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David Copperfield

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Serían las diez y media cuando mistress Micawber se levantó para envolver su cofia en el papel gris y ponerse el sombrero. Míster Micawber aprovechó el momento en que Traddles se ponía el gabán para deslizarme una carta en la mano, rogándome que la leyera cuando tuviera tiempo. Yo a mi vez aproveché el momento en que sostenía la luz por encima de la barandilla de la escalera para alumbrarlos, y que míster Micawber bajaba el primero, conduciendo del brazo a su mujer, para retener a Traddles, que les seguía ya con la cofia de la señora en la mano.

-Traddles -le dije-, míster Micawber no tiene malas intenciones, el pobre hombre; pero si yo estuviera en tu lugar, no le prestaría nada.

-Mi querido Copperfield -dijo Traddles, sonriendo-, no tengo nada que poder prestar

-Tienes tu nombre.

-¡Ah! ¿Crees que eso es algo que se puede prestar? —dijo Traddles pensativo.

-¡Naturalmente!

-¡Oh! -dijo Traddles-. Sí, seguramente. Te lo agradezco mucho, Copperfield; pero me temo que se lo he prestado ya.

-¿Para esa imposición tan segura? -pregunté.

-No -dijo Traddles-; para eso no. Es la primera vez que oigo hablar de ello. Y pensaba que quizá me propusiera firmarlo al volver a casa. Es para otra cosa.

-Pero supongo que no habrá ningún peligro.

-Supongo que no -dijo Traddles-; no lo creo, porque el otro día me aseguró que estaba solucionado. Es la expresión de míster Micawber: solucionado.

Míster Micawber levantó los ojos en aquel momento, y sólo pude repetir mis recomendaciones al pobre Traddles, que bajó dándome las gracias. Pero al ver el aspecto de buen humor con que llevaba la cofia y daba el brazo a mistress Micawber tuve mucho miedo no se fuera a entregar atado de pies y manos en Money Market.

Volví a sentarme ante la chimenea y reflexionaba, medio en serio medio en broma, sobre el carácter de míster Micawber y sobre nuestra antigua amistad, cuando oí que alguien subía rápidamente. Pensé que sería Traddles, que volvía a por algo olvidado por mistress Micawber; pero a medida que se acercaban los pasos los reconocí mejor; el corazón me latió y la sangre me subió al rostro. Era Steerforth.

No olvidaba nunca a Agnes; ella no abandonaba el santuario de mis pensamientos (si puedo decirlo así), donde la había colocado desde el primer día. Pero cuando Steerforth entró y se paró ante mí, tendiéndome la mano, la nube oscura que le envolvía en mi pensamiento se desgarró para hacer sitio a una luz brillante, y me sentí avergonzado y confuso por haber dudado de un amigo tan querido. Mi afecto por Agnes no se resentía; pensaba siempre en ella como en el ángel bienhechor de mi vida; mis reproches sólo se dirigían a mí mismo; me turbaba la idea de que había sido injusto con él, y habría querido expiarlo, si hubiera sabido cómo hacerlo.

-Pues bien, Florecilla, amigo mío, ¿te has vuelto mudo? -dijo Steerforth con alegría, estrechándome la mano del modo más cordial-. ¿Es que te sorprendo en medio de otro festín? ¡Qué sibarita eres! En verdad, voy creyendo que los estudiantes del Tribunal de Doctores son los jóvenes más disipados de Londres; y nos tenéis a distancia a nosotros, jóvenes inocentes de Oxford.

Paseaba alegremente su mirada alrededor de la habitación; fue a sentarse en el diván frente a mí, en el lugar que mistress Micawber acababa de dejar, y se puso a mover el fuego.

-En el primer momento estaba tan sorprendido -le dije dándole la bienvenida con toda la cordialidad de que era capaz-, que no podía ni saludarte, Steerforth.

-Pues bien; mi vista consuela a los ojos enfermos, como decían los escoceses -replicó Steerforth-, y la tuya produce el mismo efecto; ahora que estás en pleno florecimiento, Florecilla, ¿cómo estás, Bacanal mía?

-Muy bien -contesté-; pero nada de bacanal esta noche, aunque confieso que han comido aquí tres personas.

-Acabo de encontrármelos en la calle, elogiándote en voz alta. ¿Quién es el que lleva pantalón ceñido?

En pocas palabras le hice, lo mejor que pude, el retrato de míster Micawber, y reía de todo corazón, declarando que era digno de conocerse, y que no prescindiría de ser presentado a él.

-Pero el otro, el otro, ¿a que no adivinas quién es?

-¡Dios sabrá; pero no yo! ¿Supongo que no será nadie antipático? Me ha parecido que tenía un aspecto muy aburrido.

-¡Traddles! -le dije en tono de triunfo. „

-¿Quién? -preguntó Steerforth con despreocupación.

-¿No te acuerdas de Traddles? Traddles, que se acostaba en el mismo dormitorio que nosotros en Salem House.

-¡Ah! ¿Aquel? -dijo Steerforth dando con las tenazas sobre el carbón-. ¿Y sigue tan simple como antes? ¿De dónde le has desenterrado?

Hice de Traddles un elogio de lo más pomposo, pues me daba cuenta de que Steerforth le desdeñaba. Pero él, dejando a un lado aquel asunto con un movimiento de cabeza y una sonrisa, se limitó a decir que tampoco le disgustaría ver a nuestro antiguo compañero, que había sido siempre muy chusco; y después me preguntó si podía darle algo de comer.

Durante los intervalos de aquel corto diálogo, que sostenía con vivacidad febril, rompía los carbones con las tenazas y parecía contrariado. Observé que continuaba lo mismo mientras yo sacaba del armario los restos de la empanada de ave y alguna que otra cosa del festín.

-¡Pero ha sido una comida regia, Florecilla! —exclamó saliendo de pronto de su ensueño y sentándose al lado de la mesa-. Y voy a hacerle el honor, pues vengo de Yarmouth.

-Creía que estabas en Oxford -repliqué.

-No -dijo Steerforth-; vengo de estar haciendo de marinero, que es mejor.

-Littimer ha venido a preguntar si te había visto, y por sus palabras he creído que estabas en Oxford, aunque, en realidad, no me ha dicho nada.

-Littimer es más loco de lo que yo creía, puesto que se ha tomado la molestia de buscarme -dijo Steerforth vertiéndose alegremente vino en un vaso y bebiendo a mi salud-. En cuanto a lograr adivinar lo que piensa, serías más hábil que todos nosotros, Florecilla, si lo consiguieras.

-Tienes razón -le dije acercando mi silla a la mesa-. Según eso, ¿has estado en Yarmouth, Steerforth? -añadí, en mi impaciencia de saber noticias de nuestros amigos-. Y ¿has estado mucho tiempo?

-No -replicó-; no ha sido más que una escapada de unos ocho días.

-¿Y cómo están todos allí? ¿La pequeña Emily no se ha casado todavía?

-No, todavía no; la boda es dentro de no sé cuántas semanas o meses; no sé bien. No les he visto mucho. A propósito, tengo una carta para ti -añadió depositando su cuchillo y su tenedor, que manejaba con apetito y buscando en sus bolsillos.

-¿De quién?

-De tu vieja niñera -replicó sacando algunos papeles del bolsillo de su chaleco- «J. Steerforth, esq.» No es esto; paciencia, ya lo encontraré. El viejo… no se como se llama… está enfermo. Debe de ser a propósito de eso por lo que te escribe.

-¿Te refieres a Barkis?

-Sí -respondió, buscando siempre en sus bolsillos y examinando lo que había en ellos- Todo ha terminado para el pobre Barkis, me temo. He visto al boticario o lo que sea, no sé, que te trajo al mundo, que me ha dado los mayores detalles; pero, en resumen, su opinión es que el carretero no tardará en hacer su último viaje. Mete la mano en el bolsillo de mi gabán, que está encima de esa silla, a ver si encuentras la carta. ¿Está ahí?

-Aquí está —dije.

-¡Ah! Vale.

La carta era de Peggotty; era corta y algo menos legible que de costumbre. Me contaba el estado desesperado de su marido y aludía a que se había vuelto algo más agarrado que antes, lo que sentía, sobre todo porque no podía darle todos los cuidados que querría. No decía una palabra de sus trabajos ni de sus vigilias; pero no escaseaba los elogios a su marido. Y todo lo decía con una ternura sencilla, honrada y natural, que yo sabía lo sincera que era; y la carta terminaba con estas palabras: «Mis respetos a mi niño querido». Y el niño querido era yo.

Mientras descifraba aquella epístola, Steerforth continuaba comiendo y bebiendo.

-Es una pena -dijo cuando hube terminado-; pero el sol se pone todos los días y mueren seres cada minuto. No hay que atormentarse, por lo tanto, mucho por una cosa que es el lote común de todo el mundo. Si nos detenemos cada vez que oímos dar con el pie en alguna puerta a esa viajera que nunca se detiene, no haríamos mucho ruido en el mundo. ¡No! ¡Adelante! Por los malos caminos si no hay otros, por los buenos si se puede; pero ¡adelante! Saltemos por encima de todos los obstáculos para llegar a la meta.

-¿A qué meta?

-A aquella por la que se ha puesto uno en camino -replicó-, y ¡adelante!

Recuerdo que cuando se interrumpió para mirarme con el vaso en la mano y su hermoso rostro un poco inclinado hacia atrás, observé por primera vez que, aunque estaba tostado y la frescura del viento del mar había animado su tez, sus rasgos llevaban las huellas del ardor apasionado que le era habitual cuando se lanzaba perdidamente en algún nuevo capricho. Por un momento tuve la idea de reprocharle la energía desesperada con que perseguía el objeto que deseaba; por ejemplo, aquella manía de luchar con la mar bravía y de desafiar las tormentas; pero el primer asunto de nuestra conversación me volvió a la memoria, y le dije:

-Veamos, Steerforth. Si eres lo bastante dueño de ti para escucharme un momento te diré…

-El espíritu que me posee es un espíritu poderoso y hará lo que tú quieras —contestó levantándose de la mesa para volver a sentarse al lado del fuego.

-Pues bien. Voy a decirte, Steerforth, que quiero ir a ver a mi antigua niñera; no porque pueda serle de ninguna utilidad, ni ayudarla en nada; pero me quiere tanto, que mi visita le dará el mismo gusto que si pudiera ayudarla en algo. Se sentirá dichosa y será un consuelo y un socorro para ella. Y no es hacer ningún sacrificio por una amiga tan fiel. ¿No irías tú a pasar allí un día si estuvieras en mi lugar?

 

Estaba pensativo, y reflexionó un instante antes de contestarme en voz baja:

-Sí; debes ir; eso siempre es bueno.

-Como llegas de allí, supongo que será inútil pedirte que me acompañes.

-Completamente inútil -replicó-. Esta misma noche voy a Highgate. No he visto a mi madre desde hace mucho tiempo, y me remuerde la conciencia. Pues es mucho ser amado como ella ama a su hijo pródigo. ¡Bah! ¡Qué locura!

Supongo que piensas irte mañana —dijo apoyando sus manos en mis hombros y reteniéndome a distancia.

-Sí.

-Pues bien; espera solamente a pasado mañana. Quería rogarte que pasaras algunos días con nosotros; había venido expresamente a invitarte, y te escapas a Yarmouth.

-Te aconsejo que no hables de las personas que se escapan, Steerforth, cuando tú partes como un loco para cualquier expedición desconocida.

Me miró un momento sin hablarme, y después repuso teniéndome siempre agarrado de los hombros y sacudiéndome:

-Vamos, decídete para pasado mañana y pasas el día de mañana con nosotros. ¡Quién sabe cuándo nos volveremos a ver! Vamos, pasado mañana. Te necesito para evitarme un cara a cara con Rosa Dartle y para separamos.

-¿Temes que os querríais demasiado si no estuviera yo allí? -le pregunté.

-Sí, o que nos odiáramos -dijo Steerforth riendo—; una cosa a otra. Vamos, ¿quedamos en eso? ¿Pasado mañana?

-Bueno, pasado mañana -le dije.

Se puso su gabán, encendió su puro y se dispuso a irse hacia su casa a pie. Viendo que aquella era su intención, yo también me puse el gabán (pero sin encender el puro, había tenido bastante con una vez) y le acompañé hasta la carretera, que no estaba alegre aquella noche. Fue muy animado todo el camino, y cuando nos separamos yo le veía andar con un paso tan ligero y tan firme, que recordé lo que me había dicho: «Saltemos por encima de todos los obstáculos para conseguir nuestro objetivo», y me puse a desear, por primera vez en mi vida, que el objetivo que perseguía fuera digno de él.

Había vuelto a mi habitación y me desnudaba, cuando la carta de míster Micawber se cayó al suelo. Hizo bien, pues la había olvidado. Rompí el sello y leí lo que sigue. La carta estaba fechada hora y media antes de la comida. No sé si he dicho que siempre que míster Micawber se encontraba en una situación desesperada empleaba una especie de fraseología legal, que parecía considerar como una manera de liquidar sus asuntos.

«Caballero… pues no me atrevo a decir mi querido Copperfield:

Es necesario que sepa usted que el firmante es un hombre ahogado. Quizá usted podrá observar hoy que haga débiles esfuerzos para evitarle un descubrimiento prematuro de su desgraciada posición; pero toda esperanza se ha desvanecido del horizonte y el firmante está hundido.

La presente comunicación está escrita en presencia (no puedo decir en compañía) de un individuo sumido en un estado cercano a la borrachera y que es dependiente de un prestamista. Este individuo está en posesión de estos lugares por no haber pagado el alquiler. El inventario que ha hecho comprende no solamente todas las propiedades personales de todo género pertenecientes al firmante, inquilino por años de esta morada, sino también todos los efectos y propiedades de míster Thomas Traddles, huésped y miembro de la honorable Sociedad de Inner Temple.

Si una sola gota de amargura podía faltar a la copa, ya desbordante, que se ofrece ahora (como dice un escritor inmortal) a los labios del firmante se encontraría en el hecho doloroso de que un pagaré garantizado en favor del firmante, por el antes mencionado míster Thomas Traddles, por la suma de veintitrés libras, cuatro chelines y nueve peniques y medio ha cumplido y no ha sido pagada. También se encontraría en el hecho igualmente doloroso de que las responsabilidades vivas que pesan sobre el firmante serán aumentadas, según el curso de la naturaleza, por una nueva a inocente víctima, cuya llegada será (en números redondos) a la expiración de un período que no excede de seis meses desde la presente fecha.

Después de estos detalles, será un oprobio que añadir a las cenizas y al polvo que cubren para siempre la cabeza de WILKINS MICAWBER.»

¡Pobre Traddles! Por entonces conocía lo bastante a míster Micawber para estar seguro de que se levantaría de aquel golpe; pero aquella noche turbó mi tranquilidad el recuerdo de Traddles y de la hija del pastor de Devonshire, con diez hermanos y ¡tan buena chica!, como decía Traddles, y dispuesta a esperarle (elogio funesto) aunque fueran sesenta años, o más, si hacía falta.

Capítulo 9 Veo de nuevo a Steerforth en su casa

Aquella mañana le dije a míster Spenlow que quería permiso para ausentarme por poco tiempo; y como no recibía sueldo ninguno, y, por lo tanto, no tenía nada que temer del implacable Jorkins, no hubo dificultad para ello. Aproveché la oportunidad, aunque la voz se me ahogaba y se me nublaba la vista, para decir que esperaba que miss Spenlow estuviera bien; a lo que me contestó, sin más emoción que si. se tratara de cualquier otro ser humano, que me lo agradecía mucho, y que estaba muy bien.

Los empleados destinados a la aristocrática orden de procuradores eran tratados con muchas consideraciones, lo que hacía que tuviéramos la mayor libertad. Pero como no quería llegar a Highgate antes de la una o las dos, y como aquella mañana teníamos una causa en el tribunal, estuve allí un par de horas pasando el tiempo muy agradablemente con míster Spenlow. Era una causa divertida, y mientras me dirigía a Highgate en la imperial de la diligencia fui pensando en el Tribunal de Doctores y en lo que míster Spenlow decía sobre que si se tocaba el Tribunal se acababa la nación.

Mistress Steerforth se alegró mucho de verme, y también Rose Dartle. A mí me sorprendió agradablemente el encontrar que Littimer no estaba allí y que éramos atendidos por una modesta doncella con cintas azules en la cofia, que era mucho más agradable de mirar y mucho menos desconcertante cuando, por casualidad, se encontraba uno sus ojos, que aquel respetable hombre. Pero lo que observé particularmente antes de llevar media hora en la casa fue la constante y atenta mirada que miss Dartle clavaba en mí y la manera con que parecía comparar mi rostro con el de Steerforth y el de Steerforth con el mío, como si esperase pillamos en mentira a alguno de los dos. Siempre que la miraba estaba seguro de encontrar sus ojos ardientes y sombríos con aquella mirada fija y penetrante en mi rostro, para pasar de pronto al de Steerforth, o tratando de mirarnos a los dos a un tiempo. Y lejos de renunciar a aquella vigilancia cuando vio que yo lo había notado, me pareció que, por el contrario, su mirada se hacía más penetrante y su atención más marcada. A pesar de que me sentía inocente de todos los pecados que pudieran suponérseme, no dejaba de huir de aquellos ojos extraños, de los que no podía soportar el brillo ansioso.

Durante todo el día parecía no estar más que ella en toda la casa. Si charlaba con Steerforth en su habitación, oía el ruido del roce de su traje en la galería. Si hacíamos algún ejercicio en el césped de la parte de atrás de la casa veía aparecer su rostro en todas las ventanas sucesivamente, como un fuego fatuo, hasta que elegía una ventana más cómoda para vernos mejor. Una vez, mientras nos paseábamos los cuatro, después de la comida, me cogió del brazo y lo estrechó en su mano delgada como en una tenaza, para acapararme dejando a Steerforth y a su madre pasear unos cuantos pasos más delante; y cuando ya no pudieron oírnos me dijo:

-Ha pasado usted mucho tiempo sin venir aquí. ¿Su profesión es realmente tan atractiva a interesante que absorba tan por completo su atención? Lo pregunto porque siempre me gusta aprender, porque soy muy ignorante. ¿Es realmente así?

Le repliqué que me gustaba bastante; pero que no me ocupaba todo mi tiempo.

-¡Oh, cómo me alegro de saberlo! porque me gusta que me corrijan cuando me equivoco -dijo Rose Dartle-. ¿Quizá quiere usted decir que es un poco árido?

-Sí -repliqué-; quizá es un poco árido.

-¡Oh! Y por eso necesita usted reposo, cambio, excitaciones y todo eso; ¿verdad? Pero no es un poco… ¿eh?… para él; no me refiero a usted.

Una rápida mirada que lanzó hacia donde se estaban paseando cogidos del brazo Steerforth y su madre me demostró a quién se refería; pero fue cosa perdida pues no comprendí nada, y estoy seguro de que se me notaba.

-No parece… no digo que sea… pero me gustaría saber… ¿no está muy preocupado? ¿No es más remiso que de costumbre en sus visitas a su madre, que lo quiere ciegamente, eh? -dijo con otra mirada rápida, lanzada a ellos, y una a mí, en la que parecía querer leer el fondo de mis pensamientos.

-Miss Dartle -le respondí-, no crea usted, le ruego…

-¿Yo creer? ¡Oh querido mío! Pero no vaya usted a creer que yo creo algo. No soy suspicaz. Solamente hago una pregunta. No tengo ninguna opinión. Querría formarme una opinión por lo que usted me dijera. Pero, según eso, no es así. ¡Bien! Me alegro mucho de saberlo.

-No; no es cierto -le dije un poco confuso- que sea yo responsable de las ausencias de Steerforth, pues yo mismo no lo sabía. De sus palabras deduzco que ha estado más tiempo que de costumbre sin venir a ver a su madre; pero yo tampoco le había vuelto a ver hasta ayer por la noche desde hacía muchísimo tiempo.

-¿Es cierto?

-Completamente cierto, miss Dartle.

Mientras me miraba de frente la vi palidecer, y la cicatriz de la antigua herida se destacó profundamente sobre el labio desfigurado, prolongándose sobre el otro y bajando oblicuamente hacia la barbilla. Me pareció que había algo verdaderamente temible en aquello y en el brillo de sus ojos, cuando me dijo mirándome con fijeza:

-Entonces ¿qué hace?

Repetí sus palabra más para mí mismo que para ser oído por ella, tanto me sorprendía.

-Entonces ¿qué hace? -repitió con un ardor que parecía consumirla como el fuego- ¿A qué se dedica ese hombre que no me mira nunca sin que lea en sus ojos una falsedad impenetrable? Si usted es honrado y fiel, yo no le pido que traicione a su amigo; solamente le pido que me diga si es la cólera, o el odio, o el orgullo, o la intranquilidad de su naturaleza, o algún extraño capricho, o el amor, lo que lo posee…

-Miss Dartle -respondí-, ¿qué quiere usted que yo le diga, cuando no sé nada más de Steerforth de lo que sabía cuando vine aquí por primera vez? Ni adivino nada. Creo firmemente que no le sucede nada. No comprendo siquiera lo que me quiere usted decir.

Mientras me miraba todavía fijamente, un estremecimiento convulsivo, que yo no podía separar de la idea de sufrimiento, apareció en la cruel cicatriz. Y el extremo de su labio se levantó con aquella expresión de desdén o de piedad. Se tapó la boca con la mano apresuradamente (una mano tan fina y delicada que cuando yo le había visto extenderla ante su rostro para preservarlo del fuego, la había comparado en mi imaginación con la más fina porcelana) y me dijo con viveza en un acento conmovido y apasionado: «Le prometo guardar secreto de esto»; después no añadió ni una palabra más.

Mistress Steerforth no se había sentido nunca más dichosa de la compañía de su hijo que aquel día, pues precisamente Steerforth nunca había estado mas cariñoso y deferente con ella. A mí me interesaba vivamente verlos juntos, no sólo a causa de su afecto mutuo, sino también a causa del parecido sorprendente que existía entre ellos, pues la única diferencia era que la altivez y la ardiente impetuosidad del hijo, por la diferencia de edad y de sexo, se convertían en la madre en una dignidad llena de gracia. Más de una vez había pensado yo que era una felicidad tal que nunca hubiera provocado entre ellos una causa seria de disgusto, pues aquellas dos naturalezas, o mejor dicho aquellos dos matices de la misma naturaleza, habrían sido más difíciles de reconciliar que los caracteres más opuestos. Debo confesar que esta idea no se me había ocurrido a mí, ni es fruto de mi imaginación, pues se la debía a Rose Dartle.

Estábamos comiendo cuando nos preguntó:

-¡Oh!, dígame, se lo ruego, a ver si me aclara una duda que me ha preocupado toda la tarde y que desearía saber.

 

-¿Qué es lo que querrías saber, Rose? -preguntó mistress Steerforth. No seas tan misteriosa, te lo ruego.

-¡Misteriosa! -exclamó-. ¡Oh! ¿De verdad? ¿Me encuentra usted misteriosa?

-¿No me paso la vida pidiéndote -dijo mistress Steerforth- que te expliques abiertamente y con naturalidad?

-¡Ah! ¿Entonces es que no soy natural? -replicó-. Pues bien; le ruego que tenga un poco de indulgencia, pues si hago preguntas es sólo por instruirme. Nunca se conoce uno bien a sí mismo.

-Es una costumbre que se ha convertido en ti en una segunda naturaleza -dijo mistress Steerforth, sin dar el menor signo de descontento-; pero yo recuerdo, y tú también debes recordar, que en otros tiempos eras muy distinta, Rose, menos disimulada, más confiada.

-¡Oh! Realmente tiene usted razón; pero las malas costumbres se hacen inveteradas. ¡De verdad! ¡Menos disimulo y más confianza! ¿Cómo habré cambiado poco a poco?, es lo que me pregunto. Es muy extraordinario; pero es igual, lo esencial es que vuelva a ser como antes.

-Sí que me gustaría-dijo mistress Steerforth, sonriendo.

-¡Oh! Lo conseguiré, ¡se lo aseguro! -respondió ella-. Aprenderé la franqueza, veamos… ¿de quién?… ¿De James?

-No podrías aprenderla en mejor escuela, Rose -dijo mistress Steerforth vivamente, pues todo lo que Rose Dartle decía tenía un matiz de ironía que aparecía a través de su sencillez afectada-. En cuanto a eso, estoy bien segura -dijo con un ardor desacostumbrado-. Si hay algo en el mundo de lo que estoy segura, sabes que es de eso.

Me pareció que mistress Steerforth se arrepentía de su pequeño impulso, pues añadió enseguida con bondad:

-Y bien, querida Rose; con todo esto no nos has dicho el motivo de tus preocupaciones.

-¿El motivo de mis preocupaciones? -replicó con una frialdad impacientante-. ¡Oh! Me preguntaba únicamente si personas cuya constitución moral se parece… ¿es esa la expresión?

-Es una expresión como otra -dijo Steerforth.

-¡Gracias!… Si personas cuya constitución moral se asemeja se encontrarían más en peligro que otras en el caso de que una causa seria de división surgiera entre ellas, y les separaría un resentimiento más profundo y duradero.

-Sí, seguramente -dijo Steerforth.

-¿De verdad? -replicó ella-. Pero veamos, por ejemplo… se pueden suponer las cosas más absurdas… Suponiendo que tú tuvieras con tu madre una querella seria…

-Mi querida Rose -dijo mistress Steerforth riendo alegremente-, debías haber inventado cualquier otra suposición. Gracias a Dios, James y yo sabemos demasiado bien lo que nos debemos el uno al otro.

-¡Oh! -dijo miss Dartle bajando la cabeza con aire pensativo-. Sin duda; eso es suficiente. Pre… ci… sa… mente. Pues bien; me alegro mucho de haber hecho esa pregunta; al menos tengo la tranquilidad de estar ahora segura de que saben ustedes demasiado bien lo que se deben el uno al otro para que nada pudiera suceder jamás. Muchas gracias.

No quiero omitir una pequeña circunstancia relativa a miss Dartle, pues más tarde tuve razones para recordarla, cuando el irreparable pasado me fue explicado. Todo el día, y sobre todo a partir de aquel momento, Steerforth desplegó sus cualidades, con la naturalidad que no le abandonaba nunca, para atraer a aquella singular criatura, hacerle que gozara de su compañía y a que fuera amable con él. No me sorprendió tampoco ver a miss Dartle luchar al principio contra su seducción, pues sabía que estaba llena de prejuicios y de terquedad. Vi sus modales y su fisonomía cambiar poco a poco; vi que le miraba con una admiración creciente; vi que hacía esfuerzos cada vez más débiles, pero siempre con cólera, como si se reprochara su debilidad para resistir a la fascinación que ejercía sobre ella; por fin vi sus miradas irritadas dulcificarse, su sonrisa aflojarse, y el terror que me había inspirado todo el día se desvaneció. Sentados al lado del fuego, estábamos todos charlando y riendo juntos, con una naturalidad de niños.

No sé si fue porque era tarde o porque Steerforth no quería perder el terreno que había ganado, el caso es que no permanecimos en el comedor más de cinco minutos después de su marcha.

-Toca el arpa -dijo Steerforth en voz baja al acercamos a la puerta del salón-; creo que hace lo menos tres años que nadie la ha oído más que mi madre.

Dijo aquellas palabras con una sonrisa extraña, que desapareció enseguida, y entramos en el salón. Estaba sola.

-No te levantes —dijo Steerforth deteniéndola-. Vamos, mi querida Rose, ¡sé amable una vez y cántanos una canción irlandesa!

-¡Mucho te importan las canciones irlandesas! -replicó ella.

—Ciertamente -dijo Steerforth-, mucho: son las que prefiero. Además, a Florecilla le gusta la música con toda su alma. Cántanos una canción irlandesa, Rose, y yo me sentaré aquí a escucharte como en otros tiempos.

Sin tocarla a ella ni a la silla en que estaba sentada se sentó al lado del arpa. Ella permaneció de pie durante un momento, haciendo con la mano movimientos como si tocara, pero sin hacer resonar las cuerdas. Por fin se sentó, atrajo hacia sí el arpa con un movimiento rápido y se puso a cantar acompañándose.

No sé si era el instrumento o la voz lo que daba a aquel canto un carácter sobrenatural, que no sé describir. La expresión era desgarradora. Parecía como si aquella canción no se hubiera escrito nunca ni puesto en música; parecía más bien escapar de la pasión contenida y que asomaba con una expresión imperfecta en los sonidos de su voz, y después volvía a ocultarse en la sombra cuando se hacía el silencio. Yo permanecí mudo mientras ella se apoyaba de nuevo en el arpa y hacía vibrar los dedos de la mano derecha sin sacar ningún sonido.

Al cabo de un momento, he aquí lo que me arrancó de mi ensueño: Steerforth se había levantado y se había acercado a ella, pasándole alegremente el brazo alrededor del talle.

-Vamos, Rose; de ahora en adelante vamos a querernos mucho.

Pero entonces ella le había pegado, y rechazándolo con el furor de un gato salvaje, se había escapado de la habitación.

-¿Qué le ocurre a Rose? -dijo mistress Steerforth, que entraba.

-Ha sido buena como los ángeles durante un momento, madre -dijo Steerforth-, y ahora de repente se lanza al otro extremo.

-Debías tener cuidado de no encolerizarla, James. Recuerda que su carácter está agriado y que no conviene tentarla.

Rose no volvió ni se habló de ella hasta el momento en que yo entré con Steerforth en su habitación para despedirme de él. Entonces se puso a burlarse y me preguntó si había conocido nunca a una criatura tan violenta y tan incomprensible.

Yo le expresé mi sorpresa, y le pregunté si no adivinaba lo que habría podido ofenderla tan vivamente y tan de repente.

-¡Dios lo sabe! -dijo Steerforth-. Cualquier cosa quizás, o quizás nada. Ya te he dicho que a todo lo saca punta, hasta su persona, por afilar afila la hoja, y es una hoja fina, ten cuidado, ten cuidado; no hay que acercarse sin precaución. Siempre hay peligro. ¡Buenas noches!

-¡Buenas noches, querido Steerforth! Mañana me marcharé antes de que te despiertes. ¡Buenas noches!

No me dejaba marchar, y continuaba de pie delante de mí, con las manos apoyadas en mis hombros, como había hecho en mi habitación.

-Florecilla -me dijo con una sonrisa—, aunque ese no sea el nombre que te han dado tu padrino y tu madrina, es con el que más me gusta nombrarte. Yo querría, ¡oh, sí!, yo querría que tú también me pudieras llamar así.

-Pero ¿quién me lo impide si quisiera hacerlo?

-Florecilla, si algún suceso llegara a separamos, piensa siempre en mí con indulgencia, amigo mío. Vamos, prométeme que pensarás en mí con indulgencia si las circunstancias llegan a separamos.

-¿Qué estás diciendo de indulgencia, Steerforth? -le dije-. Mi cariño y mi ternura por ti serán siempre los mismos y no tienen nada que perdonarte.