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David Copperfield

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La idea de vestirme, de hacer algo, de moverme siquiera, en aquel estado de amor, habría sido ridícula. No pude más que sentarme ante el fuego, con la llave del maletín en la mano, y pensar en lo encantadora, en lo chiquilla, en los ojos brillantes que tenía la deliciosa Dora. ¡Qué figura, qué rostro, qué gracia la de sus movimientos!

La campana sonó tan pronto, que apenas tuve tiempo de ponerme de cualquier modo el traje. ¡Yo, que hubiera querido poner especial cuidado en semejantes circunstancias! En el comedor había algunas personas, y Dora hablaba con un caballero de cabellos blancos. A pesar de la blancura de sus cabellos y de sus biznietos, él mismo confesaba que era bisabuelo, estaba horriblemente celoso de él.

¡Qué estado de espíritu aquel en que estaba sumergido! ¡Sentía celos de todo el mundo! No podía soportar la idea de que nadie conociese a míster Spenlow mejor que yo. Era una tortura para mí el oír hablar de sucesos en los que yo no había tomado parte. A un señor completamente calvo, de cabeza reluciente y muy amable, se le ocurrió preguntarme, a través de la mesa, si era la primera vez que veía el jardín. En mi cólera feroz y salvaje, no sé lo que habría hecho.

A los demás invitados no los recuerdo; sólo recuerdo a Dora. No tengo idea de lo que comimos; sólo vi a Dora. Creo verdaderamente que me alimenté de Dora, pues rechacé media docena de platos sin tocarlos. Estaba sentado a su lado, y le hablaba; ella tenía la voz más dulce, la risa mas alegre, los movimientos más encantadores y más seductores que hayan esclavizado nunca a un pobre muchacho loco. En ella todo era diminuto, y eso me parecía que la hacía todavía más preciosa.

Cuando dejó el comedor con miss Murdstone (no había allí más señoras), caí en un dulce ensueño, turbado sólo por la viva inquietud de que miss Murdstone le hablase mal de mí. El señor amable y calvo me contó una larga historia de horticultura, según creo. Me pareció que le oía repetir muchas veces «mi jardinero», y hacía como que le prestaba la mayor atención; pero en realidad erraba durante aquel tiempo por el jardín del Edén con Dora. Mis temores de ser perjudicado ante ella se reanudaron, cuando volvimos al salón, al ver el rostro sombrío de miss Murdstone. Pero me tranquilicé de una manera inesperada.

-David Copperfield -dijo miss Murdstone haciéndome una seña para que me acercara con ella a una ventana-, ¡una palabra!

Me encontré frente a miss Murdstone.

-David Copperfield -me dijo miss Murdstone-, no tengo necesidad de extenderme sobre nuestras circunstancias familiares; el asunto no es tentador.

-Muy lejos de ello, señorita -repliqué.

-Muy lejos de ello -repitió miss Murdstone-. No tengo ningún deseo de recordar querellas pasadas ni injurias olvidadas. He sido insultada por una persona, una mujer, siento decirlo por el honor del sexo, y como no podría hablar de ella sin desprecio y sin asco, prefiero no mencionarla.

Estuve a punto de acalorarme defendiendo a mi tía. Pero me contuve y le dije que, en efecto, sería más delicado el no, aludir a ello, y añadí que no consentiría oír hablar de mi tía más que con respeto, y de no ser así, tomaría su defensa.

Miss Murdstone cerró los ojos, inclinó la cabeza con desdén y, después, volviendo a abrirlos lentamente, repuso:

-David Copperfield, no trataré de ocultarle que la opinión que tengo de usted es muy desfavorable desde su infancia. Quizá me he equivocado, o usted ha dejado de justificar esa opinión; por el momento, no se trata de eso. Formo parte de una familia notable, así lo creo, por su firmeza, y no soy persona a quien cambie las circunstancias. Puedo tener mi opinión sobre usted, como usted puede tenerla sobre mí.

Incliné la cabeza a mi vez.

-Pero no es necesario —dijo miss Murdstone- que hagamos aquí gala de esas opiniones. En las circunstancias actuales vale más para todos que no sea así. Puesto que las casualidades de la vida nos han acercado de nuevo y que otras ocasiones semejantes pueden presentarse, soy de la opinion de que nos tratemos uno a otro como simples conocidos. Nuestro parentesco lejano es razón suficiente para explicar esa clase de relaciones, y es inútil ponernos en evidencia. ¿Es usted de la misma opinión?

-Miss Murdstone -repliqué-, opino que mister Murdstone y usted se han portado conmigo cruelmente y que han tratado a mi madre con mucha dureza; conservaré esta opinión mientras viva. Pero comparto plenamente lo que me propone.

Miss Murdstone cerró de nuevo los ojos a inclinó otra vez la cabeza; después, tocando el reverso de mi mano con sus dedos rígidos y helados, se alejó arreglando las cadenitas que llevaba en los brazos y en el cuello; las mismas, y en el mismo estado exactamente, que la última vez que la había visto. Entonces, pensando en el carácter de miss Murdstone, recordé las cadenas que ponen en las puertas de las prisiones para anunciar a todo transeúnte lo que debe esperarse encontrar dentro.

Todo lo que sé del resto de la velada es que oí a la soberana de mi corazón cantar maravillosas baladas francesas cuyos significados eran, por lo general, que en todo momento había que bailar ¡tralalá, tralalá! Se acompañaba de un instrumento mágico, que parecía una guitarra. Yo estaba sumergido en un delirio de bienaventuranzas. Rechacé todo refresco. El ponche en particular me repugnaba. Cuando miss Murdstone se acercó para llevársela, me sonrió y me tendió su encantadora mano. Yo lancé por casualidad una mirada a un espejo, y vi que tenía todo el aspecto de un imbécil, de un idiota. Volví a mi habitación en completo estado de imbecilidad, y me levanté al día siguiente sumergido todavía en el mismo éxtasis.

Hacía un día hermoso, y como me había levantado muy temprano, pensé que podría pasearme por una de aquellas avenidas alimentando mi pasión con su recuerdo. Al atravesar el vestíbulo me encontré a su perrito; se llamaba Jip, diminutivo de Gipsy. Me acerqué a él con ternura, pues mi amor se extendía hasta él; pero me enseñó los dientes y se refugió debajo de una silla, gruñendo, sin permitirme la menor familiaridad.

El jardín estaba fresco y solitario; yo me paseaba pensando en la felicidad que sentiría si llegara alguna vez a ser novio de aquella maravillosa criatura. En cuanto al matrimonio, o a la fortuna, creo que estaba tan alejado de todo pensamiento de aquel género como en los tiempos en que amaba a la pequeña Emily. Llegar a poder llamarla Dora, a escribirle, a amarla, a adorarla, a creer que ella no me olvidaba, aunque estuviera rodeada de otros amigos, era para mí el máximo de la ambición humana. No hay duda de que yo era entonces un pobre muchacho ridículo y sentimental; pero aquellos sentimientos demostraban tal pureza de corazón que me impiden despreciar absolutamente su recuerdo, por risible que me parezca hoy.

Me paseaba hacía poco rato, cuando a la vuelta de un sendero me encontré con Dora. Todavía enrojezco de pies a cabeza al recordarlo y la pluma me tiembla entre los dedos.

-Sale… usted muy temprano, miss Spenlow -le dije.

-¡Oh! Me aburro en casa; miss Murdstone es tan absurda. Tiene las ideas más extrañas sobre la necesidad de que la atmósfera esté bien purificada antes de que yo salga. ¡Purificada! (Aquí se echó a reír con la risa más melodiosa.) Los domingos por la mañana no estudio, y algo tengo que hacer. Anoche le dije a papá que estaba decidida a salir. Además, es el momento más hermoso del día, ¿no cree usted?

Emprendí el vuelo aturdidamente y le dije, o mejor dicho balbucí, que el tiempo me parecía magnífico en aquel momento; pero que hacía un instante me parecía muy triste.

-¿Es un cumplido —dijo Dora-, o es que el tiempo ha cambiado en realidad?

Contesté, balbuciendo más que nunca, que no era un cumplido, sino la verdad, aunque no había observado el menor cambio en el tiempo; me refería únicamente al que se había producido en mis sentimientos, añadí tímidamente, para terminar la explicación.

Nunca he visto bucles semejantes a los que entonces sacudió Dora para ocultar su rubor; pero no es extraño que no los hubiera visto, pues no había bucles semejantes en el mundo. En cuanto al sombrero de paja con cintas azules que coronaba aquellos bucles, ¡qué tesoro tan inestimable para colgar en mi habitación de Buckinghan-Street, si lo hubiera tenido en mi poder!

-¿Llega usted de París? -le dije.

-Sí -respondió-. ¿Ha estado usted allí alguna vez?

-No.

-¿Irá usted pronto? ¡Le gustará tanto!

Mi fisonomía expresó un profundo sufrimiento. No podía resignarme a pensar que esperaba verme marchar a París, que suponía que podría tener siquiera la idea de ir. ¡Mucho me importaba a mí París y Francia entera! Me sería imposible, en las circunstancias actuales, abandonar Inglaterra ni por todos los tesoros del mundo. Nada podría decidirme. En resumen, dije tanto, que ella empezaba de nuevo a esconder la cara tras los bucles, cuando a lo largo del sendero llegó corriendo el perrito, para descanso nuestro.

Estaba horriblemente celoso de mí, y se obstinaba en ladrarme entre las piernas. Ella lo cogió en brazos ¡oh Dios mío! y le acarició, sin que dejara de ladrar.

No quería que yo le tocara, y entonces ella le pegó; mis sufrimientos aumentaban al ver los golpecitos que le daba en el hocico para castigarle, mientras él guiñaba los ojos y le lamía las manos, al mismo tiempo que continuaba gruñendo entre dientes en voz baja. Por fin se tranquilizó (¡ya lo creo, con aquella barbillita con hoyuelos apoyada en su hocico!) y tomamos el camino de la terraza.

-No time usted demasiada amistad con miss Murdstone, ¿verdad? -dijo Dora- ¡Querido mío! (Estas dos últimas palabras se dirigían al perro. ¡Oh si hubiese sido a mí!)

 

-No -repliqué yo-; ninguna.

-Es muy fastidiosa -añadió haciendo un gestito-. Yo no sé en qué ha estado pensando papá para traerme de compañera a una persona tan insoportable. ¡No parece sino que necesita una que la protejan! ¡No seré yo! ,lip es mucho mejor protector que miss Murdstone. ¿No es verdad, Jip, amor mío?

Él se contentó con cerrar los ojos descuidadamente, mientras ella besaba su cabecita.

-Papá le llama mi amiga de confianza; pero eso no es cierto, ¿verdad, Jip? No tenemos la intención de dar nuestra confianza a personas tan gruñonas, ¿,no es verdad, Jip? Tenemos la intención de ponerla en quien nos dé la gana, y de buscarnos solos nuestros amigos, sin que nos los vayan a descubrir, ¿no es verdad, Jip?

Jip, en respuesta, hizo un ruido que se parecía bastante al de un puchero que hirviese. En cuanto a mí, cada palabra era un anillo que añadían a mi cadena.

-Es muy duro que porque no tengamos madre nos veamos obligados a arrastrar a una mujer vieja, fastidiosa, antipática, como miss Murdstone, tras de nosotros, ¿no es verdad, Jip? Pero no te preocupes, Jip, no le daremos nuestra confianza, y disfrutaremos todo lo que podamos a pesar suyo, y le haremos rabiar; es todo lo que podemos hacer por ella, ¿no es verdad, Jip?

Si aquel diálogo hubiera durado dos minutos más, creo que habría terminado por caer de rodillas en la arena, a riesgo de arañármelas y de que, además, me despidieran. Pero, afortunadamente, la terraza estaba cerca y llegamos al mismo tiempo que terminaba de hablar.

Estaba llena de geranios, y quedamos en contemplación ante las flores. Dora saltaba sin cesar para admirar una planta, y después otra; y yo me detenía para admirar las que ella admiraba. Dora, al mismo tiempo que se reía, levantaba al perro en sus brazos, con un gesto infantil, para que oliese las flores; si no estábamos los tres en el paraíso yo por mi parte lo estaba. El perfume de una hoja de geranio me da todavía ahora una emoción mitad cómica mitad seria, que cambia al instante la luz de mis ideas. Veo enseguida el sombrero de paja con las cintas azules sobre un bosque de bucles, y un perrito negro levantado por dos preciosos y finos brazos, para hacerle respirar el perfume de las flores y de las hojas.

Miss Murdstone nos buscaba. Nos encontró y presentó su mejilla absurda a Dora para que besara sus arrugas, llenas de polvo de arroz; después cogió el brazo de su amiga de confianza y nos dirigimos a desayunar, como si fuéramos al entierro de un soldado.

Yo no sé el número de tazas de té que acepté porque era Dora quien lo había hecho; pero recuerdo perfectamente que consumí tantas que debían haberme destruido para siempre el sistema nervioso, si hubiera tenido nervios en aquella época. Un poco más tarde fuimos a la iglesia. Miss Murdstone se puso entre los dos; pero yo oía cantar a Dora, y no veía a nadie más. Hubo sermón (naturalmente sobre Dora … ) y me temo que eso fue todo lo que saqué en limpio del servicio divino.

El día pasó tranquilamente. No vino nadie; después paseamos, comimos en familia y pasamos la velada mirando libros y grabados. Pero miss Murdstone, con una homilía en la mano y los ojos fijos en nosotros, montaba la guardia de vigilancia. ¡Ah! Míster Spenlow no sospechaba, cuando estaba sentado frente a mí después de comer, el ardor con que yo le estrechaba, en mi imaginación, entre mis brazos, como el más tierno de los yernos. No sospechaba, cuando me despedí de él por la noche, que acababa de dar su consentimiento a mi noviazgo con Dora, y que yo reclamaba, en agradecimiento, todas las bendiciones del cielo para él.

Al día siguiente partimos temprano, pues había una causa de salvamento en la Cámara del Almirantazgo que exigía un conocimiento bastante exacto de toda la ciencia de la navegación. Ahora bien, como en esa materia no estábamos muy duchos en el Tribunal, el juez había rogado a dos viejos, Trinit y Martersn, que tuvieran la caridad de ir en su ayuda. Dora estaba ya en la mesa haciéndonos el té, y tuve el triste placer de saludarla desde lo alto del faetón, mientras ella estaba en el dintel de la puerta con Jip en sus brazos.

No intentaré inútiles esfuerzos para describir lo que la Cámara del Almirantazgo me pareció aquel día, ni la confusión de mi espíritu sobre el asunto que se trataba en ella; no diré cómo leía el nombre de Dora escrito sobre la rama de plata puesta encima de la mesa como emblema de nuestra alta jurisdicción, ni lo que sentí cuando míster Spenlow se volvió a su casa sin mí. (Había abrigado la esperanza insensata de que quizá me llevaría.) Me parecía que era un marinero abandonado por su buque en una isla desierta. Si aquel viejo Tribunal pudiera despertarse de su amodorramiento y presentar en una forma visible todos los hermosos sueños que hice allí sobre Dora, acudiría a ella para dar testimonio de la verdad de mis palabras.

No hablo de los sueños de aquel día únicamente, sino de todos los que me persiguieron día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Cuando iba al Tribunal, no iba más que para pensar en Dora. Si alguna vez pensaba en las causas que se veían ante mí, era para preguntarme, cuando se trataba de asuntos matrimoniales, cómo podría ser que las gentes casadas no fueran dichosas, pues pensaba en Dora. Si se trataba de herencias, pensaba en todo lo que habría hecho, si aquel dinero lo heredara yo, para conseguir a Dora. Durante la primera semana de mi pasión compre cuatro chalecos magníficos, no para mi propia satisfacción, no era vanidoso, sino por Dora. Me acostumbré a llevar botas muy ajustadas por la calle, y de entonces provienen todos los callos que después he tenido. Si las botas que llevaba entonces pudieran comparecer para compararlas con el tamaño natural de mis pies, probarían de la manera más conmovedora el estado de mi corazón.

Y, sin embargo, inválido voluntario en honor de Dora, hacía todos los días muchas leguas a pie con la esperanza de verla. No solamente pronto fui tan conocido como el cartero en la carretera de Norwood, sino que tampoco descuidaba las calles de Londres. Erraba por los alrededores de las tiendas de modas y de los bazares como un aparecido; me paseaba arriba y abajo por el parque; me rendía. A veces, después de mucho tiempo y en raras ocasiones, la percibía. A veces la veía agitar su guante a la portezuela de un coche, o me la encontraba a pie y daba algunos pasos con ella y con miss Murdstone, y le hablaba. En este último caso después me sentía siempre muy desgraciado por no haberle dicho nada de lo que más me preocupaba, de no haberle dado a entender toda la grandeza de mi afecto, en el temor de que ella ni siquiera pensara en mí. Pueden figurarse cómo suspiraba por una nueva invitación de míster Spenlow. Pero no; era constantemente defraudado: no recibí ninguna.

Era necesario que mistress Crupp fuera una mujer dotada de gran intuición, pues mi enamoramiento sólo databa de algunas semanas, y ni siquiera había tenido todavía valor, al escribir a Agnes, de explicarle más claramente pues sólo le había dicho que estuve en casa de míster Spenlow, cuya familia se reducía a una sola hija; era necesario, repito, que mistress Crupp fuera una mujer de gran intuición, pues desde el primer momento descubrió mi secreto. Una noche, que yo estaba sumergido en un profundo abatimiento, subió para preguntarme si no podría darle, para aliviarle de sus « espasmos» , una cucharada de tintura de cardamomo mezclada con ruibarbo y con cinco gotas de esencia de clavo, que era el mejor remedio para su enfermedad. Si no tenía aquel licor a mano podía reemplazarlo con un poco de aguardiente, que, aunque no le resultaba muy agradable, según decía, de no ser la tintura de cardamomo era lo mejor. Como yo no había oído nunca hablar de lo primero y tenía siempre una botella de lo segundo en mi armario, di un vaso a mistress Crupp, que empezó a beberlo en mi presencia, para probarme que no era mujer que hiciese mal uso de ello.

-Vamos, valor, señorito -me dijo mistress Crupp-; no puedo soportar el verle así; yo también soy madre.

No comprendía bien cómo podría yo aplicarme aquel «yo también», lo que no me impidió sonreír a mistress Crupp con toda la benevolencia de que soy capaz.

-Vamos, señorito -insistió mistress Crupp-, le pido que me perdone; pero sé de lo que se trata, señorito. Se trata de una señorita.

-Mistress Crupp -respondí yo, enrojecido.

-¡Que Dios le bendiga! No se deje abatir, señorito -dijo mistress Crupp con un gesto animador, ¡Tenga valor, señorito! Si esta no le sonríe, no faltarán otras. Es usted un joven con el que se está deseando sonreír, señorito Copperfull; debe usted aprender lo que vale.

Mistress Crupp siempre me llamaba Copperfull; en primer lugar, sin duda, porque no era mi nombre, y en segundo, en recuerdo de algún día de bautizo.

-¿Qué es lo que le hace suponer que se trata de una señorita, mistress Crupp?

-Míster Copperfull —dijo mistress Crupp en tono conmovido-, ¡yo también soy madre!

Durante un momento mistress Crupp no pudo hacer otra cosa que tener apoyada la mano sobre su seno de nanquín y tomar fuerzas preventivas contra la vuelta de su enfermedad, sorbiendo su medicina. Por fin me dijo:

-Cuando su querida tía alquiló para usted estas habitaciones, míster Copperfull, yo me dije: « Por fin he encontrado a alguien a quien querer; ¡bendito sea Dios!; por fin he encontrado alguien a quien querer». Esas fueron mis palabras… Usted no come apenas, ni bebe…

-¿Y es en eso en lo que funda sus suposiciones, mistress Crupp? -pregunté.

-Señorito -dijo mistress Crupp en un tono casi severo-, he cuidado la casa de muchos jóvenes. Un joven podrá arreglarse mucho, o no arreglarse bastante. Puede peinarse con cuidado, o no hacerse siquiera la raya. Puede llevar botas demasiado grandes o demasiado pequeñas; eso depende del carácter; pero sea cual sea en el extremo que se lance, en uno a otro caso siempre hay una señorita por medio.

Mistress Crupp sacudió la cabeza con aire tan decidido, que yo no sabía qué cara poner.

-El caballero que ha muerto aquí antes que usted viniese —dijo mistress Crupp-, pues bien, se había enamorado… de una criada, y al momento hizo estrechar todos sus chalecos, para que no se notara lo hinchado que estaba por la bebida.

-Mistress Crupp -le dije-, le ruego que no compare a la jovencita de que se trata con una criada ni con ninguna otra criatura de esa especie; hágame el favor.

-Míster Copperfull -contestó mistress Crupp-, yo también soy madre, y no lo haré. Le pido perdón por mi indiscreción. No me gusta mezclarme en lo que no me incumbe. Pero usted es joven, míster Copperfull, y mi opinión es que tenga usted valor, que no se deje abatir y que se estime en lo que vale. Si usted pudiera dedicarse a algo —dijo mistress Crupp-, por ejemplo, a jugar a los bolos, es una diversión, le distraería y le sentaría bien.

A estas palabras mistress Crupp me hizo una reverencia majestuosa, a manera de gracias por mi medicina, y se retiró fingiendo cuidar mucho de no verter el aguardiente, que ya había desaparecido por completo. Viéndola alejarse en la oscuridad, se me ocurrió que mistress Crupp se había tomado una singular libertad dándome consejos; pero, por otro lado, no me disgustaba. Era una lección para saber guardar mejor mis secretos en el futuro.