Crónica de (cuando) las aldeas fueron perdiendo la inocencia

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El cartero

Llovía, como tantas lluvias en otoño. De forma ridícula y persistente. Una lluvia desvergonzada, que más se lograba imponer por su cantidad y abulia que por su realidad. Una precipitación aburrida y pegajosa. Como corolario, o resultado, o desquite de la continua bruma que flotaba en el ambiente desde medio año por lo menos.

En oposición un tanto clásica y teatral, pero útil y entretenida, lo había observado pasar calle abajo, día tras día, salvo domingos y festivos, camuflado detrás de la cortina.

Eso prácticamente durante los cinco meses que hace que estoy aquí sin salir, cumpliendo la prohibición de Arlef, el anterior dueño de la cabaña, actual usufructo mío.

Nadie me hará dudar que, desde el primer día en que entreabrí ligeramente la ranura entre el cortinado y el ventanal, él supo que lo estaba observando. Indicio inequívoco fue el cambio en la forma de andar. Mientras no pasaba por delante del ventanal, la enorme bolsa que le colgaba con una correa del hombro le llevaba, le impulsaba a caminar, jalándolo.

En cuanto el telescopio dejaba de ser indispensable y él entraba en el campo de visión directa, se erguía, desplazando el bolsón de adelante al costado, con la prestancia de quien se ajusta la corbata antes de invitar a bailar una chica en una fiesta, y atravesaba la calle con paso marcial. Tan marcial como lo permitía su edad, para volver a doblarse y dejarse arrastrar por la cartera más adelante, cuando yo tenía que echar mano del ocular nuevamente.

Ese fue sólo el primer detalle. En las semanas siguientes él se detenía para encender su pipa, eternamente apagada, cada tanto. No todos los días, lo que lógicamente hubiera sido ponerse en evidencia.

En otras ocasiones, en las que siempre llevaba un atado de cartas en la mano, las manoseaba, detenido frente a la cabaña, pasando la primera del montón al lugar de la última, una detrás de otra, barajando hasta la posición original, y como si se hubiera equivocado al ordenarlas, trasladando la vista una y otra vez de los sobres a la casa y de la casa a los sobres.

Como, por supuesto, ninguna traía el número correspondiente, alzaba los hombros, enviaba una mirada de disculpa con un tanto por ciento de inquisitoria hacia el ventanal, y se alejaba arrastrando los pies, levantando una nubecilla de humedad que inmediatamente volvía a caer aletargada sobre la calle de tierra.

A las interrupciones de mi tarea específica, el gastar el tiempo, como dormir, comer, encender la cocina, chimenea, etc., no sólo agregué el asomarme por detrás de la cortina, sino que ésta acción alteró las anteriores.

Durante los primeros tiempos, cuando aún no vigilaba, solía quedarme despierto hasta la madrugada y dormir desde ahí en adelante.

Sin embargo en cierta ocasión un gato se asomó por el cristal roto de la claraboya asustó a la lechuza y ésta comenzó a chillar desaforadamente; debí levantarme para tranquilizarla, alrededor de las ocho y media,

Me decidí entonces a preparar un té, de mal humor, y luego de encender unas astillas en la cocina y poner encima el pote, tapé con un paño negro el agujero del techo. Trasladé hacia la sala de estar el soporte del ave que aún mostraba síntomas de inquietud.

Inconscientemente espié y lo vi venir, por primera vez, con una suerte de trotecito senil, por el centro de la calle. Miró hacia la casa. Temeroso de mi impunidad me eché hacia atrás, apoyándome de espaldas, prácticamente aplastándome, contra la pared.

Pasó sin alterar su velocidad. O por lo menos eso me pareció. El hecho de que Ur no hubiera comenzado a clamar nuevamente —como se sabe el nerviosismo se contagia fácilmente a los animales— me tranquilizó en parte. Miré el reloj. Las nueve y siete. Tomé la infusión y me volví a acostar, no pudiendo conciliar el sueño.

Sobre mediados de la tarde saqué más leña para la cocina y la estufa y una nueva cajetilla de cigarrillos de la maleta. Encendí uno con un tizón v luego de dar un trozo de carne a Ur me senté en la mecedora.

Cené y me acosté temprano. Aunque la noche aún no había llegado, la bruma apenas me permitía ver más allá de los geranios de la entrada, a ambos lados del portoncito de madera, alguna vez pintado de blanco y actualmente descascarado.

Me desperté acuciado por el frío y el hambre. Reavivé los rescoldos del fuego y salté un poco delante de la estufa. Eran las siete; aún faltaban dos horas. Decidí no lavarme. La escarcha se extendía desde la puerta de la cabaña hasta el pequeño foso, más allá del portoncito y la alambrada que rodea la vivienda.

El foso separa la calle de la línea de los frentes de los terrenos, una canaleta a cada lado, para evitar la acumulación de agua en caso de lluvia, que serpenteaban ciñendo los bocetos de calle, interrumpidos en cada entrada por pequeños puentecitos.

Me incliné sobre el ocular. Nada. Ordené la ropa de la cama, y acerqué la tetera con agua a las brasas. Sacudí los almohadones. Abrí una lata de leche en polvo, saqué un trozo de salchicha de la despensa y llevé todo, junto a unas galletitas, a la mesa de la sala de estar. El agua hervía. Miré el reloj, las nueve menos cinco, y el camino desierto.

Ur se enfrascó en un dormitar más profundo estimulada por el creciente calorcito que invadía las habitaciones. Lavé los calcetines y los colgué cerca del fuego en el respaldo de una de las dos únicas sillas de la choza. Desayuné y limpié mecánicamente los anteojos. Bebí un algo de whisky y me enfundé los guantes de lana.

Por la parte interna de los cristales de la ventana resbalan chorritos de agua condensada. El frío debe de ser intenso en el exterior. Nada aún. Saqué el tabaco y la pipa del armario, por suerte sin espejo. Nunca me agradaron los muebles con lunas. Me parecen una desintimidad en las habitaciones.

Arrinconé la mecedora contra las cortinas. La niebla no ha disminuido su densidad. Nada. Las diez. El calendario y las campanadas de la capilla me informaron y confirmaron que es domingo. Estoy defraudado.

El lunes pasó a las nueve. El martes entregó unas cartas en la vivienda de al lado. Mejor dicho, las metió por debajo de la puerta, pues está deshabitada. Miró hacia aquí, tanto al entrar como al salir del caminito de esa entrada. Se acerca los sobres a la punta de la nariz para leer las direcciones.

Tiene la nariz redondita y colorada, las cejas blancas y pobladas, la cara arrugada, blanca lechosa y lampiña, los ojos celestes como desleídos y una gorra marrón.

Hace dos semanas lo descubrí. No sé si siempre, pero en esa ocasión traía la petaca. Claro, él ignora que yo tengo la ventaja del telescopio. Cuando estaba mirando por el ocular, se dio vuelta rápidamente y con malicia, y en un único movimiento la sacó del bolsón, la destapó, bebió, la tapó y la guardó.

Por suerte sólo faltan siete meses para poder marcharme de esta aldehuela cuasi fantasma.

Realmente era previsible la lluvia de hoy. Anteayer, al caer la tarde, la bruma se empezó a disipar y los últimos destellos del sol se diluyeron en ella. A la niebla púrpura, que lo invadió todo, se agregó una disminución progresiva y constante de la presión, como comprobé en el barómetro de detrás de la puerta del dormitorio.

Durante la noche aumentó la temperatura. Todo el día de ayer el cielo permaneció encapotado. Estaba muy oscuro. La carreta del lechero, arrastrada por un triste buey parsimonioso, flagelándose constantemente con un enorme cencerro al cuello, desafinado, llevaba las velas de los faroles de los lados encendidas.

El pasó con poca correspondencia, muy rápido, cerca de las nueve.

A medianoche, finalmente, se despatarró la lluvia. Con ganas. Como algo contenido. Irrumpió con fuerza y después disminuyó un tanto hasta hacerse monótona. Ur no quiso cenar. Yo sí.

Hoy me levanté temprano. Las canaletas se han transformado en indómitos riachuelos que casi alcanzan el nivel de los puentecitos. Son las nueve menos cuarto y él viene. Increíble. Hacia aquí. Cubierto ridículamente con una especie de tienda india con capucha, de donde sobresalen única y trabajosamente unos minúsculos ojillos ratoniles. El bolsón forma un bulto en un lado. Indudablemente viene hacia aquí.

Aparta el portoncito, entra, lo cierra y camina por el sendero anegado, Va a golpear, Golpea. Una, dos, tres veces. La gran puta, Está gritando.

—Señor, señor. Soy el cartero.

Tenía que pasar inexorablemente, pienso.

—Ya voy, ya voy —contesto, también gritando.

Tengo que hacer tiempo. Escondo a Ur en la maleta. Enciendo la luz de una vela. Pongo un rollo de manguera debajo de la cama. ¿Qué mira? Encima de la mesa desparramo folios y coloco el tintero. Arrojo unas astillas en la chimenea y el fuego cobra más vitalidad. Que aguante.

Al abrir está su cara en primer plano. Extiende con aire victorioso un sobre húmedo y ajado.

—Es para usted, señor.

Lo cojo y me aparto hacia la mesa.

—Gracias. ¿No quiere secarse un instante en la chimenea?

¿Qué otra cosa podía hacer que invitarlo?

—Oh, sí. Un momentito nada más. Es la única carta que llegó hoy.

Se sonríe satisfecho sin dejar de escrutar todo. Leo el sobre y lo entiendo. He caído en la trampa como el más eximio de los tontos. El continúa de pie sin perder un detalle de la habitación.

—Pensé que no estaba. Como tardaba tanto en abrir. Seguramente dormía, señor.

Supongo que será inútil escrutarle el rostro, pues él debe de estar preparado para ese riesgo previsible. Además se ha puesto de espaldas.

—Esta carta no es para mí.

Se vuelve, abre unos enormes ojos. Por un instante se me asemeja terriblemente a Ur.

 

—¿Cóoomo? ¿No es aquí el cuarenta y seis? No. No puede ser que me haya equivocado.

—Así que no puede ser. Qué casualidad. Así que no puede ser —le acerco el sobre a la cara.

—¿Qué número dice aquí?, ¿eh? ¿Qué número?

Parece asustado. Me mira a mí y no al sobre.

—A veces me falla la vista, señor. Y como esté algo borrosa la dirección… Por favor, léamela usted, señor.

Me sacudo la mano, con la que se apoyaba en mi hombro, con cierto ímpetu como si fuese una tarántula adversa.

—Cuarenta y ocho. ¿Ve bien? ¡Cuarenta y ocho!

—¡Ay, Dios mío! Qué imperdonable error. ¿Cómo haré para disculparme? ¡Qué lamentable, señor! ¡Qué lamentable!

Saca la pipa del bolsillo, como de casualidad, y me mira interrogante. Le señalo las llamaradas en la chimenea con la vista. La enciende con una astilla alargada.

—Hasta luego —le chillo y extendiendo el brazo.

El toma el bolsón, se mete dentro de la carpa de lona con verdín que es su impermeable. Duda.

—No se olvide del portón al salir —expreso sin mirarlo.

Veo con satisfacción cómo se aleja. A mitad del sendero logra descubrirme, ya que no he tenido tiempo de apartarme de la ventana. Se acerca y repiquetea con los dedos en el cristal. Al asomarme se sonríe y grita para que yo lo entienda a través del mismo.

—¿Puedo venir otra vez un día de éstos?

Cierro furioso la cortina. Preparo té y pan con queso sin intenciones muy serias de comer. Aparto los papeles de la mesa para depositar los cacharros en ella. La veo. Un escalofrío de ira termina en una puteada. He caído nuevamente. El ha dejado la carta del cuarenta y ocho. Está ahí. Incitantemente cerrada. E indefectiblemente él ha de volver. Ay. Pobre Ur. La saco de la maleta.

Brillante autodefensa. Qué idea. Deslumbra de luminosa. Sujeto el sobre con una tachuela por la parte de afuera de la puerta. Si él viene a buscarla la tomará, no tendrá motivos para entrar. Por otro lado, ni pienso abrirle ni dar señales de existencia siquiera. Después de realizado y de festejar la ocurrencia con una copa me acuesto a dormir la siesta. Cuando me despierto es de noche. La lluvia continúa. Hay vientos arrachados. Vientos. La carta. No puedo dejarla fuera.

Cómo explicaría si desapareciera. Bueno, de todas formas él no tiene ninguna prueba de que la dejó. Pudo perderla en el camino. Igual tengo que recuperarla. Me asomo. No viene nadie.

La desclavo y entro rápidamente. Me siento y la hago girar entre las manos. ¿Y si la abro? ¿Eh? Él puede darse cuenta. En parte es su culpa. Para qué la dejó. No. Mejor no, Cobarde. Cobarde no. Es cuestión de… está mal abrir correspondencia ajena. Si nadie se va a enterar. Además en el cuarenta y ocho no están los dueños. Y él seguramente no viene hasta mañana. El sobre está húmedo. Pudo abrirse solo. De todas formas usaré vapor. Asííí. Humm… así.

Un golpe en alguna parte hace que el sobre caiga de mis manos. El corazón me palpita y quedo tan inmóvil, tan al acecho que casi puedo sentir cómo respira Ur. Por suerte no me está mirando. Ha sido el viento. Caramba. No voy a asesinar a nadie. Debo calmarme.

Finalizo la operación. Extraigo el contenido. Un nuevo sobre con un sello extranjero. También lo abro. Saco la única hoja que hay dentro. Dejo los sobres con la solapa engomada hacia arriba, encima de la mesa. Apago las velas de la sala de estar, salvo una que me llevo al dormitorio. Escucho atentamente. No hay nadie por ahí. Raúl… respuesta… jueg… carnicería… plant… balas… huesos… tu mujer…

Cierro los ojos y permanezco con el brazo caído al costado de la cama. Casi se diría que colgaba por el peso del papel, No debo seguir leyendo. Sin embargo, está interesante. He ido demasiado lejos. Vuelvo a guardar la carta. ¿Sin terminar de enterarme? Exactamente. ¿Pero?… ¡Sin chistar!

Pesadamente, me incorporé y torné todo a su ubicación inicial. Una vez pegado el último sobre lo puse entre dos secantes verdes, con una anacrónica miniatura de la Venus de Milo encima, para hacer peso.

Me quedé mirando la estatuilla y ella a mí. Rebusco en la bolsa de los trapos. Rasgo una tirita de tela celeste con topos blancos y amarillos. Cubro las vergüenzas de la marmórea fémina con la telilla. Ha quedado de lo más simpática. Un día de estos le pintaré unas gafas alrededor de los ojos.

¿No habré manchado el sobre? Lo saco. No. Por suerte está tan sucio como antes de abrir… como cuando él lo dejó cual cebo. Él. Maldito.

Doro un trozo de carne en las brasas. Le ofrezco una parte sanguinolenta a Ur que la engulle sin respirar. Tengo que pensar seriamente en hacerla vegetariana. Sí. De ti estoy hablando. No te hagas la dormida. ¿Qué me contestas?

Bautizo generosamente el tazón de café con coñac. Me llevo la botella y un vaso a la cama. Durante la noche tengo una pesadilla sin recordar que sucedió en la misma pero que me ha provocado revolverme y sudar entre las mantas.

Al levantarme noto que la humedad ha penetrado en el aire de la cabaña. No es la tierra, porque la casa es la más elevada de la aldea sino la del ambiente. El fuego se ha apagado. Quizás por eso. Pronto se reanuda el chisporroteo. Las ocho.

El sobre está encima de la mesa, y antes de que atine a reprocharme nada, está nuevamente clavado en la puerta con cuatro chinchetas. Una en cada esquina del rectángulo. Casi cedo a la tentación de poner una tachuela en el medio y hundir la pancita que se le formó.

Me pongo una camiseta y una camisa limpias. Meto las sucias en agua caliente. Mañana me bañaré en la tina. Decidido.

A las nueve y diez él atraviesa el portón. Trae expresión de triunfador. Seguramente piensa que le salió bien la jugada. Desearía verle la cara cuando se enfrente al sobre.

Apoyo la oreja auscultando la puerta. Está justamente aquí. Aquí, del otro lado. Siento como desclava una a una las chinchetas. Ahora se aleja. No voy a mirar. Ni esa oportunidad le daré. No has de descubrirme nuevamente.

Aprovecho para orinar mientras hago tiempo. Ahora sí. Con mucha precaución enfoco el telescopio. Allá va. Bien. Bien. He triunfado.

Dos niños, los primeros que veo del poblado, pasan corriendo y chapoteando en el agua fangosa. Él ni se imagina que lo observo. Me siento feliz y reconfortado. De todas formas me cuidaré. Es sólo una batalla.

Me afeito y después de comer lavo la ropa. ¿Qué opinas, Ur? Te estoy hablando. ¿Qué vas a opinar si duermes más que las mantas? ¿Sabes? Voy a contarte un secreto. No te enfades ni te ofendas. Es la verdad. Cuando te tenía en el dormitorio, los primeros días, al despertarme a veces por la noche, te veía mirándome con esos ojos a todo volumen, y me asustabas mucho. Más de una vez he estado a punto de tirarte un zapato. Je. Ahora me acostumbré. Pero no deberías mirar así a la gente. ¿Quieres que te diga una cosa? ¿Me estás escuchando? Lo vencí. Lo fastidié. Vino a recuperarla para husmear y la tenía clavada delante de las narices. ¿Tienes frio? Te has despabilado. Bien. Vela por mí. Je… je. Mañana haré café abundante. Lo bueno de la lluvia es que no hace frio. Despiértame temprano, Ur.

Aunque esta mañana hace una temperatura agradable, calenté agua para el baño. Arrastro la tina desconchada al centro del salón y me enjabono bien. Con la chimenea a plena marcha da gusto estar desnudo. El caldero está cerca y me voy volcando líquido con una jarra. Esta tibio, delicioso.

Me seco con muchas toallas, como es mi regodeo y costumbre. En verdad placentera la cosa. Caramba. Las diez. Me he olvidado completamente. Y me siento contento.

Estoy seguro de que te ha extrañado que no mirase. Para que veas que no necesito andar vigilándote. Lo hago… bueno… por diversión. ¿Quieres café, Ur?. Y ese ruido. El viento. ¿No será él? Miro por la ventana. Nadie. ¿En la puerta? Por la cerradura. Nadie. Abro y arranco el papel clavado y cierro rápidamente. Ha sido él. Una hoja en blanco. Apuesto la cabeza a que fue él. Y yo no me percaté cómo lo hacía. Traidor. Maldito. Probablemente estaba vigilando agazapado tras algún árbol para ver cómo yo abría y lo cogía. Lo estaba gozando. No. No será capaz de jugar tan sucio. Mañana verá. Mañana verá.

A la tarde puse una oblea de cola de carpintero a baño de maría en una latita. Cuando se hubo diluido unté la hoja y la pegué. Cerré la puerta.

La cena constó de pescado ahumado y vino. Me están aburriendo las galletas un tantico. Suena bien. Un tantico.

Al despertarme me sonreí. Me vestí y tendí nuevamente encima de las mantas. Sigue lloviendo. Menos cuarto. Debe de estar saliendo de la oficina de correos. No sé como no lo cierran. Por cuatro o cinco familias que viven regularmente aquí. Y estoy seguro de que no saben ni escribir. Nueve. Está por llegar. Por lo menos en invierno y en otoño. Y uno. En verano no hubo casi movimiento local. Y dos. Pero en primavera, según Axel, todas las cabañas bullen en actividad. Y cuatro. Cruza el portoncito. Diez Segundos… veinte…treinta… Imagino lo que está ocurriendo. Se asombra. Sigue lloviendo. Se enfurece tratando de despegar la hoja. Debe de estar muriéndose de rabia… Je, je. Ji… ji… je… je.

—Señor… Señor…

¿Cómo se atreve a llamar?

—¡Señor!… ¿Señor? Soy yo, el cartero.

Ya sé que eres tú, viejo. ¿Crees que estoy esperando a un hipocampo volador?

—Ya voy. Ya voy —¿Cuál es el peor taco que recuerdo?

Escondo el telescopio y meto a Ur en el armario. Está dormida. Ni se entera. Me enfundo los guantes de lana y me ato las botas. Abro. Unos ojitos de ratón me saludan alborozados al verme.

—¿Siií?

—Usted sabrá perdonarme, señor. Siempre lo vengo a despertar. Por favor discúlpeme, señor.

Ya se había sacado la capa. Tenía la hoja tomada entre dos dedos, de un vértice, y prosiguió:

—¿Puedo pasar a secarme un segundito?

¿Qué le podía contestar?

—Sí. Pero rápido lo que vaya a decirme porque estoy muy atareado.

—Gracias, señor. Gracias. Yo conozco en seguida a las personas decentes. En cuanto lo vi me dije…

Cuidado con la verborragia, pensé. Está tratando de envolverte.

—¿Qué quiere? ¿Por qué vino? ¿Para qué llamó?

—¿Ah? Sí. Perdone señor. Verá. Pasaba por aquí y me pareció ver un papel tirado en el suelo delante de la puerta.

—¿En el suelo?

—Sí. Y como el señor había sido tan amable de ponerme la carta del cuarenta y ocho… ¿recuerda el señor?… el otro día en la puerta para que yo la cogiese… pues pensé que el señor quería hacerme algún encargo para que le trajera… digo yo… pensé… que el señor había anotado algo en esa hoja y después la había dejado para que yo la viese… y como estaba en el suelo…

—Pero si yo la pegué en la puerta —se me escapó.

—¿En blanco? ¿Para qué? ¡Ay, señor! El señor debe acordarse de la humedad. Seguramente se despegó. Y cayó al suelo. Perdone el atrevimiento. ¿Pero por qué la pegó el señor? ¿Un papel en blanco?

—¿Por qué?… Por… Eso es cosa mía… Por… Porque algún chistoso anteriormente la había clavado…

—¿Clavado? Oh… Cuánto lo siento… Debe de haber sido algún niño… sí… sí… seguramente… usted sabe… son muy traviesos. Apenas empiezan a gatear ya andan por ahí haciendo travesuras.

Él extendió las manos hacia el fuego, exponiendo las palmas al calor, siempre de pie, y luego frotándolas.

La bolsa, en la silla, no dejaba de atraer mi atención. Se insinuaban apenas los bordes de seis o siete sobres. Además de gran cantidad de periódicos amarillentos. Y trozos de papel de envolver.

Al sacar los ojos de ahí me encontré con los del viejo, que fingía mirarme con indiferencia. A pesar de haberme cazado in fraganti no acusó esa ventaja. Me estaba escrutando como si yo fuera un elemento decorativo, se sonrió.

—Tengo que trabajar —dije tajante

—Si, señor. En seguidita me voy, señor.

—Bien —me levanté a abrir.

Él se enfundó en la capa y tosió como para disimular.

—Perdóneme, señor. ¿Pero si el señor necesita que le lleve alguna carta a la oficina...?

Me aparté instintivamente.

—Nooo. De ninguna manera. No escribo ni me escribe nadie.

Evidentemente, si hubiera correspondencia, el viejo tenía intenciones de leérmela.

—Sólo decía, señor… No se enfade. ¿Igual si necesita alguna otra cosita del pueblo?

—NO. No necesito nada. ¿Me entiende? NADA. Tengo de todo.

Cerré la puerta a sus espaldas de un golpe, cuando salió. No miré por la ventana. Oteé nerviosamente por toda la sala. No se había dejado nada olvidado.

 

Hoy regresó. A las nueve en punto escuché cómo golpeaba en el ventanal. Cómo gritaba con voz de cascajo.

—Señor. Soy yo, señor.

Por mí que grite. Que deje la garganta y los pulmones desparramados por toda la entrada y aledaños. El «señor» está acostado y no tiene la menor intención de variar su posición horizontal. Es más, el «señor» está disfrutando. Más placer cuanto más te desgañites, viejo.

Al rato se marchó. Pasé feliz el día. Hasta canté. Bajito. Tarareando. Cené con ron. Mañana es domingo. Tendré tranquilidad. ¿Tendré?

Sí. Ayer descansó. Hice la colada. La ropa se secó toda, a pesar de la humedad pues sigue lloviendo, con el calor de la chimenea. A medio día preparé un guiso abundante para el almuerzo y la cena. Ur lo compartió y le gustó. De noche se instaló a la cabecera de la cama, truco que emplea para que la rasque la cabecita. Al hacerle

cosquillas leves detrás del oído se le erizan las plumillas de satisfacción. No sé de donde habrán sacado que este animalito trae mala suerte.

Desde que hoy me desperté supe que vendría. Y vino. Pero conozco la táctica: esperar, sencillamente esperar.

Como el pasado sábado, golpeó en la ventana, luego en la puerta, cero bolilla, luego gritó durante un rato, y finalmente vencido, se marchó. Pensé.

Pasados las diez, abrí la cortina y miré por la ventana. Estaba allí debajo del ventanal, en cuclillas, pegado a la pared. Mirándome. Como Ur. Cerré la tela furioso y salí. Por primera vez salí al falso porche. Lo incorporé asiéndolo por los hombros y lo arrojé sobre la madera empapada.

—La puta que te parió. ¡Fuera viejo! ¿Qué tienes que hacer aquí? ¡¡Váyase!! Fuera. No quiero verlo más por aquí. Qué carajo. Aire, borratina. Vamos, viejo. Vamos, viejo. ¡¡¡Afuera!!!

Le di la espalda y entré cerrando la puerta sin paliativos sonoros. En la sala descorché otra botella de whisky. No comí nada en todo el día. Antes de acostarme ya estaba borracho. Dormí de un saque.

Hace cuatro días que no me asomo. Pase o no pase por la calle, él no volvió por aquí. Ur está algo alterada. Deben de ser las ranas que croan constantemente durante la noche. Está despabilada. Nerviosa. Incluso durante el día.

Ayer se cumplieron siete mañanas y coloqué el teles-

copio preparando vigilancia y entre las ocho y media y las diez no pasó. Tengo la impresión de que no queda nadie en este poblacho.

Doce días. Sigue el aguacero, la humedad persiste, y él sin pasar. ¡Ojalá que hayan cerrado la oficina de Correos! ¿Qué opinas, Ur?

Sucedió por la tarde. Después de ordenar los platos del almuerzo y tenderme a reposar un rato escuché como llamaba.

En el vano de la puerta, más empequeñecido, tembloroso, que un conejo asustado.

—¿Otra vez, viejo? ¿Es que no hablé claro?

—Perdóneme señor. Perdóneme. Pero es algo importantísimo. Si no lo fuera, yo no me atrevería a molestar al señor ni un instante. Yo sé bien que el señor está constantemente muy ocupado. Sí, señor…

—¿Qué ocurre? Vamos, vamos… Rápido.

—Es que… ¿Puedo pasar?… Yo supuse que el señor es muy sabio. El señor seguramente conoce idiomas extranjeros… y… Sé que es mucha molestia para el señor… pero me he atrevido a venir porque es muy importante… para que el señor me traduzca algo, Es muy cortito… si el señor no puede hacerlo ahora, vengo otro día… cuando le venga bien al señor… tenemos tanto tiempo.

Ese «tenemos» quedó resonándome como el tañer de una campana gigante escondida en medio de mis orejas. No «tenemos» nada. Tú por lo menos, viejo. En cualquier momento, «ñácate» al agujero. «Tengo», viejo; no «tenemos».

—¿A ver, viejo? Rápido. ¿De qué se trata?

Me miró con asombro.

—¿El señor lo va a traducir? ¿De verdad? ¡Me hace tan feliz!

—Vamos viejo. Nada de teatro. A ver… Muestre eso pronto.

Él sacó del bolsón, esta vez sin cartas ni otros escritos, una bolsita de plástico con muchos dobleces, y de esta, tras abundantes temblequeos, con un ruido insoportable al desenvolverla, un papel: un recorte de periódico en francés. Sepia y húmedo. Una foto de un aviador con grandes bigotes posando delante de un Bleriot y unas frases debajo.

—Cierre y siéntese, viejo. Callada la boca —tomo un folio, coloco el tintero y dispongo el recorte a un lado—.Le voy a escribir aquí la traducción.

Esta vez no me cazarás. Estás muriéndote para que te pregunte si el de la foto eres tú. Y después me «enchoclas» toda la historia. No tendrás suertecilla. No me interesa. Le extiendo el papel con las tres líneas traducidas.

—Ya está. Tome. Guárdelo y váyase

—Oh, señor. No sé cómo agradecerle, señor, Usted es tan bueno. Le estaré en deuda toda la vida. Sí, señor. Es que este recorte es de cuando…

—No me interesa. ¿No se da cuenta que me importa un bledo, viejo? Si eras aviador o pescador en una bañera. No me in-te-re-sa.

—Claro. Discúlpeme, señor. Como estoy tan viejo a veces hablo de más y con ésta humedad es peor. Me callaré. Seré como un búho.

—¿Un búho? —Esto es toda una zancadilla. No me gusta. Lo echaré.

—Váyase, viejo. Tengo que trabajar.

—Yo sé. Sé que el señor es muy ocupado. Pero tengo los pies tan mojados. Es un atrevimiento: pero no podría quedarme un ratito más. En silencio. Me quedo totalmente calladito.

—No. Nada de eso. Fuera, viejo.

—Por favor, señor. Llueve tanto. No hablaré nada. No me moveré. Seré un cadáver. Por favor, señor.

Que serás un cadáver no es novedad. Dentro de poco.

—Está bien —me conmuevo— pero a la primera palabra, al primer gesto, te vas. Puede sacarse las botas y acercarse al fuego.

—Oh. Gracias, señor. Gracias. Casi voy a…

—¡Shhh! Silencio. Ni una palabra. No se mueva, viejo. Voy a traer leña del dormitorio.

Ur está dormida. Le digo al oído: tienes un búho en la sala que en cuanto se seque se vuela. Mejor dicho, lo vuelan.

Pongo algunas astillas. Me siento y finjo escribir. Por encima de los anteojos, al inclinarme hacia adelante, veo que el viejo sigue ávidamente cada movimiento mío.

Abro la boca como para ir a decir algo y se le excita la vista. Está deseando que hable. Permanece pendiente de mis labios. Digo:

—Las noches se alargan.

—Si ust… —Patinó. Je je… Patinó.

—SHHH… SHHH… Callado. No puede hablar. Yo estoy hablando solo. Pensando en voz alta. Usted se calla la boca, viejo. Lo dije buen claro. Bien claro…

—Perdóneme señor. Es que re…

—SHHH. Mire que lo echo. ¡¡Lo ECHO!!

Me fui al dormitorio y me puse al costado de la puerta, listo para salir de improviso y sorprenderlo si está tocando algo.

Escuché atentamente durante un rato y no capté nada. Apenas la respiración asmática y regular. Este viejo tiene una lija y no una tráquea.

Volví y seguí haciendo que escribía. Cuando me aburrí del juego le dije:

—Bueno viejo. Es hora de irse. A ahuecarse. Chau. Adiós.

—Sí, señor. Es usted tan bueno. No sé cómo darle las…

—Marchándose en silencio y desapareciendo para siempre.

—Oh, señor. No me diga esas cosas. Quería preguntarle algo pero no me atrevo.

—No se atreve. Me espía, me hace perder el tiempo con idioteces, me molesta continuamente y ¿no se atreve?… Por favor no me haga perder la paciencia.

—Perdóneme, señor. Es que soy viejo y…

—No jodas mas con que eres viejo.

—Sí, señor. Discúlpeme, señor. ¿Puedo venir mañana otro ratito?

—NOOO. Nooo. Ni en avanzado estado de locura te lo permitiría.

—Por favor, señor. Llueve tanto y tengo que salir todos los días. Son los huesos que se van humedeciendo.

—Ya sé que está lloviendo. Y entonces tienes que hacer como los chinitos cuando son viejos y se mojan. ¡Ajo y agua!. Que se joden. ¿Entiendes? ¡Jo-der-se!

—Claro, señor.

—¿Qué día es hoy?

—Hoy es martes, señor.

—De repente el sábado si estoy de buen humor enciendo otra vez la chimenea. A eso de las cinco de la tarde.

—Entiendo, señor, gracias. Gracias.

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