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La economía popular y la agricultura familiar no son un sector menor en el esquema de producción. En algunas ramas, como la de lácteos, el volumen de las grandes empresas industrializadas se sostiene en su capacidad de compra y acopio de la leche producida por pequeños y medianos productores. En el marco de la crisis, los mercados de cercanía, las ferias populares o las distintas redes de consumo son respuestas que resultaron exitosas para que muches accedan a los alimentos sin la distorsión en el precio que imprimen los grandes intermediarios. Se han dinamizado principalmente por lógicas autogestivas y de organización popular.

Otras acciones son ensayos interesantes, como la sancionada Ley de Góndolas, que busca establecer topes para la participación de grandes empresas en los estantes de los supermercados y garantiza un piso para las pequeñas y medianas empresas y los productos de la economía popular y la agricultura familiar.

Los meses de aislamiento demostraron que el modelo de producción y comercialización de la agricultura familiar tiene mucha potencia. Una pequeña pero valiosa muestra señala ese camino: de las veintisiete comercializadoras que venden productos de la economía popular en cuarenta y cuatro municipios de la provincia de Buenos Aires, casi el total de ellas indicó que aumentaron sus ventas en este período. Y en mayo, más de la mitad declaró haber experimentado un alza interanual de más del 40%.[1]

Las maneras en que el Estado puede fortalecer este sector de la economía popular son múltiples, porque sus déficits y carencias afectan la tenencia de la tierra, de otros medios de producción, de posibilidades logísticas, de distribución, de colocación de productos, a los que se suman las limitaciones reglamentarias que no fueron pensadas para este sector. Un buen puntapié inicial sería desarrollar políticas de gestión territorial que garanticen el acceso a la tierra de manera adecuada a les productores de alimentos, ya que la informalidad en la tenencia de la tierra condiciona los alcances de toda la cadena de producción y comercialización de los productos de la agricultura familiar.

Hoy existen distintas iniciativas valiosas, propuestas desde el sector público y desde las organizaciones. Articular estas propuestas y lograr la escala y la integralidad suficientes para sentar las bases fundamentales de un modelo de producción y distribución de alimentos sanos para toda la población sería una apuesta realmente transformadora para la era de la pospandemia.

[1] La información surge del “Informe sobre comercialización de productos de la economía popular en la provincia de Buenos Aires”, realizado por el Ministerio de Desarrollo de la Comunidad, disponible en <bit.ly/encuesta-comercializadoras>.

ALQUILER Y DEUDA

La pesadilla de la casa propia

Michelle Cañas Comas, Federico Ghelfi, Florencia Labiano, Luna Miguens, Marcela Perelman, Leandro Vera Belli, Ariel Wilkis

Adrián tiene 48 años y trabaja como recepcionista de un hotel. El sector turístico fue uno de los más golpeados por la pandemia. Adrián lo sufre el doble, porque además se encuentra contratado de manera informal. Estos meses solo le pagaron algunos salarios. Buscó otro trabajo sin éxito. Cuando hace ocho años fue despedido de su anterior empleo, que era en relación de dependencia, aprovechó la indemnización para hacer frente a las condiciones para ingresar al alquiler de su departamento en el barrio porteño de Almagro. Si bien era un departamento más chico de lo que necesitaba, su ubicación céntrica y que no mediara una inmobiliaria fueron motivos suficientes para que se decidiera a alquilarlo. Adrián es uno de los casi nueve millones de beneficiaries del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), el plan diseñado por el gobierno nacional para compensar la caída o interrupción de ingresos en el sector informal de la economía durante la pandemia. Sin embargo, aun así no llega a cubrir sus gastos y las múltiples deudas se acumulan. Los frentes son muchos: el banco le refinanció la deuda de la tarjeta de crédito, sus familiares y amigos le prestan dinero y lo ayudan con la compra de alimentos. Protegido por los decretos que prohíben los desalojos durante la pandemia, debe tres meses de alquiler mientras procura estar al día con otros gastos. Adrián, como muches inquilines, vive un tiempo de descuento. Su expectativa es que, cuando se levanten las medidas restrictivas, va a volver a trabajar y pagar sus deudas. Sin embargo, el propietario ya le anticipó que si no se ponía al día, no le iba a renovar el contrato.

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Para Eva, su hermana María y su mamá Blanca, compartir la vivienda es un modo habitual de ayudarse para afrontar situaciones difíciles. Cuando María se quedó sin trabajo, se mudó con Blanca. Cuando Eva se separó tras un divorcio en el que padeció situaciones de violencia y continuó viviendo con su hijo, María se mudó con ella para ayudarla y protegerla. En 2020, en medio de la incertidumbre por los ingresos y el peso creciente de los alquileres, las tres decidieron vivir juntas en el barrio de Villa Crespo. Abuela, hijas y Daniel, el nieto, formaron un hogar, así todes juntes unieron esfuerzos para pagar el alquiler. La venta de muebles y electrodomésticos que les sobraban al unir sus hogares les procuró algo de dinero. Eva es trabajadora esencial y su actividad no se interrumpió por la pandemia. Una parte de su sueldo recibió el subsidio del programa ATP. Sin embargo, su salario se redujo porque dejó de realizar las horas extra con las que completaba sus ingresos. Cuando María retomó su trabajo de vendedora, las comisiones que cobraba por sus ventas no volvieron al nivel previo a la pandemia. Aunque Blanca es jubilada, aún trabaja como empleada doméstica. Durante la pandemia no pudo continuar con esas tareas y sus empleadores le pagaron el salario como pudieron: “Con esa plata no se puede contar”. Daniel está desempleado. Eva dice que al repartir los gastos fijos entre las tres disponen de dinero para otras compras y sienten menos incertidumbre de poder pagar el alquiler.

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Mientras que el mensaje central durante 2020 fue que la única vacuna era quedarse en casa, miles de hogares que alquilan su vivienda temen perderla o ya la perdieron. La ecuación entre ingresos y precios del alquiler ya era negativa antes de la pandemia por la combinación de salarios atrasados y precios de alquiler que demandan un porcentaje demasiado elevado de los presupuestos de los hogares. Las medidas sanitarias para controlar la expansión del covid-19 generaron una reducción o interrupción de los ingresos y el pago de alquileres se volvió muy cuesta arriba para gran parte de la población, que acudió a múltiples formas de endeudamiento como solución momentánea para no agravar su situación habitacional. El gobierno dispuso el 29 de marzo el Decreto 320/2020 –renovado con el DNU 766 del 24 de septiembre hasta enero de 2021– que impidió los desalojos, difirió el pago de los aumentos y determinó la renovación automática de los contratos. Esta medida de emergencia logró prevenir que el Poder Judicial librara órdenes de desalojo, si bien, como veremos, no fue efectiva en todos los casos. Sin embargo, esta interrupción no evitó que cada mes para muches sea una pesadilla enfrentar el pago del alquiler, ni que aumentara la incertidumbre por su futuro habitacional.

Los datos son impactantes: según la encuesta que realizamos el CELS y el Idaes-Unsam, el 66,6% de los hogares inquilinos perdió ingresos durante la pandemia y el 66,5% debió endeudarse. La fragilidad económica del día a día supuso que el 80% de los que se endeudaron lo hicieran para afrontar gastos cotidianos. Deben lidiar además con una dinámica de endeudamiento que se renueva constantemente: el 61% de estos hogares pidió prestado para pagar deudas previas con conocides. La pandemia aumentó el apilamiento de deudas no bancarias, uno de los atajos endebles que encuentran los hogares inquilinos para ganar tiempo frente a sus compromisos. El 54% debió endeudarse para pagar expensas, servicios e impuestos. Esta vulnerabilidad estalla cada mes y de cara al futuro: el 42,3% de los hogares acumuló deudas de alquiler y para el 30% las expectativas son sombrías, creen que al finalizar sus contratos se mudarán a un lugar peor, más alejado, con grados mayores de hacinamiento o en peores condiciones edilicias.

Desigualdades persistentes

Como parte de la gran cantidad de inmigrantes venezolanes de los últimos años, Rafael, Ludmila y la hija de ambos llegaron a la Argentina en 2018 y alquilaron una vivienda en Pilar, provincia de Buenos Aires. Para estos dos ingenieres industriales la cercanía del Parque Industrial era un buen motivo para radicarse en esta localidad del noroeste del conurbano bonaerense. Sin embargo, al comenzar la pandemia, las buenas y las malas noticias se mezclaron. La alegría por el bebé recién nacido chocó con la bronca por el despido de Rafael. Para llevar dinero a su casa emprendió uno de los caminos habituales de les migrantes venezolanes: comenzó a hacer traslados en auto a través de una plataforma online. Pero el dinero que entraba a la casa no alcanzaba para pagar el alquiler y tuvieron que vender algunos muebles para aflojar la presión de los gastos. A pesar de que rige la prohibición de los desalojos, ante el retraso en el pago, el propietario les echó y les amenazó con denunciarles para que les expulsaran del país por ser inmigrantes. Con la ayuda de algunes vecines, consiguieron mudarse a una vivienda “más alejada, más insegura, más campo”, que tiene problemas de construcción y donde los servicios son mucho más caros. En la nueva casa, el acuerdo fue informal. La dueña no les pidió garantía ni depósito, únicamente la mensualidad. Ya instalades en la nueva vivienda, comenzaron a elaborar comidas caseras para vender en el barrio. Con esta actividad pueden cubrir parte del alquiler y sus gastos. La dueña les permite ir pagando los atrasos en futuras cuotas. Sin conocimiento ni asesoramiento, no reciben planes de ayuda estatal.

 

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Eduardo vive con su pareja Ariela y sus tres hijas de 4, 6 y 13 años. Alquilan una habitación en el barrio San Martín de la Villa 31, desde que fueron expulsados de la zona “Los Chinos” por las obras de urbanización. La dueña le insiste en que alquile también la pieza contigua, pero la familia no quiere comprometerse a pagar dos habitaciones. El mercado inmobiliario en la 31 presiona fuerte: los aumentos son permanentes y no hay margen de negociación porque la demanda de habitaciones es muy grande. Eduardo es camarógrafo. Si bien continuó su trabajo en el canal del barrio, se interrumpieron las changas que le daban ingresos. Su compañera Ariela realiza trabajo barrial. Eduardo tiene claro conocimiento de la prohibición de los desalojos, pero también de que esas reglas dentro de la villa no corren: “Todo el que no pudo pagar lo rajaron, si te atrasás, amanecés con tus cosas en el pasillo, tenés a la patota al otro día que te echa a patadas… La Secretaría [de Integración Social y Urbana del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires] había sacado una propaganda de que estaban prohibidos los desalojos, pero cuando vas te piden que venga el dueño ‘así intermediamos’. Una locura, una estupidez”. Cuando se redujeron los ingresos de la familia en la pandemia, recortaron la compra de alimentos y los gastos en cable e internet. Cubren sus necesidades con un IFE, las tres AUH, alimentos que reciben a través de las escuelas de sus hijas y una provisión de alimentos del Centro de Cultura del barrio. Con eso no les alcanza y, por momentos, debieron endeudarse con almacenes y proveedurías.

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Jimena vivió en varios hogares para niñes desde los 10 años, pero el año pasado debió egresar al cumplir la mayoría de edad. Sueña con ser manicura mientras hace unos pesos cuidando a una señora. Su hermano Javier, su cuñada y su sobrino buscaban un lugar donde vivir, tras haber padecido hechos muy violentos por parte del dueño de la habitación que alquilaban. Como Jimena también buscaba casa, hace dos meses se mudaron todes juntes a una casita en la parte de atrás del lote de un propietario en un asentamiento informal del partido de Tigre. Javier dejó de trabajar en un almacén del barrio cuando sus compañeros se contagiaron de covid-19 y el dueño pretendió que él se hiciera cargo de todas las tareas, sin importar su salud. La situación se complicó porque tenía deudas con el almacén por la comida que venía sacando a cuenta. Entre las deudas por alimentos y el alquiler, tuvo que pedir prestado a otra hermana, y consiguió devolverle el dinero cuando cobró la AUH. El acuerdo de arrendamiento en el asentamiento es de palabra y no tienen certeza de cuánto durará. La presión inmobiliaria en la pandemia llega también hasta el asentamiento informal del norte del conurbano. Para poder entrar en la vivienda debían pagar por adelantado y un depósito. Cuando plantearon que era mucho dinero, el dueño fue inflexible y les dijo que había mucha gente interesada.

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Antonia tiene 44 años y cuatro hijos. En enero de 2020 falleció su marido. Él era el sostén económico de la familia con su jubilación y cobraba las AUH de les hijes. Ella nació en Paraguay, hace años vivía en Formosa con su familia y en febrero, tras enviudar, vino a Buenos Aires para que les niñes fueran a la escuela. En febrero cobró la última jubilación de su marido y todavía no cobra la pensión. Al llegar, alquiló una habitación con comedor y baño y durante tres meses ejerció su oficio de costurera. Con la pandemia se cortó el trabajo y vendió algunas pertenencias. Después de tres meses ya no pudo pagar el alquiler y tuvieron que dejar la vivienda. Con la ayuda de les vecines se sumó a la toma de Guernica, donde sobrevivió día a día gracias a la solidaridad de otras familias en la misma situación, hasta que les desalojaron con violencia. Como Antonia y sus hijes, según el gobierno de la provincia de Buenos Aires, el 85% de las personas censadas en esa toma habían llegado allí tras ser desalojadas o por no poder pagar el alquiler.

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El covid-19 expuso ante la sociedad argentina sus desigualdades más persistentes y que actúan a través de efectos encadenados. Las historias que reconstruimos hacen visibles la precariedad estructural de los hogares que alquilan y su agudización en el contexto de la pandemia. A diferencia de otros gastos cotidianos, como el alimento, la recreación o la vestimenta, el alquiler ocupa un lugar singular en la jerarquía de usos del dinero: es un gasto que no puede ajustarse fácilmente y muchas veces, tampoco negociarse. Los costos que implica ingresar a un nuevo contrato de alquiler y realizar una mudanza limitan las decisiones. Así, aun ante dificultades económicas muchos hogares inquilinos deciden priorizar la permanencia en la misma vivienda por sobre otros egresos y hacen otro tipo de ajustes: endeudarse, achicar gastos cotidianos, usar los magros ahorros, someterse a condiciones laborales abusivas. También, como vimos, está la opción de ajustar resignando calidad habitacional, mudándose a un hogar con más personas, en peores condiciones edilicias o alejado, lo que expone a un uso más intenso y prolongado del transporte público y a un mayor riesgo de contagio.

Las condiciones de trabajo, las de acceso a un alquiler y las tramas de endeudamiento están ligadas de múltiples formas: el trabajo inestable, el alquiler elevado y las deudas son los lados principales de un triángulo de precariedades en el que se ubican los hogares de diferentes segmentos sociales que no son dueños de la vivienda que habitan. Les inquilines navegan diariamente por este triángulo de geometría variable pero de riesgo constante.

Como muestran los casos que encabezan esta sección, la situación económica de los hogares inquilinos que viven en villas y asentamientos y en el Gran Buenos Aires se ha visto aún más comprometida que la de quienes habitan en los barrios formales de la ciudad de Buenos Aires. Mientras que en esta última los hogares que debían al menos un mes de alquiler alcanzan el 32%, este porcentaje asciende al 46% en el Gran Buenos Aires y al 58% en villas y asentamientos (donde, además, el porcentaje de hogares inquilinos que se endeudó durante la pandemia alcanza al 83%, 17 puntos por encima del porcentaje general).

Como principal medida de contención social, el gobierno nacional ha puesto en marcha políticas excepcionales de transferencias directas de ingresos. Se han creado instrumentos como el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y la Asistencia al Trabajo y la Producción (ATP) y se han reforzado los planes sociales existentes, como la Asignación Universal por Hijo (AUH). La renta de alquiler absorbe gran parte de los esfuerzos públicos de contención de la crisis. La transferencia de estos fondos, que han supuesto un enorme costo fiscal para la economía del país, se ha vuelto en algunos casos un subsidio indirecto a la renta inmobiliaria. Dentro del universo de los hogares inquilinos que recibían el IFE, el 40% declaró haber destinado ese dinero al pago de su alquiler.

Las desigualdades persistentes se agudizan cuando la persona que alquila es una jefa de hogar, una persona trans-travesti o une migrante reciente. La mayor vulnerabilidad para acceder a una vivienda ocurre aun si una mujer trans-travesti modificó su documento según su identidad de género o si el estatus de une migrante es regular. Se trata de prácticas de discriminación que no tienen que ver con la documentación o la situación jurídica y que aumentan los costos de vivienda. El monto del alquiler se define primordialmente por las dinámicas del mercado (actualmente asimétrico, con una fuerte demanda), las características de la vivienda, su localización –que determina el acceso a los bienes y servicios de la ciudad– y la expectativa de les propietaries. Este monto es el filtro de segregación más evidente para les potenciales inquilines. Pero, desde ya, no es el único. La relación de alquiler supone un vínculo entre partes que debe sostenerse en el mediano plazo. Allí entran en juego múltiples expectativas, prejuicios y prácticas de discriminación que no están presentes en el mercado de compra-venta de propiedades. Así es que los hogares con niñes, les migrantes, les jubilades, las personas LGBTIQ, más allá de su capacidad de pago, encuentran restricciones formales e informales de acceso al mercado de alquileres, que esquivan la normativa vigente, constituyen formas de discriminación y limitan gravemente el acceso a la vivienda.

El pago del alquiler es la punta del iceberg de una realidad social muy compleja que compromete la cuestión habitacional pero no solamente eso. La pandemia agudizó la combinación de desigualdades múltiples que impactan de manera directa sobre la grave situación de los hogares inquilinos. Para amplios sectores, el alquiler se tornó una forma de tenencia insegura y precaria en un contexto de trabajo inestable y un mercado altamente desregulado. Para comprender el alcance de la crisis habitacional agudizada por la pandemia, no alcanza con medir cuántos meses de alquiler debe cada hogar. Como el pago del alquiler es en general un gasto fijo prioritario, se intenta cumplir a costa de reducir consumos básicos, sobreendeudarse y vivir, en suma, en condiciones que impiden un bienestar afectivo y psicológico. La inseguridad habitacional se retroalimenta de estas múltiples vulneraciones que producen una precarización integral de los hogares.

Una tormenta perfecta

Varios estereotipos impiden tener una mirada realista del alcance del problema y entender la verdadera lógica del mercado de alquiler. En primer lugar, la precarización habitacional no afecta únicamente a los pobres ni es una dinámica situada en los márgenes de la sociedad. Como proceso, afecta a amplios segmentos de la población. Las posiciones de menor a mayor riesgo habitacional son un contínuum que vincula a sectores empobrecidos con otros en mejores condiciones, pero susceptibles de perderlas en un escenario de restricción sostenida de ingresos y de aumento de las deudas familiares. Las experiencias que reconstruimos muestran estas conexiones entre dificultades para afrontar el pago del alquiler, la acumulación de deudas y los desplazamientos hacia peores condiciones habitacionales, que presionan sucesivamente sobre todos los segmentos, aumentando los precios de los distintos submercados.

En segundo lugar, el alquiler no es la forma en que acceden a la vivienda solamente los sectores medios urbanos de manera transitoria, sino una modalidad cada vez más extendida y duradera, tanto en la llamada “ciudad formal” como en las villas y en los asentamientos –donde los porcentajes de hogares que alquilan son los mismos que en el resto de la ciudad–. Ocurre en el centro y en los suburbios. Para los sectores más empobrecidos la situación es evidentemente peor por contar con menores resguardos, garantías y mecanismos de protección. En otras palabras, si la relación de poder entre propietaries e inquilines es siempre de una asimetría muy marcada, para los sectores empobrecidos que alquilan habitaciones en villas, asentamientos, hoteles familiares, pensiones e inquilinatos se torna brutal, y la violencia interpersonal es un modo habitual de regulación económica que nadie esconde ni oculta. La intimidación, el hostigamiento y la posibilidad del uso de la fuerza física crecen a la par de las deudas entre inquilines y dueñes.

En tercer lugar, en la llamada “ciudad formal” los alquileres tampoco son un oasis de intercambios económicos ajustados a derecho. Por el contrario, tiene fuertes rasgos de irregularidad y está lejos de garantizar la seguridad de la vivienda alquilada. Allí muches inquilines tampoco tienen contratos firmados ni validados –según la encuesta que realizamos, más de la mitad alquila sin contrato escrito– y aunque lo tengan, es habitual que se incluyan cláusulas abusivas en contradicción con el derecho. Además de la posibilidad de desalojo, siempre está en juego la cuestión de la renovación de los contratos en el futuro como forma de presión sobre la relación contractual vigente.

Por estas dinámicas reales, muchas familias han decidido no ampararse en el decreto del Ejecutivo y pagar sus alquileres y los aumentos para evitar mayores tensiones con les dueñes y no poner en riesgo la renovación del contrato. Para esto, pidieron préstamos, recortaron gastos en alimentos, dejaron de pagar servicios esenciales, la obra social o la escuela privada. En otros casos, les inquilines no pudieron hacer cumplir el decreto frente a situaciones de hostigamiento por parte de les dueñes y la ausencia de mecanismos públicos de defensa y de denuncia efectivos.

 

Con el impulso de las organizaciones de inquilines, en julio de 2020 se aprobó una nueva ley de alquileres que generó mejores condiciones para quienes alquilan: extendió el plazo mínimo de los contratos de dos a tres años, ató la actualización del valor de los alquileres a un índice establecido por el Banco Central, dispuso la creación de un Programa Nacional de Alquiler Social y obligó a les propietaries a declarar los contratos de alquiler ante la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP), entre otras medidas. En contraste con estas mejoras, el proyecto también amplía el universo de casos en que se permiten los procedimientos abreviados de desalojo. Esto es problemático en sí mismo, pero se vuelve mucho más grave cuando el 66,6% de los hogares inquilinos ha visto limitada o perdida su fuente de ingresos en la pandemia y el mismo porcentaje debió endeudarse para sostener sus gastos esenciales. Mientras que la nueva ley pone al Estado en un lugar central para fiscalizar el cumplimiento de las nuevas regulaciones y para promover una mejor y mayor accesibilidad al mercado de alquileres, todavía este rol ampliado no se hizo efectivo. Por ejemplo, la AFIP aún no reglamentó el formato del timbrado obligatorio y el Programa Nacional de Alquiler Social que dispone la nueva ley no fue anunciado.

Es evidente que la renta inmobiliaria no entró en el esquema de distribución de los costos de la crisis. En este contexto, cuando venza la prórroga del decreto del Ejecutivo que frena los desalojos, les inquilines tendrán que hacer frente de manera simultánea al pago del alquiler actualizado, los aumentos diferidos y las deudas (de alquiler y otras con sus intereses) acumuladas durante la pandemia, con salarios pulverizados por una economía en recesión y en muchos casos habiendo quedado fuera del mercado laboral. Para completar esta tormenta perfecta, cuando termine la protección contra los desalojos regirá el artículo de la nueva ley que amplía las posibilidades de desalojos abreviados.

El peso de la historia

En la Argentina, las propiedades se venden en dólares y constituyen una forma de respaldo de valor de bajo riesgo. La noción extendida de que tener una propiedad es una forma de autoprotección para resistir las crisis cíclicas que atraviesa el país está presente tanto cuando se piensa en la vivienda de “casa propia” como en “invertir en ladrillos”. Adquirir propiedades como forma de respaldo de valor está íntimamente ligado a la modalidad más extendida de preservación de valor, que es el ahorro en dólares. El acceso a la “casa propia” dio un salto en los años cincuenta y la inversión inmobiliaria se profundizó como preferencia en los repertorios financieros de los sectores medios altos y altos en los años setenta, con la desregulación del mercado de alquileres y la dolarización de las propiedades, lo que prometió un piso de rentabilidad y, sobre todo, de preservación del patrimonio. Estas prácticas se refuerzan por la historia y la memoria social de la inflación, un mercado de valores poco desarrollado e instrumentos de inversión poco rentables (plazos fijos con tasas de interés negativas en relación con la inflación).

Tras la crisis de 2001, se desdibujaron las posibilidades de acceder a la propiedad de la vivienda e incluso se limitaron otras formas de acceso a un hábitat digno. El porcentaje de hogares inquilinos prácticamente se duplicó en menos de veinte años, mientras que las villas y asentamientos crecieron de manera sostenida. Con un mercado de créditos hipotecarios casi inexistente para amplios sectores –a excepción de programas como el Procrear, que de todos modos afectó a un porcentaje menor de los hogares sin casa propia–, les no propietaries no tienen otro modo de acceder a la vivienda que en el mercado de alquileres.

Además del lugar central estructurante que la propiedad inmobiliaria tiene en general en este momento del capitalismo y de su creciente financiarización, de forma específica en nuestra sociedad se encuentra la creencia en el carácter anticíclico de la propiedad inmobiliaria. Es decir, la expectativa de seguridad que genera contar con un lugar propio donde vivir o con una renta de alquiler como ingreso está profundamente arraigada en la cultura de ciertos sectores en la Argentina. Estas creencias se encuentran sin duda entre los obstáculos principales por los que resulta un tabú social y político debatir políticas públicas que afecten de algún modo la renta inmobiliaria o sugieran discutir la función social de la propiedad. Tabú que se sostiene aun en una crisis como la actual, en que las garantías rentísticas pueden chocar directamente con el acceso a derechos fundamentales. Las reacciones contra la nueva ley que amplía la regulación de los alquileres y el decreto que suspende los desalojos durante la pandemia expusieron estos obstáculos cargados de historia.

Una nueva economía moral para la nueva normalidad

La radiografía de la condición de les inquilines en la Argentina de la pandemia deja poco lugar a las dudas. Muchos hogares pasarán por la situación extrema del desalojo, muchos otros empeorarán su calidad de vida, muchos se volverán a endeudar para evitarlo. El problema de los hogares inquilinos se volvió estructural e implica la precarización del bienestar de gran parte de la población, que ve comprometidos otros derechos básicos como la salud y la educación. Toda posibilidad de planificar su futuro está borrada de su horizonte.

Enfrentar la cuestión compleja de la población inquilina supone asumir un fenómeno integral que debe ser abordado sin estereotipos, tomando en cuenta el peso de la historia y la gravitación de las desigualdades múltiples que fragilizan el bienestar de las personas. Las políticas que pueden aliviar esta situación deben contemplar las diferentes dimensiones de los problemas de estos hogares: laborales, habitacionales y financieros. Un diagnóstico interseccional e integral contribuye a ubicar las soluciones políticas en otro horizonte y a empujar la discusión más allá de los términos que se han manejado sobre estos problemas. Mientras nadie cuestiona la obligación del Estado de sostener y mejorar los sistemas públicos de salud y educación –así como de regular e intervenir sobre los subsistemas privados–, la vivienda permanece como un problema individual que cada quien debe resolver por su cuenta, en una lógica mercantil altamente desprotegida y voraz.

La sociedad argentina se encuentra estallada por desigualdades que tienen efectos encadenados y agudos, y atravesarán un tramo crucial en los próximos meses como secuela de esta etapa: ¿qué deudas deberán ser devueltas? ¿Qué poder tendrán les acreedores sobre les deudores para reclamar alquileres impagos, cuentas atrasadas, créditos solicitados durante el aislamiento? ¿Qué obligaciones tiene el Estado con respecto a las deudas pasadas y las futuras originadas por la condición inquilina? ¿Qué obligaciones tiene el Estado frente a los desalojos que serán impulsados una vez vencido el decreto que los prohíbe? Estas preguntas no entran en los protocolos y, sin embargo, sus respuestas modelarán la futura normalidad. Se requiere otro concepto de bienestar, de cuidados y de acceso a derechos –que priorice el interés público por sobre los individuales– para transformar los abismos sociales que dejan como saldo los ciclos de ajuste neoliberal, rematados por la crisis del covid-19. En la ansiada “nueva normalidad”, la compleja cuestión inquilina solo puede ser resuelta al interior de una nueva economía moral, que desarrolle los instrumentos adecuados para fortalecer el carácter de la vivienda como derecho por sobre el de mercancía.