buscar a mi sobrina!

-No, no —exclamo mistress Gudmige, que vino a interponerse entre ellos en un acceso de dolor-; no, no, Daniel. En el estado en que estás, no. Irás a buscarla pronto, mi pobre Dan, es muy justo; pero ahora no. Siéntate y perdóname el haberte atormentado tanto, Dan… (¿qué son mis penas al lado de esta?) y hablemos de los tiempos en que ella se quedó huérfana y Ham huérfano; cuando yo era una pobre viuda y tú me habías recogido. Esto calmará tu pobre corazón, Daniel -dijo apoyando su cabeza en el hombro de míster Peggotty-, y soportarás mejor tu dolor, pues ya conoces la promesa, Daniel: «Lo que hayas hecho por el menor de tus hermanos será como si me lo hubieras hecho a mí mismo», y esto no podrá por menos que cumplirse bajo este techo que nos ha servido de abrigo durante tantos años, ¡tantos años!

Parecía que se había vuelto insensible, y cuando le oí llorar, en lugar de ponerme de rodillas, como tenía ganas de hacer para pedirles perdón por el dolor que les había causado y para maldecir a Steerforth, hice más: di a mi corazón oprimido el mismo desahogo, y lloré con ellos.

Capítulo 12 El principio de un viaje largo

Supongo que lo que es natural en mí es natural en todo el mundo, y por eso no temo decir que nunca he querido más a Steerforth que en el momento en que los lazos que nos unían se habían roto. En la amarga angustia que me causaba el descubrimiento de su crimen recordaba más claramente que nunca sus brillantes cualidades; apreciaba más vivamente todo lo que había bueno en él; hacía más completa justicia a todas las facultades que hubieran podido hacer de él un hombre de una naturaleza noble y excepcional; lo veía todo más claro que en la época más ardiente de mi abnegación pasada; me resultaba imposible no sentir profundamente la parte involuntaria que había tenido en la mancha que caía sobre aquella familia honrada, y, sin embargo, creo que si me hubiera encontrado frente a frente con él no habría tenido fuerzas para dirigirle ni un solo reproche. Le hubiese amado tanto todavía, aunque mis ojos estuvieran abiertos; hubiese conservado un recuerdo tan tierno de mi afecto por él, que me temo habría sido débil como un niño que no sabe más que llorar y olvidar; pero claro que no se me ocurrió pensar en una reconciliación entre nosotros. Fue un pensamiento que no abrigué jamás. Sentía, como él mismo lo había sentido, que todo había terminado entre él y yo. Nunca he sabido qué recuerdo había conservado de mí; quizá no era más que un recuerdo ligero, fácil de desechar; pero yo, yo lo recordaba como a un amigo muy querido que me hubiera arrebatado la muerte.

 

Sí, Steerforth; desde que has desaparecido de la escena de este pobre relato, no digo que mi dolor no presentará involuntariamente testimonio contra ti ante el trono del Juicio Final; pero no temas que mi cólera ni mis reproches acusadores lo persigan por sí mismos.

La noticia de lo que acababa de ocurrir se extendió pronto por el pueblo, y al pasar por las calles al día siguiente por la mañana oía a los habitantes hablar de ello delante de sus puertas. Había muchas gentes que se mostraban muy severas con ella; otras, con él; pero sólo había una opinión respecto a su padre adoptivo o a su novio. Todo el mundo, de todas condiciones, demostraba por su dolor un respeto lleno de cuidados y delicadezas. Los marineros permanecieron alejados cuando los vieron andar lentamente por la playa muy de madrugada, y formaron grupos donde sólo se hablaba de ellos para compadecerlos.

Los encontré en la playa a la orilla del mar, y me habría sido fácil observar que no habían pegado ojo, aunque Peggotty no me hubiera dicho que la mañana les había sorprendido sentados todavía donde los había dejado la víspera. Parecían agotados, y me pareció que aquella sola noche había inclinado la cabeza de míster Peggotty más que todos los años transcurridos desde que yo le conocía. Pero los dos estaban graves y tranquilos como el mismo mar que se extendía ante nosotros sin una ola, bajo un cielo sombrío, aunque el oleaje duro demostrase claramente que respiraba dentro de su reposo y aunque una banda de luz que iluminaba el horizonte hiciera adivinar detrás la presencia, del sol, invisible todavía tras de las nubes.

-Hemos hablado mucho, señorito -me dijo míster Peggotty, después de que dimos los tres reunidos algunas vueltas por la arena, en silencio-, de lo que debíamos y no debíamos hacer. Pero ahora ya está decidido.

Lancé por casualidad una mirada a Ham. En aquel momento miraba el resplandor que iluminaba al mar en la lejanía, y aunque su rostro no estaba animado por la cólera y, a lo que recuerdo, sólo podía leer una expresión resuelta y sombría, se me ocurrió el terrible pensamiento de que si encontraba alguna vez a Steerforth lo mataría.

-Mi deber aquí está cumplido, señorito -dijo míster Peggotty-, y voy a buscar a mi… -

Después se detuvo y añadió con voz más segura:

-Voy a buscarla; es mi única misión desde ahora,

Sacudió la cabeza cuando le pregunté dónde la buscaría, y me preguntó si me marchaba a Londres al día siguiente. Le dije que si no me había marchado ya era por temor de desperdiciar la ocasión si podía ayudarle en algo; pero que estaba dispuesto a partir cuando él quisiera.

-Mañana me iré con usted, señorito -dijo-, si le parece bien.

Dimos de nuevo algunos paseos en silencio.

-Ham continuará trabajando aquí -añadió después de un momento-. Se irá a vivir a casa de mi hermana. En cuanto al viejo barco…

-¿Es que abandonará usted el viejo barco, míster Peggotty? -pregunté con dulzura.

-Mi sitio no está ya allí, señorito Davy; y si alguna vez ha naufragado un barco desde que las tinieblas existen sobre la superficie del abismo, es este. Pero no, señorito, no; yo no quiero abandonarlo, ni mucho menos.

Andamos otro rato en silencio, y después continuó:

-Lo que deseo, señorito, es que esté siempre, día y noche, invierno como verano, tal como ella lo ha conocido siempre desde la primera vez que lo vio. Si alguna vez sus pasos errantes se dirigen hacia aquí, no quiero que su antigua morada parezca rechazarla; al contrario, quiero que la invite a acercarse a la vieja ventana, como un aparecido, para mirar, a través del viento y la lluvia, su rinconcito al lado del fuego. Entonces, señorito Davy, quizá viendo a mistress Gudmige sola tenga valor y se deslice dentro temblando; quizá se deje acostar en su antigua camita y repose su cabeza fatigada allí donde antes se dormía tan alegremente.

No pude contestar, a pesar de todos mis esfuerzos.

-Todas las noches -continuó míster Peggotty-, a la caída de la tarde, la luz se pondrá como de costumbre en la ventana, con el fin de que si algún día llega a verla crea que se oye llamar con dulzura: «Vuelve, hija mí; vuelve». Y si alguna vez llaman a la puerta de tu tía por la noche, Ham, sobre todo si llaman suavemente, no vayas a abrir tú. ¡Que sea a mi hermana y no a ti a quien vea primero la pobre niña!

Dio algunos pasos y anduvo delante de nosotros unos momentos. Durante aquel intervalo lancé de nuevo una mirada a Ham, y viendo la misma expresión en su rostro, con la mirada siempre fija en el resplandor lejano, le toqué en el brazo. Le llamé dos veces por su nombre como si hubiera querido despertar a un hombre dormido, sin que me hiciera caso. Cuando por fin le pregunté en qué pensaba, me respondió:

-En lo que tengo delante de mí, señorito Davy, y en lo de más allá.

-¿En la vida que se abre ante ti, quieres decir?

Me había señalado vagamente el mar.

-Sí, señorito Davy; no sé bien lo que es, pero me parece… que es de allá abajo de donde vendrá el fin.

Y me miró como un hombre que se despierta; pero con la misma resolución.

-¿El fin de qué? -pregunté, sintiendo renacer mis temores.

-No lo sé -dijo con aire pensativo-; recordaba que era aquí donde había empezado todo, y… naturalmente, pensaba que aquí es donde debe terminar. Pero no hablemos más, señorito Davy -añadió, respondiendo, según pareció, a mi mirada-; no tenga miedo; estoy tan inquieto, me parece, que no sé…

Y, en efecto, no sabía dónde estaba, y su espíritu vagaba en la mayor confusión.

Míster Peggotty se detuvo para damos tiempo a que le alcanzáramos y no continuamos; pero el recuerdo de mis primeros temores me volvió más de una vez hasta el día en que el inexorable fin llegó en el momento fijado.

Nos habíamos acercado sin damos cuenta al barco. Entramos. Mistress Gudmige, en lugar de lamentarse en su rincón de costumbre, estaba muy ocupada preparando el desayuno. Acercó una silla a míster Peggotty, le cogió el sombrero y habló con tal dulzura y buen sentido, que no la reconocía.

-Vamos, Daniel, buen hombre —decía-, hay que comer y beber para conservar las fuerzas; si no no podrás hacer nada. Vamos, un esfuerzo, y valor, querido, y si lo molesto con mi charla, me lo dices y termino.

Cuando nos hubo servido a todos se retiró al lado de la ventana para repasar las camisas y demás trapos de míster Peggotty, que dobló después con cuidado para encerrarlos en un viejo saco de hule como los que llevan los marineros. Durante aquel tiempo continuaba hablando con la misma dulzura.

-Siempre, en todas las estaciones del año -decía mistress Gudmige-, continuaré aquí, y todo seguirá como deseas. No soy muy instruida, pero te escribiré de vez en cuando, cuando te hayas marchado, y enviaré mis cartas al señorito Davy. Quizá tú también me escribas alguna vez, Dan, para decirme cómo te encuentras mientras viajas solo en tus tristes pesquisas.

-Temo que tu vayas a encontrar muy aislada —dijo míster Peggotty.

-No, no, Daniel; no hay cuidado; no te preocupes por mí. ¿Te parece poco entretenimiento tener todas las cosas en orden -mistress Gudmige se refería a la casa- para tu regreso y para el de todos los que puedan volver, Dan? Cuando haga buen tiempo me sentaré a la puerta, como hacía siempre. Y si alguien vuelve, podrá ver desde lejos a la vieja viuda, a la fiel guardiana del hogar.

¡Qué cambio había dado mistress Gudmige en tan poco tiempo! Era otra persona. Tan abnegada, tan comprensiva, consciente de lo que era bueno decir y de lo que convenía callar; pensando tan poco en sí misma y tan preocupada con la pena de los que la rodeaban, que yo la miraba con una especie de veneración. ¡Cuánto trabajo aquel día! Había en la playa muchísimas cosas que convenía guardar en el cobertizo: velas, redes, remos, cuerdas, palos, cazuelas para las langostas, sacos de arena para el lastre, etc. Y aunque la ayuda no faltó, pues no hubo en la playa un par de manos que no estuvieran dispuestas a trabajar con toda su alma para míster Peggotty, y demasiado dichosas de poder ayudarle en algo, sin embargo, mistress Gudmige continuó todo el día arrastrando fardos muy por encima de sus fuerzas, y corriendo de acá para allá ocupada en una multitud de cosas inútiles. Y nada de sus lamentaciones de costumbre sobre sus desgracias; parecía haberlas olvidado por completo. Estuvo todo el día serena y tranquila, a pesar de su viva y buena simpatía, lo que no era de lo menos sorprendente en el cambio que se había operado en ella. Ni un momento de mal humor. Ni una sola vez pude observar que su voz temblase o que cayera una lágrima de sus ojos; únicamente por la noche, a la caída de la tarde, cuando se quedó sola con míster Peggotty, que se durmió agotado, se deshizo en lágrimas y trató en vano de retener sus sollozos. Después, llevándome hacia la puerta, me dijo:

-¡Que Dios le bendiga, señorito Davy! ¡Sea usted siempre tan buen amigo para el pobre hombre!

Después salió a lavarse los ojos antes de volver a sentarse a su lado, para que al despertar la encontrara tranquilamente trabajando. En una palabra, cuando los dejé por la noche era ella el apoyo y el sostén de míster Peggotty en su tristeza, y yo no me cansaba de pensar en la lección que mistress Gudmige me había dado y en el nuevo aspecto del corazón humano que me acababa de descubrir.

Serían las nueve y media cuando, paseándome tristemente por el pueblo, me detuve a la puerta de míster Omer. Minnie me dijo que a su padre le había afligido tanto lo ocurrido, que había estado todo el día triste y se había acostado sin fumar su pipa.

-¡Es una muchacha perdida, un mal corazón -dijo mistress Joram-; nunca ha valido nada, ¡nunca!

-No diga usted eso -repliqué-, porque no lo siente.

-Sí que lo siento -dijo mistress Joram con cólera.

-No, no -le dije yo.

Mistress Joram bajó la cabeza tratando de conservar su expresión dura y severa, pero no pudo triunfar sobre su emoción y se echó a llorar. Yo era joven, es verdad; pero aquella simpatía me dio muy buena opinión de ella, y me pareció que, en su calidad de mujer y madre irreprochable, aquello era todavía más de apreciar.

-¿Qué será de ella? -decía Minnie sollozando-. ¿Dónde irá? ¡Dios mío! ¿Qué será de ella? ¡Oh! ¿Cómo ha podido ser tan cruel consigo misma y con Ham?

Yo recordaba los tiempos en que Minnie era una linda muchachita, y me gustaba ver que también ella los recordaba con tanta emoción.

-Mi pequeña Minnie —dijo mistress Joram- se acaba de dormir ahora mismo. Hasta en sueños solloza por Emily. Todo el día ha estado llamándola y preguntándome a cada momento si Emily era mala. ¿Qué le voy a contestar? La última noche que Emily ha pasado aquí se quitó la cinta de su cuello y se la puso a la nena; después puso su cabeza en la almohada, al lado de la de Minnie, hasta que se durmió profundamente. Ahora la cinta continúa alrededor del cuello de mi pequeña Minnie. Quizá no debía consentirlo; pero ¿qué quiere usted que haga? Emily es muy mala; pero ¡se querían tanto! Además, la niña no tiene conocimiento.

Mistress Joram estaba tan triste, que su marido salió de su habitación para consolarla. Los dejé juntos y emprendí el camino hacia casa de Peggotty, quizá más melancólico que nunca.

Aquella excelente criatura (me refiero a Peggotty), sin pensar en su cansancio ni en sus preocupaciones recientes, ni en tantas noches que había pasado sin dormir, se había quedado en casa de su hermano para no abandonarle hasta el momento de su partida, y en la casa no había conmigo más que una mujer vieja, que se encargaba de la limpieza hacía unas semanas, cuando Peggotty no pudo ya ocuparse. Como yo no tenía ninguna necesidad de sus servicios, la mandé acostarse, con gran satisfacción suya, y me senté delante del fuego de la cocina, para reflexionar un poco sobre todo lo que había ocurrido.

 

Confundía los últimos sucesos con la muerte de Barkis, y veía al mar, que se retiraba a lo lejos; recordaba la mirada extraña que Ham había fijado en el horizonte, cuando fui sacado de mis sueños por un golpe dado en la puerta. La puerta tenía aldaba; pero el ruido no era de la aldaba: era una mano la que había llamado, y muy abajo, como si fuera un niño el que quería que le abrieran.

Me apresuré más que si hubiera sido un lacayo oyendo un aldabonazo en casa de un personaje de distinción; abrí, y en el primer momento, con gran sorpresa, no vi más que un inmenso paraguas, que parecía andar solo; pero pronto descubrí bajo su sombra a miss Mowcher.

No hubiese estado muy dispuesto a recibir bien a aquella criatura si en el momento de retirar su paraguas, que no conseguía cerrar, hubiera encontrado en su rostro aquella expresión grotesca que tanta impresión me causó en nuestro primer encuentro. Pero cuando me miró fue con una expresión tan grave, que le quité el paraguas (cuyo volumen hubiera sido incómodo hasta para el gigante irlandés), mientras ella extendía sus manos con una expresión de dolor tan viva que sentí hasta simpatía por ella.

-Miss Mowcher -dije después de haber mirado a derecha a izquierda en la calle desierta sin saber lo que buscaba-, ¿cómo está usted aquí? ¿Qué le pasa a usted?

Me hizo señas con su corto brazo derecho de que cerrara el paraguas, y entrando con precipitación pasó a la cocina. Cerré la puerta y la seguí con el paraguas en la mano, encontrándola ya sentada en un rincón, balanceándose hacia adelante y hacia atrás y apretándose las rodillas con las manos como una persona que sufre.

Un poco inquieto por aquella visita inoportuna y por ser único espectador de aquellas extrañas gesticulaciones, exclamé de nuevo:

-Miss Mowcher, ¿qué le ocurre a usted? ¿Está usted enferma?

-Hijo mío -replicó miss Mowcher apretando sus manos contra su corazón-, estoy enferma, muy enferma, cuando pienso en lo que ha ocurrido y en que hubiese podido saberlo, impedirlo quizá, si no hubiera estado tan loca y aturdida como estoy.

Y su gran sombrero, tan poco apropiado a su estatura de enana, se balanceaba siguiendo los movimientos de su cuerpecito y haciendo bailar al unísono tras de ella, en la pared, la sombra de un sombrero gigantesco.

-Estoy muy sorprendido -empecé a decir- de verla tan seriamente preocupada… -Pero me interrumpió:

-Sí, siempre me ocurre lo mismo. Todos los seres privilegiados que tienen la suerte de llegar a su pleno desarrollo se sorprenden de encontrar sentimientos en una pobre enana como yo. No soy para ellos más que un juguete, con el que se divierten, para tirarme a la basura cuando se cansan; se imaginan que no tengo más sensibilidad que un caballo de cartón o un soldado de plomo. Sí, sí; eso me ocurre siempre; no es cosa nueva.

-Yo no puedo hablar más que de mí; pero le aseguro que no soy de ese modo. Quizá no hubiera debido sorprenderme de verla a usted en ese estado, puesto que no la conozco apenas. Dispénseme; se lo he dicho sin intención.

-¿Qué quiere usted que haga? -replicó la mujercita, en pie, y levantando los brazos para que la viera mejor-. Vea usted: mi padre era como yo; mi madre, lo mismo; mi hermano, también, a igualmente mi hermana. Trabajo para mi hermano y mi hermana desde hace muchos años… sin descanso, míster Copperfield, todo el día. Hay que vivir. Yo no hago daño a nadie. Si hay personas lo bastante crueles para burlarse de mí, ¿qué quiere usted que haga yo? Tengo que hacer lo mismo que ellos; y por eso he llegado a reírme de mí misma, de los que se ríen de mí y de todo. Se lo pregunto: ¿quién tiene la culpa? Por lo menos yo no la tengo.

No, no; veía muy bien que no era la culpa de miss Mowcher.

-Si hubiera dejado sospechar a su pérfido amigo que no por ser enana dejaba de tener un corazón como el de cualquier otro -continuó, moviendo la cabeza con expresión de reproche-, ¿cree usted que me habría demostrado nunca el menor interés? Si la pequeña Mowcher (no tiene la culpa de ser como es, pues no se ha hecho a sí misma, caballero) se hubiera dirigido a él o a cualquiera de sus semejantes en nombre de sus desgracias, ¿cree usted que habrían escuchado siquiera su vocecita? Sin embargo, la pequeña Mowcher necesitaba vivir, aunque hubiera sido la más tonta y la más gruñona de los pigmeos; pero no hubiese conseguido nada, ¡oh, no! Se habría agotado pidiendo un pedazo de pan, y la hubiesen dejado morir de hambre; y, sin embargo, ¡no puede alimentarse del aire!

Miss Mowcher se sentó de nuevo, sacó su pañuelo y se enjugó los ojos.

-¡Vamos! Si tiene usted el corazón bueno, como creo, más bien me debía felicitar por haber tenido el valor, dentro de lo que soy, de soportarlo todo alegremente. Yo misma me felicito de poder hacer mi poquito de camino en el mundo sin deber nada a nadie y sin tener que dar por el pan que me lanzan al pasar, por tontería o vanidad, más que algunas bufonadas a cambio. Y si no me paso la vida lamentándome por lo que me falta, mejor para mí; con eso no hago daño a nadie. Y si os tengo que servir de juguete a vosotros los gigantes, al menos tratad con dulzura al juguete.

Miss Mowcher volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo, y mirándome intensamente prosiguió:

-Le he visto hace un momento en la calle. Como supondrá usted, yo no puedo andar tan deprisa como usted, con mis piernas cortas y mi débil aliento, y no he podido alcanzarle; pero adivinaba dónde se dirigía usted y lo he seguido. Ya he venido hoy una vez aquí; pero la buena mujer no estaba en casa.

-¿Es que la conoce usted? -le pregunté.

-He oído hablar de ella -replicó- en casa de Omer y Joram. Esta mañana, a las siete, estaba allí. ¿Recuerda usted lo que Steerforth me dijo de esa desgraciada niña el día en que los vi a los dos en el hotel?

El gran sombrero que llevaba en la cabeza miss Mowcher y el más grande todavía que se reflejaba en la pared empezaron a columpiarse de nuevo cuando me hizo esta pregunta.

Le contesté que lo recordaba muy bien y que había pensado muchas veces en ello durante el día.

-¡Que el padre de la mentira le confunda -dijo la enanita levantando un dedo ante sus ojos llameantes- y que confunda diez veces más a su miserable criado! Y yo convencida de que era usted el que tenía por ella una pasión desde hacía muchos años.

-¿Yo? -repetí.

-¡Qué niño es usted y qué mala suerte tan ciega! -exclamó miss Mowcher torciéndose las manos con impaciencia-. ¿Por qué la elogiaba usted tanto, ruborizado y confuso?

No podía negar que decía la verdad, aunque había interpretado mal mi emoción.

-¿Cómo iba yo a adivinarlo? -dijo miss Mowcher sacando de nuevo su pañuelo y golpeando con el pie cada vez que se enjugaba los ojos con las dos manos-. Yo me daba cuenta de que Steerforth le atormentaba a usted y le mimaba al mismo tiempo, y que usted era como cera blanda entre sus manos. Y no hacía un momento que había dejado la habitación, cuando su criado me dijo que el joven inocente (así le llamaba; usted puede llamarle el viejo canalla sin perjudicarle) estaba loco por la chica y la chica por él; que su señor estaba decidido a que las cosas no tuvieran malas consecuencias, más por afecto a usted que por ella, y que con ese objeto estaban en Yarmouth. ¿Cómo no creerle? Había visto que Steerforth le mimaba a usted y le halagaba haciendo el elogio de la muchacha. Usted fue quien habló de ella el primero. Usted confesó que hacía tiempo la había amado. Tenía calor y frío, enrojecía y palidecía cuando yo hablaba de ella. ¿Qué quiere usted que pensara sino que era usted un pequeño libertino en ciernes, a quien no faltaba más que la experiencia, y que entre las manos en que había caído la experiencia no le faltaría mucho tiempo si no se encargaba de dirigirla por el buen camino, como era su capricho? ¡Oh, oh, oh! Es que tenían miedo de que descubriese la verdad -exclamó miss Mowcher levantándose para trotar de arriba abajo por la cocina y levantando al cielo sus dos bracitos desesperadamente-; sabían que soy bastante viva, pues lo necesito para salir adelante en el mundo, y se pusieron de acuerdo para engañarme; y me hicieron dar a aquella desgraciada una carta, el origen, me temo mucho, de sus relaciones con Littimer, que se quedó aquí expresamente para ello.